viernes, 12 de julio de 2013

EL LARGO, CÁLIDO Y ASQUEROSO VERANO

El verano nunca ha sido mi época favorita. Antes, porque era cuando todos se dedicaban a lucir un tipazo que yo no tenía. Después, porque me tocaba estudiar todo lo que no había estudiado en invierno. Ahora,  por lo que técnicamente se llamaría una nube causal, pero que para no liarnos mucho llamaremos un montón de cosas. El trabajo al aire libre, bajo unos relajantes 35º,  el teléfono convertido en un objeto decorativo, porque llames a quien llames nadie contesta. El problema de qué hacemos con los niños, que tienen 87 días (los míos los cuentan uno a uno) de vacaciones. Ver a un montón de gente de vacaciones, con pantalones cortos, camiseta de tirillas y sombrero de paja, calzándose una caña mientras tú sudas y buscas consuelo imaginando una futura  cirrosis fulminante para el puto veraneante. En fin, cosas.

Pero el verano también tenía sus cosas buenas: el calor hace que las señoras se aligeren de ropa, lo que en algunos casos no está mal y contribuye a ver la vida con alegría. Los jefes también se van de vacaciones y el ambiente se relaja un poco, y el problema de los niños, en mi caso, se convierte en una solución. O se convertía. Todos estos años, como mi mujer trabaja una vez cada cinco días, con la llegada de los calores se cogía a los niños, alérgicos como ella a cualquier temperatura por encima de los 22º, y se piraban a pasar un veraneo tranquilo a la montaña babiana, en el norte de León. Veraneo estilo monarquía años 30, cuando los reyes no sabrían dirigir un país, pero veraneaban a la fresca en San Sebastián o Santander, comiendo como Dios manda. No como ahora, que la monarquía ni siquiera sabe veranear. El caso es que su ausencia me permitía pasar la semana en León, con toda la casa para mí, de lunes a viernes. Ya saben que yo nunca haría el golfo, pero me gustaba tener la posibilidad. Y, en cualquier caso, disfrutaba de la tranquilidad de estar a mi aire, lo que no es poco después de un día de acaloramientos varios. Luego me acercaba al pueblo el fin de semana, refrescaba el ánimo, y vuelta al tajo: la dura vida de Rodríguez. Hacia la mitad del verano, es decir, sobre la segunda quincena de Julio, o sea, ahora, mi señora y yo cogíamos vacaciones. Nos íbamos por ahí, a pasar unos días en la playa, olvidándonos de todo lo que era nuestra vida durante el resto del año. Veíamos a los enanos disfrutar, andábamos a medio vestir, con bañadores y bikinis todo el día, en una especie de retorno al estado del buen salvaje que nunca debimos abandonar, nos dábamos ciertos caprichos, y, sobre todo, alucinábamos con las caras de satisfacción de los enanos. Para ellos todo era una aventura. Tal vez se trata de eso, al fin y al cabo. De procurarle a los pequeños algo que recordar cuando sean mayores y tengan sus propios agobios.

Pues no, miren. Este año no toca. Mi señora ha elegido, o le ha tocado, todo el mes de Julio como periodo vacacional. Y a servidor le ha tocado un marrón laboral que no lo salta un torero, y que, para explicarlo en pocas palabras, supone que voy a pringar trabajando a ritmo estajanovista todo el mes de Julio, parte del de Agosto, y, con suerte, tendré un ligero atisbo de libertad allá cuando el verano agonize, circa septiembre. Lo cual se traduce en que nuestras vacaciones se han convertido en fines de semana que bien pasamos en el pueblo, lo que no me conviene demasiado, o bien convertimos en planes de última hora de irnos a algún lugar playero, para pasar un par de días en plan domingueros, de prisa y corriendo, y vuelta al curro (yo) y al pueblo (ellos). Es un cambio considerable respecto a otros años. Y a mí, no sé si lo he dicho antes, los cambios no me gustan ni un pelo.

Así que este año toca permanecer en las trincheras, harto de todo, ignorar las vacaciones, tratar de controlar el odio africano que el resto del mundo me inspira y mirar hacia delante. Respirar. Seguir respirando. Eso es todo. 

Este es el plan para el verano. Y, con estas perspectivas, no tengo ni putas ganas de volver a escribir. Por lo menos aquí. Asi que pueden considerar esto una despedida. Ya no hay más boreout. Ya no hay más Cazurro. Ya no habrá más historietas militares, ni pseudocientíficas, ni de ningún otro tipo. C'est fini. Finito. The end. 

Ha sido un placer. Pero todo tiene un límite, y el límite ha llegado. 

Adios. 

PS: Ruego al Chico de la Consuelo, Lo que leo, o como coño se haga llamar ahora, que deje de atosigar a mi señora para que ella me atosigue para que vuelva a escribir. No voy a hacerlo. Esto se acabó. Si quiere atosigarla para fines menos honestos, eso es cosa suya (de los dos) y yo ahí no me voy a meter. Pero a mí que me deje en paz, por favor. Uno escribe cuando quiere, donde quiere, y lo que puede. No hay presiones que valgan. Un saludo, maño. 


miércoles, 30 de mayo de 2012

SINCRETISMO ANTIINSURGENTE

No se preocupen demasiado si no entienden el título. Yo tampoco lo entiendo y no me preocupo (aunque quizá debería, ya que soy quien lo ha escrito). Es un efecto colateral de un pequeño problema que vengo apreciando en los últimos tiempos, que es el de empezar a escribir. Sí, queridos niños, amigos todos, el primer párrafo es un asunto tremendamente enojoso y difícil de afrontar. Por momentos, he estado tentado de comenzar a escribir directamente en el segundo párrafo, pero supongo que eso dificultaría (aún más) pillar el sentido del discurso (si lo hubiere). Afortunadamente, he dado con un truco magnífico para soslayar el problema: pones un título estrambótico y te pasas el primer párrafo hablando acerca de él. Que no tiene nada qué ver con lo que viene a continuación, ya, pero te sirve para coger carrerilla. De paso, también puedes coger cierta fama de inestabilidad mental y procesos cognitivos inconsistentes, pero todo tiene su precio.

Una vez concluido el primer párrafo, pues, ya tienes  campo libre para desbarrar. En ocasiones, sin embargo, sucede que uno le coge cariño al título, y decide escribir algo relacionado con el mismo. Puede que sea el caso que nos ocupa. Lo cual plantea un nuevo problema (la vida es así de triste: solucionar un problema te crea, como mínimo, otro), porque no tengo mucha idea de qué es el sincretismo, qué la antiinsurgencia, y si pueden estar relacionados de alguna forma o, por el contrario,  colocar estos dos palabros en la misma frase puede crear una perturbación en la fuerza y alterar la curvatura del continuo espacio-tiempo. Así que quizá sea procedente empezar a documentarse un poco, aunque cueste.

Pero, claro, uno no sería el serio aspirante a campeón de los pesos pesados de la incoherencia, versión del consejo, que es hoy en día si no uniera cierto altruismo a su exacerbada misantropía. Lo que, traducido al castellano, quiere decir que voy a aprovechar que me documento yo para, en un simpar ejercicio de campechanía, documentarles a ustedes, si se dejan. Y como sobre gustos no hay nada escrito, ni tiene pinta de que vaya a escribirse nada en un futuro próximo, pues vamos a documentarnos como a mí me gusta:  un poco transversalmente. Que tampoco sé lo quiere decir: cada vez me parezco más a mi vecino alemán (al que sólo veo yo), el señor Alzheimer.

Creo que fue Shakespeare el que dijo que nada había más común que el deseo de ser extraordinario, y no puedo sino estar de acuerdo. Al final, todos funcionamos más o menos igual, y las costumbres pueden más que los razonamientos, porque somos de piñón fijo. De este simpático detalle se dieron cuenta, hace ya muchos años, un grupo de gente que se ganaba la vida destripando bichos para leer el futuro en los mondongos, y que respondían a nombres genéricos tales como sacerdotes, chamanes, pitonisas, hechiceros, o, más genéricamente todavía, engañabobos. Estos individuos se percataron de la extrema dificultad de venderles la moto a las gentes de allende el pueblo de al lado (en aquellos tiempos, las comunicaciones no eran lo que son hoy en día, y el multiculturalismo y las alianzas de civilizaciones y eso eran procesos a una escala mucho menor, entiéndanlo), que solían ser reacias a cambiar a sus dioses absurdos y sanguinarios por nuevos dioses absurdos y sanguinarios. Surgió entonces la moda de adaptar los nuevos dioses a los antiguos, o viceversa, para que la gente pudiera cambiar nominalmente de religión sin cambiar de costumbres: es decir, que tú adorabas a X, bailando desnudo sobre un campo de trigo la noche del solsticio y haciendo molinetes con la chorra mirando al norte, y ahora adoras a Y, que no tiene nada que ver con el otro, y lo haces bailando sobre un campo de centeno, también la noche del solsticio, pero mirando al sur, y los molinetes con la chorra los haces dextrógiros. El motivo de todo esto era sustituir a la curia titular de la plaza por otra de importación (es decir, para colocar a los amigotes; a ver si se creían que esto lo habían inventado los políticos españoles). Total, a la gente le daba igual cómo se llamara el sumo sacerdote, mientras le dejaran con sus bailes y sus molinetes, que era lo que toda la vida se había hecho. Así, los mitos iban pasando de una cultura a otra, a veces cambiando simplemente los nombres (como hicieron los romanos, que cambiaron el nombre del santoral griego por el artículo 33 y ya está, para qué vamos a echar más rato en esta pijada), a veces de forma un poco más elaborada. Resumiendo, las variantes locales de los curas se habían percatado de que la gente tendía al borreguismo y eso era algo que no podía desaprovecharse. Pero lo llamaron sincretismo, que queda mejor que “como somos gilipollas vamos comprando los dioses que nos pongan delante sin darnos cuenta de que es siempre el mismo”.

El caso sincrético por excelencia es el del cristianismo, que va aglutinando todos y cada uno de los mitos anteriores, pasándolos por el tamiz del mensaje de Jesús (o de lo que los discípulos de Jesús habían entendido que dijo, o que alguien posterior entendió que era lo que los discípulos habían creído entender que… bueno, da igual). La cosa, que por aquella época ya tenía una tradición de acreditada eficacia, funcionó como una seda, oigan: dos mil años largos, la broma, y lo que te rondaré morena. Ahora díganle a una señora a la salida de la novena que el mito de la virginidad de María es una adaptación de algo mesopotámico, verán que risa.

Entran ahora en escena los vikingos. Los vikingos no eran muy sincréticos, la verdad, más que nada porque no tenían a quién venderles sus dioses y sus mitos: vivían en el puto culo del mundo. Y cuando les daba por salir de su pueblo, cansados de vivir nueve meses al año pelando frío, estaban demasiado cabreados para andar asimilando mitos y religiones. Ellos eran más de aniquilar a hachazos, directamente, y no se preocupaban demasiado de las costumbres indígenas. Luego volvían a casa, más relajados ya, echándose un cigarrito, y hala, a pasar frío otros nueve meses. Eran gente sencilla, que no le pedía demasiado a la vida.

En los ratos libres que les quedaban se dedicaban a componer Eddas, Sagas y cosas así, que son el equivalente a las novelas de Harry Potter, Crepúsculo y Juego de Tronos, todo junto y en versión nórdica. Que puede parecer excesivo, claro, pero tengan en cuenta que los inviernos escandinavos son jodidillos, y en algo había que pasar el tiempo. El caso es que el universo vikingo se llenó de bichos raros, mujeres espadachinas y guerreros sanguinarios. En fin, cada uno tiene la mitología que quiere oigan, y nadie es quién para reírse de gente con cuernos, trenzas y hachas que componen tiernos poemas a la luz de las estrellas, en esas plácidas noches boreales a cuarenta bajo cero, narrando las peripecias de los trolls, las ninfas, los elfos, los gnomos y las walkirias.

Sin embargo,  el carácter vikingo, algo áspero y poco dado a intimar con extraños, hizo que las tradiciones nórdicas siguieran durante muchos años siendo eso, nórdicas, y que en el resto del mundo, felizmente, no tuviera noticias de la fauna mitológica vikinga. Al menos hasta el siglo XIX, que fue cuando se produjo una alucinación colectiva que algunos historiadores piadosos han hecho pasar a la posteridad como Romanticismo. Los románticos eran gente cursi, depresiva, triste, floja y con cierta tendencia a la psicopatía. Les gustaban los ambientes tétricos, los finales dramáticos y las causas perdidas. Con esos antecedentes, a nadie le extrañará que se juntaran una tarde y, es de suponer que en medio de un festival de alcohol y sustancias psicotrópicas varias, inventaran el nacionalismo.

Fue en ese ambiente de libertinaje y estulticia en el que nació un señor que se llamaba Wilhelm Richard Wagner, con clara vocación de ser alemán, pero que al no existir Alemania tuvo que conformarse con ser de Sajonia. Desde muy pequeño, el señor Wagner sintió inclinación a la escritura de dramas. Luego se hizo músico. Y luego se hizo nacionalista alemán, para lo cual, dado que por aquel entonces aquello era algo novedoso, tuvo que inventar una mitología germana, y aprovechó cosas de los vikingos, cosas de los godos, cosas de aquí y de allá. Por último, le dio por mezclar sus aficiones. La unión de las dos primeras (dramas y música)  fue que Wagner empezó a escribir óperas. Cuando añadió la tercera (el nacionalismo germano, versión mitológica), sus óperas resultaron ser de las que dan ganas de invadir Polonia o atacar aldeas vietnamitas con napalm. Ríase usted del heavy metal.

Una de las composiciones de este señor fue una historia que, no se sabe muy bien cómo, se las arregló para plagiar de la obra de Tolkien unos cien años antes de que éste la escribiera. Un rollo de enanos, un anillo maldito, venganzas, dioses caprichosos y maléficos y cosas así, que Wagner consideró que reflejaba lo que era la tradición de toda la vida de Alemania (un país, recuerden, que todavía no existía). La historieta en cuestión era bastante larga, por cierto, y no cabía en una sola ópera, por lo que tuvo que ser desarrollada en cuatro, nada menos. El caso es que en la primera de ellas, El oro del Rin, hay un canto en el que se habla, por aquello de crear ambiente romántico, de noche y niebla.

Años después, cuando Alemania ya estaba inventada, se pusieron a gobernarla unos señores que también eran nacionalistas, además de socialistas y obreros. Estos señores, conocidos coloquialmente como nazis, eran bastante más sociables que los vikingos, y decidieron que para vender sus ideas al mundo tenían que vestirlas un poco decentemente, así que cogieron la obra de Wagner, la adoptaron como corpus oficial y establecieron, de una vez y para siempre, el estándar de la raza aria como “lo que salía en la música de Wagner”. Recuerden que también eran alemanes, gente práctica y organizada, poco dada a la improvisación y al barroquismo mediterráneos, así que todo el mundo dio por bueno aquello: los alemanes eran todos altos, rubios y con ojos azules, descendientes directos de una raza antigua que era la legítima heredera de toda Europa y parte de los alrededores. Por algún extraño motivo, el hecho de que todos los que propagaban esta buena nueva de la arianidad fueran más bien morenos, bajitos y llamativamente feos, lejos del canon wagneriano, pasó inexplicablemente inadvertido.

El caso es que los nazis adoptaron a Wagner como fuente de inspiración hasta para redactar los documentos oficiales del estado. Si recuerdan la épica comparecencia del entonces ministro de defensa Federico Trillo en la que relataba el desarrollo de la Operación Romeo-Sierra (lo de Isla Perejil, para entendernos), podrán hacerse una pálida idea de lo que era la retórica del BOE alemán por aquella época. Música para los oídos, señores.

¿Hemos dicho ya que los nazis eran más sociables? Pues una consecuencia de esta sociabilidad extrema fue el afán de extender el mensaje de hermandad proletariosocialistogermana allende las fronteras, en un fenomenal esfuerzo misionero que el resto del mundo, con una mezcla de resentimiento, estrechez mental y revisionismo histórico, llamó la 2ª Guerra Mundial. Cuando ya los misioneros alemanes estaban intentando ganar conversos a su doctrina por toda Europa, desde el Mar Negro hasta el Océano Atlántico, surgieron los primeros herejes, gente que era reacia a la salvación de su alma y se dedicaba a joder la marrana poniendo bombas, matando nazis y no dejándose exterminar pacíficamente. Los alemanes los llamaron, entre otras cosas más gruesas que quizá no sea prudente reproducir aquí (en parte por decoro, en parte porque la ortografía alemana parece el resultado de darse repetidos cabezazos contra el teclado, y no estoy por la labor), insurgencia.

Los alemanes decidieron que necesitaban una normativa clara, tajante y expeditiva para tratar con esa gente. Por escrito, naturalmente. Las mentes pensantes del Reich (es decir, Hitler) se pusieron a redactar un decreto al respecto, buscando la inspiración, como de costumbre, en su querido Wagner. Así, el 7 de Diciembre de 1941 se emitió un decreto con un nombre aburridísimo que establecía la manera de meter en cintura a todo aquel que se resistiese a la doctrina nazi. Inspirado en la ópera wagneriana El oro del rin, el papelote fue conocido inmediatamente como el Decreto Noche y Niebla, y sentó las bases de lo que iba a ser la mecánica del diálogo social en buena parte del mundo durante la segunda mitad del siglo veinte: hacer desaparecer a los insurgentes sin que nadie tuviera noticias de su paradero, preferentemente durante la noche. Los alemanes y Wagner se hicieron muy populares. Las muestras de cariño eran abrumadoras.

Pero, por uno de esos azares del fútbol y las guerras, los nazis acabaron palmando. Y entonces se produjo uno de esos episodios que son difíciles de explicar sin recurrir a sucesos paranormales: todos los que antes habían estado unidos en un frente común contra los alemanes empezaron a darse collejas y a ponerse la zancadilla unos a otros, sobre todo cuando había algún científico, ideólogo o jerarca nazi útil al que echarle el guante. Los americanos lo llamaron Operación Paperclip. Los rusos creo que ni siquiera llegaron a ponerle nombre porque estaban demasiado ocupados violando alemanas para reparar en detalles de nomenclatura. El caso es que los americanos decidieron que los comunistas eran peores que los nazis y que algún alemán de aquellos a los que tenían acceso les podía venir muy bien para organizar sistemas de espionaje, programas espaciales y cosas de esas. Si eso implicaba darle largas a los franceses cuando estos reclamaban a un criminal de guerra, pues se les daban. La diplomacia, como todo el mundo sabe, es así: la mano izquierda no debe saber lo que hace la mano derecha, y los demás no deben saber lo que hace ninguna de las dos.

El problema es que los americanos son unos tipos excesivos y cuadriculados, y cuando empiezan a manejarse con esos sutiles conceptos típicamente vaticanos acaban siempre pasándose de frenada. Este caso no iba a ser una excepción. Porque a base de intimar con gente como Klaus Barbie, acaban encontrándole el puntillo a esos temas de la noche y la niebla, y cuando en el patio trasero de su querido continente empiezan a proliferar gobiernos de sesgo comunista ( o algo parecido al comunismo; o algo que, simplemente, no fuera lo que mejor le encajaba a alguna de las multinacionales que intimaban en la Casa Blanca) decidieron echar mano de las tácticas que tan wagnerianamente habían aplicado sus enemigos y sin embargo aliados espirituales en la pasada guerra, los nazis.

Pero, ojo, estamos hablando de norteamericanos, cuyas costumbres, aún afines a los principios del NSDAP (bueno, quizá sin la S; y sin la D, claro) son muy distintas a los usos alemanes. Allá donde los alemanes se limitan a publicar un decreto porque saben que todo el mundo lo cumplirá a rajatabla, los americanos necesitan una Universidad para establecer, de una manera científica, la forma correcta de aplicar la doctrina Noche y Niebla. Si han tenido algún contacto con empresas yanquis sabrán de qué les estoy hablando: manuales de ocho mil páginas en los que se especifica hasta el número máximo de sacudidas que uno puede permitirse en el badajo después de mear. En el caso que nos ocupa, supongo que dedicarían más de un curso sólo a definir el mejor momento de la noche en el que detener a alguien, o la densidad óptima de la niebla en la que hacer desaparecer a los insurgentes agraciados con la detención. En fin, que cada uno es cada uno. Los americanos llamaron a aquello Escuela de las Américas, y por allí desfilaron como alumnos la flor y la nata de las policías secretas y los servicios de inteligencia de las más renombradas dictaduras sudamericanas (Galtieri, Contreras, Noriega…). Podría decirse que acudir a las reuniones de ex alumnos es algo que lo acredita a uno como poseedor de unos huevos del tamaño de dos hogazas castellanas.

Así que ya ven, en un ejercicio sincrético de impecable factura, y tras sucesivos rebotes, las chorradicas que inventaban los vikingos para matar el rato en sus largas tardes de invierno acabaron facilitando la práctica del paracaidismo free style a un buen número de insurgentes sudamericanos que lo más parecido a un vikingo que habían visto en su vida era una vaca.

Como colofón, cabe recordar que la Escuela de las Américas sigue abierta hoy en día, con los alumnos nutriéndose de la fructífera experiencia acumulada en más de cinco décadas de sincretismo. Aunque ahora se llama Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad, supongo que porque con la anterior denominación ya había demasiada gente que la conocía, y la popularidad no es algo muy recomendable en el sector de actividad de la escuela (hasta le había salido un club de fans, con el impresionante nombre de los Vigilantes de Escuela de las Américas, que se encargaba de marcar de cerca de los graduados, por si alguno se dejaba llevar por un ataque de celo).

La noche y la niebla del Rin se representa ahora en Fort Benning, Georgia, USA, después de una larga y provechosa existencia en Panamá, que parece ser que ofrecía mejores pistas de prácticas para sus pilotos de pruebas.

Pero el sincretismo también tiene su lado malo, no se vayan a creer: por el afán de adaptarlo todo a las costumbres paganas ahora celebramos la Navidad el día del Sol Invictus, con un frío que pela, en lugar de hacerlo en verano, tomando unas cañas.

Y es que no hay nada perfecto en esta vida, oigan.


miércoles, 16 de mayo de 2012

NATURALEZA HUMANA: APUNTES BREVES

Contra lo que en ocasiones pueda parecer, no soy mucho de dar consejos ni de expresar mi opinión. En el primer caso, porque siempre he pensado que para dar consejos hay que saber de qué se habla, (y hablar con alguien, claro), y ninguna de estas circunstancias suelen darse en mi persona, aunque no pierdo la esperanza. Respecto a las opiniones, no suelo expresarlas por múltiples y variados motivos, entre los que destacan la timidez, la ausencia de opiniones claras sobre algunos temas, o que cuando las tengo estas pueden ser más variables que su estado de ánimo, oh querida lectora, cuando ataca el temible SPM. Si no quieren hacer gasto neuronal o no les apetece malgastar el tiempo analizando semejante nube causal, pongan que no me sale de las narices, que tampoco es mentira en el sentido estricto de la palabra. El caso es que lo que a mi me va es contar chascarrillos, y que cada uno los interprete como quiera, o como pueda. Con este método todo son ventajas. Luego, si alguien viene a preguntar qué era lo que quería decir, le contestas algo profundo, metafísico, orientalizante y perfectamente incomprensible, y quedas como Dios. Sí, es posible que nadie te entienda, pero aunque lo hubieran hecho tampoco iban a hacerte caso, así que, mira, imagen de gurú que ganas.

Pasamos sin más dilación al anecdotario del día y nos vamos a Palo Alto, California, a finales de la los sesenta, aquella década feliz en la que se puso de moda la marihuana, la minifalda, la psicodelia y el napalm. Nos situamos en el mes de abril, cuando, en un instituto de por allí, un profesor intentaba dar su clase de historia hablando de la segunda guerra mundial mientras un alumno le interrumpía preguntando cosas, no tanto por aumentar sus conocimientos como por afán de tocar los cojones. El caso es que el chaval no se explicaba cómo tanta buena gente en Alemania había sido capaz de apoyar a los nazis, con lo malos que eran. El profesor, en vez de cruzarle la cara, expulsarle de clase y mandarle una nota a sus padres, decidió inventar un experimento para hacerle comprender a su hiperhormonada audiencia que caer en el reverso tenebroso de la fuerza no es tan complicado como puede parecer. Empezó a hablarles de lo bien que se siente uno cuando pertenece a un grupo, cuando se es disciplinado, cuando se integra en una comunidad, del placer de la renuncia al individualismo, de lo útil que resulta tener un propósito claro y definido que dirija nuestros pasos. Les soltó la doctrina, además, en pildorazos contundentes y fácilmente digeribles. En eslóganes pegadizos: Fuerza a través de la disciplina. Fuerza a través de la comunidad. Fuerza a través de la acción. Fuerza a través del orgullo. Les enseñó cómo podían predicar la buena nueva a sus amigos para captar más seguidores. Les pidió que se apoyaran unos a otros, vigilando las desviaciones de la doctrina de sus compañeros, pues lo que uno hacía podía afectar a toda la comunidad. Incluso inventó un nombre para el movimiento y un saludo pinturero. Lo llamó la Tercera Ola, por la creencia popular de que la tercera siempre es la más fuerte de una serie de olas (popular en ambientes surferos californianos, se entiende, porque yo no lo había oído nunca, la verdad), y empezó a saludar a sus acólitos haciendo una cosa rara (y un poco gay, para qué vamos a engañarnos) con la mano. Pero la cosa funcionó bastante bien, porque en menos de cuatro días el número de discípulos de la tercera ola había tenido un crecimiento espectacular. Los alumnos de la clase original, el núcleo duro del movimiento, los camisas viejas, se pasaban el día haciendo proselitismo, vigilándose unos a otros, chivándose de las herejías de sus compañeros cuando procedía y, en general, portándose como perfectos fascistas. O comunistas, que tampoco hay tanta diferencia como a veces nos pensamos. Quizá sería mejor decir que el grupo se había convertido en un movimiento totalitario en el que se negaba la individualidad a favor de un pensamiento único, dogmático y reconfortante. Sin disidencia, sin dudas, sin pensamientos alternativos. Todo era fácil. Todo era peligroso.

Llegó un momento en el que el profesor se asustó. En sólo tres días, había tenido delaciones, había visto actitudes de reclutamiento sumamente agresivas en algunos de sus discípulos, había logrado una sumisión de la clase prácticamente absoluta a sus reglas. Incluso un chaval se había autonombrado su guardaespaldas personal, y lo seguía a todas partes por los pasillos, en previsión de que alguien pudiera intentar algo contra el líder. El chico había sido hasta entonces el típico escolar inadaptado americano que conocemos por las teleseries, de esos que parecen el fruto de una esmerada selección de los mejores cruces entre primos, y de los que por lo visto hay un ejemplar en todas las aulas de todos los colegios de todos los pueblos, y el chaval estaba emocionado con la tercera ola, feliz de haber encontrado una organización que le encomendaba la única misión para la que se sentía capacitado: partirle las piernas al que se acercara a su gurú. Sin embargo, quizá lo que más asustó a nuestro profesor de historia fue la sensación de que aquello, aquel poder, aquella posición de liderazgo absoluto, le gustaba. Le gustaba mucho. Así que decidió poner fin al experimento antes de que la cosa fuera demasiado lejos, que los vicios los carga el diablo.

El cuarto día citó a toda la clase en el auditorio. Les dijo que aquello, por si no lo habían notado, era la hostia en verso. Que no se confundieran porque aquello no era un simple experimento. Que formaba parte de un movimiento a nivel nacional, cuyo líder supremo iba a aparecer por televisión en unos momentos, desvelando el verdadero alcance de la tercera ola. Que contaba con ellos, porque habían demostrado que realmente se sentían identificados con la doctrina del movimiento. Ellos eran los elegidos. Ellos eran especiales. Eran la polla, vamos. El profesor empezó entonces a repetir los lemas del club (fuerza por la disciplina, fuerza por la comunidad, etc), coreado por sus fans, cada vez más alto. Hasta que tuvo a todo el auditorio berreando como energúmenos aquellas consignas, y conectó un televisor donde sólo aparecía una imagen blanca. El profesor dejó que el bajonazo de aquel brusco episodio de fascismus interruptus, en el que el fervor inicial se convirtió en desconcierto, se prolongara unos minutos, y después los invitó a mirar todo lo que habían hecho esos cuatro días. A pensar en qué se habían convertido. En qué se estaban convirtiendo. Después comenzó a pasar por la tele imágenes de algunos felices alemanes, brazo en alto, jaleando a otro tipo que también hacía un saludo raro con el brazo. Y así acabó la lección. Lección que supongo que no les debió hacer mucha gracia a los participantes, porque después de aquel día no volvieron a hablar de ello durante años. No es agradable comprobar que uno tiene un pequeño nazi dentro.

Para el segundo apunte, anécdota o chascarrillo, retrocederemos un poco más en el tiempo. Unos pocos años, realmente, pero que nos sitúan en un contexto bastante diferente. Seguimos en Estados Unidos, pero a principio de los sesenta, antes de que el LSD se volviera popular, y en la costa Este, lejos de California, ese nido de jipis depravados, esa sucursal de Babilonia, ese imperio de la californicación. Aquí estamos hablando de otro ambiente. De buena gente, vamos. En ese tiempo y en ese lugar, un psicólogo de Yale se quedó un buen día sin ratas y decidió usar a personas para sus experimentos. Se hizo con un grupito de voluntarios y les explicó cómo iba el tema. El experimento consistía en que un sujeto tenía que responder a las preguntas que un investigador les iba haciendo, eligiendo entre las posibles soluciones. Si el sujeto fallaba, entraba en acción el voluntario, que accionaba un botoncito que le daba un calambrazo al tipo, por inculto. El voltaje iba subiendo a medida que los fallos aumentaban. Los voluntarios incluso probaban antes de empezar lo desagradable que podía ser un calambrazo de 45 voltios, y así pudiera hacerse una idea de lo que serían 450, que era el máximo del experimento.

Pero el experimento tenía trampa. Sé lo que me van a decir (“imposible, un experimento universitario con trampas y/o ridículo, qué me dice”), pero es lo que hay. Porque, en realidad, allí lo único que iba a comprobarse era hasta qué punto el voluntario, una persona normal, era capaz de sacudirle calambrazos al prójimo sólo porque alguien le había dicho que había que hacerlo. Y es que los psicólogos, por majos que te parezcan cuando vas a hacer el psicotécnico para el carnet de conducir, son un poquito cabrones. Los calambrazos eran de mentira, pero los voluntarios no lo sabían, y lo único que percibían eran los gritos de dolor de la supuesta víctima, al otro lado de la pared, cada vez que ellos le daban al botoncito. El experimento, en suma, trataba de ver cuanto dolor podía infligir una persona normal, del montón. Un tipo como usted y como yo (bueno, igual esta no es una buena comparación; dejémoslo en un tipo como usted, mejor).

Y, ¿saben qué? Que allí no paraba de darle al botón ni el tato, oigan. Ningún participante se detuvo antes de llegar a aplicar descargas de, al menos, 300 voltios. Dos terceras partes llegaron a aplicar la descarga máxima de 450. Aunque, eso sí, algunos manifestaron, en un detalle que merece pasar al top ten de los gestos humanitarios de la historia, haber estado “incómodos” durante la realización del experimento. Pese a la incomodidad, como les digo, ninguno se detuvo. Quizá atemorizados ante la pavorosa visión de un señor con gafas de pasta y bata blanca pidiéndoles, de buenas maneras y por favor, que no pararan.

Y aquí se acaba el cuento, porque, como les decía al principio, no les voy a dar mi opinión. Ahí les dejo estas historietas, y cada uno que piense lo que quiera, o lo que pueda, aunque soy consciente de que las conclusiones variarán mucho, y seguramente habrá desde gente que piense el hombre es bueno y la sociedad lo pervierte hasta otra que opine que el hombre es malo, pero los psicólogos son buenos, pasando por aquellos que acaben convencidos de que cualquier experimento que se precie debe realizarse aplicándole a alguien un buen calambrazo en algún sitio. Y otra gente que sencillamente no pensará nada. Que tal vez sea lo mejor que se pueda hacer.

Dios me libre de intentar ponerles de acuerdo a todos, oigan. Piensen ustedes lo que quieran, que para eso estamos en democracia.

Piensen lo que quieran pero luego no lo digan por internet o en la vía pública, eso sí. Porque entonces, dependiendo de lo que hayan pensado, igual les cae una mano de hostias de no te menees (nunca mejor dicho).

Hala, por la sombra.

martes, 8 de mayo de 2012

HISTORIAS DE LA PUTA MILI (VII): ANNUAL, 1921

Tenía muy abandonada esta sección de la cosa bélica, y es una pena, porque los militares son una fuente pródiga en anécdotas risibles y simpáticas, (que lo serían mucho más si no hubieran dejado por el camino tantas vidas, pero, en fin, las risas tienen un precio). Como vivimos tiempos duros y lo que necesitamos son más sonrisas, vamos con una entrañable historieta cuartelera.

Situémonos: estamos en 1906. España ha sido expulsada a gorrazos de América y Filipinas, y del imperio en el que no se ponía el sol no queda ya nada. Sin embargo, seguimos teniendo un espíritu emprendedor y dicharachero que nos lleva a sentirnos un poco apretados dentro de nuestras propias fronteras. Necesitamos un nuevo horizonte, pero como estamos escarmentados de ir a conquistar cosas al otro lado del mundo, esta vez nos lo tomamos con calma y decidimos que África reúne condiciones: está aquí al lado, hace buen tiempo, y es de los pocos lugares del planeta en los que todavía podemos sentirnos superiores a alguien. Los que parten la pana allí son los franceses, así que, ignorando la natural repulsión que los franchutes nos inspiran, nos dirigimos a ellos con humildad, pero sin renunciar a nuestra dignidad española. Es decir, a la manera habitual de nuestra temible diplomacia: dame argo, payo francés. Y los franceses, ignorando la envidia que siempre han sentido hacia los españoles y que muchos años después se traducirá en acusaciones de dopaje en el Tour y campañas caricaturescas de guiñoles, aprovechan la Conferencia Internacional de Algeciras y nos conceden un protectorado en Marruecos. ¿Y qué es un protectorado? Pues una zona de Marruecos que somos responsables, ante Dios y ante los hombres, de proteger. ¿Proteger de quién, o de qué? Ah, eso ya  no se sabe muy bien. De ellos mismos, se supone. Pero tampoco vamos a volvernos locos con los detalles. Además de protegerlos, también íbamos allí para llevarles el progreso, la esperanza, la cultura, las enfermedades venéreas, y todas esas cosas que las metrópolis han llevado siempre a las colonias (o los protectorados). Total, que ahí nos tienen, protegiendo a los marroquís que es un primor.

Aunque la cosa no empezó demasiado bien, para qué vamos a engañarnos. Porque esos perros infieles no se dejaban proteger así como así, los malditos, y había que protegerlos a hostia limpia. Claro, cuando las cosas se ponen así, ya se sabe que siempre se acaba escapando alguna hostia para el lado de los buenos, y hay que reponer a los reclutas descalabrados. Además, los franceses, pícaros ellos, nos habían dejado para proteger la zona más jodida del país, toda llena de montañas e incomodidades. Y habitada por gente poco inclinada a dejarse mangonear por europeos (ya tenían a sus caciques locales para mangonearlos, y tampoco era cuestión de tener demasiada gente metiendo mano en la organización de la tribu). Por desgracia para España, el tema fue a coincidir en uno de esos momentos en los que, por lo que sea, el personal no se sentía demasiado patriótico, y lo de defender al país pegando tiros (o dejándoselos pegar) en Marruecos no se veía demasiado claro. También influía el hecho de que la gente de bien se libraba del enojoso trance de defender a la patria y proteger a los marroquís pagando unos cuartos, y los únicos que pringaban eran los que no tenían pasta. La carne de cañón de toda la vida. Este detalle provocó una especie de 15 M en 1909 en Barcelona, pero a lo bestia (eran otros tiempos) que ha pasado a la historia con el nombre de Semana Trágica. Pero, vamos, nada que no pudiera solucionarse con un par de mandobles y algunos sindicalistas encarcelados y/o suicidados en la cárcel en extrañas circunstancias. Como toda la vida se ha hecho.

Una vez resuelto el apartado doméstico, quedaba por solucionar el tema de que los moros no acababan de ser partidarios de dejarse proteger como Dios manda. En la zona había como dos millones y medio de tribus distintas, que llevaban toda la historia peleándose entre ellas, en permutaciones varias de dos elementos, pero, lo que son las cosas, fueron a ponerse de acuerdo por primera y única vez en la vida, para hacer frente a los españoles. Y es que está claro que España es una fuente de inspiración. Tal vez si los hubiésemos inspirado un poco menos la cosa hubiera estado más tranquila, pero como no sabemos hacer las cosas a medias, aquello era un sindiós. El gobierno decidió que aquello tenía que arreglarse al estilo español, es decir, a puros huevos. Lo que venía muy bien porque dejaba de lado la cuestión del dinero, la organización y la inteligencia, materiales todos ellos que escaseaban. Una de las medidas adoptadas fue encargar al Teniente Coronel Milllán- Astray la fundación de un cuerpo de choque formado por la gentuza que sobraba en la península. El Teniente Coronel,  borrachín y pendenciero, se inspiró en la Legión Extranjera Francesa, en el espíritu japonés del bushido, mezcló todo eso con un litro de coñac a palo seco y a lo que salió le puso de nombre Tercio de Extranjeros del ejército español, la Legión para los amigos. Pero aquello estaba en formación y el tiempo apremiaba, así que en 1921 enviaron a la zona, para hacerse cargo del avispero, a un típico exponente de lo que era la oficialidad del ejército español por aquella época: el General de División Manuel Fernández Silvestre. El general, que hasta entonces estaba destinado en Ceuta, pasó a Melilla para encargarse de sofocar la rebelión de la morisma, que le tenían el huerto hecho un bardal.

Nada más tomar posesión de la plaza, y sin reparar en el detalle de que tenía a la tropa que daba pena verla, con un equipo anticuado, más hambre que el perro del afilador y un nivel de corrupción que espantaría incluso a los políticos valencianos del siglo XXI (los soldados vendían sus fusiles y municiones a los moros para conseguir un poco de pasta y poder comprar comida, que les vendían de extranjis sus propios encargados de intendencia: España en estado puro), se lanzó a la conquista de toda la zona de Yebala. Unos 200.000 km2 para conquistar con un puñado de reclutas hambrientos, desorganizados, desmotivados y todas las des que ustedes quieran (excepto despiojados). El plan, genial en su simplicidad, era ir dejando en cada rincón un blocao. Una caseta de perro en la que quedaban unos pocos soldados, dejados de la mano de Dios, que servían para afirmar, con dos cojones, que aquel territorio estaba conquistado. Los blocaos solían estar en las zonas elevadas del territorio, para coger perspectiva y eso, y la gravedad y el nivel freático se aliaron contra los españoles: la tropa de los blocaos tenía que salir cada dos por tres del supuesto refugio para recorrerse unos kilómetros de territorio hostil, expuesto a los sentimientos de hermandad y agradecimiento de los marroquís. Pero el general, ajeno a todo lo que no fuera cumplir con su misión, no tenía previsto parar hasta haber conquistado todo Marruecos (y si le hubieran dicho que África entera, pues África entera; para el caso...)

La penetración de Silvestre llegó a extenderse unos 130 km en territorio hostil y montañoso, que él supuso controlado por el establecimiento de unos 140 puestos defensivos. Cuentan que el general Dámaso Berenguer, Alto Comisionado para el Protectorado, y, por lo tanto, superior de Silvestre, se opuso al avance de éste. Pero Silvestre, que había sido compañero de academia de Berenguer, después amigo y en aquel momento no había digerido todavía que hubiera sido nombrado para el puesto al que él aspiraba, pasó tres pueblos de la opinión de su superior. El ejército español era así de moderno, y consideraba la jerarquía como algo más orientativo que vinculante. La leyenda dice también que el rey Alfonso XIII mandó un telegrama de ánimo al indómito general: “Olé los hombres valientes”. Supongo que estarán pensando lo mismo que yo: que con esos antecedentes se veía venir el desastre.

Y el desastre, efectivamente, vino. Por aquel entonces andaba por allí, dando mal, un tipo llamado Abd El-Krim, un niño de papá, hijo de un jefe de tribu, que había sido educado en Melilla, Tetuán, y había ido incluso a la Universidad de Salamanca, y que había compaginado el puesto de cadí (una especie de juez encargado de administrar justicia según la ley islámica) con diversos trabajos para los españoles, como traductor o periodista en algunos diarios. Como buen niño pijo, Abd El-Krim se aburría y se dedicó a montar bulla, revolucionando a todas las tribus del lugar contra los españoles. Tribus que, por una vez en su vida, se pusieron de acuerdo y organizaron una especie de ejército irregular denominado harka, que se dedicó a hostigar a los españoles. Con todo éxito, cabe decir, gracias a su conocimiento del terreno y la falta de preparación del ejército español.

En julio de 1921, sin embargo, la harka que hasta entonces había desarrollado tácticas de guerrilla, pasó a la ofensiva, y pilló al ejército español con el paso cambiado. A la primera embestida marroquí, las posiciones españolas se derrumbaron. El grueso del ejército de Silvestre quedó copado en los fuertes de Annual e Igueribén. Los rebeldes pasaron a sangre y fuego Igueribén, en un asalto que duró cinco días durante los cuales el descontrol que reinaba en el bando español hizo imposible organizar una misión de apoyo o rescate. Así las cosas, la harka se concentró alrededor de Annual, cuya guarnición los tenía de corbata después de ver cómo se habían pasado por la piedra a los defensores de Igueribén.

Como, por si fuera poco el descontrol y la desmoralización, las tropas españolas tampoco andaban sobradas de víveres, agua ni munición, el general Silvestre, muy a su pesar, acabó por convencerse de que allí no tenía nada que rascar, y decidió ordenar la retirada. El plan era que la gente saliera en un par de convoyes organizados, con todos los pertrechos cargados en mulos, y el resto del personal cubriera la retirada pegando tiros. Pero en cuanto salieron del fuerte y los moros empezaron a disparar, los reclutas decidieron aplicar su propia idea de lo que era una retirada estratégica, que podría resumirse en el popular concepto de maricón el último: tiraron los fusiles y echaron a correr. Se formó un barullo de muchos cojones, con todo el mundo empujando, pisoteándose entre ellos y con las mulas, mientras que los únicos que se encargaban de estorbarles a los marroquís el tiro al pato eran algunos integrantes de los Regulares, que se retiraron con orden y permitieron la huída de algunos infantes en plena desbandada . Resumiendo: la retirada de Annual fue una carnicería. Allí se pierde la pista del general Silvestre. Su cuerpo nunca apareció. Algunos testimonios afirman que cuando vio el pifostio que se había montado se pegó un tiro en la cabeza. Otras fuentes cuentan que resistió hasta el final, acompañado de un pequeño grupo de oficiales. Y también existe una versión que dice que cuando la gente se desmadró sin remedio, al general se le fue la pinza por completo y acabó gritándoles a los hombres en desbandada: “Corred, corred, que viene el coco”. Lo que unido al detalle del telegrama del rey conforma un panorama netamente español: bravuconadas, incompetencia, y cuando se lía parda, sálvese quien pueda y los responsables dando el cante.

Los supervivientes llegaron corriendo al fuerte de Dar- Drius, al mando del general Navarro. La plaza era más fácilmente defendible que Annual, pero a aquellas alturas ya nadie pensaba en defender nada, y se formó otra retirada, esta vez hacia el fuerte de Monte Arruit. De nuevo, la cosa acabó en desbandada, con la mayoría de la gente yendo por libre y cayendo como moscas, y sólo unos pocos, en este caso el Regimiento de Caballería Alcántara, mantenía un poco de orden y permitía a algunos infantes la huída, aunque a un precio altísimo (este regimiento acabó con un escalofriante 80% de bajas). Los fugitivos llegaron a Monte Arruit, en teoría una plaza más fácil de socorrer desde Melilla. Sin embargo, para entonces el descontrol ya era total, y no se limitaba a las tropas en desbandada: nadie desde Melilla pudo tomar decisiones que minimizaran el desastre, y ninguna expedición de rescate se organizó en apoyo de Monte Arruit, que fue cercado. Las dos guarniciones existentes entre el fuerte y Melilla, Nador y Zeluan, también fueron rodeadas y tuvieron que rendirse. El 2 de Agosto se rindió Nador, cuyos defensores fueron respetados. Cuando se rindieron los de Zeluán, al día siguiente, no tuvieron tanta suerte. Los más de 3000 hombres de Monte Arruit, sin víveres, sin municiones y sin posibilidades de huída, acabaron por rendirse el 9 de Agosto. Después de pactar las condiciones y de entregar las armas, se desató la violencia. La harka, quizá, decidió cobrarse todos los años de guerra y afrentas, y apenas sobrevivieron 60 españoles del total de la guarnición. La escabechina de Monte Arruit, en la que a la masacre se unieron las vejaciones (cadáveres mutilados, ensartados en estacas, con los genitales en la boca, con las cabezas empaladas en bayonetas…) sacudieron al país. El gobierno, presidido por Allendesalazar (sustituto del asesinado Eduardo Dato), cayó. En las cortes, Indalecio Prieto, del PSOE, habló del "desastre absoluto y sin paliativos del ejército español". La popularidad del rey, que tampoco estaba como para tirar cohetes, bajó muchos enteros.

El ministerio de la guerra encargó al general Juan Picasso la investigación de aquel desastre. El general reunió todos los datos disponibles en lo que se denominó el Expediente Picasso. Datos estremecedores, por cierto: más de 8000 muertos (el expediente original hablaba de cerca de 13.000, pero investigaciones posteriores parecen rebajar un poco la cifra), pérdidas millonarias en material militar e infraestructuras, y numerosos y graves errores militares, que finalizaban calificando como negligente la actuación de los generales Berenguer y Navarro, y como temeraria la del general Silvestre. El expediente dejaba en muy mal lugar a prácticamente todo el stablishment empeñado en el conflicto.

Mientras el general Picasso elaboraba su informe, la crisis política desatada se llevaba por delante dos o tres gobiernos en un par de años y el país era un paraíso para los pistoleros y agitadores de cualquier signo, los moros seguían campando por sus respetos, llegando a sitiar Melilla. Fue entonces, cuando los melillenses ya tragaban fuerte, y justo antes de que el Expediente Picasso se debatiese en las Cortes, cuando el General Miguel Primo de Rivera dio un golpe de Estado, disolvió todo lo que había que disolver y comenzó a gobernar a su aire, para alivio de la mayoría de la clase militar española y del rey, que por fin podía dedicarse a las actividades para las que en realidad estaba dotado: la caza y el porno. En poco tiempo, el general metió en cintura a moros, anarquistas, comunistas, separatistas, nacionalistas y, casi, casi, a todo lo que acabara en ista. Prohibió la libertad de prensa, los partidos políticos y todo lo que había que prohibir. Sólo le faltó flexibilizar el mercado laboral. Y todo esto teniendo en cuenta que vivíamos los felices años veinte, y disfrutábamos los réditos de la neutralidad en la primera guerra mundial. Así que imagínense cuando llegó el crack del 29, la inflación, la crisis y todo el copetín. La dictablanda saltó por los aires, poco después la Monarquía salió por patas, llegó la República y durante cinco años los españoles discutimos educadamente la reforma agraria, la cuestión religiosa, los estatutos de autonomía y otras cuestiones. A tiros, sí, pero educadamente. O, al menos, con orden: ahora mato yo, ahora matas tú.

Mientras tanto, Abd El-Krim, que después del desembarco de Alhucemas, cuando vio que pintaban bastos y que aquella aventura de la República del Rif ya no tenía buen aspecto, pensó que tal vez caer en manos españolas no era lo más saludable para su persona y recordó, quién sabe si gracias a su formación clásica en la Universidad de Salamanca, el viejo proverbio que dice que los enemigos de tus enemigos son tus amigos. ¿Quiénes son los archienemigos, de toda la vida, de los españoles? Exacto, esos mismos: nuestro amigo se entregó a los franceses.

Pero no se crean que se fue de rositas, no. Los gabachos lo condenaron, con todo el peso de la ley, a un terrible exilio de más de 20 años en la isla de La Reunión. Al ladito de Isla Mauricio. Con todos los gastos pagados, así que calculen el pastizal que se ahorró el pollo. Luego decidió que se aburría de tanta buena vida, y se escapó a Egipto, donde murió en 1963, probablemente de uno de los ataques de risa que le daban de vez en cuando (concretamente, cada vez que recordaba la guerra contra España).

En fin, por resumir (mucho) el asunto: que España perdió una batalla, sí, pero se ganó un rinconcito en la Historia.

Al menos, en la Historia de las chapuzas militares.

Pero algo es algo.

sábado, 5 de mayo de 2012

EL PETRÓLEO, LA TEORÍA DEL DOMINÓ Y LOS PLÁTANOS

Leo con estupor la noticia de rabiosa actualidad de que Argentina expropia YPF a Repsol. Luego me doy cuenta que la noticia igual no es tan actual, porque el tema es de ya de hace unos días (cosas de leer la prensa única y exclusivamente en los envoltorios de los  bocatas, qué se le va a hacer), pero el estupor sigue ahí. En cualquier caso, el tema me molesta y me preocupa casi a partes iguales, aunque por motivos, justo es confesarlo, que no tienen mucho que ver con el patriotismo, ni con la economía, ni con nada de ese pelo. Simplemente, mi cara  no es demasiado agraciada ya de normal, así que imagínense en pose estupefacta. ¿Verdad que a ustedes tampoco les gustaría ir por la vida con cara de gilipollas? Pues eso.

Sin embargo, no hay mal que por bien no venga. O sí, pero el que no se consuela es porque no quiere. O porque no puede, o porque no lo necesita. El caso es que como de todo se debe intentar sacar algo positivo, vamos a bucear en las procelosas aguas de la Historia en pos de una solución aplicable al tema que nos aflige (lo de YPF, aclaro, no lo de mi careto, que eso sólo nos aflige a mí y, en menor medida, a mi señora). Ya saben que soy un ferviente defensor de la doctrina de buscar en el pasado las instrucciones para manejarse en el futuro, no tanto porque confíe en la  utilidad del resultado como porque resulta infinitamente más cómodo que ponerse a inventar algo nuevo.

Y miren ustedes por donde: lo he encontrado. Apenas raspando un poquito la capa de óxido que empieza a asentarse sobre mi memoria, sin remontarse más allá del siglo XX, ha aparecido ante mis atónitos ojos la anécdota perfecta para entender un poco mejor los manejos económicos que se gastan por esos mundos capitalistas de Dios. Abróchense los cinturones, porque allá vamos.

Era el año del señor de 1899 cuando un buen hombre de negocios (ja, ja, qué bueno) norteamericano (ja, ja, no puedo parar, los chistes me salen solos) decidió hacer fortuna en Sudamérica, entendiendo por Sudamérica, como es lógico, todo lo que está al sur de los Estados Unidos. Este señor se llamaba Minor Keith, y había tenido la brillante idea de ganar pasta con los ferrocarriles en Costa Rica. Tardó unos pocos años en comprobar que los ferrocarriles eran un negocio ruinosos, porque en Costa Rica no iba en tren ni el tato, y el movimiento de mercancías era entre muy poco y ninguno. Inasequible al desaliento, el amigo Minor decidió que, ya que nadie transportaba mercancías iba a empezar él, que para eso era un emprendedor de pata negra, y empezó a utilizar sus ferrocarriles para transportar bananas, plátanos para los amigos, con destino a los Estados Unidos. No contento con transportarlos, comenzó a comprar como un loco tierras para cultivarlos, al ladito mismo de sus vías férreas, fundando la empresa Tropical Trading and Transport Company, que unos años después controlaba la mayor parte de la producción bananera de Centroamérica. 

Por desgracia para el señor Keith, los emprendedores de primera generación venían con un pequeño problema en el sistema operativo que les impedía calcular bien los costos, amortizaciones y otros detalles de esos sin importancia, con lo que Mr. Plátano se encontró entrampado hasta las cejas con algunas de esas entidades benéficas que solemos llamar bancos (o, más coloquialmente,  putos bancos). Con lo que tuvo que asociarse con alguna gente solvente y con contactos en el negocio de la fruta, como por ejemplo Boston Fruit Company, un dos tres responda otra vez. Nacía así la United Fruit Company.

Demostrando de nuevo una cuestionable visión de negocio y una notable impermeabilidad para aprender de sus errores, el señor Keith volvió a endeudarse comprando compulsivamente acciones de las compañías fruteras rivales, con el saludable propósito de controlarlas a todas. Hasta que sus deudas, unidas a la crisis de los años 30, dejaron las acciones de la United Fruit Company, en adelante UFC, (como el Manchester pero sin la M), a la altura de las acciones de los fabricantes de condones del Vaticano. Y, lo que son las cosas, un astuto comerciante que pasaba por allí (y cuya compañía había intentado absorber el señor Keith) acabó comprando la UFC. Como diría cualquier entrenador de fútbol que se precie, los negocios son así.

El astuto comerciante que pasaba por allí se llamaba Samuel Zemurray, un emigrante ruso de origen judío, que por lo que se ve pensó semejante genealogía no era suficiente para caerle bien a la gente y necesitaba algo que le diera lustre a su biografía, como por ejemplo ser millonario. Comenzó en el negocio platanero en New Orleans, pero pronto descubrió que aquello no le iba a convertir en rico, y que el hecho de que todo el mundo lo llamara Sam The Banana Man tampoco iba a quedar bien en su currículum, así que se trasladó a Honduras y fundó su propia compañía frutera, Cuyamel Fruit Company. Cuando el gobierno comenzó a amenazarlo con intolerables chantajes de corte marxista, como impuestos y cosas así, y dado que él también era un emprendedor, se las arregló para traer del exilio al anterior presidente del país, promover una revolución en Honduras y colocar a su amiguete de nuevo como presidente, para que no le molestara demasiado con impuestos, leyes y otras cosas de esas de pobres. Este era el hombre que controlaba ahora la UFC, un imperio platanero que abarcaba prácticamente toda Centroamérica, parte del sur y muchas islas del Caribe. 

Si desde un principio la política de la UFC se había caracterizado por una ausencia de complejos típicamente americana, bajo la dirección y el impulso de Zemurray los modos y maneras de la compañía dieron una vuelta de tuerca de muchos cojones. Comenzaron a comprar grandes extensiones de terreno y a controlar en régimen monopolístico los ferrocarriles de los países en los que estaban presentes. Todo esto, unido a que en muchas zonas eran la única fuente de empleo, a que aprovechaban el control de los ferrocarriles para controlar también servicios como correos, y a los sobornos y corruptelas que pródigamente repartían entre los dirigentes (por llamarlos de alguna manera) locales, consiguió que durante muchos años las leyes se dictaran prácticamente en función de las necesidades de la UFC, con lo que el negocio de los plátanos, gozando de unas óptimas condiciones fiscales y laborales, se demostró tremendamente próspero. Todo iba como una seda: los accionistas enriqueciéndose, los caciquillos medrando, la gente en los USA disfrutando de sus plátanos… bueno, sí, los campesinos locales trabajaban en unas condiciones de pena y en régimen de semiesclavitud, pero ya se sabe que a los indígenas tampoco hay que hacerles mucho caso. Que se empieza por darles descanso dominical y acaban queriendo un salario por su trabajo. Y es que gente desagradecida hay en todos los lados, oigan.

En estas llegamos a los felices años post segunda guerra mundial. Cuando empiezan los movimientos de descolonización, y los parias de la tierra empiezan a mosquearse con según qué cosas. El auge de gobiernos de corte izquierdoso en algunas regiones del mundo, si bien en ocasiones no consigue otra cosa que sustituir a los títeres USA por otros de un color diferente, en algunas otras demuestran un verdadero interés en cambiar las cosas. En el ámbito platanero que nos ocupa, por ejemplo, podemos citar el gobierno guatemalteco del coronel Jacobo Arbenz, que se propuso, insensato él, cosas tan revolucionarias como "pasar de ser un país dependiente y semicolonial a ser un país independiente, y pasar de una economía feudal a una economía capitalista"(comunismo puro, ya ven). Parte de ese programa de modernización económica constaba de una reforma agraria que pretendía la nacionalización de parte de los latifundios de los grandes propietarios (principalmente la UFC) para su redistribución entre campesinos y crear un equilibrio un poco más saludable entre latifundios y minifundios. La UFC, dejando la discreción para mejores ocasiones, pidió públicamente ante el presidente Eisenhower el derrocamiento del gobierno de Arbenz por medio de un golpe de Estado, que se mostró dispuesto a apoyar “por el bien de los Estados Unidos”. Lo cual motivó que el director de la CIA, Allen Dulles, tachara las medidas guatemaltecas de inequívocamente comunistas y acusara al gobierno de Arbenz de alinearse con Moscú. Casualmente, Dulles era socio del bufete de abogados que representaba los intereses de la UFC en Estados Unidos. Detalle que si yo fuera mal pensado, que no lo soy, me daría para sacar alguna que otra curiosa y puede que antiliberal conclusión.

Como quiera que por aquel entonces los Estados Unidos estaban empezando la guerra fría, envueltos en su particular paranoia anticomunista, algunas de sus actitudes eran un poco confusas, por decirlo de una manera suave. De hecho, la rivalidad con los rusos, nacida cuando todavía los alemanes no habían capitulado en la 2ª GM y los soviets eran oficialmente aliados de los americanos, los llevaba a cosas tan pintorescas como proteger a determinados nazis (enemigos) de las malvadas garras de los rusos (aliados). Lo que hace que a veces uno piense si los bandos en la guerra se echaron a suertes o qué coño hicieron, la verdad. Un punto clave de esa paranoia era la teoría del dominó, según la cual si un país se convertía al comunismo, podía arrastrar con él a otros países de su entorno, comenzando una reacción en cadena que acabara acorralando al imperio de la Coca Cola. Y, con una amplitud de miras moderna y desenfada, pasaron a interpretar aquello de América para los americanos como comunista bueno, comunista muerto. El comunismo pasó a ser considerado un legítimo casus belli, allá donde se encontrase. Al fin y al cabo, y modestia aparte, los intereses americanos estaban en todo el mundo.

Y así fue como en 1954, saltando por encima de algún que otro conflicto de intereses o dilema ético como el que aquejaba al director de la CIA, los americanos inauguraron en Guatemala esa tradición tan suya de fabricar golpes de estado en casas ajenas, y el señor Arbenz fue el afortunado ganador de un exilio con todos los gastos pagados (por él). Fue sustituido por el teniente coronel Castillo Armas, apoyado sin el menor rubor por el gobierno de Eisenhower. Una vez en el poder, Castillo se apresuró a demostrar su agradecimiento a la unión temporal de empresas USA-UFC echando para atrás la reforma agraria y pasándose por la piedra, ya que estaba, a todo aquel que se hubiera significado en contra de los intereses nacionales (de los Estados Unidos, claro).

Los americanos le cogieron gusto a la cosa, y  el tema siguió por esos derroteros durante muchos años, a veces improvisando un poco (primero apoyo a Batista, ah, no, ahora a Castro, no, espera, mejor  a los anticastristas…), a veces sacando un poco de contexto el concepto de cooperación internacional (Operación Cóndor, Escuela de las Américas, etc), pero eso ya es otra historia (a la que, conociéndome, seguro que vuelvo otro día, en cuanto  me vuelva a dar la venada antiimperialisto).

Volvamos ahora a lo que realmente nos ocupa: el conflicto Repsol- Argentina. La manera de encauzar la justa y santa cólera que deberán afrontar la señora Kichner y sus acólitos por la desfachatez demostrada al atreverse a robarnos su petróleo. Así que, llegados a este punto, a la luz de la historieta platanera y con la seriedad y pacifismo que me caracterizan, propongo como solución al tema aprovechar los formidables resortes de la diplomacia española para provocar un golpe de estado en Argentina. Acusamos a doña Cristina de comunista, a los miembros de su gobierno de masones, judíos y psicoanalistas, y a tomar por el culo. Luego se trata de colocar un gobierno provisional que podríamos elaborar con miembros de la nutrida colonia argentina que vive o ha vivido en España. Imagínense un gobierno presidido por Jorge Alberto Francisco Valdano Castellanos. Con el Dr. Carlos Salvador Bilardo como ministro de Sanidad, Cesar Luis Menotti como portavoz oficial y Diego Pablo “El Cholo” Simeone como ministro de Defensa. Y, por supuesto, aprovechando esa facilidad innata para hacer amigos y caerle bien a la gente con solo abrir la boquita, el 10, el Diego de la gente, su Divinidad Diego Armando Maradona, ocupándose de la cartera de exteriores, de interiores y de lo que él quiera, coño, que para eso es D10S. Un gobierno que, aparte de ser un espectáculo en sí mismo, una performance de muchos kilates, tampoco creo que fuera a resultar mucho peor que lo que tienen en Argentina ahora, la verdad.

Y, bueno, yo creo que ahí algo podríamos rascar, oigan. Que la historia demuestra que de un gobierno títere algo siempre se saca. Como mínimo una compensación, bien en metálico, bien en especie. Que igual Repsol se tiene que reciclar y empieza a vender plátanos en las gasolineras, pero menos da una piedra.

Que más triste es de robar.


PS: Hoy no van los enlaces, así que a lo peor algún día vuelvo sobre el tema, por aclarar un par de conceptos que han quedado por ahí colgando. El que avisa no es traidor.

miércoles, 28 de marzo de 2012

ECONOMÍA Y PARADOJAS: MARXISTAS A TODO RITMO

Suele decirse que la historia se repite dos veces: una como tragedia, y la otra como farsa (o comedia, cosas de las traducciones). Lo que ya no suele decirse, supongo que porque no queda serio, es que en ocasiones la historia ya es, a la primera y sin repeticiones de ninguna clase, un chiste. Pero no un chiste cualquiera, no: una descojonación tan grande que ni los guionistas de la telecomedia más disparatada puestos de pegamento serían capaces de imaginarse algo parecido. Un fenómeno no es demasiado conocido, ya que estos episodios pasan generalmente inadvertidos. La causa es, probablemente, un problema de ritmo. Pero, modestia aparte, ya lo he solucionado yo. Y es que para comprender bien las cosas, la Historia hay que verla como el porno: pasando rápido las escenas sin sustancia para ir a lo importante.

Vamos con un ejemplo. Situémonos en Europa, en el siglo XIX. Hace ya unos añitos que se ha acabado el feudalismo, y la Revolución Industrial, aquella excentricidad espantosa de humos y máquinas ruidosas, ha demostrado ser algo más que una moda pasajera. De hecho, ha terminado por cambiar profundamente el mundo. La gente ha ido abandonando el campo, las ciudades han crecido espectacularmente, y los barrios obreros, esa impagable fuente de inspiración para Dickens, llenos de miseria, ratas y huerfanitos, son ya una parte insustituible del paisaje urbano. Estamos en una época en la que todavía no se han puesto de moda veleidades modernas como los derechos humanos, la dignidad, el respeto y entelequias de ese calibre, así que la jerarquía social existente se ve fielmente reflejada en las condiciones laborales. El egoísmo, disfrazado de mano invisible, es el encargado de distribuir la riqueza y proveer el bien común, el beneficio para todos los integrantes de la sociedad. De este modo, la organización económica del mundo es brutal, pero sencilla de entender: el dueño de la fábrica es el que decide quién trabaja, cuánto y por qué salario. El que no esté a gusto, puede quedarse en casa y morirse de hambre dignamente. Y, efectivamente, todos salen beneficiados (en distinto grado, eso sí): el dueño se hace rico, y el currante sobrevive. (Adviertan que cambiando dueño por señor y fábrica por castillo, la afirmación anterior de que el feudalismo ha terminado quizá pierde un poco de fuerza, pero mejor no nos enredemos en matices, y sigamos avanzando). En definitiva, la vida es bastante jodida para la mayoría del personal. Es lo que hay.


Como es lógico, la gente (entendiendo por gente la masa de trabajadores industriales amiseriados en las grandes zonas fabriles) no acepta la situación de buen grado. Hay protestas, más o menos virulentas según las circunstancias y el carácter de los ponentes, y las condiciones laborales van cambiando lentamente. Muy lentamente si lo consideramos desde un punto de vista actual, pero las manos invisibles son así, qué le vamos a hacer. En cualquier caso, un cambio importante de esa época es la creación de una conciencia de clase entre los trabajadores. Una conciencia bastante combativa, además: se cierran filas, y no se habla de rivales, sino de enemigos. Algo comprensible, quizá, cuando no estamos hablando de tener o no pasta para redecorar el piso, sino de poder o no comer una vez al día. Cabe recordar (y como cabe, lo recuerdo) que en Inglaterra, cuna de este tipo de tensiones industriales, nos encontramos en plena época victoriana, con esa loable certeza de destino manifiesto que siempre ha tenido la burguesía anglosajona, y ese sentido práctico del deber que afirma que el trabajo es una virtud (un placer no, porque sería pecado), y que si los pobres se mueren, será por vagos, o por borrachos, o, en cualquier caso, algo habrán hecho. Resumiendo, y para centrarnos, las cosas estaban claras: por un lado los dueños, por otro los obreros. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Y la policía cerca de los obreros, eso sí. Por si alborotan.


Es en ese contexto en el que nace el protagonista de nuestra comedia histórica, en 1818, en un lugar de Prusia de cuyo nombre no quiero acordarme. Hijo de un abogado de clase media, después de una infancia despreocupada y una buena educación, se va a la universidad a estudiar derecho, y allí, como diría mi madre, se echa a perder. Pasa del derecho, se hace socio del Club de la Taberna y, tal vez lo más grave, empieza a estudiar filosofía. El sueño de cualquier padre, vamos.


Por suerte para él, estaba en una época en la que se le prestaba todavía atención a los filósofos, así que pudo encontrar algún trabajillo escribiendo en ciertas publicaciones. Por lo visto, no lo hacía mal, pero tenía una cierta tendencia a criticar la política absolutista del gobierno (recordemos, Prusia, siglo XIX), lo que le valió sucesivos cierres de las revistas en las que trabajaba, y sucesivos cambios de residencia, hasta que acabó siendo expulsado del país y viviendo en París. Allí siguió escribiendo en algunas publicaciones no demasiado gratas a las autoridades, y conoció a algunos personajes que lo introdujeron aún más en las ideas socialistas, tan afines a su propio carácter.


Así consigue una nueva clausura de su revista por meterse con quien no debía (una vez más) y un nuevo exilio (esta vez a Bélgica). El tipo parece haberle cogido el gusto a meterle el dedo en el ojo a todo aquel que le pueda dar una colleja, y su fama de revolucionario y mala gente le precede allá donde va. Sin embargo, en el fondo sigue siendo un filósofo que sólo pretende responder la pregunta que, en última instancia, de un modo u otro, todos los filósofos quieren responder: por qué el mundo es como es (y si de paso se puede cambiar, pues se cambia).


Para lo cual nuestro hombre cuenta con un amasijo de ideas de los filósofos que más le han influido (Hegel, Bauer, Stimer, Feuerbach), con las enseñanzas de sus amigos socialistas, especialmente Engels y sus libros sobre las condiciones de la clase obrera en Inglaterra, y sus propias observaciones y filosofadas. Con todo lo cual llegó a algunas conclusiones sobre la organización económica del mundo en el que le había tocado vivir y sobre el sistema capitalista. Y lo que ve no le encaja. Algo falla, pero no sabe muy bien lo que es, así que decide ponerlo por escrito, a ver si le queda más claro (recuerden, era prusiano). Sus ideas centrales de crítica al capitalismo se resumen en algunas ideas:


-El capital, es decir, los medios de producción, es decir, la pasta, cada vez tenderá a estar más concentrado. La propia competencia, entendida y ejercida según la supervivencia del más apto, aquí vale todo y maricón el último, producirá que los más aptos se vayan cepillando a los otros, hasta que todo el mercado quede en unas pocas manos. Es lo que él llama la tendencia a la concentración del capital.


-Como el objetivo del capital es obtener beneficios, es importante procurar rebajar los gastos de producción, uno de los cuales es el salario de los trabajadores. Tomando las ideas de algunos economistas anteriores, se da cuenta de que los salarios siempre tenderán al nivel de subsistencia: si son altos, habrá más trabajadores, y el exceso de mano de obra hará bajar de nuevo los sueldos. Es lo que él (y otros antes que él) llaman la ley de hierro de los salarios.


-Un punto importante para que el capital pueda aplicar las leyes de hierro y mantener bajos los salarios es disponer de una abundante mano de obra. Por ejemplo, un gran número de parados supondría una ventaja para el empresario, que podría ofrecer un salario bajo en la convicción de que siempre encontrará trabajadores dispuestos a aceptarlo. Es lo que él (y otros antes que él) llama el ejército industrial de reserva.


-Pero, y esto es lo verdaderamente importante, dado que el capital obtiene su beneficio de la venta de los bienes producidos, y la gente que en teoría tiene que comprarlos (los proletarios) cada vez tiene menos pasta, la actividad cada vez tendrá menos beneficios. Es lo que él llama la tendencia decreciente de los beneficios y lo que, en última instancia, hará que el sistema pete.


Así que nuestro hombre, que para aquel entonces ya había reunido gran parte de sus ideas en un manifiesto que había servido para aglutinar un buen número de ideologías de defensa de los intereses de la clase obrera bajo el nombre de comunismo, escribe una obra, El Capital, en la que pronostica el colapso del capitalismo y anima a todo el proletariado del mundo a liarla parda. Y todo esto sin haber pisado una fábrica en su vida, oigan. Ríanse de Sherlock Holmes.


Sin embargo, nuestro hombre tiene la muerte soñada por todos los profetas y adivinos que en el mundo han sido: es decir, se muere antes de que los hechos demuestren que se equivocaba. Porque aquello no acababa de colapsar. Claro que tal vez tuviera algo que ver en eso el hecho de que sus seguidores, cada vez más organizados y no tan pacientes (al fin y al cabo, no todo el mundo puede ser filósofo) intentan llevar a la práctica sus ideas. Y los capitalistas, ante la posibilidad de que las masas enfurecidas y con poca cosa que perder los pasen por las armas, abren un poco la mano. Se consiguen mejoras en los salarios, en las condiciones de trabajo. El nivel de vida sube, y el consumo sigue aumentando. Y el sistema no se colapsa.


Para entonces, los comunistas ya se han pasado definitivamente al plano experimental y deciden hacer una comprobación empírica del funcionamiento de las teorías de nuestro difunto amigo el filósofo prusiano. Han cogido un país bastante grande y se han dedicado a controlar los medios de producción, a prohibir la religión, la propiedad privada, los toros y no sé cuantas cosas más, con lo que, en la otra mitad del mundo, mientras los proletarios miran esperanzados ese ilusionante proyecto sociológico, los capitalistas empiezan a tragar fuerte. Osti, tú. Mira que si eso pasa aquí. Casi mejor subirle el sueldo a la plebe.


Los años van pasando. El experimento resulta no ser tan chulo como parecía en un principio. De hecho, va saliendo de puta pena, y los proletarios comienzan a mosquearse hasta tal punto que los responsables del proyecto tienen que a) construir un muro que rodee el paraíso proletario para no descubrir un buen día al levantarse que se han quedado solos y b) comenzar a eliminar algunas malas hierbas que les estaban saliendo en el huerto, según una innovadora técnica hortofrutícola que la terminología comunista denominó gulag. Paradójicamente, las condiciones del proletariado son mucho mejores en pleno capitalismo que en el edén comunista. Seguramente debido a que la amenaza del comunismo hace que algunos de los preceptos de nuestro filósofo, como lo de los salarios, no apliquen con mucho rigor, a la vez que algunas cíclicas crisis de consumo son solucionadas con el fulminante expediente de organizar una guerra que deje el huerto hecho un bardal y haya que construirlo todo de nuevo. Y la cosa sigue sin colapsar, adornada por la bonita paradoja de que el comunismo sólo mejora la vida del proletario allí donde no se aplica.


Los años siguen pasando. Hasta que el experimento sociológico se va a tomar por el culo, los proletarios ponen cara de no saber muy bien a dónde mirar y los capitalistas, por fin, respiran aliviados. Llega el turno de las leyes de hierro, del ejército industrial de reserva, (situado ahora en China y alrededores), la concentración del capital y todo el copetín. Empieza a escasear la pasta, con lo que el mundo que anteriormente se autodenominaba libre por oposición a la opresión comunista y ahora ya no sabe cómo denominarse empieza a pedir prestado, sin saber muy bien a quién, y se endeuda hasta las trancas. Los capitalistas están a punto de llorar de la emoción: después de tantos años de estar con el culete apretado no se pueden creer que se lo estén poniendo tan fácil entre todos. Se hace realidad el viejo chiste soviético: lo malo no es que lo que nos contaron del comunismo era mentira; lo malo es que todo lo que nos contaron del capitalismo era verdad.


Y en esas estamos, ya ven. Colapsando. Una vez que occidente se quedó sin su ejército sindical de reserva, las leyes de la selva han seguido su curso. Así que nuestro amigo el filósofo ya tiene algo en lo que pensar: sólo ha tenido razón cuando sus ideas demostraron estar equivocadas y desaparecieron. Una bonita paradoja (que podríamos llamar la paradoja de la profecía autonegada) que el amigo Karl Heinrich Marx tiene toda la eternidad para resolver.

En cualquier caso, les recuerdo que este es mi blog, y, como tal, su destino único e irrenunciable es satisfacer mis deseos, los más sublimes y los más perversos, como dirían Les Luthiers. Así que, uniendo esto a mi natural tendencia al cinismo, las paradojas y el sensacionalismo de garrafón, puedo concluir y concluyo dándome el capricho de interpretar esta pequeña anécdota con mi único e inimitable estilo y afirmar, sin ninguna vergüenza (y probablemente también sin ningun atisbo de razón) que



MARX SALVÓ EL CAPITALISMO



Ahí queda eso. Ahora, con su permiso, y ante la constatación de que cada día me parezco más a Pedrojota, me voy a llorar un rato.




PS: Dado que he resumido en un post un par de siglos, dos guerras mundiales, el auge y caída de varios enfoques económicos, dos o tres crisis económicas mundiales, el florecimiento de ideas totalitarias de derechas, de izquierdas y de centro, el nacimiento del Opus y un mundial de fútbol ganado por España, cabe la posibilidad de que haya quedado un poco simplista, pero no me digan que la conclusión no queda chula.



PPS: La frase de que la historia se repite dos veces es de Hegel. Marx fue el que le añadió lo de la comedia y la farsa. Lo del chiste es una innovación propia. A cada cual lo suyo.


martes, 14 de febrero de 2012

BRIKIN NIUS

En honor a los hipotéticos lectores angloparlantes, anglófilos y/o hijos de la gran Bretaña, titulamos hoy con un simpático barbarismo lo que no es sino un honrado noticiero de los de toda la vida. Matizado, eso sí, por el filtro que supone mi percepción de la realidad, que hace que todo esto vaya con una semanita de retraso en el mejor de los casos. Qué se le va a hacer si uno es así de lento y necesita su tiempo para meditar las cosas. Pero no se preocupen por mí, que ya me he acostumbrado a ir un poco a contracorriente en esta época hecha a medida de los fulgurantes y no me deprimo demasiado. En fin, vamos con las noticias. Empezamos por lo importante.


Deportes. Parece que los franceses han convencido a un israelí, un par de suizos y un holandés de que los españoles somos malos. La leyenda negra sigue dando réditos allende los pirineos. El resultado es que le han tangado un par de grandes vueltas por etapas y otro par (o cinco) de millones de euros a un pobre chaval de Pinto, cuyo único pecado ha sido pasear su mirada limpia a lomos de una bicicleta por esos campos gabachos de Dios. Como se ve que eso de ir chuleando a los enfants de la patrie es muy cansado, pues el esforzado deportista tiene que reponer fuerzas de vez en cuando con un chuletón. Y ya se sabe cómo son estas cosas: que si los ganaderos, que si las hormonas, que si la UCI… que si doy un positivo de tres pares de cojones. Al final, la culpa es de los carniceros, coño, que las hormonan como putas.


Más allá del drama deportivo, existe cierta preocupación en el entorno del pinteño por posibles efectos secundarios del clembuterol. En cualquier caso, los franceses han aprovechado para echarse unas risas con unos guiñoles, aunque, la verdad, no sé por qué han tenido que hacer un guiñol de doña Cayetana, que nada tenía que ver en la trama dopante. Todo este asunto ha puesto sobre la mesa un peliagudo dilema, al que los más dotados filósofos están intentando, de momento sin éxito, dar respuesta: ¿da más vergüenza el humor francés o los políticos españoles?


Economía. La crisis se va notando cada vez más. Dicen. Ha habido una reforma laboral que, dicen también, va a ser la pera. Que nos va a devolver a los años gloriosos de la Revolución industrial, con el hacinamiento del proletariado, indefensión total ante el capital, las máquinas comiendo un par de operarios en cada turno y la restauración del derecho de pernada discutiéndose en consejo de ministros. Qué diferencia con lo de estos años pasados, con sus contratos en prácticas a los 30 tacos, con sus becarios con canas, con sus empresas funcionando a base de convenios de semiesclavitud con la universidad que correspondiera o correspondiese. Ah, los viejos buenos tiempos…


Pero, en fin, habrá que adaptarse a lo que venga. Aunque, el que avisa no es traidor, lo que venga tiene toda la pinta de ser bastante drástico. Como ejemplo pueden tomar la peculiar reactivación del sector automovilístico que han emprendido los griegos. En cualquier caso, no acaba de convencerme el pequeño detalle de encomendar el arreglo del desaguisado a la misma gente que lo perpetró. Es como suponerle a Jack el Destripador habilidad como cirujano de trasplantes. Y a lo mejor es mucho suponer.


Ocio. Vamos con temas más agradables: las enfermeras. Hace mucho tiempo que me dio por contar un desencuentro que tuve con el gremio, en el que mi imaginación, quizá demasiado habituada al porno enfermeril, sufrió un grave revés. A raíz de aquello, y dado que una enfermera de las que trabajaba con mi mujer vive cerquita de nuestra casa, me vi envuelto en una vorágine de reproches y desagravios que concluyeron en una condena a bailoteos forzados, totalmente desproporcionada, dicho sea de paso. Al principio pensé en apelar, pero se me comunicó que la sentencia era firme y agotaba la vía (signifique eso lo que signifique), así que opté por la actuación que, aparte de parecerme más acertada, encajaba mejor con mi carácter: dar largas. Y, oigan, mano de santo. Mi enfermera particular no ha vuelto a insistir en el tema. Claro que también puede ser porque ha sido madre hace no demasiado tiempo, y el cuidado de la pequeñaja, que hace el número dos de su prole, debe tenerla bastante ocupada. Supongo que no se puede ir por la vida siendo un icono erótico para la mayor parte de la congregación masculina sin sufrir las consecuencias.


Pero vamos al tema, que me desnorto: mi amada y santa esposa me comunicó ayer que un día de estos, a mi vuelta del trabajo, me voy a encontrar en casa con una agradable sorpresa: una especie de convención de enfermeras. Luego ya me explicó que el plan es que las enfermeras acudan acompañadas de sus respectivas proles. Es decir, que yo me estaba imaginando una cosa, pero me voy a encontrar con otra bastante menos libidinosa, que mucho me temo que acabará por pulverizar los restos de mis viejas fantasías que habían sobrevivido al encontronazo anterior. Detallazo por parte de mi señora.


Espectáculos y variedades. La semana pasada el país siguió con atención el devenir del juicio al otrora superjuez, cuya sodomización fue acogida bien con alborozo, bien con rabia, rechinar de dientes e imprecaciones de grueso calibre. Como no tengo ni putísima idea de derecho, pues no sé si lo que hizo está bien, mal, regular, o es la causa de todos los males pasados, presentes y futuros. Depende de qué periódico leas (en realidad, si les soy sincero no sé muy bien de qué se le acusaba, pero eso tampoco tiene por qué ser un obstáculo insalvable para opinar como un tertuliano de postín). Así que me limitaré a dar mi opinión personal. La inhabilitación de don Baltasar es una tragedia que cercena de un tajo las esperanzas de todos aquellos que nos habíamos acostumbrado a seguir las peripecias de la judicatura española como si del circo Price se tratara. Adiós a todas las jugosas posibilidades que podía ofrecer un Garzón inspirado: imagínense lo que hubiera sido un proceso a Almanzor, al Cid, o a Pilatos. Qué grandes crónicas a la puerta de la Audiencia Nacional se han perdido, por Dios.


Centrándonos en la persona, es triste pasarse toda la vida estudiando (y teniendo que pedirle la pasta al tito Emilio, además) para acabar teniendo que trabajar de drag queen, o algo así. No somos nada.


En el plano político, lo más relevante ha sido la férrea política adoptada por el CNA para el restablecimiento del centralismo, recortando las prerrogativas que estaban en vigor y que convertían la liga española de fútbol, y por ende a España toda, en un festín del nacionalismo separatista. Por fin vuelven las escuadras victoriosas y empieza a amanecer. La parte negativa es que igual don José Mourinho le coge gusto a vivir en Madrid y se queda muchos años, con lo que los únicos que saldrán ganando serán los periodistas, que tendrán día sí y día también jugosos titulares, en un crescendo inenarrable que culminará probablemente el día que veamos en directo por televisión el linchamiento del técnico a manos de su propia plantilla.


El tiempo. Hace frío. Cuando se pase el invierno, hará calor. Y el próximo invierno, probablemente, hará frío otra vez. Pero también puede ser otra cosa, porque yo no tengo satélites, ni mapas llenos de flechitas que se mueven, así que vaya usted a saber. Había pensado en salir a un puerto de montaña a darles la crónica a quince bajo cero, pero luego he pensado que el papel de hacer el subnormal ya está cogido por los informativos de televisión, así que paso. El que se lo crea, bien, y el que no, pues que salga en manga corta, y luego me lo cuente. Si sobrevive.


Hasta aquí las noticias. Pero, dado que hoy es catorce de febrero, San Valentín, fecha emblemática para el achuchón y el almíbar, es obligatorio despedirse deseando mucha felicidad para todos los enamorados.


A los afectados por otras enfermedades mentales, un fuerte abrazo.


Seguiremos informando.