Al hilo de lo que contaba el otro día respecto a la diferencia entre contar cosas (narrar) y contar cosas (ya saben, uno, dos, tres…), me ha venido a la cabeza una reflexión (las reflexiones son así, atacan sin avisar, en cuanto te ven despistado), una duda, una inquietud: ¿para qué coño sirven los homónimos [1]?
Y es que, si lo piensan, son una cosa curiosa, los homónimos. Siempre me ha fascinado esa cabezonería por llamar de la misma manera a dos cosas totalmente distintas. Como si no hubiera nombres suficientes en el mundo. O como si no se pudieran inventar nombres nuevos, caso de ser necesario (o incluso sin serlo, véase el ataque de creatividad que les ha dado a los académicos de la lengua últimamente, por ejemplo). Y, para acabar de arreglar las cosas, tenemos los sinónimos, por si nos apetece llamar a la misma cosa de mil formas distintas. Alegría.
Lo malo es que uno empieza con una reflexión así de simple, y luego la cosa se va liando. Porque llevaba varios días con el tema de los académicos en la cabeza, pensando si decir algo o callarme para siempre, pero he llegado a la conclusión de que si no lo digo reviento, y como la sangre sale muy mal de las paredes, pues lo digo: ¿a qué viene cambiar los nombres de las letras, eliminar tildes diacríticas, etc? ¿Es una maniobra para amoldar los conocimientos al nivel de la gente, visto que la gente no está por la labor de amoldar su nivel a los conocimientos?
No es que el tema me afecte muy directamente, porque no me gano la vida escribiendo, y una tilde de más o de menos no me va a cambiar la vida, pero la verdad es que me jode. Para qué negarlo. En el colegio, tiempo ha, tuve una profesora de lenguaje firme defensora del método del palo y la zanahoria. Pero por lo visto el día que explicaron lo de la zanahoria ella no había ido a clase, o no cogió apuntes, o vaya usted a saber, y eso se tradujo en que aprender a escribir correctamente me costó mis buenos capones, pero al final conseguí redactar (más o menos) y a escribir sin faltas de ortografía, al menos de manera sistemática (paralelamente, y supongo que por un mecanismo de adaptación al medio, desarrollé también un extraordinario grosor en los huesos de la cabeza y una considerable resistencia al dolor, pero ese es otro tema y no viene al caso). Hasta hoy, yo había dado por bien empleados aquellos capones, pero, claro, ahora la cosa cambia. Porque si dentro de nada el corrector de Word me va a llenar la pantalla de rojo en cuanto se me escapen las palabras escritas como siempre las he escrito, no puedo evitar pensar que para este viaje no hacían falta semejantes alforjas. Cambiar los hábitos, la manera en la que he escrito toda la vida, va a ser muy difícil. Así que, encima de la cara de tonto que se me ha quedado, voy a acabar pasando por un rebelde gramatical, como si fuera un anarquista semántico (sección María Moliner, columna Lázaro Carreter). Y nada más lejos de la realidad, oigan, que soy de naturaleza más bien dócil.
Pero esto es a título personal. Cosas mías. Sin embargo, me asaltan unas dudas más o menos razonables: ¿qué va a pasar con los libros que se editen a partir de ahora? ¿Y con los ya editados? ¿Pasarán a ser rarezas, incunables, objetos de estudio para paleolexicógrafos y otros eruditos? ¿Acabaremos hablando un lenguaje cada vez más alejado del canon, o tendremos que volver a estudiar las reglas gramaticales para evitar que el castellano del siglo XXII se parezca al actual como un huevo a una castaña?
Y lo divertidas que van a ser las clases de lenguaje, a partir de ahora (porque todavía enseñan eso en las escuelas, ¿verdad?). Porque entre el actual clima de relajo disciplinario (por llamarlo de alguna manera) existente en las aulas y el comprensible rebote que se puede pillar cualquier alumno en las presentes circunstancias (oiga, que ayer esta palabra estaba bien y hoy me la ha puesto mal, a ver si nos aclaramos), no se extrañen si más de un profesor de lenguaje acaba medio linchado por una turba de alumnos vociferantes cuando estos vean frustradas sus ansias de conocimientos por esta arbitraria variabilidad de criterio. Al tiempo.
En cualquier caso, ole los cojones de los señores académicos, digan que sí, que cuando uno está en racha (recuerden el ritmo que llevan poniendo cosas raras en el diccionario, desde bluyín a cederrón, pasando por cultureta) hay que aprovecharla. Que la inspiración es muy suya, y una vez que se va, a saber cuándo vuelve.
La única pega es que habrá que cambiar el lema del sitio, porque lo de Limpia, fija y da esplendor no casa bien con la política actual de la institución. Vale que a estas alturas lo de fijar nada estuviera jodido, lo de limpiar no te cuento y de dar esplendor mejor ni hablemos, no se vaya a molestar alguna minoría susceptible, pero, coño, si los académicos se aburren podían buscar otro entretenimiento y dejar de vacilar con el diccionario. En fin, a lo que íbamos, que desde mi humilde púlpito propongo como nuevo lema la vieja consigna de Si no puedes con tu enemigo, únete a él.
Hala, ya lo he dicho.
[1] Gracias por la corrección, Niño. Un lapsus mental (habitual en mí, por otra parte: ya te puedes hacer idea de la cantidad de capones que tuve el placer de disfrutar en mis años colegiales).
4 comentarios:
Muy oportuna diserción, pero creo que confundes los sinónimos con los homónimos.
En mi vida escribiré bluyín, ni aunque me torturen.
jajajaja, muy bueno, yo no sé que les ha dado a los de la RAE, parece que se ventilan un par de botellas de chupito en cada reunión y luego claro, se sienten inspiradísimos! XDDDDDDDDDD
Yo tengo varias propuestas para los miembros de la RAE; al fin y al cabo, si la idea es modificar las reglas ortográficas para que nadie cometa faltas, se les han olvidado palabras necesarias y comunes como: kedada, pq, etc. Y total, los acentos...¡mejor los eliminamos todos y nos dejamos de tonterías!
Il semble que vous soyez un expert dans ce domaine, vos remarques sont tres interessantes, merci.
- Daniel
Publicar un comentario