viernes, 30 de julio de 2010

ME PIRO

Se acabó.

Al fin llegó el gran día. Me voy de vacaciones. Se acabó el stress del trabajo, las prisas, los madrugones…
Durante los próximos días, pienso dedicarme a no hacer más que lo imprescindible. Dentro de unas horas me pondré en modo vegetativo e intentaré pasar así las próximas semanas.

Con alguna mínima excepción, claro. Conectaré las neuronas de vez en cuando. Me gustaría leer, que es algo que tengo un poco abandonado, últimamente. Y ver alguna peli de la fabulosa colección de deuvedeses que está reuniendo mi hermano (tengo que acordarme de pasar a saquearle la estantería antes de irme…). Por lo demás, no tengo ningún plan, que es quizá el plan que más atractivo me parece. Y el que más va con mi personalidad, también.

Así que ya se pueden imaginar el panorama de las próximas semanas: dormir, comer, playa, lectura, sesión de cine… A mí me suena bien.

Pero, en fin, como les decía, esto sólo es una breve nota de despedida. A los que van a disfrutar de las vacaciones, mi enhorabuena. A los que simplemente van a estar de vacaciones, que piensen que podría ser peor. Y a los que les toca currar,… no se me ocurre nada que decirles.

A todos, adiós.

Ha sido un placer.

jueves, 29 de julio de 2010

HIS AIRNESS

Una vez hubo un hombre que desafió la ley de la gravedad, al destino y el miedo escénico, todo a la vez. Y ganó todos los desafíos. Se llamaba Michael Jeffrey Jordan, y yo tuve el privilegio de verle jugar en directo. Un privilegio, y a la vez una maldición. Porque después de ver a Jordan, no queda otro remedio que reconocer el baloncesto ya no tiene (no puede tener) mucho más que ofrecernos.

Y eso que lo de Jordan no era baloncesto. Él jugaba a otra cosa. Cuando los demás se afanaban en un torpe juego de saltos, empujones, rebotes y cosas así, tan prosaicas, él planeaba majestuoso sobre el parqué, llegaba hasta el aro y convertía una canasta en algo diferente, tan estético que no parecía el mismo deporte. Estaba dotado de unas facultades físicas portentosas: era ágil, fuerte, tenía una capacidad de salto prodigiosa y una altura que le convertía en un verdadero enigma para los contrarios (era demasiado alto para la gente rápida y demasiado rápido para la gente alta). Pero eso no era todo. Por encima de cualquier otro condicionante, Jordan fue un capricho del baloncesto. Como si el deporte de la canasta, después de casi un siglo de evolución, hubiera decidido darse un homenaje a sí mismo, y hubiese reunido en un solo hombre las mejores características de los mejores jugadores de todos los tiempos. Agresividad, espectacularidad, elasticidad, competitividad, deseo de ganar, técnica depurada, mala leche, capacidad de improvisación, defensa,… no se me ocurre alguna virtud que Jordan no tuviera, la verdad.

Recuerdo la primera vez que lo vi jugar, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en el 84. Formaba parte de un equipo de universitarios (eran los años en los que el COI todavía consideraba que las Olimpiadas eran territorio exclusivo para amateurs; claro que también influía el hecho de que los yankees iban sobrados incluso con equipos de imberbes mozalbetes, porque cuando el resto del mundo empezó a mojarles la oreja, corrieron a pedir ayuda a los hermanos mayores de la NBA y el COI, casualmente, decidió que ya estaba bien de amateurismo). Jordan acababa de ganar el campeonato de la NCAA con su universidad, North Carolina, anotando además el tiro definitivo en la final, una suspensión desde 5 m. De hecho, fue elegido el mejor jugador universitario del año (aunque ni siquiera era el jugador más importante de su equipo: los Tar Heels de N. Carolina orbitaban en torno a, pónganse en pie, James Worthy). Los comentaristas hablaban de él como un jugador espectacular, destinado a ser una figura. Y ya en el torneo olímpico dejó muestras de su capacidad atlética con algunas jugadas que quedaban completamente fuera de las posibilidades físicas del resto de jugadores.

Después de colgarse aquel oro olímpico, Jordan pasó a la NBA. En el draft de aquel año, fue elegido en el nº 3 por los Bulls de Chicago. El nº 1 correspondía a Houston, que escogió a Olajuwon, uno de los mejores pívots de la historia; nada que objetar; el nº 2 fue para Portland, que escogió a Sam Bowie (no haré comentarios; simplemente vean esto y comprenderán por qué en Oregón todavía están llorando). El caso es que Jordan llegó a un equipo que nunca había ganado nada, y que, por muy bueno que fuera el novato, parecía destinado a seguir sin ganar nada durante unos añitos más. Así fue, en efecto.

Pero la historia no sólo se escribe con las victorias y las derrotas. Algunos jugadores van más allá, y son elegidos para cambiar el destino de su deporte. Este fue el caso de Michael Jordan. Sus primeros años en la NBA no permitieron adivinar lo que vendría después. Estaba en un equipo sin opciones reales de ganar el campeonato, y eran los años de la dictadura de los Lakers de Magic y los Celtics de Bird (y todavía faltaban por llegar los Bad Boys de Detroit), así que Jordan tuvo que conformarse con pulverizar todos los records individuales habidos y por haber. Fue elegido el mejor novato del año en 1985. Y, aunque al año siguiente se perdió casi toda la temporada por lesión, a partir de 1987 siguió alucinando al mundo fabricando proezas todas las noches. Consiguió que los Bulls fueran asiduos en los Play-offs todas las temporadas, pero solían ser eliminados en primera ronda. Como mucho, en la segunda. Era evidente que pese a los estratosféricos números de Jordan (que acababa las temporadas con una media de puntos por partido rondando los 35, una salvajada como no he visto otra en mi vida), el equipo necesitaba jugadores que le echasen una mano.

Estos llegaron en 1989. Scottie Pippen y Horace Grant comenzaron a darle mayor solidez al equipo, que llegó a las finales de la Conferencia Este para chocar contra ese muro de hormigón armado que fueron los Detroit Pistons de Chuck Daly y sus angelitos. La frustración de Jordan crecía. Sus promedios de anotación, también.

Al fin, ya con Phil Jackson en el banquillo, la filosofía zen dio sus resultados y en 1991 los Bulls consiguieron eliminar a Detroit, para encontrarse en la final con los Lakers de Magic, que estaban dando los últimos coletazos de sus días de gloria. El resultado fue de 4-1 para los chicos de Jordan. Una perfecta escenificación del relevo generacional. La antorcha del triunfo había cambiado de manos.

A partir de ahí, los Bulls encadenaron 3 campeonatos seguidos, y Jordan se convirtió definitivamente en una leyenda. Pero ser una leyenda todavía no era suficiente para el mejor, y Michael decidió rizar el rizo.

Al finalizar la temporada 1993, Jordan anunció su retirada del baloncesto. Su padre había sido asesinado ese verano, él había ganado ya todo lo que podía ganar (incluyendo su segundo oro olímpico, como integrante del mejor equipo de baloncesto de todos los tiempos, en Barcelona 92), y la presión de los medios de comunicación aumentaba (rumores de adicción al juego, denuncias de su despotismo en el vestuario, líos de faldas,…), así que decidió retirarse del mundanal ruido. Relativamente, claro, porque si bien se alejó de los focos, tampoco se contentó con el anonimato, y probó fortuna en el baseball. Con escaso éxito, cabe decir.

Pero, después de casi dos años, en la primavera de 1995, comenzaron los rumores acerca de la vuelta del genio. Los periódicos se convirtieron en pura especulación, y la NBA se frotaba las manos ante la perspectiva del regreso del hijo pródigo (el primer año de ausencia de MJ el mundo padeció la que probablemente haya sido la serie final más aburrida de la historia, Houston- New York). Al fin, en marzo, Jodan protagonizó la rueda de prensa más famosa y más breve del deporte mundial. Simplemente dijo: I’m back (He vuelto). Y el baloncesto se tambaleó.

Sin embargo, los dos años de inactividad le pasaron factura, y los Bulls fueron eliminados antes de la final por Orlando Magic. Jordan había cambiado su tradicional número 23 (estaba ya retirado por el equipo, colgando del techo del United Center) por el 45, y el cambio no le trajo suerte. Tuvo un pobre papel, perdiendo algunos balones clave. Algunos de sus rivales, con el cerebro pequeño y la boca muy grande, se apresuraron a certificar, con cierto cachondeo, el definitivo ocaso del astro. Eso sólo tuvo un efecto: aumentar las ganas de competir de Jordan hasta un nivel que nunca antes había tenido. El resultado se vería en la siguiente temporada, la 1995-96.

Ese año, los Bulls batieron el record de victorias en una temporada, dejándolo en 72 victorias por sólo 10 derrotas (el anterior estaba en poder de los Lakers de Jerry West, con 69-12, desde el 71). Llegaron a la final, contra Seattle, y consiguieron su cuarto título. El asombro se apoderó del mundo del baloncesto: nunca antes alguien había llegado a las 70 victorias, y nunca antes alguien había conseguido volver a la NBA después de una retirada para ganar el campeonato. Eran proezas destinadas a pasar a la historia. Chicago se convirtió en los IncrediBulls. Un equipo invencible, comandado por el mejor jugador de todos los tiempos.

La cosa no acabó ahí. Al año siguiente, de nuevo rozaron las 70 victorias (69-13) y consiguieron su quinto título, esta vez ante Utah Jazz. Y al año siguiente, de nuevo en la final ante los Jazz, culminaron una de las hazañas más portentosas del deporte mundial: ganaron el sexto título, en el segundo Three-peat. Nunca antes. Y, posiblemente, nunca después.

Por encima de los números, sin embargo, Jordan tuvo un impacto descomunal. Sus primeros años en la liga fue un portento físico. Penetrando una y otra vez a canasta, saltando entre 2 o 3 armarios de más de 2 m y 120 kg, aguantando en el aire, rectificando varias veces,… Impresionante. La sensación de ser imparable que transmitía Jordan durante esos años fue, sencillamente, indescriptible. Pero después mejoró su tiro de una manera tremenda, y se convirtió en un jugador mucho más peligroso, si cabe. A lo largo de su carrera, Jordan cambió para siempre el baloncesto. Dejando, de paso, algunas momentos para la historia.


Como sus 63 puntos en el Boston Garden (que hicieron exclamar a Larry Bird: “Hoy Dios se ha disfrazado de Michael Jordan”), sus 55 en el Madison Square Garden, sus mates desde la línea de tiros libres, sus vuelos con la lengua fuera (una especie de marca de fábrica), sus tiros imposibles (memorable el que le clavó a Cleveland, en el 89, sobre una defensa impecable de Craig Elho; se le conoce como The Shot), el mítico partido con fiebre, en las finales del 97, en el que anotó 38 puntazos cuando ni siquiera se tenía en pie, o el romántico colofón a su carrera, en el último segundo de su último partido, en las finales del 98, cuando se jugó un 1 contra 1 ante Byron Russel (sí, Enrique, ya sé lo que me vas a decir; sí, yo también creo que Jordan hace falta en ataque, pero obviemos el detalle en pro del final feliz) que finalizó con una suspensión inmaculada desde la cabeza de la zona. El balón entró limpiamente, y supuso el sexto título. Habría sido el perfecto final para una carrera perfecta…

… si no fuera por la desdichada costumbre, común a muchos genios, de no saber elegir el momento para el punto y final. Porque Jordan, que se había retirado en el 99, aprovechando el cierre patronal (lock out) con el que la liga hizo frente a las exigencias de los sindicatos de jugadores, no pudo controlar el gusanillo y volvió al mundo del basket en 2001. Primero como directivo de los Whasington Wizards, y más tarde, como jugador. Jugó hasta el final de la temporada 2003, y entonces, con 40 tacos, colgó las zapatillas. Incluso en esos dos años tuvo tiempo de realizar alguna proeza, a modo de canto del cisne (como enchufar más de 40 puntos en un partido, el único jugador de más de 40 años que lo ha conseguido). Personalmente, hubiera preferido que su última canasta hubiera sido la de Utah. Pero él pareció disfrutar esas temporadas. Ya sin la presión aplastante que tuvo en Chicago, se concedió dos años para jugar por el puro placer de jugar. Y, de paso, por el reto que suponía para él medirse a jugadores a los que le sacaba 20 años (y a los que más de una vez consiguió dejar en evidencia). Durante la temporada de 2003, con su retirada definitiva ya anunciada, Jordan recogió los homenajes de todas las canchas que visitaba. Como pueden imaginar, la ovación en Chicago fue apoteósica.

Y como dicen que una imagen vale más que mil palabras, aquí tienen una pequeña muestra de lo mejor que el baloncesto puede ofrecer. Con todos ustedes, His Royal Airness, Michael Jordan.


miércoles, 28 de julio de 2010

DONDE LOS SUEÑOS NUNCA MUEREN (II)

(Continuación)

Su madre se mostró encantada cuando le dijo que pensaba quedarse unos días. Sabía que, en el fondo, su madre pensaba que debería irse para salvar los restos del naufragio (¿Qué restos, mamá? Ni siquiera hay restos…), pero hacía tantos años que no tenía al hijo en casa que decidió aprovechar aquella oportunidad para volver a mimarlo. Javier no se negó. Era agradable sentirse querido. Y siempre le había gustado la cocina de su madre.

Después de comer, el lunes, fue a casa de Laura. Vivía en una casita blanca, algo apartada del pueblo, que se asomaba al mar desde unas rocas grises y desnudas. La encontró sentada en el porche, arropándose con los brazos, el pelo negro bailando con la brisa, al ritmo de las olas. Tenía la mirada perdida en el horizonte del que habría de volver su marido, su amante. No supo el tiempo que permaneció contemplándola. Ella se dio cuenta al fin de su presencia. Se apartó el pelo de la cara y lo invitó, con una sonrisa blanca y triste, a sentarse con ella. Miraron el mar, en silencio, hasta que ella se levantó.

-Hay café hecho. ¿Te apetece? Todavía debe estar caliente.
-Me vendría bien. Ya empieza a hacer frío aquí.

La siguió al interior, pasando la vista por las paredes llenas de detalles femeninos que ponían el contrapunto justo al ambiente seco de una casa de pescador. Tomaron un café caliente y espeso, y después Laura sacó de algún sitio una botella de aguardiente viejo. Ninguno sabía qué decir.

-Te veo muy bien.
-Por Dios, Javi. Si estoy hecha un desastre.
-No es verdad. Sigues preciosa.

Ella sacó un paquete de Camel y encendió uno con movimientos nerviosos. El humo flotaba entre los dos.

-No sabía que fumabas.

Laura se encogió de hombros, con un gesto que quería decir cualquier cosa. Él alcanzó el paquete y cogió uno. Su primer cigarrillo en mucho tiempo. El sabor áspero del tabaco comenzó a transportarlo al pasado, y el humo azul creó un clima de confidencia.

-Háblame de tu mujer.
-¿Mi mujer? Se llama Susana. La conocí en la universidad. Tenemos dos niñas, un perro, …. Lo normal.
-¿A qué se dedica?
-Es profesora, como yo.
-Antes decías que nunca te casarías con una mujer que trabajara.
- Las cosas cambian.
-¿Sois felices?
-Estamos separados.
-Lo siento. No lo sabía.
-No importa. ¿Y qué hay de ti?

El mismo gesto cansado otra vez, la misma mirada perdida. Laura parecía haber cambiado. Sus ojos tenían un velo de tristeza profunda, amarga. Él nunca la había visto tan hermosa.

-¿Cómo es que no te fuiste nunca del pueblo?
-Esta era toda mi vida. Aquí tenía todo lo que necesitaba.
-Antes parecías odiar esta tierra, el pueblo, toda esta vida.
-Puede que odiarla fuera la única forma que tenía de rebelarme contra ella. Siempre sentí que algo me pegaba a esta tierra con tanta fuerza que no podía luchar contra ello, y eso me asustaba. Entonces, lo único que se me ocurría era hacer planes para marcharme de aquí algún día. No sé –
se encogió de hombros-. Es algo difícil de explicar.

Él la entendía muy bien. Conocía esa sensación, y era algo contra lo que no se podía luchar. Él lo había intentado, y había perdido. Recordó lo que ella había dicho.

-Dijiste que tu madre dejó algo para mí.

Laura salió de la sala para volver al instante con un libro viejo, gastado, con una filigrana dorada sobre las tapas negras. Se lo entregó.

-Siempre quiso que lo tuvieras tú.

Javier pasó sus manos por el libro sintiendo que aquel tacto suave y casi olvidado le ponía un nudo de lágrimas en la garganta. Lo abrió al azar, y la poesía de Lorca le trajo imágenes de Raquel leyendo historias mágicas, en aquel mismo libro, al calor de una lumbre. Recuerdos de noches de invierno, en las que la voz de Raquel les dormía el alma y les despertaba los sueños. Recuerdos de Laura, con los ojos llorosos, suplicando: “Otra vez, mamá. Otra vez”.

Ella se sentó a su lado y le abrió el libro por la primera página. Al lado del título, Raquel había escrito una dedicatoria, con su letra redonda y menuda. Leyó: “Para Javier. Por si se le olvida soñar”. Entonces lloró, sin saber que lo estaba haciendo hasta que notó las lágrimas correr por su cara. Se abrazó a Laura, y el aroma tibio del abrazo le hizo insoportable el dolor de las cosas perdidas. Ella también lloraba. Sin saber cómo, sus labios se unieron. El beso le supo a lágrimas, a veinte años de distancia, a pena, a tiempo perdido. Sintió que se hundía en una espiral oscura, sin fin.

Se amaron con furia, con el frenesí acumulado en tantos años de soñar con el cuerpo lejano del otro. Ella lo llevó con un ritmo sabio y natural a un lugar en el que todo tenía sentido, y él se dejó llevar, aferrándose a ella para no perderse en el delirio de oscuridad que los envolvía. Aquel cuerpo terso y caliente se convirtió en todo su mundo. Hasta que el mundo acabó por explotar, y la habitación se llenó de pedazos de cielo.


Aquella noche, mucho tiempo después, en la soledad de su cuarto, Javier sentía todavía el sabor de aquella piel en la boca, y el calor de aquel cuerpo en la sangre. Sin poder evitarlo, comenzó a pensar en Laura, en Susana, en las niñas, … Sus pensamientos se transformaron en un torbellino inverosímil, desbordante. Sentía su corazón retumbar en el silencio de la casa. No podía dormir, y decidió coger el libro que reposaba sobre la mesilla, a su lado. Comenzó a leer. Una página, dos, tres. Leyó hasta que los versos esparcieron un aire nuevo por la habitación y le refrescaron la conciencia. El día siguiente lo encontró dormido, con el libro entre las manos.

Aquellos días pasaron rápidamente, llevándolos de vuelta a la adolescencia, a los años de amores culpables y escondidos. Ellos saboreaban cada momento como si quisieran recordarlo para siempre, como si olvidar uno solo de aquellos instantes fuera un pecado mortal. Aprendieron a conocer el cuerpo del otro, sin prisas, parándose en cada detalle, en cada pliegue de la piel, llenándose de un sabor intenso, embriagador. Él pasaba el tiempo en casa, en la playa, en cualquier sitio. Sólo esperaba el momento de encontrarse otra vez entre aquellos brazos que eran el puerto que había buscado durante toda la vida, de sentir aquellas manos acariciarle la cara. Ella sentía que el tiempo pasaba más despacio cuando él no estaba. No le importaba nada que no fuera perderse en aquel cuerpo que había sido parte de sus sueños durante tantos años. Ninguno de los dos quería pensar en el mañana. Intentaban en vano que el destino se olvidase de ellos, que el futuro les dejase vivir para siempre en aquel mundo que habían construido para ellos solos. Pero no podían engañarse: los dos sabían lo que iba a pasar.

Javier notaba a su madre cada vez más agitada, como si quisiera quitárselo de encima y no se atreviese a decirlo. Eran ya casi dos semanas las que había pasado en el pueblo, y su madre no sabía qué pensar. Él estaba seguro de que todavía no habían empezado a circular rumores, pero eso era algo que pasaría tarde o temprano, en un pueblo tan pequeño. Lenta y dolorosamente, la realidad comenzó a filtrase por las rendijas de su paraíso. Laura nunca le hizo la menor insinuación, pero llegó el momento en que los dos tuvieron claro que tenían que hablar de ello.

Estaban en la cama, en casa de Laura. El sol entraba por la ventana mal cerrada mientras ellos fumaban un cigarrillo a medias. Era uno de esos momentos de reposo, tranquilos. Uno de esos instantes en los que el silencio no es incómodo o inútil.

-¿Qué vamos a hacer ahora?

La voz de Laura lo sobresaltó, como si hasta ese momento no hubiera sabido que estaba acompañado. ¿Qué hacer? Era una buena pregunta, y sabía que en algún lugar debía haber una respuesta.

-No lo sé –contestó con un suspiro, apagando el cigarrillo.
-Sabes que me iré contigo si me lo pides, pero preferiría que no lo hicieras.
-No quieres abandonarlo, ¿verdad?
-No puedo hacerlo. Pero siento que si me pides que me vaya tampoco podré negarme.
-Entiendo.
-¿De verdad?

Algo en el tono de su voz le hizo incorporarse para mirarla. Ella miraba fijamente la pared, aunque Javier no hubiera sabido decir qué estaba viendo en realidad.

-¿Qué quieres decir?
-Creo que no lo entiendes tan bien como dices. No acabas de comprender cómo están las cosas.
-¿Y cómo están las cosas?
-Esto no durará. Un buen día Susana te llamará de nuevo a su lado, y tú te irás.
-No me iré.
-Si, claro que te irás. Abrazarás a tus hijas, pedirás perdón a tu mujer, y le rogarás a Dios que no te dé más oportunidades de echar abajo tu vida. Eres de esos hombres que siempre vuelven a casa.
-Susana no volverá a llamar.
-Te llamará. Seguro. Sólo alguien tan tonta como yo te echaría para siempre de su lado.

Él trató de sonreír, pero cuando la miró supo que ella no había intentado ser graciosa. No quería pensar en lo que ella decía, pero aquellas palabras le escocían como una herida abierta en algún lugar impreciso del cuerpo, o tal vez del alma. Susana. Volver a Madrid. Dejar a Laura. No sabía si quería hacerlo.

-Si que quieres hacerlo, Javier. Puede que no desees dejarme, pero lo que sí quieres es volver a Madrid con tu mujer y tus hijas. Y con tu perro.

Javier no supo si había estado pensado en voz alta o ella le había leído el pensamiento. Ahora no sabía qué decir.

-¿Qué pasará contigo?
-Me quedaré aquí, mirando al mar, pensando en ti. Tú te irás olvidando poco a poco de mí, porque ni yo ni este mundo tenemos un sitio en tu vida. Hace veinte años que nos dejaste atrás.

Laura hablaba con una voz hueca y quebrada, como si estuviera totalmente vacía por dentro. Como si fuera una muñeca en la que resonaran las palabras que alguien decía en otro lugar, muy lejos de allí. Sintió que la pena le mordía en el alma como un lobo hambriento, mientras desde el mar le llegaba el murmullo de las olas, convertido en una risa que se burlaba de la gente que cree en finales felices.

-Pase lo que pase, Laura, nunca te olvidaré.
-Claro que me olvidarás. Esto ha sido sólo un sueño.

Él se levantó y se vistió en silencio. Ya estaba atardeciendo. Al salir, se volvió desde la puerta para decirle en un susurro, casi como una oración:

-Hay sueños que nunca se olvidan.


No fue directamente a su casa. Sus pasos lo llevaron hasta una cala pequeña y apartada, de arena blanca y fina. En el cielo, un cuarto de luna se elevaba perezosamente. Sin saber por qué lo hacía, comenzó a caminar hacia el mar. Con las olas rompiendo en su pecho, sin importarle que el gélido abrazo del agua de Abril le doliera en la piel, la imagen de Raquel volvió a bailar ante sus ojos. Aquella playa escondida había sido el único refugio contra la tristeza de una mujer tranquila, capaz de maravillarse ante una puesta de sol cada día. El lugar favorito de Raquel. Como un último homenaje a la mujer que en otro tiempo le había enseñado a disfrutar con todas esas pequeñas cosas, se sumergió en el agua helada. Aguantó la respiración tanto como pudo, en medio de un silencio perfecto y oscuro. Cuando salió de nuevo a la playa, tiritando, se sintió limpio y suave como un niño pequeño.


Al día siguiente, cuando sonó el teléfono durante la cena, supo que era Susana antes de que su madre contestara. Lo cogió sin saber qué decir, pero todo fue bien. Tuvieron una conversación sincera y fácil, sin palabras de más. Él hablaba recordando lo que Laura había dicho, y sintió que algo se le rompía en el pecho. Después de un rato, al colgar, supo que Laura estaría en el porche, sentada, mirando a lo lejos, al mar, con un cigarrillo colgando de su sonrisa triste. Subió a su habitación. El libro estaba sobre la mesilla, al lado de la vieja fotografía. Raquel. Laura. Se acercó a la ventana. Fura comenzó a caer una llovizna fría. Pensó que resultaba irónico: el cielo lloraba mientras él se tragaba las lágrimas.


Cuando fue a despedirse de Laura ya tenía hechas las maletas. Ella lo vio subir por el camino de piedra y sintió en los huesos el frío de un invierno todavía lejano. Él llegó a la casa y se sentó en el porche, a su lado. No dijeron nada. Javier le entregó aquella fotografía vieja en la que el tiempo se había parado para siempre, y que ya no tenía sentido en su habitación de adolescente. Ella la miró sin verla, acariciando el marco con un dedo. Raquel les había dicho un día que las palabras no tienen cabida en las despedidas. Ahora que se separaban para siempre comprobaban que era cierto: la única manera de decir adiós es compartir en silencio el dolor de los recuerdos que todavía no son pasado. Se marchó sin mirar atrás, y ella lo vio alejarse sintiéndose aplastada por los años de soledad que aún no había vivido. Mientras Javier salía de su vida con pasos cansados, Laura repitió lo que él le había dicho aquella noche:

-Hay sueños que nunca se olvidan.

Luego dejó que la brisa tomara las palabras de sus labios y las llevara hasta el mar, para hacerlas espuma contra las rocas.

Volvió a Madrid en el mismo sucio tren que lo había traído. Había pasado las últimas horas en el pueblo ante la tumba de Raquel, y se fue dejando sobre la tierra húmeda dos rosas rojas. Su madre y su hermana lo despidieron en la estación. Quizá creyeron que las lágrimas de sus ojos eran para ellas. Susana había dicho que podían intentarlo de nuevo, pero no estaba segura de que fueran a lograrlo. Él si lo estaba. Sabía que lo conseguirían. Aunque nunca pudiera olvidar a Laura, aunque aquellas dos semanas alimentaran sus sueños durante toda la vida, sabía que aprendería a ser feliz en Madrid, con su mujer y sus hijas. Iba a renunciar a muchas cosas. Al mar, a sus sueños, a Laura… Sabía que le iba a doler, pero era el precio que debía pagar por su segunda oportunidad. Y estaba dispuesto a pagarlo.

En el camino de vuelta sus pensamientos tomaron un rumbo distinto. Sin remordimientos, sin lamentaciones. Se sentía en paz consigo mismo, con las maletas llenas de la sabiduría que da el desencanto. Los campos de Castilla pasaban veloces por la ventana. Por algún sitio entraba un aire tibio de primavera, fragante y adormecedor. Cerró los ojos y se sintió de nuevo viajando, como veinte años antes, en busca de unos sueños que le hicieran olvidar los que había dejado atrás.

Cuando despertó, Madrid se presentía ya a lo lejos como una nube de humo sucio sobre el cielo azul. Se desperezó. Luego, sin saber por qué, buscó en su bolsa el libro de Raquel. Mientras leía la dedicatoria, en sus oídos resonaron palabras de otro tiempo, de otro lugar.

Otra vez, mamá. Otra vez.

martes, 27 de julio de 2010

DONDE LOS SUEÑOS NUNCA MUEREN

Se despertó en un tren, sin saber muy bien dónde estaba. En el silencio de la noche, el monótono traqueteo resonaba en su cabeza como un desfile interminable de almas en pena. Se desperezó, y recordó por fin: volvía al pueblo.

Era un viaje que había hecho en sentido inverso hacía ya muchos años. Todavía lo recordaba: un viaje con toda la ilusión del mundo, creyendo que lo iba a conducir a una vida feliz, y que sólo lo llevó al lugar donde mueren todos los sueños. A un lugar en el que el mar apenas era un recuerdo en medio de un desierto gris. Ahora, a medida que se acercaba de nuevo al mar, en su pecho se agitaban emociones encontradas. La felicidad se presentía con el olor de la sal en el aire. A lo lejos se intuía de vez en cuando el resplandor de una tormenta lejana. El lo sintió como un recordatorio del motivo de su viaje: aquella tierra que él había abandonado hacía ya tanto tiempo no le permitiría olvidar que iba a un entierro.

Acabó de despejarse cuando el sol asomaba en un horizonte brumoso, tiñendo el paisaje con una luz irreal. Raquel había muerto. Su querida y vieja Raquel ya no estaría esperándolo en la estación con un abrazo entrañable y sincero, apretándolo con fuerza contra su pecho. Lo habían llamado a Madrid para decírselo, y él había sentido que el mundo dejaba de girar por un instante, aunque nadie más pudiera darse cuenta de ello, y que el tiempo comenzaba a caminar hacia atrás, hacia aquellos momentos que alguien, al otro lado de la línea, se empeñaba en decir que ya no se repetirían jamás. Después de aquella llamada, lo siguiente que supo fue que iba en aquel tren camino de un pueblecito de Santander, de su viejo pueblo. A medida que se aproximaba al final de su viaje se sentía cada vez más inquieto, con las viejas heridas palpitando de nuevo, con la cabeza llena de imágenes de un pasado feliz y ya irrecuperable. Se dejó arrastrar por la nostalgia y pensó por fin en aquello que había intentado esquivar durante todo el viaje. En aquel reencuentro que tendría lugar en el mismo pueblo que un día, hacía años, había sido el escenario de una despedida: iba a ver a Laura.

El tiempo gastado en el viaje le sirvió para reflexionar. El lento desfile del paisaje en la ventana marcaba el ritmo de sus pensamientos. Había dejado en Madrid una vida rota: una mujer a la que engañaba, dos hijas que adoraba a las que no había podido ver en el último mes, y un trabajo de profesor en la universidad, enfrentado todos los días a las caras soñolientas de los mismos alumnos aburridos. Una vida que nada tenía que ver con los sueños de antaño. Con aquellos sueños por los que valía la pena luchar. Todo se le había venido abajo, y nunca podría averiguar con certeza de quién había sido la culpa, aunque no podía evitar pensar que era su propia cobardía la que había comenzado a envenenar sus sueños. Alguien lo había convencido de que triunfar significaba aprender a vivir con la boca siempre llena del amargo sabor de la decepción, y él había escogido los caminos equivocados, uno tras otro. Hasta llegar a olvidar de donde venía. Hasta que aquella sangre joven y rebelde que bullía con el mar, con las montañas, con los sueños, se le fue adormeciendo. Con los años, había llegado a acostumbrarse a la infelicidad. Hasta que aquella llamada le había recordado que una vez fue feliz.

Su madre y su hermana lo esperaban en la estación. Con su cabeza todavía lejos de allí trató de corresponder a los saludos. Un beso quizá un poco frío, un abrazo tal vez demasiado breve y un paseo por el pueblo, en silencio, hacia casa. El pueblo había cambiado tanto que ya no lo reconocía como aquel lugar en el que había crecido y del que le había costado tanto trabajo separarse. También la casa parecía haber cambiado. Sólo su habitación permanecía igual. Se sintió en un santuario mientras recorría con la vista aquellas paredes. Sus ojos se posaron en el retrato que estaba sobre la mesilla, en el que aparecían Laura y él, jovencísimos, abrazados, mientras Raquel, tras ellos, los miraba. Dos chicos jóvenes, inocentes. Felices. Y la sonrisa de Raquel protegiéndolos del mundo. Había pasado mucho tiempo. Su madre subió cuando comenzaba a deshacer la maleta.

-¿Qué tal el viaje, hijo?
-Bien, mamá.
-¿Y Susana y las niñas?
-Están bien.
-¿Cómo es que no han venido?
-Nos hemos separado, mamá.
-¿Qué?
-Que nos hemos separado. Hace casi un mes que Susana se fue a casa de su madre.
-Pero… pero, ¿por qué? ¿Qué pasó?
-Tuvimos problemas, mamá. Las cosas ya no marchaban como al principio. No nos entendíamos. Y... bueno, había otra mujer. Y ella se enteró. Aunque supongo que eso fue sólo la gota que colmó el vaso. Ya nada era como antes.

-Pero,...¿y las niñas?
-Las niñas viven con ella. Todavía no saben nada, creo. Para ellas, lo único que sucede es que están pasando unas vacaciones con su abuelita.

Aquella mañana el ambiente en casa fue raro. Él no lograba identificar aquel caserón con el lugar que recordaba. Había sido el lugar de su infancia, en el que las voces de los niños resonaban en los muros de piedra durante todo el día. Pero él ya no era un niño, y sus ojos no eran los mismos. Ya no podían ver las cosas del mismo modo que antes. Sin ganas, le contó a su madre todos los detalles de la historia, mientras ella escuchaba a mitad de camino entre el asombro y la vergüenza. Le habló de Verónica, que era mucho más joven que él; le contó cómo Susana se había enterado sin sentirse ofendida, ni siquiera sorprendida; se oyó hablar a sí mismo dando unas explicaciones que nunca antes se había molestado en buscar. Tuvo que escuchar un buen sermón, exactamente como se había imaginado. Se sentía cada vez más incómodo. Mientras apuraba el desayuno aprovechó una pausa en el discurso materno para cambiar de tema.

-Mamá, ¿y Raquel?

Su madre se tomó unos instantes antes de responder. La evocación le llenó los ojos de lágrimas.

-Murió en la cama, la pobrecilla.
-¿Así, sin más?
-Si, así, de repente. Últimamente se quejaba de todo, pero hacía años que no tenía un mal catarro. Ya sabes cómo era.
-Si. Ya sé cómo era.

Su hermana los contemplaba en silencio, apoyada en la puerta. Cuando habló por primera vez, le echó encima un millón de recuerdos:

-Laura está destrozada, Javier. Tendrías que pasar a verla.

Su madre se quedó recogiendo la mesa. Él salió con su hermana a pasear por un camino retorcido entre pequeños prados verdes. El sol empezaba a calentar, y olía a hierba cortada. Se les fue la mañana evocando a la vieja Raquel, la mujer que los crió, que vivió en su casa tantos años, que les enseñó a ver el mundo a través de sus ojos azules, capaces de transformarlo todo en juegos y risas. Cada uno le contó al otro cosas que nunca antes le habían contado a nadie, recuerdos comunes que se habían transformado en propios con los años. Intercambiaron la imagen que cada uno tenía de Raquel, riendo y llorando. Él se dio cuenta, de repente, de cuánto había echado de menos a su hermana durante todo ese tiempo. Hacía años que no hablaba tanto con ella. Pensó que de haberla tenido a su lado, en Madrid, todo habría sido distinto.

-Al principio fue muy duro. Me acordaba mucho del pueblo, del mar. Pero no tenía a nadie con quien hablar. Nadie podía entender cómo me sentía.
-Además, Laura estaba aquí, ¿verdad?

Él la miró con una sonrisa triste, cansada. Era inútil tratar de engañar a su hermana respecto a eso. Ella lo conocía demasiado bien, y era la única persona que estaba al tanto de lo que había pasado entonces. De cómo Laura, la hija de Raquel, aquella niña que había crecido con ellos, en su misma casa, prácticamente como una hermana más, se había convertido en la primera pasión de la adolescencia de Javier. En el primer amor. Hacía casi veinte años de eso.

-No se te ha pasado, ¿verdad? Todavía no la has olvidado.

Él no contestó. Bajó la vista y contó los pasos hasta que llegaron a la playa. Veintisiete. Una brisa fresca le acarició la cara.

-Ella está casada, Javi. Y es como de la familia.

Él siguió callado. El sol ponía un punto de luz en las crestas del mar rizado. Su hermana suspiró:

-Supongo que hay sueños que nunca se olvidan.



Aquella tarde, en el entierro, todo el pueblo se congregó para despedir a Raquel. Ni siquiera cuando murió el padre de Javier, el médico del pueblo, se había reunido tanta gente. Él permaneció absorto la mayor parte del tiempo, con la vista fija en el ataúd tapizado de innumerables flores. Rosas rojas. Las preferidas de Raquel. Se cumplían sus deseos: la enterraban en tierra, sin mármol ni lápidas caras. Sólo una sencilla cruz de piedra con su nombre, y flores, muchas flores. El cura dijo un bonito sermón, recordando muchas anécdotas que nadie escuchó, porque todos repasaban en silencio sus propios recuerdos de Raquel. Vio a Laura de pasada, en medio del gentío, llorando apoyada en el hombro de su marido, con los ojos brillantes. No sintió nada especial al verla. En cierto modo, eso le sorprendió, pero no supo si alegrarse.


Se quedó allí, de pie, totalmente inmóvil, hasta mucho tiempo después de que se hubiera ido toda la gente. A solas con Raquel. No habló con ella. ¿Para qué? Como la propia Raquel decía, a los muertos no se les habla, se les llora. Así que lloró, aunque no sólo por Raquel. De camino hacia la salida pasó por la tumba de su padre, y dejó sobre el mármol frío y blanco una rosa. Una única rosa. Un intento tardío de expresar todas las cosas que hubiera querido decirle y nunca le dijo.


Al día siguiente, el tiempo cambió. Una fría llovizna puso en el paisaje una nota de gris, melancólico y tranquilo. Javier sacó de algún armario una vieja pelliza, se la echó por los hombros y salió a pasear por la playa. Las olas se rompían en una espuma sucia mientras él caminaba despacio por la arena, con el pelo mojado pegado sobre la frente. Se sentó en una roca, mirando al mar, y notó que alguien se acercaba.


-“Ángeles negros volaban por los aires de poniente. Ángeles de negras trenzas ….”


Él supo inmediatamente quién le recitaba aquellos versos. Los mismos con los que Raquel les espantaba los miedos a la oscuridad, muchos años atrás. Supo que se trataba de Laura antes de escucharse a sí mismo recitar el último verso:


-“….y corazones de aceite”
-Hola, Javier.
-Hola, Laura.
-Le gustaba mucho esa poesía, ¿te acuerdas?.

Permanecieron uno frente a otro, mirándose, sin saber muy bien qué hacer, hasta que se fundieron en un abrazo profundo, silencioso. Cuando por fin se separaron estaban llorando. Él no le dio el pésame, ni le dijo lo siento. A pesar del tiempo transcurrido, ella ya sabía todo aquello que él hubiera podido decir.

-La voy a echar mucho de menos, Javi.
-Yo también. En realidad, ya la he echado de menos todos estos años.
-Y ella a ti. No sabes cómo.
-¿Qué tal te va? Me han dicho que estás casada.
-Si.

Él temió haber tocado un tema incómodo, pero el silencio duró sólo un instante. Ella pareció recordar algo y sonrió brevemente.

-¿Recuerdas cuando éramos niños? Me prometiste que te casarías conmigo y me llevarías a Madrid.
-No te hubiera gustado Madrid.
-Supongo que no.
-Sabes que tuve que irme.
- Igual que yo tuve que quedarme. No pasa nada. Cada uno siguió su camino.
-Las cosas pudieron haber salido mejor.
-Supongo que sí. Pero salieron así. Y eso ya no se puede cambiar.

Ella se cogió de su brazo y comenzaron a caminar por la arena mojada. Había dejado de llover, y ellos comenzaron a hablar de los viejos tiempos, de lo mucho que había cambiado el pueblo, de Raquel. Él recuperaba aquellos pedazos de pasado con una mezcla de tristeza y esperanza. A ratos se sentía un niño otra vez. A ratos se sentía muy viejo. De vuelta al pueblo, ella soltó su brazo, pero siguieron caminando juntos, en silencio, sintiendo el sonido de sus pisadas sobre los charcos. Al separarse, ella dijo:

-Pasa por casa antes de irte. Mi madre dejó algo para ti.


Por la tarde llamó a Susana. La encontró cambiada. En su voz no estaba aquella ironía hiriente que él tanto odiaba. Los dos hablaron con precaución, con miedo a decir algo que doliera. Le contó lo que pensaba hacer, aunque él mismo no lo sabía todavía muy bien: tal vez se quedaría unos días en el pueblo, para recuperar amigos y paisajes olvidados. A ella le pareció bien. Después de hablar con las niñas volvió a ponerse Susana.


-¿Hasta cuándo va a durar esto, Susana?
-No lo sé.
-Siento mucho todo lo que pasó.
-Sentirlo no basta.
-No he vuelto a verla.
-Eso es lo de menos.
-¿Entonces…?
-No lo entiendes, ¿verdad? Me dolió que me engañaras, pero me duele mucho más la manera que tenemos de vivir, como extraños. En el último año, cada vez que hablábamos era para discutir. ¿De verdad querías seguir así?
-Podemos cambiar las cosas, Susana. Entre los dos.
-No estoy segura de eso.
-Por favor.


Silencio. Un instante. Una eternidad.


-Lo pensaré.


La comunicación se cortó. Se quedó quieto, respirando despacio. La lluvia bailaba sobre los cristales, con un ritmo misterioso. Y de repente, mientras miraba el teléfono, se sintió vacío por dentro.
(Continuará...)

lunes, 26 de julio de 2010

CUENTA ATRÁS

Hoy estoy optimista. Puede que sea mi manía de ir a contracorriente de la mayoría (¿a quién le gustan los lunes?), pero también puede tener algo que ver el que la semana que empieza sea la última antes de las vacaciones, que es un detalle que también anima lo suyo [1]

De hecho, me siento tan optimista que me veo capaz de extraer del fin de semana sólo lo positivo, soslayar lo negativo, y sentirme incluso inclinado a pensar que han sido un par de días maravillosos. Vamos con un pequeño extracto de lo más destacable, para que se hagan una idea.

El finde comienza el viernes por la tarde. Llego del trabajo y recibo una breve visita de mi hermano, que me trae unos juguetes que ha comprado para los niños, una especie de pistolas de agua (aunque eso es quedarse cortos: en realidad, son la Magnun 44 de las pistolas de agua). Aprovecha para recordarme que le debo un post, para meterse un poco conmigo, y de paso, con su novia, allí presente. Me pone de buen humor. Esos ratos de esgrima verbal con mi hermano me molan.

Disfruto del viaje como un indio. Me he comprado un nuevo juguete para el coche, un MP3 emisor de radio, con lo que puedo sintonizarlo con el aparato del coche. El viaje es una gozada, aunque tengo que procurar meter en el cacharro menos música cañera, porque luego me embalo, y hay algunas curvas que empiezan a ser peligrosas a 140 Km/h.

Llego a tiempo de acostar a los niños. Bien. Sumo puntos para el premio de Padre del Año.

El sábado hay una megarreunión familiar. Así que aprovecho para correr por la mañana, y después de comer me escaqueo y me paso la tarde jugando con los niños. Mato dos pájaros de un tiro: me libro de hablar con los adultos y sigo sumando puntos para Padre del Año.

Sábado por la noche. Llega lo mejor del fin de semana: se van las visitas. No quepo en mí de gozo.

Domingo por la mañana. Excursión por el monte. Los niños peleándose para que les lleve subido en los hombros (ellos dicen “a caballito”). Empiezo a pensar que jugar tanto con ellos no es buena idea. Están cogiendo demasiada confianza, los malditos.

Después de la excursión, los enanos se meten en la piscina hasta la hora de comer. Además de darme una envidia mortal, como están provistos de las armas proporcionadas por mi hermano, aprovechan para ponerme como una sopa. Medito si enfadarme y perder puntos o tomármelo con filosofía. Decido no enfadarme: total, hace un calor tremendo, así que incluso me viene bien el remojón.

A la hora de la comida, un momento cumbre. Vale que el menú consistiera en alcachofas, que odio, y que abriéramos una botella de Marqués de Murrieta Reserva del 97 sólo para constatar que se había estropeado en la pseudobodega en la que guardamos el vino (una botella más echada a perder, y van….), pero todo eso palidece ante el arroz con leche que tuvimos de postre. Inenarrable.

Y no se vayan todavía, aún hay más. En el café, buenas noticias: mi cuñada se pira de viaje. Una semana a Turquía y después dos a Etiopía. Hurra. Tres semanas sin verla… Con los destinos que ha escogido, es poco probable que le gusten tanto como para reengancharse, así que supongo que volverá. Pero, oigan, son tres semanas… [2]

Siesta en el sofá, viendo (es un decir) el Tour. Como mandan los cánones. Ah, qué bien sienta…

Juegos infantiles. Paseo por el pueblo. Vuelta a casa y más juegos infantiles. Con una novedad: como los peques empiezan a cansarse del fútbol (el efecto del mundial les ha durado poco), decido iniciarlos en el maravilloso mundo del baloncesto. Cuelgo de un manzano el cubo de recoger la fruta y les explico los rudimentos del lanzamiento: 4 de los 5 infantes presentes (el pequeño pasa de mí olímpicamente) van tirando a canasta (o a cubo, para ser exactos) por riguroso orden. Como es algo nuevo, les entusiasma. Y, además, tiene la ventaja de que yo no tengo apenas que hacer nada: sólo coger el balón cuando, por una de esas casualidades de la vida, alguno encesta. Aunque tengo que reconocer que mi hijo pequeño apunta maneras. Y yo entiendo de esto, créanme, que me he pasado muchas horas en pistas de baloncesto.

Baño de niños, cena, película de dibujos (tocó Willy Fog, quizá en honor de mi cuñada) y a la cama. Sigo sumando puntos.

Durante la cena, llega un vecino a convocar a los hombres de la casa para unos trabajillos de limpieza del río, el lunes por la mañana. Los que tenemos que trabajar y nos vamos a pirar en breve sonreímos, los que ya están de vacaciones y se quedan en el pueblo (les toca pringar) reprimen una palabrota.

Me despido del personal hasta el próximo fin de semana. Hay una noche estupenda, con una luna llena espectacular. Poco tráfico en la carretera.

En el viaje de vuelta, mi nuevo juguete del coche me regala esta canción.

¡¡¡Y ya sólo me faltan 5 días para quedarme de vacaciones.!!!

[1]No sé si existe el síndrome prevacacional, pero si es así, seguro que yo lo he pillado.

[2]- M.J., ya sabes que es broma. Te echaremos de menos y esperamos que lo pases muy bien. O, al menos, que no te secuestre nadie.

viernes, 23 de julio de 2010

MI EGO Y YO

Bueno, vamos a dejarnos de relatos por un tiempo. Por un lado, parece que se me ha acabado la inspiración; por otro, escribir un relato a diario es demasiado para cualquiera (no sólo es cuestión de inspiración, también hace falta tiempo); y, por último, tampoco quiero abusar del tema, que luego me dicen que me pongo intenso.

Así que cambiamos de tercio y volvemos a las chorradillas cotidianas.Ayer me tocó pasar el reconocimiento médico de empresa, como todos los años. No es algo que haga especial ilusión, pero lo bueno es que la empresa nos avisa con la suficiente antelación para que podamos metabolizar cualquier sustancia sospechosa que pudiéramos tener en el cuerpo (y que no deberíamos tener), así que a poco listo que seas no vas a tener problemas por ese lado.

Normalmente es una cosa bastante rutinaria. Te miran un poco por aquí, un poco por allá, te pinchan, te miden, te pesan, y después te dicen que no tienes nada grave, y que a seguir currando. Si el médico tiene un día borde, te dice que adelgaces, que no bebas alcohol, que no fumes… en fin, las tonterías habituales que dicen los médicos (y que ellos no cumplen, por supuesto).

Pero ayer fue una experiencia distinta, mucho más gratificante. Salí de allí que me comía el mundo, oigan. Qué poco cuesta hacernos felices, a veces.

Vamos por partes. Comenzamos por pasar al cubil de las enfermeras. Me atiende Noemí, una enfermera a la que conozco de otros años. Es una chica bajita, muy guapa. Además, es simpática (también hace bien su trabajo, pero eso es lo de menos). Nada más entrar me doy cuenta de las ventajas que supone hacer el reconocimiento médico en verano. Noemí va vestida de una manera que me hace recobrar mis viejas fantasías enfermeriles, que últimamente ya me había resignado a abandonar para siempre. Y hasta ahí puedo leer, que luego todo se sabe.

Noemí es una chica que domina su oficio, así que lo último que hace es pesarte (para no encabronarte antes de tiempo). Te pincha, te toma la tensión, te revisa los sistemas periféricos (vista, oído, etc) y al final te pesa. Así te puede decir que tienes que adelgazar mientras te empuja ya por la puerta, sin derecho de réplica.

Ayer lo hizo en ese orden. Sin embargo, cuando yo ya estaba esperando la consabida admonición de todos los años (“tendrías que perder unos kilos”), ella permanece en silencio. Veo que comprueba de nuevo el resultado, mira los resultados del año pasado, me mira a mí, vuelve a mirar el resultado… He adelgazado casi 3 kilos. Me pregunta la causa, extrañada. Le comento que me mato a correr. Se separa 3 pasos, para coger perspectiva, y me mira de nuevo. Me dice que me ve mucho mejor así. Dios, qué chica más maja…

Salgo tan ancho que casi no quepo por la puerta. Qué se le va a hacer, somos así de simples. Voy a ver al médico, que también es una mujer, Carmen, pero como el de los médicos es un colectivo que (salvo mi mujer), y no me pregunten por qué, no me provoca fantasías demasiado intensas, ponerme en sus manos me produce menos intranquilidad que ponerme en las de Noemí.

El caso es que Carmen también me comenta que me ve más delgado. Le repito la explicación de que salgo a correr a menudo, y tal, mientras noto una sensación extraña dentro de mí. Es mi ego, que está creciendo, amenazando con descontrolarse y salir. Algo así como la escena de Alien, pero en agradable. Preguntas de rutina, comprobación de datos, antecedentes,… en fin, esas cosas de médicos. Me dice que me quite la camisa, cosa que me da un poco de vergüenza (qué quieren, soy muy pudoroso). Pero, en fin, si hay que hacerlo, se hace. Carmen me mira y , tachán, me comenta que me ve MUCHO más delgado que el año pasado. Mi ego dobla su tamaño automáticamente.

Intento disimular y contener la sonrisa idiota que pugna por asomarse a mi cara. Me ausculta, me hace un electro… Y entonces, mientras yo estoy allí, tumbado en la camilla, sin camisa, llega el momento cumbre: comienza el toqueteo (por si acaso les quedaban dudas, lo que decía antes de ponerse en sus manos no tenía nada de metafórico, aclaro). Me dice que me nota la barriga muy dura. Es que hago muchos abdominales, explico yo. No dice nada. Me dice que me levante, que va a comprobar mi equilibrio. Me tiene haciendo posturitas un rato (ahora el brazo así, ahora el otro, ahora levanta un pie, ahora te agachas…) hasta que decide que ya está bien, que no va a conseguir que me caiga. Me dice que me puedo vestir, y mientras me pongo la camisa comenta, como de pasada, que no sólo he adelgazado. Que, además, me he puesto mucho más fuerte. Bueno, es que también hago flexiones de vez en cuando, explico yo. Ah, dice ella. Es un "ah" de esos que nunca he sabido interpretar. Mi ego, con menos complejos, decide interpretarlo de la mejor manera posible y crece hasta el punto de tomar conciencia de sí mismo. Me temo que, de seguir así, pronto tomará el control, en plan Skynet, y será mi fin, pero como estoy idiotizado y feliz no me importa.

Para acabar, coge una lucecita y se pone a mirarme los ojos. Me enchufa en uno, me deslumbra, y después me pide que la mire. Me parecería más lógico hacerlo al revés (mirarla antes de que me hubiera dejado ciego), pero como después de lo que me han dicho preferiría mirar al suelo antes que mirarla a ella a la cara, casi es mejor no ver nada. Repite la jugada con el otro ojo. Y al final, me comenta que tengo unos ojos muy curiosos, que cambian de color con la luz. Y que son muy bonitos. Mi ego toma posesión de mi ser. Jo, es terrible ser hombre. Sobre todo en esas ocasiones en las que te das cuenta de lo sencillo que puede llegar a ser manipularnos. No es el caso, porque como estoy (cada vez más) idiotizado y feliz, no me doy cuenta de nada.

Total, que salgo a la calle más feliz que una perdiz, con el ego (que hasta ayer yo creía que estaba fuera de cobertura) por las nubes, y me paso el día tan contento.

Ayer nada hubiera podido perturbarme, oigan. Qué subidón.

Con decirles que estoy deseando que me hagan otro reconocimiento…
Por si acaso alguien tuviera dudas (que ya creo que no, pero nunca se sabe), el de la foto NO soy yo: él está (un poco) más cachas, pero yo soy (mucho) más guapo.
Y perdón por la inmodestia, pero un ego hipertrofiado es lo que tiene. Intentaré controlarlo, en lo sucesivo.

jueves, 22 de julio de 2010

UN TIPO DURO

Soy un tipo duro.

Lo digo sin presunción, y sin falsa modestia. Con objetividad. He tenido ya suficientes oportunidades para comprobarlo, y puedo sostenerlo ante cualquiera.

Ahora estoy en un bar. Está oscuro, y apesta, pero no me importa. Estoy acostumbrado a estos ambientes. No me gustan, pero sé moverme en ellos. A veces pienso que toda mi vida me he movido en estos ambientes.

Hace tiempo fui policía. Me expulsaron del cuerpo por un error. Fue por una mujer (¿acaso no es siempre por una mujer?). Desde entonces, me gano la vida trabajando para algunos tipos de esa clase de gente que no presentarías a tus amigos. Les cubro las espaldas, les hago algún favor, y ellos me pagan bien. De hecho, me pagan muy bien. Y yo me gano hasta el último céntimo, porque soy bueno en mi trabajo. Soy muy bueno.

No echo de menos mis años de poli. Llegué al cuerpo después de estudiar derecho, y nunca encajé demasiado bien allí. Me gustaba el trabajo, pero los jueces me consideraban un listillo, y mis compañeros me miraban como un infiltrado. Tampoco es que me afectara demasiado. Siempre me he sentido más a gusto trabajando solo. A mi aire. Como hago ahora.

Trabajo para un tipo poco recomendable, y lo sé. Pero no todo el mundo puede permitirse tener escrúpulos para estas cosas. Eso es un lujo al alcance de unos pocos. Por lo demás, el trabajo no está mal. Tiene sus días, como todos.

Hoy me ha pedido que me encargue de su último capricho. Cuídame de Verónica, ha dicho. Que no se meta en líos. Como si fuera fácil evitar eso.

Verónica es una de esas mujeres que siempre está metida en líos. Unas veces los encuentra, y otras los crea. Es una hembra espectacular. Con un cuerpo de locura, y una cara que indica que sabe cómo usarlo. Una de esas mujeres que sólo te pueden inspirar malos pensamientos. Es pelirroja, además. Y a mí me pierden las pelirrojas. Pero estoy trabajando, y no me conviene seguir por ese camino. Las mujeres ya me han causado demasiados problemas.

La estoy contemplando desde una distancia prudencial, sin que ella me vea. Lleva un rato comportándose como una zorra con un tipo de aspecto de deportista. Me estoy fijando en él, porque sé que tarde o temprano tendremos que conocernos, y me gusta estar preparado. Lleva el pelo muy corto, casi rapado por los laterales. Rubio. Un aro en la oreja izquierda. Por el cuello de la camiseta asoma un tatuaje. Pantalones ajustados. Fuma Marlboro, y enciende los cigarrillos con un Zippo que utiliza con ademanes aparatosos. En el bolsillo trasero del pantalón se adivinan problemas.

Sigo contemplando las evoluciones de la putita del jefe. Sólo miro, y espero. He pedido agua, pero no la he tocado. No fumo. No mientras trabajo. Me gusta beber una copa de vez en cuando, y me gustan los buenos cigarros, pero prefiero disfrutarlos en casa. Me gusta reservar estos placeres para los ratos de descanso. Así puedo asociar mi casa con algo agradable al acabar el trabajo. Una copa de Hennessy, un Churchill, buena música, mi sofá. Pero, durante el trabajo, no me permito ninguna distracción. Me gusta hacer las cosas bien. Así que sigo mirando. No me pierdo ni un detalle, pero estoy seguro de que no llamo la atención. Nadie podría decir si los miro a ellos o a cualquier otro. Conozco el oficio, y el aspecto ayuda, además.

Soy bajo. Ni muy delgado ni muy gordo. Pelo corto, sin exagerar. Ningún rasgo físico destacable. Ni siquiera una cara especial. Soy normal. Me gusta vestir bien, y ahora me lo puedo permitir, porque mi jefe es un tío generoso. Pero mi ropa tampoco llama la atención. Soy un tipo discreto. Cuando entro en un sitio, me vuelvo transparente. El tipo de gente que nadie recuerda haber visto. Parezco poca cosa. Muchos han tenido esa impresión. A unos pocos he tenido que desengañarlos.

Verónica vuelve a acercarse al hombre del pelo corto. Él sonríe. Seguramente cree que es su noche de suerte. O quizá está aburrido de follar con mujeres como Verónica. Quién sabe. En cualquier caso, es muy difícil resistirse a Verónica. Incluso aunque quieras hacerlo. Y parece que el rubio no está por la labor. Más bien todo lo contrario. Corresponde a la aproximación poniendo su mano sobre el culo de Verónica. Es una manaza enorme. El culo casi desaparece bajo ella. El detalle me molesta. Es un culo precioso, y desde donde estoy tenía una buena perspectiva. Ella le está susurrando algo al oído. Algo interesante, por la cara que pone el tipo. Algo que me puedo imaginar sin demasiado esfuerzo. Algo que me traerá problemas. Me acerco un poco, sin mirarlos. Me apoyo en una columna, con aire indiferente. No me pierdo detalle.

De pronto, ella se separa con cierta brusquedad. Busca en su bolso, saca el móvil, mira la pantalla. No contesta, a pesar de que la música del local no está alta. No le ha gustado lo que ha visto, y se le ha cambiado la cara. Sé lo que eso significa: al rubio se le ha acabado la fiesta. Vero comienza a alejarse, mientras le dedica lo que supongo que es una disculpa apresurada. Al tipo le sabe a poco, y la sujeta por el brazo. Es mi turno.

Me planto delante de él sin que sepa de dónde he salido. No lo toco, ni me acerco demasiado. Si puedo, prefiero solucionar las cosas con tranquilidad, y la experiencia me ha demostrado que la gente necesita espacio. Mi cara no es agresiva, ni amistosa. Neutra. Hablo con tranquilidad.

-Perdone. Ha surgido algo importante, y la señorita se tiene que ir.

El tipo tarda unos segundos en procesar la información. Sé lo que está pensando. No soy su novio. No soy su marido. No soy policía. No sabe quién soy. Pero soy mucho más bajo que él, y eso lo anima.

-Esto no es asunto tuyo. Está conmigo.
-Lo siento, pero tenemos prisa. Otro día. Si nos disculpa…

No cuela. Me planta una mano en el pecho y aborta el movimiento de retirada que yo había iniciado. Vero se ha separado un metro, y nos mira. Parece divertida. Sólo me conoce de vista. Nunca ha hablado conmigo, y quizá sienta curiosidad por verme en acción. Voy a decepcionarla.

Miro la mano del tipo. Después levanto la vista y lo miro a él. No digo nada, pero retira la zarpa. Bien. No es tan duro como él se piensa. Pero hace otro intento.


-Márchate antes de que me enfade, anda. Y déjanos tranquilos, que tenemos que hablar.
-Me temo que no va a poder ser.
-Pero, ¿tú de qué vas, tío?

Se revuelve, inquieto. Se está creciendo. Sin embargo, no se decide. Hay algo en mí que no le gusta, pero no acierta a saber qué es, y mi manera de hablar lo descoloca. Es algo que tengo comprobado: hay situaciones en las que la amabilidad es un arma importante. Puede evitar una pelea. Y si no la evita, te permite que el otro esté un poco despistado y la cosa sea rápida. Con este tipo no creo que vaya a ser muy difícil. Llevo observándolo un rato, y podría predecir sus reacciones mejor que él mismo. Aunque el comportamiento humano tiene siempre un punto de salvajismo, y nunca te puedes relajar.

Vuelve a acercarse a mí. Agresivo. Enfadado. Eso es un error. No digo nada, pero le aguanto la mirada. El tipo no cede.

-Anda, márchate antes de que te pase algo…

Entonces le pongo una mano en el hombro. El movimiento tiene la velocidad precisa para que no provoque ninguna reacción por su parte. Es un gesto amistoso. Cualquiera que nos mire tan sólo verá a dos amigos charlando. También es un gesto estudiado. Más rápido, habrían saltado sus reflejos. Más lento, hubiera resultado forzado. Esas cosas me salen con tanta naturalidad como respirar. Al fin y al cabo, es mi trabajo. Y yo soy muy bueno en mi trabajo.

-Bueno, mira, -le digo, pasando al tuteo-. Aquí no va a pasar nada. ¿Y sabes por qué? Porque si tu mano sigue moviéndose hacia el bolsillo en el que tienes la navaja, no voy a tener más remedio que rompértela. Y ninguno queremos que pase eso, ¿verdad? Te aseguro que duele mucho. Y yo tengo prisa, y no estoy de humor. Así que te vas a estar tranquilo, quieto, y te vas a pedir otra copa. La noche es joven, y tienes tiempo de sobra para triunfar con otra. Tú no te compliques la vida, y todos tan amigos.

Dije esto con el mismo tono con el que un vendedor podría haber explicado las ventajas de un televisor último modelo. Con calma, con educación, con amabilidad. Casi con entusiasmo. Pero creo que comprendió, en el último momento, lo que le estaba diciendo. Vio algo en mis ojos. Su mano se detuvo. Permaneció así un instante. Pensando. Lo más probable era que tomara la decisión correcta, pero existía una posibilidad de que no se resistiera a hacerse el valiente y probar suerte. Por si acaso, yo ya tenía todo pensado: si movía un músculo, le pegaría un rodillazo en los huevos, lo dejaría doblado sobre el taburete y antes de que sus vecinos en la barra se dieran cuenta de lo que pasaba Verónica y yo estaríamos fuera del local. Todo es más fácil cuando lo tienes previsto.

Al final escogió lo mejor para todos. Se dio la vuelta hacia la barra y masculló un desabrido “iros a tomar por culo”. Hice como que no lo oía. Cogí a Verónica y la saqué de allí.

Ella sólo dio señales de vida cuando llegamos a mi coche. Se sacudió mi mano, y me miró con algo parecido a la furia en sus ojos. Eran verdes. Le sostuve la mirada.

-¿Así es como te ganas la vida?
-Si.
-Tu jefe manda y tú obedeces, ¿no?

Tenía ganas de pelea. Se veía en su cara, en sus ojos. Seguían chispeando. Pero tendría que hacerlo mejor. No es fácil provocarme. No me costó mucho reprimir las ganas de comentarle que también era su jefe. Al fin y al cabo, nos pagaba a ambos. Por distintos servicios, pero eso tanto daba.

-Sube al coche, Verónica. Te llevo a casa.
-No quiero ir a casa.
-Sé buena.
-No quiero ser buena.

Y supongo que ese fue el momento. Ese fue el instante en el que me perdí. Cuando comencé a notar una sensación en el pecho. Era una sensación conocida. Una mezcla de presentimiento de peligro y promesa de aventura. Podía reconocerla sin dificultad, porque ya la había sentido antes. Muchas veces. Y todas para mal.

-Tengo que llevarte a casa, Verónica. Órdenes del jefe. Así que pórtate bien y colabora.

Ella me miró un instante, y subió al coche. Una vez en el asiento, continuó mirándome. Había acertado a encontrarme el punto. No era tan tonta, después de todo. O quizá es que ella también era buena en lo suyo.

-¿Por qué no vamos a tu casa? –preguntó, inclinándose un poco sobre mí. Pude oler su perfume.
-Porque no puedo hacerlo. Ni debo.
-¿Siempre haces lo que debes?

No supe por qué le contesté a eso. Ya les he dicho que soy un tipo duro, pero también tengo mis debilidades. Y si las debilidades son pelirrojas, me cuesta mucho más resistirme. Su perfume tampoco ayudaba. Así que le contesté la verdad.

-No.

Se acercó todavía más, hasta casi rozarme el cuello con sus labios.

-Pues llévame a tu casa. Me apetece una copa. Quiero conocerte.

Valoré la situación, con la mano en el contacto, sin mirarla. A quién quería engañar. Era una batalla perdida. Arranqué y me metí en el tráfico nocturno de Madrid, hacia mi casa. Con la certeza de que, una vez más, estaba jugándomelo todo por una mujer que no me convenía. Algo que cualquiera mínimamente inteligente sabría evitar.

Yo nunca he sabido. No soy inteligente.

Sólo soy un tipo duro.


Para Enrique. Porque esta especie nos faltaba en el catálogo.

miércoles, 21 de julio de 2010

NIEBLA EN LOS ZAPATOS

Es de noche, y estoy solo. Camino por una calle ancha y solitaria. No sé a dónde voy, ni de donde vengo. Solo sigo caminando. Un pie tras otro, una y otra vez. Es fácil.

Me gusta pasear cuando hace frío, aunque odio el frío. La ciudad me parece menos inhóspita, y la luz no me hace daño. Me gusta pasear cuando las noches están bañadas de silencio, humedad y buenos propósitos.

Pero después de un rato, no sé para qué he salido de casa. Ni siquiera sé cual es muy casa. No puedo llamar hogar al triste cuartucho en el que paso el tiempo. No sé dónde estoy, ni dónde está mi casa. Supongo que mi casa soy yo. Que mi cabeza es el único hogar que siempre he tenido.

Llevo tres días sin afeitarme, y no me importa. ¿Qué día es hoy? ¿Domingo? Ayer era lunes, me parece, así que hoy es jueves. Y hace frío, y la gente me mira, y la niebla me persigue. ¿Por qué no puedo librarme de esta niebla que se cuela en mi cabeza?

Me cruzo con una mujer desconocida, y de repente me doy cuenta de que la quiero. La quiero como nunca he querido a nadie, y me siento feliz. Ni siquiera necesito decírselo. Sólo quiero reír, reír a carcajadas, alzar los brazos y girar, bailando con la niebla. La gente me mira. No me importa. Estoy loco. Soy feliz.

Pero, tan rápidamente como vino, la risa se va. Me quedo de nuevo a solas con mis fantasmas. Estoy solo. Hace frío. Tengo miedo. Y lo peor es que no sé de qué. Es un miedo atroz, húmedo, pegajoso, denso, plomizo. Se apodera de mí, y noto que mis huesos pesan una tonelada. Mi cabeza flota en la niebla, pero mi cuerpo está atado a este suelo sucio y mojado. De repente recuerdo el niño que fui, cuando era inocente y soñaba con el hombre que nunca llegaré a ser, y lloro antes de saber que estoy llorando, antes de notar las lágrimas resbalar por mis mejillas sin afeitar. Y pienso que quizá no sean lágrimas, sino la niebla de mi cabeza, que se escapa lentamente a través de los recuerdos de otros tiempos que desfilan ante mis ojos. Estoy cansado.

Vuelvo a casa desfilando ante la catedral. No hay dignidad en mi marcha. Me han derrotado, o me he rendido, o tal vez escapé antes de que la batalla comenzase. ¿Qué importa? Sólo tengo ganas de descansar. Me apetece beber, pero sé que no debo hacerlo, porque entonces el color rojo se enfadará, y me hará daño. Siempre me siento mal cuando el color rojo me habla. Creo que no le gusto. Creo que disfruta portándose mal conmigo. Arrinconándome al borde del acantilado. Él dice que es mi amigo, pero yo sé que miente, porque mis amigos están muertos: yo los maté. Los maté mucho antes de conocerlos, una noche como ésta. La catedral me mira, y me pregunto si las viejas piedras comprenderán lo que la niebla les dice acerca de mí. Yo no quise hacerlo, pero no tuve otro remedio.

El frío muerde. Subo el cuello de mi abrigo, meto las manos en los bolsillos, bajo la mirada. Mi aliento crea dragones en la noche. Los maldigo en voz baja, y sigo sin mirar atrás, caminando hacia el abismo de mi pasado, o de mi presente, o de mi futuro. ¿Qué más da? Todo yo soy un instante de eternidad. Infinito, inmutable, pavoroso. Soy infeliz, y no sé por qué. Estoy loco, y mi locura me derrota una y otra vez. Las pastillas no sirven. Mi familia no puede. Yo no quiero. Así es como debe ser. Aunque duela.

Entro en un bar, mientras el camarero clausura la noche poniendo las sillas sobre unas mesas brillantes, burlonas y pegajosas. Huele a tabaco y a sueños rotos, y pido un whisky. El tipo me mira mal. Me digo a mi mismo que no tiene la culpa, pero el color rojo pugna por salir. Puedo sentirlo, palpitando detrás de mi cráneo, agazapado, susurrante, dispuesto a la batalla. Vuelve a contarme la misma historia de siempre, pero ya no lo creo. Ya no lo puedo creer. Ya no puedo creer a nadie. Cállate, le grito. Cállate de una vez. ¿No ves que yo no quiero ser tu amigo? Estampo el vaso en el espejo que hay detrás de la barra. Se transforma al instante en mil pedazos de mí mismo, en una explosión que parece abrirme una puerta por la que el color rojo no puede seguirme. ¿Qué hay detrás del espejo? ¿De verdad quiero saberlo?

Me echan a la calle, y todo vuelve a ser igual que antes. No sé qué hago sentado en esta acera, llorando. No sé cómo he llegado aquí. No soporto el peso de mis huesos. Odio este frío de mierda. Odio estar loco, y odio todavía más estos ratos en los que no lo estoy y puedo darme cuenta de que sólo soy un puñado de niebla dentro de unos zapatos gastados y un abrigo viejo, a la deriva en una ciudad que nunca me quiso.

Me levanto despacio, sintiéndome cansado. Sigo llorando, pero estoy más tranquilo. Cada vez hace más frío. Comienzo a caminar, de vuelta a casa. Otra noche más. Otra noche más he dejado abierta la puerta, y mi cabeza se ha escapado, y han entrado los perros negros que gimen en mi interior. ¿Por qué no se callan? ¿Hasta cuándo durará esto? ¿Por qué no acabo de una vez?

De repente, en mitad de las lágrimas, del frío y de la niebla, la respuesta me asalta, nítida como un cuchillo: no acabará nunca. Porque yo no estoy loco. Yo SOY la locura.

Entonces, el miedo se va, y no puedo evitarlo: comienzo a reír. Es una risa insana, amarga, retorcida. Pero purificadora. Me siento bien. Y entonces le doy gracias a los dioses.

Porque he sobrevivido un día más en el infierno.
Porque sigo siendo niebla, pero ya no tengo miedo

martes, 20 de julio de 2010

JUZGADO DE GUARDIA

Aunque la semana pasada ya hablé de los abogados, fue muy tangencialmente, y me supo a poco. Pero, lo que son las cosas,resulta que un amigo me mandó el fin de semana un mail con algunas de las proezas del gremio en cuestión, supongo que para animarme. Lo que consiguió en realidad fue meterme el susto en el cuerpo, porque constatar cómo se las gasta esta gente acojona un poco, la verdad.

Obviemos por un momento el detalle de que mis amigos dediquen el tiempo libre a mandar chorradas por mail (a veces pienso que la única cosa que tenemos en común es que todos nos aburrimos mucho) y centrémonos en la cuestión. El correo que recibí recoge una muestra de lo más granado que el ingenio abogacil ha sido capaz de producir en la Comunidad de Madrid. Supongo que eso quiere decir que es lo más de lo más, que para eso ostentan allí la capitalidad del reino, y mean más lejos que nadie (para lo bueno y para lo malo). El caso es que mi amigo me aseguraba que las frases que me enviaba habían sido realmente pronunciadas en las salas de los juzgados. En principio me resistí a creerlo, en pro de mi salud mental, pero tengo razones para darle crédito, porque él también forma parte de ese mundo (no hay nadie perfecto, y uno no siempre puede escoger a sus amigos) y sabe de lo que habla. Incluso me juró por los hijos que todavía no tiene (al menos, con su mujer no los tiene) que habían sido publicadas en la revista oficial del Colegio de Abogados de Madrid. Aunque en tono chistoso y bastante alejado de la autocrítica, no se vayan a pensar.

Como les digo, a pesar de que la primera lectura arranca una sonrisa, la segunda y sucesivas dejan unas insoportables ganas de llorar. Y provocan (al menos a mi) unas reflexiones, cuanto menos, curiosas. Así que, como supongo que ya están deseando saber de qué les hablo, allá van. Recuerden, son frases reales extraídas de juicios reales. Lean y rían. Y después lloren.


Pregunta: ¿Estaba usted presente cuando le tomaron la foto?
Si, yo también lo pensé: así a bote pronto parece una gilipollez. Pero tengan en cuenta que los abogados saben cosas que los humanos ni siquiera sospechamos.


Pregunta: ¿Fue usted o su hermano menor el que murió en la guerra?
No se a ustedes, pero a mi me contesta que el muerto es él y salgo corriendo de la sala.


Pregunta: ¿A qué distancia estaba un vehículo del otro en el momento de la colisión?
Hombre, yo hubiera dicho que muuuy cerca, pero, claro, estando bajo juramento, cualquiera se arriesga.


Pregunta: ¿Usted estuvo allí hasta que se marchó, verdad?
Si contestas que no, ¿qué es eso? ¿Desacato? ¿Ubicuidad? ¿Un expediente X?.... Para mí que era una pregunta trampa.



Pregunta: ¿Él le mató a usted?
Fíjense que sistema judicial tenemos, que hasta llama al estrado a los finados. A partir de ahora, los malos lo van a tener chungo para eliminar testigos…


Pregunta: ¿Cuántas autopsias ha realizado usted sobre personas fallecidas?
Uf. Que diga que todas, por favor, que diga que todas….


Pregunta: ¿El Sr. Pamplínez estaba muerto en el momento de comenzar la autopsia?
En este caso venía también la respuesta del doctor que acudía como testigo: No, estaba sentado en la mesa, preguntándome por qué le estaba haciendo la autopsia. Creo que el juez lo regañó, por falta de seriedad… Si Su señoría tuviera sentido de la proporcionalidad, supongo que al abogado le recetaría mil latigazos, por falta de sentido común.


Y, por fin, la mejor de todas para el final. Algo tan inenarrablemente delicioso, un duelo de ingenio tan absolutamente genial, que sobran los comentarios:


Pregunta: Doctor, antes de realizar la autopsia, ¿comprobó usted si había pulso?
Respuesta: No.
Pregunta: ¿Comprobó usted la presión sanguínea?
Respuesta: No.
Pregunta: ¿Comprobó usted si había respiración?
Respuesta: No.
Pregunta: Entonces, el paciente podría haber estado vivo, ¿no es cierto?
Respuesta: Absolutamente, no.
Pregunta: Pero, ¿cómo puede estar usted tan seguro si no lo comprobó, doctor?
Respuesta: Porque su cerebro estaba en un frasco, encima de la mesa.


Sobrevienen unos instantes de silencio. El abogado medita su próxima jugada.
Pregunta: ¿Podría, no obstante, haber estado vivo el paciente?

Más silencio. Ahora es el doctor el que se lo piensa.
Repuesta: Supongo que sí. Podría estar vivo… y ejerciendo de abogado en alguna parte.

En fin. Que no pude evitar acordarme de la maldición gitana. Ya saben, esa que dice “juicios tengas, manque los ganes”.


Con el honorable Harold T. Stone estas cosas no pasaban.

lunes, 19 de julio de 2010

JUMP- Van Halen



La verdad, tenía a los Van Halen un poco olvidados, y hacía mucho que no escuchaba esta canción. Hasta que la semana pasada un compañero del trabajo, que es de los pocos que conozco que tiene gustos más raros que yo para muchas cosas, se plantó delante de mí con una selección de éxitos de los 80. Nos echamos unas risas, recordamos viejos tiempos, y acabamos con la sensación de que nos estamos haciendo mayores.

El caso es que algunas de las canciones que repasamos me tocaron la fibra, y además son estupendas para correr. Así que cuando llegué a casa me las coloqué en el MP3, y dejé el asunto en manos del modo aleatorio.

Bueno, pues sonó la flauta. Este fin de semana, casi a la primera, los Van Halen me acompañaron mientras corría. Y me moló.

Lo malo es que la canción se me ha pegado y no me la quito de encima. Lo bueno es que es un chute de energía que me vendrá muy bien para empezar la semana. Y como no soy (demasiado) egoista, aquí la tienen, por si alguno anda necesitado de un empujoncito. Que ya sabemos todos que los lunes pueden ser chungos, y más en verano, cuando mires donde mires no ves más que gente de vacaciones.

Además, si no te gusta la música, siempre te puedes reir de las pintas que gastan los tipos. Eso sí, sin hacer sangre. Que los ochenta fueron una época jodida, y todos tenemos fotos con pintas que desearíamos olvidar.

Pues eso, que este lunes me sobra energía y tengo ganas de saltar.

viernes, 16 de julio de 2010

MIS PERROS Y YO

Cuando éramos niños, mis dos hermanos y yo no tuvimos perro, pese a que nos hubiera gustado mucho. Y que conste que insistimos (sobre todo mi hermano A. y yo, que somos los mayores), pero dentro de unos límites. Eran otros tiempos, y entonces cuando tus padres te decían “no” un par de veces empezaban a poner una cara que no invitaba precisamente a seguir con el tema, así que nos quedamos sin mascota. Puede que esta carencia afectiva explique alguno de mis traumas, pero ese tema mejor lo dejamos para otro día.

Sin embargo, cuando mi hermano C., el tercero en la línea sucesoria, tenía alrededor de 10 años, nuestros vecinos compraron un perro, y él se encaprichó. Mis padres repitieron la negativa que nos habían dado años atrás a los dos hermanos mayores, y los argumentos que la motivaban. Vivíamos en un piso, sin demasiado sitio para un perro, y menos una bestia parda como la que le gustaba al niño (el perro de los vecinos era una hembra de pastor alsaciano inmensa, con una capacidad infinita para perder toneladas de pelo, además), había que sacarlo a pasear,... Mi hermano, no obstante, insistió, y justo cuando A. y yo estábamos pensando “ahora es cuando le sueltan la bofetada”, y frotándonos las manos ante el previsible espectáculo con todo el amor fraternal del que éramos capaces, mis padres, en un vergonzoso ejercicio de discriminación filial, no sólo no le sacudieron la merecida torta sino que incluso le prometieron que, en cuanto tuviéramos espacio suficiente compraríamos un perro. Supongo que esas son las ventajas de ser el hermano pequeño: los padres van experimentando, perdiendo el miedo; los mayores vamos ablandando las defensas; el pequeño de la casa llega, ve y triunfa.

El caso es que poco tiempo después nos mudamos a un adosado, y ahí la excusa de la falta de espacio ya no tenía sentido. Mi hermano puede ser cargante, pero no es tonto: en cuanto vio que la ocasión era propicia volvió a la carga. Entre eso, y que para mi padre lo prometido es deuda, tuvimos perro. Perra, para ser exactos. Ni siquiera hizo falta comprarla: un amigo se la regaló a mi padre con apenas 15 días de vida, y nosotros nos encontramos de repente con una bolita de peluche, con ojos asustados y gimiendo lastimeramente. Sin la más mínima idea de qué hacer con ella.

Lo primero fue ponerle nombre. No hubo muchas dudas al respecto. La perra de nuestros antiguos vecinos, que fue la que motivó el capricho de mi hermano, se llamaba Yeni, y por lo visto tenía también el nombre asociado a la obsesión por el perro, así que nuestra nueva mascota venía ya, prácticamente, con nombre asignado.

Yeni era un pastor belga de variedad groenendael. Parecida a un pastor alemán, pero en negro, y con el pelo un poquito más largo. Bueno, al principio se parecía más a un osito de peluche. Con ella todo fue una experiencia nueva (era la primera vez que teníamos un bicho en casa) y fuimos aprendiendo juntos, acostumbrándonos a ella mientras ella se acostumbraba a nosotros. Desde el principio fue juguetona, tímida y cariñosa. Según el momento, predominaba una de las tres características. Le gustaba (y a nosotros también) jugar en el patio trasero, y podía pasarse horas tumbada panza arriba mientras la acariciabas en la barriga. Recuerdo pasar tardes enteras en ese patio, en verano, leyendo en una tumbona con los pies encima de Yeni, acariciándola. Y recuerdo esas tardes con muchísimo cariño.

Pero cuando de verdad disfrutaba era cuando salíamos a pasear. Entonces era cuando se transformaba: todo lo que en casa era tranquilidad, fuera se convertía en una fuerza de la naturaleza desatada. No paraba de correr, de husmear, de traerte palos para que se los lanzaras,… era una delicia verla así. Le encantaba pasar mucho tiempo fuera de casa, así que pronto se convirtió en una rutina el alternarse para sacarla a pasear. A veces te apetecía más y a veces menos, sobre todo en invierno. Curiosamente, mi hermano C., el impulsor del asunto, y legalmente el dueño del bicho (era su nombre el que figuraba en los papeles de la perra), después de los primeros meses de novedad pasó tres pueblos de Yeni y creo que fue el que menos tiempo dedicó a pasearla. En cambio mi hermano A. se pasó horas por el monte con ella. A los dos les encantaba pasear, y a los dos les gustaba esa sensación de soledad que sólo se tiene paseando por el monte, así que congeniaron rápidamente. De hecho, en cuanto lo veía por el patio y escuchaba el tintineo de las llaves se ponía como loca: comenzaba a dar saltos, a hacer ruidos raros, y se colocaba junto a la puerta, consumida por la impaciencia mientras mi hermano acababa de calzarse las botas. En esos momentos, daba igual lo que le ofrecieras: ella pasaría olímpicamente de tí, porque prefería salir a pasear con mi hermano sobre todas las cosas. Yo diría que se entendían bien.

Yo la sacaba algo menos, pero también eché mis horas. Sobre todo en verano, cuando solía salir a correr, me la llevaba conmigo. Era menos rato que cuando paseaba con mi hermano, y ella lo sabía, así que nunca demostró el mismo entusiasmo por salir conmigo que por salir con él. Sin embargo, se lo pasaba (nos lo pasábamos) bien. Sin entusiasmo, pero bien.

Cuando salíamos por la ciudad, en cambio, era otra historia. Los coches, la gente, el ruido…. Se desquiciaba, y comenzaba a tirar de la correa y a jadear de una manera angustiosa. Al principio solíamos insistir, para que se acostumbrara, pero no hubo manera. Así que acabamos por desistir, y la práctica totalidad de los paseos de Yeni fueron por el monte (teníamos la ventaja de que vivíamos en las afueras, y con cinco pasos nos plantábamos lejos de la civilización y el asfalto). Y cuando no había otra opción que ir al centro (léase ir al veterinario) el viaje se convertía en una especie de experimento científico para ver qué era más resistente: su cuello, la correa o mi brazo.

Y así pasó el tiempo. Llegamos a conocernos bien. Nosotros a ella, con su carácter, sus costumbres y sus rarezas, y ella a nosotros, sabiendo perfectamente con quién podía permitirse según que alegrías y con quién no. Aunque, de todas formas, siempre se portó bien. Que yo recuerde, sólo hizo dos trastadas en su vida: una, a los pocos meses de estar en casa, cuando le dio por afilar los dientes en una sábana que estaba tendida a secar; la otra, más surrealista, cuando se entretuvo mordisqueando las zapatillas de mi padre mientras éste dormía la siesta en el patio…¡con las zapatillas puestas! (no sé si esto dice más de la sutileza de la perra o de las profundidades abisales del sueño de mi padre).

Hace ya más de 6 años que Yeni murió. Murió de vieja, y quiero pensar que vivió feliz con nosotros. Eran las Navidades de 2003. Yo había ido a casa para pasar las fiestas, y recuerdo el día que me despedí de ella sabiendo que no volvería a verla. Estaba tumbada en el patio (ya apenas podía caminar), me acuclillé junto a ella y le dije adiós. Entonces me miró, con esa mirada que sólo un buen perro puede tener, y no me quedó otro remedio que llorar. Yo, que no soy de lágrima fácil, precisamente. A los dos días, mis padres me llamaron, y me dijeron que ya estaba todo hecho. Me alegré del fin de sus sufrimientos, y deseé entonces, y todavía deseo, que esté pasándoselo bien en el paraíso que a buen seguro tienen los perros en alguna parte (porque, no lo duden, si algún animal se lo merece, son ellos).

Pero mis padres decidieron con buen criterio que aunque el vacío de Yeni sería difícil de llenar, al menos tenían que intentar llenar el espacio físico y el tiempo que ella ocupaba, y qué mejor que con otro bicho de su especie. Quizá habían oído eso de que cuando uno se cae de un caballo lo mejor es volver a montar cuanto antes, y pensaron que lo que vale para un caballo vale para un perro. Así que pasaron un par de meses buscando aquí y allá hasta que trajeron a Lola.
Después de comprobar el carácter afable del pastor belga, querían otro, y, la verdad, aunque Lola no es de pura raza (está cruzada con pastor alemán, y, de hecho, su aspecto es más parecido al alemán que al belga) es también una perra alegre y tranquila. De hecho, es más obediente que su antecesora. Lola llegó a casa cuando era una bola de pelo, con aspecto de osito, pero nunca tuvo la mirada asustada de Yeni. Desde el primer día sus ojos fueron curiosos, alegres, y también desde el primer día Lola se mostró juguetona y feliz. Es una completa payasa, y también es bastante menos tímida que Yeni. También le encantan los paseos largos, interminables, que se pega con mi hermano A., aunque no tiene problema en pasear por la ciudad. Supongo que la experiencia de conocer a los perros tiene algo que ver, y que por eso la hemos educado mejor (sobre todo mi padre, que es el que más tiempo pasa con ella). De hecho, puedes llevarla por cualquier sitio sin correa, y te obedece instantáneamente las órdenes que le des. Algo que, al recordar mis peleas con Yeni y su correa, me parece asombroso.

Lola tiene algo que nunca tuvo Yeni: no ha perdido el carácter de cachorro. Una vez que creció, Yeni se transformó en lo que tenía que ser: un perro. Quiero decir que, incluso dentro de su carácter tranquilo y educado, siempre mantuvo un punto salvaje, siempre tenía su instinto animal cerca de la superficie. En ocasiones daba la sensación de que te respetaba por lealtad, porque tenía claro que eras su amo, cuando lo que de verdad le dictaba su instinto, lo que le pedía el cuerpo, era morder, atacar. Nunca lo hizo, pero podías percibirlo. Con Lola no pasa eso. A pesar de que ahora es ya un perrazo de más de 20 kg, sigue siendo un cachorro. Es vivaracha inquieta, pero nunca te transmite la sensación de estar delante de un animal. Es más bien como jugar con un niño. O con un peluche. Es gamberra, eso si, y a pesar de estar bien educada, hay cosas superiores a ella, como destrozar a mordiscos los cojines que se le ponen en su caseta a modo de cama (lo ha hecho infinitas veces… y me temo que lo seguirá haciendo).

En cualquier caso, es una más de la casa. Como lo fue Yeni. Y es que, una vez que te acostumbras a tener perro, descubres, a nada que lo trates como se merece, que te has ganado un amigo, en toda la extensión de la palabra. Descubres lo que es la lealtad. Descubres que ellos pueden expresar con una mirada cosas que nosotros somos incapaces de explicar con palabras, o con imágenes, y mucho menos con los ojos. Descubres lo reconfortante que es la alegría de tu perro cuando vuelves a casa. Sin condiciones. Sin pedir nada a cambio.

Ahora ya no tengo perro. La casa de mis padres ya no es mi casa, y sus perros ya no son mis perros. Veo a Lola cuando vamos de visita, los fines de semana. Ella nos reconoce, nos identifica como miembros del clan. Juega con los niños, que la adoran (aunque a veces se pone celosa si ve que los achuchas y no hay mimos para ella), y cuando sale de paseo con ellos siempre está atenta y vigilante (ay de aquel que se acerque a los críos con aire sospechoso). Le gusta que la acaricie… pero yo sé que no es mi perro, y ella sabe que no soy su amo. Y hay ocasiones en las que echo de menos esa sensación.

Eran buenos perros, en cualquier caso. Con una estampa muy bonita. Tranquilos y leales. Mejores que muchas personas que conozco, yo incluido.

Creo que echo de menos tener perro. Aunque tal vez sólo las añore a ellas.


La de la foto es Lola. De Yeni no he encontrado una que le haga justicia, así que prefiero no poner ninguna. Pero, créanme, era preciosa.