martes, 11 de mayo de 2010

MI AMIGO EL FILÓSOFO

Todos tenemos amigos, y todos los amigos, en tanto que personas, tienen sus rarezas. Rarezas con las que somos, en tanto que amigos, extremadamente indulgentes: si te presentan a alguien de quien te dicen que colecciona, qué sé yo, condensadores de fluzo de segunda mano, o matrículas capicúa, pensarás automáticamente que tiene una tara importante en la mollera, pero que tu amigo Pepito coleccione recortes de las necrológicas de gente cuyo nombre empiece con la letra M te parece la mar de gracioso. Somos así, qué le vamos a hacer.


Además, con el tiempo te acostumbras, y dejas de ver esas manías como algo raro. Lo malo es cuando te aburres, te sobra tiempo y te dedicas a reflexionar. Es entonces cuando te das cuenta de la gente con la que andas por la vida, y se te cae el alma a los pies. Porque entonces te pones a pensar en tus amigos y/o conocidos, y te entra algo así como vergüenza ajena. Al menos a mi me pasa, aunque a lo peor es cosa mía, y resulta que tengo un gusto lamentable para escoger a los amigos.

Por ejemplo, yo tengo un amigo filósofo. Hables de lo que hables, tiene a punto una frase en la que se encierran, a la vez, los motivos, consecuencias y soluciones para todo lo que te pasa, te ha pasado o puede llegar a pasarte. Se pasa la vida pensando y, claro, siempre tiene una teoría que ha elaborado previamente. O sobre la marcha, que a veces la evolución de la técnica o las costumbres producen novedades de relevancia y tiene que improvisar.

Sí, mi amigo es de esa gente empeñada encontrar la razón última de todas las cosas. En pensar hasta poder resumir en una sola frase la verdad suprema acerca de cualquier tema. Y luego te lo suelta rotundo, serio, confiado, y no te queda más remedio que reconocer que tiene parte de razón.

A pesar de que tiene teorías para todo, mis favoritas son las que tratan de las relaciones humanas. Ahí es donde mi amigo el filósofo alcanza sus mayores cotas de brillantez. Una frase suya que me encanta es: “Las mujeres follan para poder hablar; nosotros hablamos para poder follar”. Por más que lo pienses, no ves por dónde meterle mano a semejante axioma. Impecable.

Y tiene muchas más. De hecho, podría escribir un libro con sentencias de ese calibre. Pasen y vean:

-Al lado de todo gran hombre hay una gran mujer; y detrás suele estar su esposa.

-Una mujer guapa es un peligro; una fea es una desgracia.

-Ante la duda, la más tetuda; y si son iguales, la de mejores modales.

-No hay mujeres feas, tan sólo hombres que no están suficientemente borrachos.

-Las mujeres son como una piscina: sus gastos de mantenimiento son desproporcionados para el tiempo que uno se pasa dentro de ellas.

-Las mujeres piensan que se conquista al hombre por el estómago: apuntan demasiado alto.


Pero no es sólo el tema de las relaciones parejiles lo que centra su atención y es merecedor de su agudo ingenio. No, mi amigo desparrama su privilegiada mente sobre cualquier campo de la actividad humana. Es capaz de pasarse mucho tiempo pensando en alguna de esas paradojas que pasan a diario por nuestra vida, inadvertidas para la mayoría, pero que no escapan de su prodigiosa capacidad de raciocinio. Y después, cuando menos te lo esperes, te sorprenderá con una pregunta de esas que te generan una duda metafísica abrumadora, un desasosiego existencial que no te deja vivir. Verbigracia:

-Si se encuentran un gato negro y un tuerto, ¿quién tiene mala suerte?

-Si la tostada siempre cae del lado de la mermelada, pero apuestas todo tu dinero a que cae del lado de la mermelada, ¿ realmente caerá del lado de la mermelada?


Todas estas reflexiones han hecho de él un tipo profundo, interesante, templado. Con ideas propias. Capaz de afrontar la vida armado con todo su credo acerca de la fatalidad y el destino resumido en una sola frase que repite a menudo: “Cuando sientas que todo te está dando por el culo, prueba a montar en bici y verás como el aire te da de cara”.


Sin embargo, no todo en él es pesimismo descarnado. También hay un resquicio por el que se cuela la esperanza, el consuelo. Por ejemplo, cuando tienes una semana espesa, en la que todo te sale mal, en la que ves llegar el viernes lenta y agónicamente, él, viéndote agobiado y al borde del llanto, viene en tu ayuda con una sencilla frase: “Ya queda menos para el próximo lunes”. O como cuando, tras una racha de meteduras de pata, errores, malos resultados y chapuzas varias comienza a asaltarte la duda de que estas y siempre has estado destinado a no hacer nada bien en tu puta vida, él sentencia, grave, filosófico, ecuánime: “Al menos un día fuiste el espermatozoide más rápido”. (Bueno, la verdad es que consolar, no consuela mucho, pero te hace sonreír).

Tiene un lema digno de ser adoptado por el movimiento olímpico: “Si no puedes ayudar, molesta; lo importante es participar”.

Y luego está su filosofía laboral, para la cual tiene sus mandamientos, sus reglas inamovibles, sus leyes inviolables:

-Errar es humano. Echarle la culpa a otro es estratégico.

-En la empresa, los directivos son como las estanterías: cuanto más alto están, más inútiles son.


O esas fábulas moralizantes y clarificadoras con las que trata de ilustrar a sus contertulios, en alguna sobremesa excesivamente etílica (el alcohol le dispara la elocuencia y el ingenio) acerca de las líneas maestras que rigen la vida laboral. Vean, como muestra, la historieta con la que nos deleitó ayer, sin ir más lejos:


Estaba un cuervo en la rama más alta de un árbol, sin hacer nada. Pasó un conejito, que se quedó mirándolo, envidioso. “Ojalá pudiera pasar yo el tiempo así”, pensó, “sentado sin hacer nada”. “¿Por qué no lo haces?”, le animó el cuervo. Así que el conejito se sentó a la sombra del árbol y se puso a descansar. “Esto es vida”, pensó mientras se dormía. Pero cuando el conejito estaba dormido, apareció un zorro, vio al conejito, y se lo comió.

Moraleja: para estar todo el día sin hacer nada, tienes que estar sentado muy, muy alto.


Pasamos muy buenos ratos con él. Siempre tiene a punto alguna frase de hondo calado intelectual, siempre está dispuesto a compartir de manera altruista esa forma tan suya de ver la vida. Pasar mucho tiempo con alguien así te cambia, quieras o no. Te va forjando el carácter, te hacer ver la vida desde una nueva perspectiva, a través de un nuevo prisma. Te va atrayendo suave, dulcemente al lado reflexivo de la existencia, del que resulta muy difícil volver. Cuando quieres darte cuenta, ya eres uno de los suyos. Y te sorprendes a ti mismo ejerciendo el proselitismo, intentando traer a otros incautos a la verdad. Aconsejando, como hace él:

-Vive cada día como si fuera el último de tu vida: alguna vez acertarás.

Ante esto, sólo cabe descubrirse: Maestro, no somos dignos.

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