miércoles, 2 de junio de 2010

HISTORIAS DE NUEVA YORK

Ayer tuvimos visita en el curro. Un proveedor que se pasó la mañana viendo las instalaciones, hablando de algunos detalles técnicos con las personas correspondientes y después se vino a comer con la pandilla a la bodega, donde, como siempre, monopolizó la conversación. El resultado: panzada de reír. Es un fenómeno.


El tío sabe contar las historias. Es un narrador de primera, de casta. Esta vez tocaban las historias de sus experiencias viajeras. La verdad, no sé cuándo coño trabaja, porque tiene un currículum de viajes alucinante: Brasil, India, China, Holanda, Italia, Francia, México, USA, … Pero, sin duda, la palma se la llevan sus viajes a los Estados Unidos de Norteamérica, donde ha tenido el privilegio, por dos veces, de ser detenido y retenido varias horas por un detalle sin importancia: su nombre coincide, con los dos apellidos incluidos, con el de un narco mexicano. Cosas de la vida.


Empezó aclarando que él es de esa gente que se aventura por esos mundos anglosajones de Dios sin tener ni puta idea del idioma de Shakespeare. Ni falta que le hace, añado yo, porque le sobra capacidad mímica. Así que nos puso en situación: ese aeropuerto de Nueva York, esos controles post 11-S, esas alarmas que suenan, esos policías que comienzan a hablar en su jerga bárbara por los walkies, y esos dos armarios armados con metralletas, chaleco antibalas, casco y toda la parafernalia que le invitan, más o menos amablemente, a acompañarlos. Plis. Mientras él pregunta, totalmente acojonado, Guat japens?, y su mujer, con expresión suspicaz, lo mira y le pregunta: Qué has hecho esta vez?


La cosa acabó con una tensa espera en una dependencia del aeropuerto, unas 3 horas hasta que llegó un intérprete un poco sui generis (“hablaba un spanglish de su puta madre; pero por lo menos no tenía pistola”). Allí fue donde le explicaron la curiosa coincidencia de su nombre con el narco. Vaya por Dios. Incluso le leyeron el pasquín que el FBI, o la DEA, o alguna de esas organizaciones omnipresentes en las películas le habían dedicado al empresario de la cosa del import-export: “cabello rubio, 1,95, 90 kilos de peso, ojos azules, etc..”. Ahí fue cuando empezó a ponerse un poco de mala hostia. Justificadamente, claro. Porque aquí el compatriota mide 1,70 como mucho, pesa unos 70 kilos y tiene el pelo más negro que los cojones de un grillo. Así que lo del pasquín le sonó a chufla. Y se mosqueó un poquito. Empezó a despotricar por lo bajini, mentándoles los muertos a todas las organizaciones encargadas de la defensa de los Estados Unidos, sin percatarse de que aquella letanía sonaba sospechosamente parecida a los rezos de un almuaicín. Cosa que uno de los armarios roperos que lo custodiaban no dejó de notar. Así que nuestro amigo el proveedor, en cuanto oyó que aquel pollo decía por el walkie algo parecido a Al-Quaeda, se calló como una puta. “Te juro que en ese momento empecé a sudar pensando en guantes de látex. Tú ya me entiendes”. A esas alturas ya casi no le podíamos oír, rodando como estábamos de las carcajadas.


Pero después de unas horas más, con la mujer histérica esperando en la puerta, se deshizo el entuerto, fuese y no hubo nada. Por cierto, él jura y perjura que lo del guante no llegó a pasar, que sigue tan puro como cuando nació. Yo no digo nada, pero una excusa no pedida…


La cosa no quedó ahí, porque durante la semana que pasó en los USA, se le ocurrió la feliz idea de visitar las cataratas de Niágara. Una vez allí, con su legítima, se llegó a la parte canadiense, pasó el día haciendo lo que quiera que se pueda hacer en Canadá, y por la tarde intentó volver a la parte estadounidense. Tuvo entonces su segundo contacto con el personal concepto de la seguridad que gastan por aquellas latitudes: apenas pasado el control de pasaportes, ya en suelo useño, nuestro amigo y su mujer ven una especie de Robocop correr hacia ellos, metralleta en ristre, con lo que se quedan parados. El pavo se detiene a unos pasos y les dice algo con malos modos. Él no se aclara, pero intenta tranquilizar al tipo en su fluido inglés (“teiquitisi, peipers oquei, no problem”). Y para apaciguar más a aquel dóberman, mete la mano en la chaqueta para sacar los pasaportes y mostrarle que, efectivamente, los peipers están en regla. Pero demasiado tarde cae en la cuenta de que ese inocente movimiento puede prestarse a malas interpretaciones. Y es que, efectivamente, la mano dentro de la chaqueta hace saltar el automático del fulano, que le quita el seguro al arma, lo encañona y le empieza a gritar en su parla algo que nuestro amigo no entiende. “Mecagoensumadre, casi me lo hago encima, del susto. Levanté las manos tan deprisa que el pasaporte salió volando a tomar por el culo. Os juro que me parecía estar viviendo una película de Mr. Bean”. Con todo, eso no fue lo peor. “Teníais que haber visto a mi mujer, la cara que me puso. La próxima vez va a viajar contigo tu puta madre, me dijo. Además de la que yo tenía encima, eso. No hay quién entienda a las mujeres”.


Otro desencuentro felizmente resuelto, porque la cosa no pasó a mayores, se aclaró el tema y el hombre pudo regresar a casa de una pieza y con la honra intacta.


Pero algo así como un año después, nuestro amigo tuvo la ocurrencia de apuntarse, otra vez con su legítima (es un tío formal, por si se habían pensado otra cosa) a un viaje a la República Dominicana. Una semana en un resort que te cagas, con todo incluido. Un plan bárbaro. Pero no había reparado en un pequeño detalle: el avión hacía escala en Nueva York. Sólo a medio vuelo, sobre el Atlántico, cayó en la cuenta de lo que eso suponía. Se pasó las últimas horas de viaje sudando, pensando en otro interrogatorio, de nuevo en aquella sala diminuta, esperando un intérprete en compañía de dos armarios roperos con prejuicios contra los europeos en general y los hispanos en particular, y llegó a la hora del aterrizaje temblando como una vara verde.


Avanzó lentamente hacia el control, presintiendo el desagradable tacto del látex, sintiendo en la nuca las miradas de su mujer, calculando cuánto le costaría el divorcio, si podría ver a los niños en la cárcel,… ya saben, lo normal. Y en cuanto llegó al mostrador y enseñó el pasaporte, premio. El nombre de narco hizo sonar todas las alarmas. Cuchicheos por el walkie. Policías corriendo hacia él. Miradas condescendientes, en plan “te pillamos, manito; con el Tío Sam no se juega”.


Y esas miradas de perdonavidas fueron lo que más me jodió”, concluye. “Se me calentó la boca, y sin pensar en lo que decía les solté: Tanto FBI, tanta CIA, tanto satélite, ¿y todavía no habéis pillado al mexicano ése? Hombre, por favor…”


Nosotros estábamos rodando por el suelo, y él todavía insistía, muy serio:


-Anda, que no tiene que cantar un mexicano rubio de 2 metros. No me jodas.


Me encantan nuestros proveedores. A ver si vuelve pronto.




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