No se preocupen demasiado si no entienden el título. Yo tampoco lo entiendo y no me preocupo (aunque quizá debería, ya que soy quien lo ha escrito). Es un efecto colateral de un pequeño problema que vengo apreciando en los últimos tiempos, que es el de empezar a escribir. Sí, queridos niños, amigos todos, el primer párrafo es un asunto tremendamente enojoso y difícil de afrontar. Por momentos, he estado tentado de comenzar a escribir directamente en el segundo párrafo, pero supongo que eso dificultaría (aún más) pillar el sentido del discurso (si lo hubiere). Afortunadamente, he dado con un truco magnífico para soslayar el problema: pones un título estrambótico y te pasas el primer párrafo hablando acerca de él. Que no tiene nada qué ver con lo que viene a continuación, ya, pero te sirve para coger carrerilla. De paso, también puedes coger cierta fama de inestabilidad mental y procesos cognitivos inconsistentes, pero todo tiene su precio.
Una vez concluido el primer párrafo, pues, ya tienes campo libre para desbarrar. En ocasiones, sin embargo, sucede que uno le coge cariño al título, y decide escribir algo relacionado con el mismo. Puede que sea el caso que nos ocupa. Lo cual plantea un nuevo problema (la vida es así de triste: solucionar un problema te crea, como mínimo, otro), porque no tengo mucha idea de qué es el sincretismo, qué la antiinsurgencia, y si pueden estar relacionados de alguna forma o, por el contrario, colocar estos dos palabros en la misma frase puede crear una perturbación en la fuerza y alterar la curvatura del continuo espacio-tiempo. Así que quizá sea procedente empezar a documentarse un poco, aunque cueste.
Pero, claro, uno no sería el serio aspirante a campeón de los pesos pesados de la incoherencia, versión del consejo, que es hoy en día si no uniera cierto altruismo a su exacerbada misantropía. Lo que, traducido al castellano, quiere decir que voy a aprovechar que me documento yo para, en un simpar ejercicio de campechanía, documentarles a ustedes, si se dejan. Y como sobre gustos no hay nada escrito, ni tiene pinta de que vaya a escribirse nada en un futuro próximo, pues vamos a documentarnos como a mí me gusta: un poco transversalmente. Que tampoco sé lo quiere decir: cada vez me parezco más a mi vecino alemán (al que sólo veo yo), el señor Alzheimer.
Creo que fue Shakespeare el que dijo que nada había más común que el deseo de ser extraordinario, y no puedo sino estar de acuerdo. Al final, todos funcionamos más o menos igual, y las costumbres pueden más que los razonamientos, porque somos de piñón fijo. De este simpático detalle se dieron cuenta, hace ya muchos años, un grupo de gente que se ganaba la vida destripando bichos para leer el futuro en los mondongos, y que respondían a nombres genéricos tales como sacerdotes, chamanes, pitonisas, hechiceros, o, más genéricamente todavía, engañabobos. Estos individuos se percataron de la extrema dificultad de venderles la moto a las gentes de allende el pueblo de al lado (en aquellos tiempos, las comunicaciones no eran lo que son hoy en día, y el multiculturalismo y las alianzas de civilizaciones y eso eran procesos a una escala mucho menor, entiéndanlo), que solían ser reacias a cambiar a sus dioses absurdos y sanguinarios por nuevos dioses absurdos y sanguinarios. Surgió entonces la moda de adaptar los nuevos dioses a los antiguos, o viceversa, para que la gente pudiera cambiar nominalmente de religión sin cambiar de costumbres: es decir, que tú adorabas a X, bailando desnudo sobre un campo de trigo la noche del solsticio y haciendo molinetes con la chorra mirando al norte, y ahora adoras a Y, que no tiene nada que ver con el otro, y lo haces bailando sobre un campo de centeno, también la noche del solsticio, pero mirando al sur, y los molinetes con la chorra los haces dextrógiros. El motivo de todo esto era sustituir a la curia titular de la plaza por otra de importación (es decir, para colocar a los amigotes; a ver si se creían que esto lo habían inventado los políticos españoles). Total, a la gente le daba igual cómo se llamara el sumo sacerdote, mientras le dejaran con sus bailes y sus molinetes, que era lo que toda la vida se había hecho. Así, los mitos iban pasando de una cultura a otra, a veces cambiando simplemente los nombres (como hicieron los romanos, que cambiaron el nombre del santoral griego por el artículo 33 y ya está, para qué vamos a echar más rato en esta pijada), a veces de forma un poco más elaborada. Resumiendo, las variantes locales de los curas se habían percatado de que la gente tendía al borreguismo y eso era algo que no podía desaprovecharse. Pero lo llamaron
sincretismo, que queda mejor que “
como somos gilipollas vamos comprando los dioses que nos pongan delante sin darnos cuenta de que es siempre el mismo”.
El caso sincrético por excelencia es el del cristianismo, que va aglutinando todos y cada uno de los mitos anteriores, pasándolos por el tamiz del mensaje de Jesús (o de lo que los discípulos de Jesús habían entendido que dijo, o que alguien posterior entendió que era lo que los discípulos habían creído entender que… bueno, da igual). La cosa, que por aquella época ya tenía una tradición de acreditada eficacia, funcionó como una seda, oigan: dos mil años largos, la broma, y lo que te rondaré morena. Ahora díganle a una señora a la salida de la novena que el mito de la virginidad de María es una adaptación de algo mesopotámico, verán que risa.
Entran ahora en escena los vikingos. Los vikingos no eran muy sincréticos, la verdad, más que nada porque no tenían a quién venderles sus dioses y sus mitos: vivían en el puto culo del mundo. Y cuando les daba por salir de su pueblo, cansados de vivir nueve meses al año pelando frío, estaban demasiado cabreados para andar asimilando mitos y religiones. Ellos eran más de aniquilar a hachazos, directamente, y no se preocupaban demasiado de las costumbres indígenas. Luego volvían a casa, más relajados ya, echándose un cigarrito, y hala, a pasar frío otros nueve meses. Eran gente sencilla, que no le pedía demasiado a la vida.
En los ratos libres que les quedaban se dedicaban a componer
Eddas, Sagas y cosas así, que son el equivalente a las novelas de Harry Potter, Crepúsculo y Juego de Tronos, todo junto y en versión nórdica. Que puede parecer excesivo, claro, pero tengan en cuenta que los inviernos escandinavos son jodidillos, y en algo había que pasar el tiempo. El caso es que el universo vikingo se llenó de bichos raros, mujeres espadachinas y guerreros sanguinarios. En fin, cada uno tiene la mitología que quiere oigan, y nadie es quién para reírse de gente con cuernos, trenzas y hachas que componen tiernos poemas a la luz de las estrellas, en esas plácidas noches boreales a cuarenta bajo cero, narrando las peripecias de los trolls, las ninfas, los elfos, los gnomos y las walkirias.
Sin embargo, el carácter vikingo, algo áspero y poco dado a intimar con extraños, hizo que las tradiciones nórdicas siguieran durante muchos años siendo eso, nórdicas, y que en el resto del mundo, felizmente, no tuviera noticias de la fauna mitológica vikinga. Al menos hasta el siglo XIX, que fue cuando se produjo una alucinación colectiva que algunos historiadores piadosos han hecho pasar a la posteridad como
Romanticismo. Los románticos eran gente cursi, depresiva, triste, floja y con cierta tendencia a la psicopatía. Les gustaban los ambientes tétricos, los finales dramáticos y las causas perdidas. Con esos antecedentes, a nadie le extrañará que se juntaran una tarde y, es de suponer que en medio de un festival de alcohol y sustancias psicotrópicas varias, inventaran el
nacionalismo.
Fue en ese ambiente de libertinaje y estulticia en el que nació un señor que se llamaba
Wilhelm Richard Wagner, con clara vocación de ser alemán, pero que al no existir Alemania tuvo que conformarse con ser de Sajonia. Desde muy pequeño, el señor Wagner sintió inclinación a la escritura de dramas. Luego se hizo músico. Y luego se hizo nacionalista alemán, para lo cual, dado que por aquel entonces aquello era algo novedoso, tuvo que inventar una mitología germana, y aprovechó cosas de los vikingos, cosas de los godos, cosas de aquí y de allá. Por último, le dio por mezclar sus aficiones. La unión de las dos primeras (dramas y música) fue que Wagner empezó a escribir óperas. Cuando añadió la tercera (el nacionalismo germano, versión mitológica), sus óperas resultaron ser de las que dan ganas de invadir Polonia o atacar aldeas vietnamitas con napalm. Ríase usted del heavy metal.
Una de las composiciones de este señor fue una historia que, no se sabe muy bien cómo, se las arregló para plagiar de la obra de Tolkien unos cien años antes de que éste la escribiera. Un rollo de enanos, un anillo maldito, venganzas, dioses caprichosos y maléficos y cosas así, que Wagner consideró que reflejaba lo que era la tradición de toda la vida de Alemania (un país, recuerden, que todavía no existía). La historieta en cuestión era bastante larga, por cierto, y no cabía en una sola ópera, por lo que tuvo que ser desarrollada en cuatro, nada menos. El caso es que en la primera de ellas, El oro del Rin, hay un canto en el que se habla, por aquello de crear ambiente romántico, de noche y niebla.
Años después, cuando Alemania ya estaba inventada, se pusieron a gobernarla unos señores que también eran
nacionalistas, además de socialistas y obreros. Estos señores, conocidos coloquialmente como nazis, eran bastante más sociables que los vikingos, y decidieron que para vender sus ideas al mundo tenían que vestirlas un poco decentemente, así que cogieron la obra de Wagner, la adoptaron como corpus oficial y establecieron, de una vez y para siempre, el estándar de la raza aria como “
lo que salía en la música de Wagner”. Recuerden que también eran alemanes, gente práctica y organizada, poco dada a la improvisación y al barroquismo mediterráneos, así que todo el mundo dio por bueno aquello: los alemanes eran todos altos, rubios y con ojos azules, descendientes directos de una raza antigua que era la legítima heredera de toda Europa y parte de los alrededores. Por algún extraño motivo, el hecho de que todos los que propagaban esta buena nueva de la arianidad fueran más bien morenos, bajitos y llamativamente feos, lejos del canon wagneriano, pasó inexplicablemente inadvertido.
El caso es que los nazis adoptaron a Wagner como fuente de inspiración hasta para redactar los documentos oficiales del estado. Si recuerdan la épica comparecencia del entonces ministro de defensa Federico Trillo en la que relataba el desarrollo de la Operación Romeo-Sierra (lo de Isla Perejil, para entendernos), podrán hacerse una pálida idea de lo que era la retórica del BOE alemán por aquella época. Música para los oídos, señores.
¿Hemos dicho ya que los nazis eran más sociables? Pues una consecuencia de esta sociabilidad extrema fue el afán de extender el mensaje de hermandad proletariosocialistogermana allende las fronteras, en un fenomenal esfuerzo misionero que el resto del mundo, con una mezcla de resentimiento, estrechez mental y revisionismo histórico, llamó la 2ª Guerra Mundial. Cuando ya los misioneros alemanes estaban intentando ganar conversos a su doctrina por toda Europa, desde el Mar Negro hasta el Océano Atlántico, surgieron los primeros herejes, gente que era reacia a la salvación de su alma y se dedicaba a joder la marrana poniendo bombas, matando nazis y no dejándose exterminar pacíficamente. Los alemanes los llamaron, entre otras cosas más gruesas que quizá no sea prudente reproducir aquí (en parte por decoro, en parte porque la ortografía alemana parece el resultado de darse repetidos cabezazos contra el teclado, y no estoy por la labor), insurgencia.
Los alemanes decidieron que necesitaban una normativa clara, tajante y expeditiva para tratar con esa gente. Por escrito, naturalmente. Las mentes pensantes del Reich (es decir, Hitler) se pusieron a redactar un decreto al respecto, buscando la inspiración, como de costumbre, en su querido Wagner. Así, el 7 de Diciembre de 1941 se emitió un decreto con un nombre aburridísimo que establecía la manera de meter en cintura a todo aquel que se resistiese a la doctrina nazi. Inspirado en la ópera wagneriana El oro del rin, el papelote fue conocido inmediatamente como el
Decreto Noche y Niebla, y sentó las bases de lo que iba a ser la mecánica del diálogo social en buena parte del mundo durante la segunda mitad del siglo veinte: hacer desaparecer a los insurgentes sin que nadie tuviera noticias de su paradero, preferentemente durante la noche. Los alemanes y Wagner se hicieron muy populares. Las muestras de cariño eran abrumadoras.
Pero, por uno de esos azares del fútbol y las guerras, los nazis acabaron palmando. Y entonces se produjo uno de esos episodios que son difíciles de explicar sin recurrir a sucesos paranormales: todos los que antes habían estado unidos en un frente común contra los alemanes empezaron a darse collejas y a ponerse la zancadilla unos a otros, sobre todo cuando había algún científico, ideólogo o jerarca nazi útil al que echarle el guante. Los americanos lo llamaron
Operación Paperclip. Los rusos creo que ni siquiera llegaron a ponerle nombre porque estaban demasiado ocupados violando alemanas para reparar en detalles de nomenclatura. El caso es que los americanos decidieron que los comunistas eran peores que los nazis y que algún alemán de aquellos a los que tenían acceso les podía venir muy bien para organizar sistemas de espionaje, programas espaciales y cosas de esas. Si eso implicaba darle largas a los franceses cuando estos reclamaban a un criminal de guerra, pues se les daban. La diplomacia, como todo el mundo sabe, es así: la mano izquierda no debe saber lo que hace la mano derecha, y los demás no deben saber lo que hace ninguna de las dos.
El problema es que los americanos son unos tipos excesivos y cuadriculados, y cuando empiezan a manejarse con esos sutiles conceptos típicamente vaticanos acaban siempre pasándose de frenada. Este caso no iba a ser una excepción. Porque a base de intimar con gente como
Klaus Barbie, acaban encontrándole el puntillo a esos temas de la noche y la niebla, y cuando en el patio trasero de su querido continente empiezan a proliferar gobiernos de sesgo comunista ( o algo parecido al comunismo; o algo que, simplemente, no fuera lo que mejor le encajaba a alguna de las multinacionales que intimaban en la Casa Blanca) decidieron echar mano de las tácticas que tan wagnerianamente habían aplicado sus enemigos y sin embargo aliados espirituales en la pasada guerra, los nazis.
Pero, ojo, estamos hablando de norteamericanos, cuyas costumbres, aún afines a los principios del NSDAP (bueno, quizá sin la S; y sin la D, claro) son muy distintas a los usos alemanes. Allá donde los alemanes se limitan a publicar un decreto porque saben que todo el mundo lo cumplirá a rajatabla, los americanos necesitan una Universidad para establecer, de una manera científica, la forma correcta de aplicar la
doctrina Noche y Niebla. Si han tenido algún contacto con empresas yanquis sabrán de qué les estoy hablando: manuales de ocho mil páginas en los que se especifica hasta el número máximo de sacudidas que uno puede permitirse en el badajo después de mear. En el caso que nos ocupa, supongo que dedicarían más de un curso sólo a definir el mejor momento de la noche en el que detener a alguien, o la densidad óptima de la niebla en la que hacer desaparecer a los insurgentes agraciados con la detención. En fin, que cada uno es cada uno. Los americanos llamaron a aquello
Escuela de las Américas, y por allí desfilaron como alumnos la flor y la nata de las policías secretas y los servicios de inteligencia de las más renombradas dictaduras sudamericanas (Galtieri, Contreras, Noriega…). Podría decirse que acudir a las reuniones de ex alumnos es algo que lo acredita a uno como poseedor de unos huevos del tamaño de dos hogazas castellanas.
Así que ya ven, en un ejercicio sincrético de impecable factura, y tras sucesivos rebotes, las chorradicas que inventaban los vikingos para matar el rato en sus largas tardes de invierno acabaron facilitando la práctica del
paracaidismo free style a un buen número de insurgentes sudamericanos que lo más parecido a un vikingo que habían visto en su vida era una vaca.
Como colofón, cabe recordar que la Escuela de las Américas sigue abierta hoy en día, con los alumnos nutriéndose de la fructífera experiencia acumulada en más de cinco décadas de sincretismo. Aunque ahora se llama Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad, supongo que porque con la anterior denominación ya había demasiada gente que la conocía, y la popularidad no es algo muy recomendable en el sector de actividad de la escuela (hasta le había salido un club de fans, con el impresionante nombre de los Vigilantes de Escuela de las Américas, que se encargaba de marcar de cerca de los graduados, por si alguno se dejaba llevar por un ataque de celo).
La noche y la niebla del Rin se representa ahora en Fort Benning, Georgia, USA, después de una larga y provechosa existencia en Panamá, que parece ser que ofrecía mejores pistas de prácticas para sus pilotos de pruebas.
Pero el sincretismo también tiene su lado malo, no se vayan a creer: por el afán de adaptarlo todo a las costumbres paganas ahora celebramos la Navidad el día del
Sol Invictus, con un frío que pela, en lugar de hacerlo en verano, tomando unas cañas.
Y es que no hay nada perfecto en esta vida, oigan.