martes, 31 de agosto de 2010

LA BODA

El pasado sábado tuve una boda (creo que ya lo había comentado por aquí antes). Si ya normalmente las bodas me apetecen poco, ésta en concreto, en plena ola de calor y sin conocer a nadie más allá de mi suegra, mi mujer y mis dos cuñados (es decir, los miembros de la familia que no tuvimos a mano una excusa convincente para librarnos del sarao), me resultaba especialmente poco atractiva. Pero, en fin, como no nos quedó otra solución, intentamos afrontar el trance con el ánimo elevado. Porque nunca se sabe, y esto de la juerga es como lo que decía Picasso de la inspiración y el trabajo: la diversión puede llegar cuando menos te lo esperas; lo importante es que te pille con el ánimo dispuesto para recibirla como se merece.

Pero vayamos por partes, y comencemos por los preparativos. Por un lado, mi mujer ya tenía su vestido preparado (probado y colgado para evitar arrugas de última hora), los zapatos a punto y los complementos decididos. Todo OK. Así que yo, para que no me dijera aquello de que lo dejo todo para última hora, decidí hacer lo propio el viernes por la tarde, con el tranquilizador margen del sábado por la mañana para solucionar posibles imprevistos.

Que haberlos, los hubo, oigan. Para empezar, al probarme el traje comprobé que he adelgazado mucho desde la última vez que me lo puse. De hecho, parecía un niño probándose el traje de su padre para parecer mayor. Hacía una pinta rara, la verdad, pero, dado que ya no tenía tiempo para comprar y arreglar uno nuevo, decidí que no valía la pena preocuparse por el tema del traje. El único problema sería lo que pudiera decir mi mujer, pero la conozco, y sabía que ante la alternativa de ir en vaqueros cualquier traje le parecería buena solución. Así que, con el tema del vestuario solucionado, me fui a dormir tan tranquilo.

El sábado por la mañana decidimos aprovechar que los niños estaban con sus abuelos, y nos tomamos la cosa con tranquilidad: un paseo, unas compras, lavar el coche, unos vinos, comida de picoteo (había que hacer sitio para la cuchipanda de la noche), una siestecita después de comer… vamos, tranquilidad a raudales. Esas pequeñas cosas que aprecias mucho más desde que escasean (es decir, desde que tienes hijos). Y es que uno no se da cuenta de lo que incordian los niños hasta que no los pierde de vista (ya sé que esto transmite muy poco sentimiento paternal, pero es lo que hay. Para qué mentir).

Hasta que llegó la hora de ponerse guapos (o, en mi caso, de disfrazarme). Mientras mi mujer monopolizaba el lavabo para sus ritos femeninos (nunca he sabido muy bien qué hacen las mujeres en el baño, cuando se meten allí para arreglarse; y, la verdad, prefiero seguir sin saberlo), yo comencé a pelearme con el traje. Bueno, la camisa también me quedaba amplia, así que conjuntaba con el resto de la indumentaria. Un problema menos. La chaqueta me sobraba bastante, pero llevándola suelta se notaba menos, así que con tenerla abotonada el menor tiempo posible, solucionado. Y el pantalón, esclavo de la gravedad, tendía a deslizarse hasta mis tobillos a la menor oportunidad, pero para eso inventó Dios los cinturones. Todo controlado.

La única pega fue que al probarme el cinturón caí en la cuenta de que éste también necesitaba un pequeño retoque, porque no tenía agujeritos suficientes para conseguir que el pantalón se mantuviese en su sitio. Pues nada, se imponía un poquito de artesanía. Valoré las opciones: o hacer más agujeros, o desmontar el cinturón y cortar un pedazo por la otra parte, la que está fijada a la hebilla. Desconfiando de mi habilidad para hacer agujeros estéticamente aceptables, me decanté por la segunda opción. Desmontar el cinturón no fue problema, pero las tijeras de la costura no podían cortar el cuero. Mierda. Vale, que no cunda el pánico. Me voy a por las de la cocina. Mierda, éstas tampoco cortan. Bueno, a grandes males, grandes remedios: tiré de cuchillo jamonero. El resultado: el cinturón de la medida correcta (aunque el corte no fue lo limpio que la ocasión requería, quedaba oculto por la hebilla, así que no hubo problema) y que la próxima vez que queramos cortar jamón tendremos que utilizar la navaja de afeitar, porque el cuchillo no quedó para más.

Con el rollo del cinturón me puse tan acelerado que no me salía el nudo de la corbata. Cinco intentos antes de acertar, cuando la corbata comenzaba ya a presentar un estado lamentable. Pero al final, para cuando mi mujer salió del baño, yo había conseguido estar ya preparado, e incluso había tenido tiempo para componer esa cara tan típica de los maridos de “por fin estás, no sé en qué has echado tanto tiempo”. Aunque, la verdad, no me debe salir muy bien, porque mi mujer pasó de mí y de mi cara sin mayor problema.

Pues, hala, ya vestiditos y guapetones, al coche. Viaje de 60 km hasta la iglesia. Cumplimos con el protocolo, saludando al novio, a sus padres, esperando a la novia, etc. Caía un sol de justicia, pero, por una vez, yo iba preparado: la ropa holgada resulta tremendamente apropiada para estas circunstancias. Por fin llega la novia. Muy guapa, y aparentemente tranquila. Todos para la iglesia.

Y allí, uno de los momentos gloriosos de la jornada. Un cura, que debe estar en el cargo porque no han encontrado sustituto (ahora escasean las vocaciones, ya saben) de lo más parecido al papel que interpretaba Mr Bean en Cuatro bodas y un funeral. Espectacular. La verdad es que desde donde yo estaba casi no se le oía, pero las pocas veces que acertaba a colocar el micrófono cerca de la boca y se hacía audible su discurso me costaba un huevo contener la risa: no se sabía los nombres de los novios, les hablaba de sus respectivos ex, contaba anécdotas absurdas y les hacía recomendaciones para su vida de casados, cuando menos, cuestionables (mucho más si tenemos en cuenta que venían de un lego en la materia de convivir con una señora… supongo). En resumen, una de las más memorables ceremonias que puedo recordar. La cosa empezaba a animarse.

Al final, Mr. Bean declaró a los novios marido y mujer, materializando de esa manera lo que es la esencia de todos los matrimonios: el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Aplausos, fotos, y todos para fuera en estampida, porque la temperatura en la iglesia rondaba los 40º.

Claro que afuera el panorama no mejoraba demasiado, porque el sol seguía apretando. Además, a la puerta esperaban emboscados los amigos de los contrayentes, provistos de un gracioso saquete de 25 kg de arroz. Como por lo visto era gente de gatillo fácil y les estaba cundiendo la espera (la ceremonia duró más de hora y cuarto, que se dice pronto), ya no le hacían ascos a nada, y cualquiera que asomaba por la puerta era recibido con una despiadada granizada de arroz. Mi mujer, mis cuñados y yo, que somos tipos de acción, aprovechamos la pantalla que nos brindaba una señora de cierto tonelaje para escapar de la iglesia sin demasiados problemas. Mi suegra no tuvo tanta suerte, pero ya se sabe que en todas las batallas hay daños colaterales. Nuevo periodo de espera, hasta que los novios acaban con las fotos y salen como valientes para recibir una tremenda lluvia de arroz. Mi mujer felicita a la novia (“Bienvenida al club”), que responde con una sonrisa que no le cabe en la cara; yo hago lo propio con el novio (“Bienvenido al club”), que me mira con una expresión extraña. Como si yo tuviera la culpa, coño, que lo hubiera pensado antes.

Después de la sesión de abrazos, besos y enhorabuenas preceptiva, vuelta al coche para ir al lugar del banquete (otros 40 km). No nos vino mal, después de la sofoquina que llevábamos acumulada, poder disfrutar un ratito del aire acondicionado. Como, además, somos gente insociable y previsora, no habíamos quitado las sillitas de los niños de los asientos traseros para eliminar la posibilidad de un encargo de última hora (“podíais llevar a Fulanito, que no tiene coche, y a Menganita, que se marea en el autobús”) y pudimos disfrutar de un rato íntimo y tranquilo.

Llegamos al local. Cóctel de bienvenida (en realidad, cóctel de espera a los novios mientras los fotógrafos los secuestran durante hora y media para hacerles un millón de fotos) en un jardín chulo, amplio y sin una mínima sombra. Más sofoquina, a pesar de ser las 9 de la tarde/noche. La gente pasa de la comida y se dedica a asaltar a los camareros que circulan con las bandejas repletas de bebidas. Y cuando digo asaltar quiero decir exactamente asaltar: después de cinco minutos no vemos a ningún camarero. Es fácil imaginárselos, escondidos en el interior, asustados, diciéndole al encargado “a enfrentarse con esa panda de locos sedientos va a salir tu padre”. No puedo reprochárselo, yo hubiera hecho lo mismo. El resultado: una tropa de invitados sedientos.

Además de esperar a los novios y asaltar a los camareros, mi cuñado y yo, que somos gente insociable y previsora (¿lo había dicho ya?), nos dedicamos a estudiar la distribución de las mesas e inspeccionar a escondidas el salón. Nos ha tocado a los cinco en una mesa de 15 personas, a las que ninguno conocemos. Cunde el pánico. Por fortuna, la mesa no es redonda (lo que hubiera dificultado mucho el escaqueo), sino alargada, así que rápidamente establecemos un plan: en cuanto abran las puertas, nos lanzamos sobre los sitios de la esquina. Mi mujer y mi cuñada, que no saben estarse calladas, en los extremos. Mi suegra, que habla con cualquiera de lo que haga falta, nos cubrirá un flanco. Yo me encargaré del otro, dotado como estoy para aguantar en silencio el tiempo que sea necesario, ante quien haga falta. Con esa estrategia, bien ejecutada, debería bastar para mantener la interacción con otros invitados a un nivel mínimo y poder hablar de nuestras cosas. Y, oigan, está feo decirlo, pero lo hicimos de lujo. Con rapidez y eficacia, no exenta de buenos modales (tampoco se crean que nos abrimos paso a codazos), nos apropiamos de los asientos previstos, y convertimos la cena en algo así como una reunión familiar con público.

Y, la verdad, nos echamos unas risas. A pesar de que los camareros tenían una marcada tendencia a derramar sobre tus hombros parte del contenido de cada plato, a pesar de que acabé la cena sin saber cómo se llamaba el tipo que se sentaba a mi derecha (con el que, no obstante, me compenetré muy bien para llamar regularmente a los camareros, ahora tú, ahora yo, solicitando más vino), nos lo pasamos muy bien. Hablamos, reímos, y nos sorprendimos con las ocurrencias de algunos de los invitados a la hora de hacer combinaciones y permutaciones en los consabidos cánticos de “que se besen”, porque aquello fue el no va más: novio-novia, novio-madrina, novio-padrino, padre del novio-madre de la novia, novio-camarera, novia-camarero,…. lo nunca visto. Una prueba de fuego para la fidelidad de los contrayentes, así, en frío, apenas casados. Si sobreviven a eso, no se divorciarán jamás.

Al final, después de perseguir a los novios por todo el salón para hacernos una foto de recuerdo con ellos (idea de mi suegra) y de darnos cuenta, una vez que los teníamos con nosotros, de que no habíamos traído cámara (hubo que llamar a toda prisa a la hermana del novio, única persona con cámara de la que conocíamos el nombre), estábamos incluso de humor para acercarnos a la barra libre y disponernos a esperar cómodamente a que alguien se fuera para poder escapar (nuestro lema es no ser los primeros en irse, que queda feo). Así fue pasando el tiempo, con mi suegra insistiendo para que bailáramos y nosotros acochinados en tablas, aguantando los envites y tomando copas. Hasta que el DJ, a traición, puso esta canción y me tocó el punto flaco. Me lancé a la pista, arrastrando a los demás, y ya no hubo forma de parar. Después de eso, ya sea porque habíamos cogido el ritmo, bien porque ya teníamos suficiente octanaje en sangre, nos atrevimos con cualquier cosa que pusieran (y puedo asegurarles que pusieron de todo).

Pero el cuerpo tiene sus limitaciones, y nosotros ya vamos teniendo una edad, así que llegó el momento en el que, cansados y viendo que la gente comenzaba a desertar, bastaron un par de miradas cómplices para estar todos de acuerdo en poner punto y final a la noche. Nos despedimos de novios, padres de novios y, aprovechando que el alcohol nos había puesto cariñosos, alguna gente que circulaba por allí pero que no sabíamos muy bien quién era, y nos embarcamos de nuevo en los coches (antes de que se nos tache de imprudentes, aclaro que los conductores de los mismos no habían bebido), para la vuelta a casa.

Y así nos volvimos. Con una sensación gloriosa, hecha de triunfo, de reto superado, de libertad. Y de sorpresa, por que no decirlo.

Porque, contra todo pronóstico, nos lo habíamos pasado muy bien.
Por cierto, espero que sean muy felices.


viernes, 27 de agosto de 2010

MI CIUDAD

La semana va transcurriendo según lo previsto. Trabajo, calor (no tanto como anunciaban), traslado de los niños desde Babia hasta Astorga (van de abuelos a abuelos, y tiran porque les toca), con una pequeña escala en casa para que se quiten el mono de sus juguetes, sus peluches, sus camas, etc y para que cambien mi rutina veraniega de Rodríguez. Ahora los peques han vuelto a irse, la semana (laboral) agoniza, y yo me he dado cuenta de que hasta ahora he hablado del lugar en el que vivo (León) y del lugar al que suelo ir (Babia). Pero no he hablado nunca del lugar de donde vengo. ¿Por qué no hoy? Al fin y al cabo, este fin de semana voy a regresar allí, así que pongamos que hablo de esa ciudad. Pongamos que hablo de Astorga.

Pongamos que hablo, además, de una manera personal. No quiero hablar de Astorga en plan wikipedia. Si alguien tiene interés en conocerla desde ese punto de vista, puede hacerlo aquí. Pero yo prefiero hacerlo de otro modo. Porque es la ciudad en la que nací, en la que crecí, en la que me hice como soy. En la que viví hasta que tuve que irme, por imperativos del guión. La ciudad que mejor conozco. La que más quiero. La que más odio.

Porque las ciudades son, hasta cierto punto, como los amigos. Del mismo modo que no escogemos a nuestros amigos (son ellos los que nos escogen a nosotros), uno tampoco elige la ciudad en la que nace y crece. Pero, en ambos casos, uno no puede dejar de aceptarlos, de quererlos tal y como son, a pesar de todos sus defectos y su tremenda imperfección. Con tiempo para las risas, con tiempo para la bronca. Con el cariño envolviendo un montón de recuerdos compartidos. Recuerdos que no siempre son agradables, pero que son los que tienes. Así es la vida. Y, claro, cuando hablo de mi ciudad, también estoy hablando de mi vida.

Astorga es una ciudad pequeña (unos 10.000 habitantes), con una larga historia: fundada por los romanos, recibió el nombre de Astúrica (ciudad de los astures, en honor a las tribus que andaban por allí en aquellos tiempos), el título de Augusta y el rango de capital del convento jurídico romano, y se convirtió en un enclave importante para la gestión de las enormes cantidades de oro que los romanos extrajeron de la zona; después de eso, el resto no son más que 20 siglos de decadencia. Tiene un conjunto monumental (Catedral gótica del siglo XV, Palacio Episcopal del XIX, obra de Gaudí, Ayuntamiento barroco del XVII, murallas de origen romano, restos arqueológicos romanos, más o menos conservados) que atrae a un buen número de turistas cada año (de hecho, en verano es fácil que la ciudad doble su población), pero que a los indígenas del lugar (al menos a mí) nos falta perspectiva para apreciar como sin duda se merece: forma parte de nuestra cotidianidad, del paisaje que has visto una y otra vez, todos los días; por eso nos resulta extraño ver a los turistas extasiados contemplando lo que para tí es normal. Y con una gastronomía que también forma parte de su atractivo turístico: el cocido maragato (que es más o menos como todos los cocidos, pero más a lo bestia y con la particularidad de que se come al revés, comenzando por las carnes y finalizando con la sopa; somos así de guays), la repostería (mantecadas, hojaldres), el chocolate,… en mi opinión, nada del otro jueves, pero, bueno, ya que la ciudad vive principalmente del turismo, tampoco voy a ser yo el que les pinche el globo.

Esta semana celebra sus fiestas. Cuando vivía allí, era la semana que menos me gustaba del año. Demasiada gente. Demasiado alboroto. Ahora, me encanta que mis hijos vean las mismas marionetas que yo veía cuando era pequeño, los guiñoles de Maese Nicolás (Gorgorito, Rosalinda, la malvada bruja Ciriaca,…. cuántos recuerdos), que corran delante de los gigantes y cabezudos, que estén deseando que lleguen las fiestas para ir a montar en los caballitos, en los castillos hinchables, en el tren de la bruja. Es curioso ver cómo vuelves a disfrutar de la infancia a través de los niños, cuando la infancia comienza a ser un recuerdo lejano.

Así es Astorga en verano. Mucha gente: gente de fuera, multitud de peregrinos (está enclavada en el Camino de Santiago; en realidad, Astorga entera es un cruce de caminos, desde siempre), gente de paso… y gente, como yo, que un buen día se fue pero vuelve de vez en cuando. Mucho ajetreo. Mucho calor. En resumen: una ciudad extraña.

Porque esa no es mi ciudad. La ciudad de mi infancia, la que vive en mis recuerdos, es otra muy distinta. Hecha de inviernos heladores, días de niebla y calles desiertas, barridas por el viento afilado del Teleno. Es una ciudad repleta de niños jugando en el atrio de la Catedral. De chimeneas humeantes. De la Santa Fe de Riancho esparciendo su olor a castañas asadas. Del kiosko de Blas. De Colasa y Juan Zancuda martilleando en la campana del Ayuntamiento para avisar al mundo de que el tiempo sigue pasando. De Pedro Mato vigilando desde la soledad, en el tejado de la Catedral. De las oleadas de reclutas que bajaban a las 5 en punto de la tarde desde el cuartel, en busca de conquistar a nuestras chicas (cómo me fastidiaba esto entonces, cómo lo extraño ahora). Del olor que procedía de los obradores de las fábricas de mantecadas que antes estaban enclavadas en el centro y ahora se han ido a las afueras, dejando a la ciudad huérfana de aquella terrible tentación. De las mujeres sentadas a la puerta de su casa, haciendo los moldes de papel para las mantecadas mientras charlaban con las vecinas. Del colegio en el que aprendí a escribir, del Instituto en el que estudié, de los bares en los que tomé mis primeras cervezas, de los pubs a los que íbamos cuando empezábamos a salir, jugando a ser adultos. De los rincones en los que di mis primeros besos.

Y me resulta muy difícil identificar todo eso con la marabunta de gente que me voy a encontrar este fin de semana. Sigue siendo mi ciudad, pero de una forma muy distinta. Porque el colegio en el que aprendí a leer ya no existe, y la casa en la que crecí hace años que se derrumbó. Porque los niños ya no pueden jugar en el atrio de la Catedral, y el kiosko de Blas ya no parece un kiosko, y Riancho hace años que ya no puede vender castañas asadas. Porque ya no huele a mantecadas por las calles. Porque ya no hay reclutas persiguiendo chicas, y los pubs donde yo solía ir cerraron hace años. Porque los primeros besos quedan ya muy lejanos.

Me sigue gustando ir por allí, de todos modos. Sigue siendo mi ciudad, y me gusta pensar que mis hijos también llegarán a considerarla suya, al menos en parte. Que llegarán a saber que allí tienen un pedacito de sus raíces. Que llegarán a quererla como yo la quiero.

Aunque sepa que es imposible. Que a pesar de que vamos a menudo, ellos ya nunca podrán encontrar mi ciudad, y tendrán que construir la suya, como puedan, donde puedan. Tendrán que fabricar sus propios recuerdos, porque yo no puedo darles los míos. Mi ciudad les queda muy lejos.

Porque ellos viven a 50 km de Astorga. Pero a 30 años de mi ciudad.

lunes, 23 de agosto de 2010

EL TIEMPO PASA

Parece mentira, pero ya estamos a finales de Agosto. Podría haberme dado cuenta antes, simplemente mirando el calendario, pero la certeza me asaltó ayer, volviendo del pueblo, cuando me di cuenta de que habíamos pasado el último fin de semana del verano en Babia. Ahora nos llevaremos unos días a los niños a Astorga, como paso previo para su vuelta a la civilización en Septiembre, y, hala, ya está: otro verano a tomar por el saco.

Al menos, vuelvo al trabajo con las pilas cargadas después del fin de semana reponiéndome de la rutina laboral. Ahora me pasaré la semana en el curro recuperándome de la convivencia con la familia durante estos dos días. La playa parece ya un recuerdo lejanísimo, y en cambio, la rutina que compone la vida durante la mayor parte del año parece estar ahí mismo, a la vuelta de la esquina.

Ha sido un fin de semana tranquilo, a pesar de que había mucha gente en casa y gran parte de esa gente no sobrepasaba los 6 años de edad. En concreto, éramos ocho adultos (alguno a tiempo parcial, como mi mujer, que tuvo que trabajar el sábado) y cinco tiernos infantes, con los que estuve jugando casi todo el sábado, a ratos tranquilamente, a ratos un poco más a lo bruto, para arrepentirme casi todo el domingo (ya voy estando muy mayor para jugar a pelearme con los cinco a la vez, y las agujetas dan fe de ello). Pero, en fin, supongo que eso cuenta como sustituto de las carreras que no me pegado, porque tengo la rodilla derecha un poco fastidiada y no he podido salir a correr.

De todas formas, uno se lo pasa bien con los enanos. Es como ver un documental de La 2 sobre las neuronas espejo, pero en vivo y sin tener que aguantar a Punset. Si alguien tiene dudas de que aprendemos lo que aprendemos por imitación, le recomiendo que se tire un ratito con los niños. Es impresionante el poder de observación que tienen, y como todos intentan imitar lo que hacen los demás. En ocasiones, eso es divertido (por ejemplo, ver al benjamín, con 2 añitos escasos, intentando realizar las mismas proezas físicas que sus hermanos y primos de 5 y 6 años), y a ratos, desesperante. Y peligroso, también: tienes que hilar muy fino con lo que haces y dices, porque a la que te descuidas tienes a los cinco diciendo tacos o pidiendo cerveza para beber con la merienda.

También vi una película que me encanta, pero de eso ya hablaré otro día.

Ahora aparece en el horizonte una semana movidita. Bueno, movidita para los estándares de Agosto, que tampoco es demasiado. Lo peor de todo es que culminará el sábado con una boda, de esas a las que no apetece ir porque no conoces a nadie, pero todo el mundo te conoce a ti, y que hará que el domingo tenga que ser destinado por completo a recuperarse de los excesos de la noche anterior. La verdad, preferiría volver a pasar el fin de semana peleándome con los cinco enanos. Aunque tuviera que repetir hasta el infinito, como ayer, la historia de la venganza de Íñigo Montoya. Por cierto, imagínense a cinco niños haciendo fila para ir matándome por turno, una y otra vez, soltando antes de la estocada mortal, por supuesto, la frase de rigor: “Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre: prepárate a morir” (ahora lo recuerdo con una sonrisa; ayer, llegué a lamentar que las espadas fueran de madera).

En fin, que la sensación no es muy alegre. Por mucho que te hagas el loco, todo te recuerda que el verano está prácticamente kaput.

Y las semanas comienzan, de nuevo, a parecerse sospechosamente unas a otras.

Todavía no sé si eso es bueno o malo. En cualquier caso, habrá que aprender a disfrutarlo. Porque es lo que hay.

viernes, 20 de agosto de 2010

LIFE ON MARS- David Bowie



Bueno, pues la semana se acaba. He sobrevivido a la vuelta al trabajo.

Pero estoy perezoso y no me apetece escribir, así que iremos por la vía fácil: poner una canción.

La elegida es esta, porque me gusta, porque me encanta como canta Bowie y porque hace tiempo que la tengo pegada en la cabeza, como banda sonora de mis obsesiones. Hacía muchísimo que no la escuchaba (es de los 70, cuando el señor Bowie, ahí donde lo ven hecho un gentleman, tan elegante, iba por la vida maquillado, con una ropa y unos peinados de colorines que asustaban) y volví a escucharla cuando a una compañía de tarjetas de crédito les dio por usarla para un anuncio, el año pasado. Y como les digo: se me quedó pegada.

Así que aquí les dejo con el rey del glam. Con el Duque. Con el camaleón. Con el hombre de la mirada desconcertante.

Disfruten del fin de semana.

jueves, 19 de agosto de 2010

LA ÚLTIMA VEZ QUE LA ACARICIÉ

Siempre es de temer ese instante en el que el destino llama a tu puerta. Ese instante en el que sientes que ha salido tu número, y que por fin te ha tocado pagar la factura. La vida es avara con los bienes que nos dispensa, y cuando nos concede un año de alegría, podemos estar seguros de que, tarde o temprano, nos pasará la cuenta. Para equilibrar. Porque la naturaleza, si algo aborrece, es la felicidad.

Y nunca podemos estar seguros de cuando llega ese momento, ese instante decisivo. Es mucho más fácil verlo a posteriori. En retrospectiva. En esos momentos, cuanto más duro sea el golpe, más impredecible puede ser la reacción. Habrá quien silbe, quien cante, quien llore, quien maldiga a los dioses… pero poca gente podrá mantenerse fría, ecuánime, con la cabeza despejada. Pocos podrán darse cuenta de que es el momento en el que la vida cambia, en el que la línea recta de tus planes se desvía definitivamente, hacia no se sabe dónde.

Creo que, en mi caso, fue una tarde de un domingo de Febrero cuando el destino decidió cobrarse alguna deuda. Es curioso cómo el destino puede encarnarse en cualquier cosa. Puede ser un terremoto, un accidente aparatoso, un edificio que se viene abajo, un conductor borracho,….. o algo menos espectacular, más insidioso. Como una llamada de teléfono, por ejemplo. Como una mujer diciéndote, entre lágrimas: me han encontrado un bulto. Naturalmente, en ese preciso momento no me di cuenta de nada. En primer lugar, entrenado desde siempre para desechar la intuición y valorar solo los hechos, los números, los resultados, aquello podía no ser nada. No quería, no podía preocuparme hasta que aquello fuera algo. Sin embargo, lo sabía. No hice caso, pero lo sabía… Por otro lado, no tenía sentido la rebelión, la lucha, la desesperación: ella me necesitaba, y es tan absurdo luchar contra una llamada de teléfono…

Acudí, naturalmente. Soy bueno en momentos de crisis. Un buen soporte, un tipo sólido, siempre con la voz tranquila, un razonamiento tranquilizador, lógico, lejos de los dramatismos…. Estaba asustado, pero hacía mi papel, y lo hacía bien. En la vida, cada uno tenemos un personaje que interpretar, y lo menos que se puede esperar es que lo hagamos bien. En realidad, eso es todo lo que cabe esperar. Acudí a la llamada y entré en escena, y me convertí a la vez en actor y en público de la historia. Lo primero es el miedo, sutil, ligero, filtrándose por cualquier rendija, mordiendo las horas de vigilia, posándose sobre el ánimo como una sábana fría. Te desorienta, porque acelera tus pensamientos, tu razón, hasta que todo gira tan rápido que eres incapaz de aislar una única idea, un único deseo… Después vienen las dudas, la incertidumbre… Pero lo peor es la rabia. Cuando el miedo se transforma en algo espeso, amargo, pesado… en algo que te acompaña en todo momento, a todas partes. Cuando te transforma en otra persona distinta, sin esperanza, sin ganas de luchar. Cuando te hace odiar a todos los que no han tenido la mala fortuna de ser elegidos por el destino, a todos los que no están pasando por lo que tú estás pasando. Es en ese momento cuando al fin te das cuenta de que la vida es así. Cuando comprendes que no hay manera de cambiarla, aunque no te guste. Y cuando comprendes, al fin, que no queda sino batirse.

Y nos batimos, claro que sí. Nos sometimos a toda la batería de pruebas necesarias. Algunas dolorosas, otras humillantes, todas aterradoras…. Sólo sirvieron para confirmar las peores sospechas. Era grave. No extremadamente grave, quizá se había detectado a tiempo, y eso abría una puerta a la esperanza, pero sí lo suficiente para que la posibilidad de que saliera mal fuera palpable, cercana. Ninguno de los dos estábamos preparados para convivir con esa posibilidad. Nadie está preparado a los 30 años para mirar a la muerte a los ojos, para tenerla como compañera inseparable en el día a día.

Sin embargo, lo hicimos bastante bien, dadas las circunstancias. Mantuvimos el tipo, animamos a los demás, padres, hermanos y amigos, y nos animamos entre nosotros, procurando tener siempre una palabra de aliento, o un gesto de tranquilidad, cada vez que intuíamos que el otro la necesitaba. Es una situación extraña, la de espiar constantemente al otro, en busca de alguna señal que delate una inminente caída, una crisis, un momento de debilidad. Te sorprendes a ti mismo mirándola con espíritu médico, con el celo de un doctor que vigila el avance de la enfermedad. Te esfuerzas por escudriñar su ánimo, como un psicólogo en busca de los primeros síntomas de depresión. Y, cuando ella te mira, te esfuerzas en disimular, porque crees que es mejor aparentar normalidad. ¿Normalidad? No puede haber nada menos normal que mirar a la mujer que quieres como un doctor, y no como un amante; nada más lejos de la normalidad que espiarla en busca de su dolor y no de sus ilusiones. Pero para cuando comprendes que la vida ha abandonado todo vestigio de normalidad, de lógica, ya te has acostumbrado. Eso es lo malo: uno se acostumbra a todo.

El estudio concluyó que el tratamiento indicado era quimioterapia. Muy agresivo, y muy desagradable. Con muchos efectos secundarios. Pero era lo que había que hacer, así que lo hicimos. Los miércoles, cada dos semanas, íbamos al hospital, a recibir aquellas inyecciones de esperanza, de curación, y a la vez que dábamos un paso más hacia la salvación de su cuerpo, bajábamos un peldaño más, inexorablemente, hacia la perdición de nuestra inocencia. Porque en aquel hospital dejamos de ser jóvenes para siempre. En aquel departamento, una especie de semisótano, como si hubiesen reservado el sitio a propósito para reunir allí, lejos de las miradas de los demás, a todos los apestados, nos dimos cuenta de que fuera cual fuera el resultado de aquella lucha, la vida nunca volvería a ser como antes.

Porque nadie puede volver a ver el mundo con los mismos ojos después de haber pasado por aquel sótano. Nadie pude pensar igual después de haber pasado tantas horas, tantas mañanas de miércoles entre aquellas paredes, con olor a hospital, rodeado de seres vencidos, destrozados, con la mirada perdida. Te sorprendes odiando a la gente a la que ves sana. Te descubres un día valorando, con ojo experto, la evolución que ha seguido aquella chica, apenas una niña, a la que conoces ya de tantos miércoles, a la que has visto ir transformándose de un ser alegre y luminoso, con una sonrisa incontenible, en un despojo humano, sin la más mínima chispa de energía en sus gestos, sin el mínimo deseo de vivir en sus ojos.

Y te da por hacer cambalaches, trueques sin sentido, por ofrecer sacrificios estúpidos e irracionales a un dios en el que ni siquiera crees. Te da por pensar, de repente, cuando un miércoles no encuentras a uno de los habituales, y las miradas de todos los demás te dicen que ya no lo volverás a encontrar, que es una buena señal. Que ese dios en el que no crees ha decidido llevarse a otro, y que quizá se conforme con eso. Cada nueva baja, cada nueva muerte te parece algo bueno, necesario, productivo. Te parece un paso más hacia tu salvación, y te alegras por ello. Quizá sea eso lo peor de la enfermedad, después de todo. La manera tan cruel que tiene de destruir la endeble naturaleza humana, esa forma de despojarte de toda dignidad, en pos de la supervivencia, para que sólo te quede una inmensa vergüenza de ti mismo. Porque intentas ser amable, desde luego. Y solidario. Pero la solidaridad, la amabilidad, la ayuda… todo eso deja paso, cuando estás a solas contigo mismo, en las horas interminables de la madrugada en las que el sueño te rehúye, a la certeza fría y nítida de saber que tu humanidad se ha evaporado, posiblemente para siempre. La sensación de vergüenza, asfixiante, pegajosa, que te queda cuando te ves forzado a reconocer (no tiene sentido mentirse a uno mismo) que deseas la muerte de aquella chica, apenas una niña, porque intuyes que eso te dará alguna posibilidad más. Que deseas que desaparezcan todos, uno tras otro, que incluso los matarías con tus propias manos, con tal de seguir un día más formando parte de los afortunados supervivientes.

Ella siempre fue más optimista que yo, y esperaba que todo fuera bien, Así que, cuando las cosas empezaron a ir bien, no fue una sorpresa para ella. Para mí si. Una sorpresa que, además, no me acababa de creer. Es la maldición del pesimista, siempre esperando lo peor, siempre dispuesto a creer lo peor, siempre desechando cualquier indicio de esperanza, dispuesto a hacer caso omiso de cualquier signo de mejora. Todas las pruebas, todo el seguimiento, todos los controles mostraban que el tratamiento funcionaba. La evolución era buena. La enfermedad remitía. Ella era feliz. Yo tenía miedo. Y cuanto mejor iba todo, más miedo tenía. Es fácil ser valiente cuando no tienes nada que perder. Pero cuando empecé a sentir que había esperanzas, que podíamos empezar a vislumbrar una lucecita al final de aquella oscuridad, toda mi valentía se reveló ficticia, postiza. Después de todo, en aquel sótano iba a aprender algo acerca de mi propia naturaleza, de mi propio carácter. Ya sabía que era capaz de odiar a los que no habían enfermado, a los que mostraban indiferencia por nuestro dolor. Sabía también que podía alegrarme por el dolor de los demás, como si una desgracia ajena pudiera suponer, de alguna forma, un leve remedio que mitigara la nuestra. Me quedaba averiguar, tan solo, si después de sentir tanta vergüenza de mí mismo, después de sentir tanto miedo, de ver tan de cerca la fea cara de la realidad, podría recuperar algún día la sensación de vivir sin miedo. En aquellos momentos, hubiera jurado que era imposible. Una vez que has conocido ese miedo, ¿cómo es posible olvidarlo, pasar siquiera un día sin pensar que todo ese infierno puede repetirse en cualquier momento?

Pero, como dije antes, uno se acostumbra a casi todo. Y la vida sigue, contigo o sin ti, así que no te queda otra solución que seguir adelante. Disfrutar de los pequeños momentos en los que consigues olvidar la espada que cuelga sobre tu cabeza, y apretar los dientes el resto del tiempo. Poco a poco, consigues diseñar una rutina en la que encaja tu estado de ánimo con las cosas que tienes que hacer, con la intendencia diaria. No te olvidas del dolor, ni del miedo, pero te acostumbras: el dolor está ahí, casi constantemente, y aprendes a vivir con él. Hacíamos cosas normales, salíamos, íbamos a pasear, hacíamos la compra, seguíamos con el trabajo (el mío, al menos; lo cual supuso una gran ayuda para no volverme loco). También hacíamos el amor. Y todo, especialmente esto último, todo lo hacíamos de una manera especial, intensa, íntima. Cada acto de normalidad, por simple que fuera, suponía apretar más el lazo que nos unía, hacía más sólida aquella unión entre nosotros, que, a fin de cuentas, nos sentíamos como dos cachorrillos apaleados, abandonados por la fortuna. Cada instante de cotidianidad, cada cosa que hacíamos juntos, era un supremo acto de rebeldía contra el destino. Contra aquel injusto destino, contra aquella sensación de parias, de víctimas de algo superior a nosotros, irracional, primitivo.

Fue duro. Había días de aparente tranquilidad, en los que todo discurría sin sobresaltos, sin que nada nos recordara que estábamos viviendo de prestado. En libertad condicional. Luego, de repente, aparecía algo que nos devolvía bruscamente a la cruda realidad. Una mañana con nauseas, vomitando hasta el agotamiento. Recuerdo la sensación que tenía mientras le sujetaba la cabeza, inclinada sobre el baño, y le acariciaba el pelo, intentando tranquilizarla. Recuerdo haber pensado: qué distinto de la ayuda prestada en las borracheras de hace tiempo, cuando éramos jóvenes, cuando éramos inconscientes, cuando estábamos a salvo de la realidad y nos sentíamos fuera del alcance del destino. Ahora estoy aquí de nuevo, ayudándola a vomitar, acariciándola, y ya no es divertido. Ya no estamos a salvo de nada.

Otros días eran sudores por la noche, provocados a medias por la enfermedad, por el tratamiento y por el miedo al futuro. Noches en vela, el uno junto al otro, en la cama, en silencio. Compartiendo el miedo, que es, quizá, la experiencia compartida que más puede unir a dos personas. Y, cada dos miércoles, la visita obligada a aquel sótano en el que se encontraba a la vez nuestra esperanza y nuestra agonía. Aquellas miradas de derrota, aquel ambiente de resignación, aquellas imágenes de cuerpos maltratados por la enfermedad…. Todos estos detalles te abofeteaban de vez en cuando, algunas veces cuando menos te lo esperabas, sin previo aviso, y otras avisando su presencia, con lo que la espiral de los pensamientos aterrorizados empezaba con antelación. Todos estos detalles llegaron a formar parte de nuestra rutina. A todos estos detalles nos acostumbramos.

Pero hubo un detalle que no soporté jamás. No pude. Se trataba de su pelo. Al principio nos habían hablado del tema. Nos habían dicho que uno de los efectos secundarios del tratamiento, inevitable, era la caída del cabello. Bueno, en aquellos momentos uno lo acepta, no es lo peor de lo que te dicen, así que piensas, vale, está bien, podré con ello. Sin embargo, no pude. Cuando comenzaron a aparecer sus cabellos por todas partes, en la almohada, en sus blusas, en mis camisas,…. no lo soportaba. Eran un recordatorio permanente de la batalla en la que estábamos metidos. Eran un truco sucio del destino, con el que pretendía crisparnos los nervios, acogotarnos, encogernos el ánimo, no darnos ni un solo momento de tregua… En mi caso, el truco funcionaba muy bien.

Aquellos cabellos comenzaron a ser omnipresentes. A diario, yo me iba al trabajo y no veía la almohada, pero, aún así, durante todo el día tenía la sensación de encontrarme su pelo en cualquier parte. En mi ropa. En el coche. En todos lados. Alguna vez encontré su pelo en mi cazadora, en mitad de un bosque de castaños por el que tenía que hacer pasar una carretera, y no pude contener las ganas de llorar. Era ridículo. Me encontraba a 30 kilómetros de ella, en mitad de un bosque, llorando como un niño sin que nadie me viera… todo por haber encontrado un pelo en mi cazadora.

Su pelo siempre me había gustado. Era muy fino. Suave, con un tacto perfecto. La más leve brisa era suficiente para alborotarlo. Era rubio, sin exagerar, con reflejos de distintos tonos, y solía cambiar a lo largo del año, como un indicador de la variación de las estaciones. En los meses de verano, con más sol, se volvía mucho más claro. Más brillante. Nunca antes había pensado en su pelo como aquellos meses. Y nunca después.

Un día ella llegó a casa con un nuevo corte de pelo. Mucho más corto, con un pequeño flequillo sobre la frente. Estaba muy guapa. Sus ojos tenían un velo de interrogación cuando me miraron. Una pregunta silenciosa. Un deseo de aprobación, de que yo le demostrara que podía ser fuerte, que ella tendría alguien en el que apoyarse cuando lo necesitara. Sus ojos mostraban todo eso, y no pude negárselo. Me tragué lo que sentía, hasta dejarlo bien dentro de mí, en un sitio a donde nadie pudiera llegar, y traté de sonreír. Ella me sonrió, también, no sé si porque se creyó mi expresión o porque, a pesar de no creerla, supo por qué intentaba engañarla. Nos abrazamos, y supimos que podríamos con aquello. O, más exactamente, que ella podría, y que yo trataría de seguirla, de estar a su lado.

Poco a poco, su pelo se volvió más frágil, quebradizo. Los cabellos en la almohada pasaron a ser mechones. En la ropa, en el coche, por casa, en el baño… ningún lugar estuvo a salvo de aquel lúgubre recordatorio de su enfermedad. Y una tarde, en Mayo, ella me miró, y eso fue todo. De alguna manera, supe lo que ella me quería decir antes incluso de que pronunciara la primera palabra. Está bien, le dije a ese dios en el que no creía, está bien; si tiene que ser así, así será. Si ella puede, yo también podré. Y la acompañé al baño en el que, aunque yo todavía no lo sabía, iba a tener lugar el momento más duro de mi vida, hasta ese momento. El más especial, también. El que más recuerdo, sin duda.

Cuando cogí la vieja máquina de cortar el pelo me entretuve en comprobar su funcionamiento, el deslizamiento de la cuchilla, el contacto, el aceitado… cualquier cosa, por innecesaria que fuera, hasta que conseguí reunir el valor necesario para mirarla a los ojos. Ella me miró, de nuevo, y a continuación se sentó, dándome la espalda. Se quitó la camisa, lentamente, en silencio, y esperó a que yo comenzara lo que tenía que hacer. Así que comencé. Conecté la máquina, y con pasadas lentas, suaves, cuidadosas, comencé a cortar su pelo. A librarla de aquel pelo maravilloso que ya sólo se había convertido en una molestia. Y seguí haciéndolo, una y otra vez, hasta que su cabeza quedó apenas cubierta por una pelusa escasa, corta, casi transparente. Ninguno de los dos dijo nada. El suelo se había llenado de su pelo, de montoncitos suaves, leves. El suelo se había llenado de aquel pelo que era como un símbolo de nuestra derrota. De aquel pelo que era, al mismo tiempo, el símbolo de nuestra esperanza. La prueba definitiva. Lo que nos iba a demostrar a nosotros mismos que siempre podríamos estar juntos, en cualquier situación, en cualquier circunstancia. Creo que los dos los sentimos así, a pesar del silencio. A pesar de las lágrimas que pugnaban por salir y no salieron.

Cubrí su cabeza con espuma, y tomé una cuchilla nueva del armario. Lentamente, con mucho cuidado, fui afeitando aquella pelusa suave, aquel último vestigio de normalidad, de inocencia. Y continué haciéndolo hasta que la espuma desapareció por completo, y su cabeza se convirtió en una superficie lisa y suave. Recuerdo haber descubierto una mancha roja en la parte posterior de su cabeza. Era pequeña, ligeramente alargada. Intenté adivinar alguna forma en el diseño de aquella mancha, pero no se parecía a nada. Sin embargo, contemplar aquel nuevo detalle de su cuerpo me hizo sentir como si la hubiera visto desnuda por primera vez. Me trajo aquella sensación, casi olvidada, mezcla de miedo, admiración y gratitud. Y le apreté ligeramente la nuca, intentando transmitirle lo que yo sentía. Ella tomó mi mano y se la llevó a los labios, y la besó. Apenas un roce, un gesto exquisito y delicado. Eso fue todo. Y fue suficiente.

No sé cuánto tiempo pasamos así, en silencio, yo a su espalda, sin vernos la cara. Con mi mano en la suya, cerca de su boca. Noté que tenía algo atrancado en el pecho. Algo que venía de muy adentro, algo ancestral, primitivo, maravillosamente humano, doloroso. Algo que no había sentido antes. Algo que todavía hoy recuerdo. Una caricia intensa, especial, íntima. Una caricia que no supe nunca dónde nacía, ni dónde acababa. Una caricia que nunca más he vuelto a sentir, desde entonces, desde aquel día. Desde la última vez que la acaricié de aquella forma, sintiendo su miedo, su dolor, su esperanza.

Desde que comprendí que la quería, y que no podría vivir sin ella.






miércoles, 18 de agosto de 2010

ADIOS A LA PLAYA

Bueno, pues ya está. Otro año más, las vacaciones se han ido, con una rapidez pasmosa, y la playa ya sólo es un lejano recuerdo. Ahora quedan por delante meses de rutina, deslizándonos lenta pero inexorablemente por la suave pendiente que nos lleva a todos hacia el mal tiempo del invierno, y a mí particularmente hacia el mal humor (el frío no me gusta nada, nada, nada).

Pero, en fin, siempre nos quedará París. O la memoria de estos días, que viene a ser lo mismo pero sin esperas en aeropuertos, sin huelga de controladores y sin equipajes extraviados. Con la ventaja, además, de que la memoria es selectiva y suele quedarse sólo con lo que lo bueno. Así pues, cuento para los duros meses invernales con tirar del recuerdo de lo bien que lo he pasado en la playa. Pero como la memoria de un servidor empieza a no ser lo que era, mucho me temo que será un recuerdo bastante abstracto, sin demasiados detalles. Así que, para concretar un poco y dejar constancia de algunas de las cosas que me pasaron en vacaciones (y que se puedan contar), vamos con un breve repaso de lo que han sido estos días.

-Unas playas fantásticas, con buen tiempo todos los días excepto uno (y tampoco es que hubiera un temporal, pero lo utilizamos para ir de compras y descansar un poco de la arena). El plan, siempre el mismo, era sencillo, que son los planes que mejor suelen funcionar: toque de diana, desayuno, abluciones matutinas, preparativos y a la arena, en plan gladiador. A una hora conveniente, vuelta a casa para comida y siesta. Posteriormente, merienda y vuelta a la playa hasta la hora de la cena. Baño y a la cama. Los críos caían como piedras, y los padres nos hacíamos los chulitos trasnochando un poco (lectura, alguna peli), lo que pagábamos con creces a la mañana siguiente cuando la prole tocaba diana tirándose en plancha sobre nuestra cama sin previo aviso, los muy traidores.

-Las playas a las que íbamos estaban repletas de familias de mediana edad para arriba, lo cual tiene unos efectos lamentables, por una parte (la libido sufre una agresión constante, difícilmente soportable), y reconfortantes por otra (mires donde mires, es fácil encontrar alguien con quien compararte y salir ganando, y no me digan que eso no reconforta, porque no me lo voy a creer). Eso sí, desde aquí lanzo una propuesta a quien corresponda: deberíamos ir pensando seriamente prohibir el topless a partir de algunas edades. Por aquello de evitar traumas innecesarios a los espectadores sensibles. La salud pública es lo primero.

-La desconexión neuronal sólo me dio para leer un libro (y eso que ya lo llevaba empezado; estoy llegando a unos niveles de abandono de la lectura francamente preocupantes…). El hipnotista, de Lars Kepler. Un thriller policiaco con tintes psiquiátricos ambientado (cómo no) en Suecia que resulta entretenido pero a costa de hacer desfilar un buen puñado de personajes desequilibrados por delante de ti. Tipos de esos que te hacen pensar que tienes suerte por no haberte cruzado nunca con ellos o alguno parecido. De paso te cuenta cosas sobre los suecos, lo que viene muy bien, porque ahora que están de moda, si no sabes cuatro o cinco chorradas sobre Suecia y sus costumbres para soltar en una sobremesa no eres nadie (que las hayas aprendido viviendo en Estocolmo o leyendo Millenium es lo de menos). Como nota final, resulta que Lars Kepler es un seudónimo, y que encima no es uno sino dos, y que por si fuera poco son un hombre y una mujer. Todo esto viene explicado muy clarito en la sobrecubierta, y a mí me descoloca un poco. Vamos a ver: si usan seudónimo para no usar sus nombres, ¿por qué luego publican sus nombres (en letras bien gordas, además)? Y si quieren dar a conocer sus nombres, ¿por qué usan seudónimo? Me temo que todavía no entiendo demasiado a los suecos. Habrá que seguir investigando.

-Con las neuronas a medio gas, también conseguí ver unos cuantos deuvedeses que me agencié de la colección de mi hermano. Con diversos resultados. Me encantó Celda 211, aunque acojona un poco ver la fauna que circula por el mundo. También vi Avatar, y me pasé más de dos horas con la sensación de que no pillaba el chiste. Tanta pasta para esto… con el hambre que hay en el mundo… no me jodas. Por momentos te parece estar viendo Los pitufos, a ratos Bailando con lobos, en ocasiones parece Los últimos días del Edén, El señor de los anillos, Rapa Nui, El Imperio contraataca,… Un collage interesante, sin duda, pero ni rastro de originalidad por ninguna parte. Y, para finalizar, dos de Clint Eastwood: Gran Torino y Banderas de nuestros padres. Flojitas. Voy a dejar de ver pelis suyas, porque todo lo que veo suyo últimamente me deja un poco a medias, y de seguir así acabaré perdiéndole el respeto. Al gran Clint, nada menos. Y eso sí que no.

-Para finalizar, los 5 últimos días de vacaciones los he pasado con una fiebre tremenda, alternando entre la cama y el sofá, según me doliera más la espalda o la cabeza. ¿Se puede pedir algo más para rematar las vacaciones? Pues sí. Que todavía no estés recuperado del todo para volver al curro, pero no estés los suficientemente mal como para seguir en la cama (en el sofá también me hubiera valido).

Resumiendo mucho, me lo he pasado muy bien. Casi todo fueron cosas buenas:

-Disfruté un montón en la playa, jugando con los críos, y juraría que ellos también lo pasaron bien.

-Contra el pronóstico de sus abuelas, fuimos capaces de no perder ningún niño en la playa, evitar que se ahogaran, que se quemaran con el sol, etc, etc, y conseguimos traerlos de vuelta sin síntomas aparentes de desnutrición... todo un logro.

-Creo que mi mujer también disfrutó de estos días, en los que en teoría me iba a tener sólo para ella, y en los que en la práctica los niños me han monopolizado hasta que su madre decretó la cuarentena y me los quitó de encima.

-Hasta donde alcanza mi memoria, es el primer verano en el que no tengo quemaduras solares.

-Incluso los delirios de la fiebre molaron, esta vez (cuando paso de 38º empiezan a pasarme cosas raras dentro de la cabeza, y considerando que esta vez estuve entre 39,5 y 40º, pues imagínense; como una película de Tim Burton, pero en bonito).


Ahora, pues aquí estamos, de vuelta a las trincheras. Poniéndome al día con todo lo que ha ido quedando atrasado. Sin demasiadas ganas de escribir, ni de leer, ni de nada, en realidad. Y con un mal humor acojonante (que no sé muy bien de dónde me viene, porque insisto en que me lo he pasado bien, pero que ahí está). Y eso que todavía no hace frío.

Supongo que eso es lo malo de las vacaciones: que tarde o temprano se acaban, y te dejan siempre con ganas de más.


PS: La foto es de la playa en la que estuvimos.

PPS: Me he encontrado con un seguidor en el blog!! No sé muy bien qué significa eso, pero me ha hecho ilusión.