miércoles, 16 de mayo de 2012

NATURALEZA HUMANA: APUNTES BREVES

Contra lo que en ocasiones pueda parecer, no soy mucho de dar consejos ni de expresar mi opinión. En el primer caso, porque siempre he pensado que para dar consejos hay que saber de qué se habla, (y hablar con alguien, claro), y ninguna de estas circunstancias suelen darse en mi persona, aunque no pierdo la esperanza. Respecto a las opiniones, no suelo expresarlas por múltiples y variados motivos, entre los que destacan la timidez, la ausencia de opiniones claras sobre algunos temas, o que cuando las tengo estas pueden ser más variables que su estado de ánimo, oh querida lectora, cuando ataca el temible SPM. Si no quieren hacer gasto neuronal o no les apetece malgastar el tiempo analizando semejante nube causal, pongan que no me sale de las narices, que tampoco es mentira en el sentido estricto de la palabra. El caso es que lo que a mi me va es contar chascarrillos, y que cada uno los interprete como quiera, o como pueda. Con este método todo son ventajas. Luego, si alguien viene a preguntar qué era lo que quería decir, le contestas algo profundo, metafísico, orientalizante y perfectamente incomprensible, y quedas como Dios. Sí, es posible que nadie te entienda, pero aunque lo hubieran hecho tampoco iban a hacerte caso, así que, mira, imagen de gurú que ganas.

Pasamos sin más dilación al anecdotario del día y nos vamos a Palo Alto, California, a finales de la los sesenta, aquella década feliz en la que se puso de moda la marihuana, la minifalda, la psicodelia y el napalm. Nos situamos en el mes de abril, cuando, en un instituto de por allí, un profesor intentaba dar su clase de historia hablando de la segunda guerra mundial mientras un alumno le interrumpía preguntando cosas, no tanto por aumentar sus conocimientos como por afán de tocar los cojones. El caso es que el chaval no se explicaba cómo tanta buena gente en Alemania había sido capaz de apoyar a los nazis, con lo malos que eran. El profesor, en vez de cruzarle la cara, expulsarle de clase y mandarle una nota a sus padres, decidió inventar un experimento para hacerle comprender a su hiperhormonada audiencia que caer en el reverso tenebroso de la fuerza no es tan complicado como puede parecer. Empezó a hablarles de lo bien que se siente uno cuando pertenece a un grupo, cuando se es disciplinado, cuando se integra en una comunidad, del placer de la renuncia al individualismo, de lo útil que resulta tener un propósito claro y definido que dirija nuestros pasos. Les soltó la doctrina, además, en pildorazos contundentes y fácilmente digeribles. En eslóganes pegadizos: Fuerza a través de la disciplina. Fuerza a través de la comunidad. Fuerza a través de la acción. Fuerza a través del orgullo. Les enseñó cómo podían predicar la buena nueva a sus amigos para captar más seguidores. Les pidió que se apoyaran unos a otros, vigilando las desviaciones de la doctrina de sus compañeros, pues lo que uno hacía podía afectar a toda la comunidad. Incluso inventó un nombre para el movimiento y un saludo pinturero. Lo llamó la Tercera Ola, por la creencia popular de que la tercera siempre es la más fuerte de una serie de olas (popular en ambientes surferos californianos, se entiende, porque yo no lo había oído nunca, la verdad), y empezó a saludar a sus acólitos haciendo una cosa rara (y un poco gay, para qué vamos a engañarnos) con la mano. Pero la cosa funcionó bastante bien, porque en menos de cuatro días el número de discípulos de la tercera ola había tenido un crecimiento espectacular. Los alumnos de la clase original, el núcleo duro del movimiento, los camisas viejas, se pasaban el día haciendo proselitismo, vigilándose unos a otros, chivándose de las herejías de sus compañeros cuando procedía y, en general, portándose como perfectos fascistas. O comunistas, que tampoco hay tanta diferencia como a veces nos pensamos. Quizá sería mejor decir que el grupo se había convertido en un movimiento totalitario en el que se negaba la individualidad a favor de un pensamiento único, dogmático y reconfortante. Sin disidencia, sin dudas, sin pensamientos alternativos. Todo era fácil. Todo era peligroso.

Llegó un momento en el que el profesor se asustó. En sólo tres días, había tenido delaciones, había visto actitudes de reclutamiento sumamente agresivas en algunos de sus discípulos, había logrado una sumisión de la clase prácticamente absoluta a sus reglas. Incluso un chaval se había autonombrado su guardaespaldas personal, y lo seguía a todas partes por los pasillos, en previsión de que alguien pudiera intentar algo contra el líder. El chico había sido hasta entonces el típico escolar inadaptado americano que conocemos por las teleseries, de esos que parecen el fruto de una esmerada selección de los mejores cruces entre primos, y de los que por lo visto hay un ejemplar en todas las aulas de todos los colegios de todos los pueblos, y el chaval estaba emocionado con la tercera ola, feliz de haber encontrado una organización que le encomendaba la única misión para la que se sentía capacitado: partirle las piernas al que se acercara a su gurú. Sin embargo, quizá lo que más asustó a nuestro profesor de historia fue la sensación de que aquello, aquel poder, aquella posición de liderazgo absoluto, le gustaba. Le gustaba mucho. Así que decidió poner fin al experimento antes de que la cosa fuera demasiado lejos, que los vicios los carga el diablo.

El cuarto día citó a toda la clase en el auditorio. Les dijo que aquello, por si no lo habían notado, era la hostia en verso. Que no se confundieran porque aquello no era un simple experimento. Que formaba parte de un movimiento a nivel nacional, cuyo líder supremo iba a aparecer por televisión en unos momentos, desvelando el verdadero alcance de la tercera ola. Que contaba con ellos, porque habían demostrado que realmente se sentían identificados con la doctrina del movimiento. Ellos eran los elegidos. Ellos eran especiales. Eran la polla, vamos. El profesor empezó entonces a repetir los lemas del club (fuerza por la disciplina, fuerza por la comunidad, etc), coreado por sus fans, cada vez más alto. Hasta que tuvo a todo el auditorio berreando como energúmenos aquellas consignas, y conectó un televisor donde sólo aparecía una imagen blanca. El profesor dejó que el bajonazo de aquel brusco episodio de fascismus interruptus, en el que el fervor inicial se convirtió en desconcierto, se prolongara unos minutos, y después los invitó a mirar todo lo que habían hecho esos cuatro días. A pensar en qué se habían convertido. En qué se estaban convirtiendo. Después comenzó a pasar por la tele imágenes de algunos felices alemanes, brazo en alto, jaleando a otro tipo que también hacía un saludo raro con el brazo. Y así acabó la lección. Lección que supongo que no les debió hacer mucha gracia a los participantes, porque después de aquel día no volvieron a hablar de ello durante años. No es agradable comprobar que uno tiene un pequeño nazi dentro.

Para el segundo apunte, anécdota o chascarrillo, retrocederemos un poco más en el tiempo. Unos pocos años, realmente, pero que nos sitúan en un contexto bastante diferente. Seguimos en Estados Unidos, pero a principio de los sesenta, antes de que el LSD se volviera popular, y en la costa Este, lejos de California, ese nido de jipis depravados, esa sucursal de Babilonia, ese imperio de la californicación. Aquí estamos hablando de otro ambiente. De buena gente, vamos. En ese tiempo y en ese lugar, un psicólogo de Yale se quedó un buen día sin ratas y decidió usar a personas para sus experimentos. Se hizo con un grupito de voluntarios y les explicó cómo iba el tema. El experimento consistía en que un sujeto tenía que responder a las preguntas que un investigador les iba haciendo, eligiendo entre las posibles soluciones. Si el sujeto fallaba, entraba en acción el voluntario, que accionaba un botoncito que le daba un calambrazo al tipo, por inculto. El voltaje iba subiendo a medida que los fallos aumentaban. Los voluntarios incluso probaban antes de empezar lo desagradable que podía ser un calambrazo de 45 voltios, y así pudiera hacerse una idea de lo que serían 450, que era el máximo del experimento.

Pero el experimento tenía trampa. Sé lo que me van a decir (“imposible, un experimento universitario con trampas y/o ridículo, qué me dice”), pero es lo que hay. Porque, en realidad, allí lo único que iba a comprobarse era hasta qué punto el voluntario, una persona normal, era capaz de sacudirle calambrazos al prójimo sólo porque alguien le había dicho que había que hacerlo. Y es que los psicólogos, por majos que te parezcan cuando vas a hacer el psicotécnico para el carnet de conducir, son un poquito cabrones. Los calambrazos eran de mentira, pero los voluntarios no lo sabían, y lo único que percibían eran los gritos de dolor de la supuesta víctima, al otro lado de la pared, cada vez que ellos le daban al botoncito. El experimento, en suma, trataba de ver cuanto dolor podía infligir una persona normal, del montón. Un tipo como usted y como yo (bueno, igual esta no es una buena comparación; dejémoslo en un tipo como usted, mejor).

Y, ¿saben qué? Que allí no paraba de darle al botón ni el tato, oigan. Ningún participante se detuvo antes de llegar a aplicar descargas de, al menos, 300 voltios. Dos terceras partes llegaron a aplicar la descarga máxima de 450. Aunque, eso sí, algunos manifestaron, en un detalle que merece pasar al top ten de los gestos humanitarios de la historia, haber estado “incómodos” durante la realización del experimento. Pese a la incomodidad, como les digo, ninguno se detuvo. Quizá atemorizados ante la pavorosa visión de un señor con gafas de pasta y bata blanca pidiéndoles, de buenas maneras y por favor, que no pararan.

Y aquí se acaba el cuento, porque, como les decía al principio, no les voy a dar mi opinión. Ahí les dejo estas historietas, y cada uno que piense lo que quiera, o lo que pueda, aunque soy consciente de que las conclusiones variarán mucho, y seguramente habrá desde gente que piense el hombre es bueno y la sociedad lo pervierte hasta otra que opine que el hombre es malo, pero los psicólogos son buenos, pasando por aquellos que acaben convencidos de que cualquier experimento que se precie debe realizarse aplicándole a alguien un buen calambrazo en algún sitio. Y otra gente que sencillamente no pensará nada. Que tal vez sea lo mejor que se pueda hacer.

Dios me libre de intentar ponerles de acuerdo a todos, oigan. Piensen ustedes lo que quieran, que para eso estamos en democracia.

Piensen lo que quieran pero luego no lo digan por internet o en la vía pública, eso sí. Porque entonces, dependiendo de lo que hayan pensado, igual les cae una mano de hostias de no te menees (nunca mejor dicho).

Hala, por la sombra.

5 comentarios:

El niño desgraciaíto dijo...

El experimento de las descargas ya lo había leído en un libro que se llama The Better Angels of our Nature, de Steven Pinker. En él comenta que un factor clave en cuanto a la aceptación de las normas es la cercanía de las otras personas y lo que hacen los demás. De esa manera, si las órdenes se daban por teléfono o estaban escritas en un papel, el grado de tensión máxima aplicada disminuía bastante, mientras que en caso de que estuviera presente el responsable y hubiera otros a tu alrededor que hicieran caso disminuía mucho tu capacidad de negarte a seguir.

Yo tampoco doy mi opinión porque si el anfitrión no lo hace me parece de mal gusto hacerlo yo.

Di Vagando dijo...

Jei Bore, gracias por el post…fascinating. Me gustaría añadir un experimento más, el famoso de la cárcel de Stamford, en el cual se intentaba testar si eran las personalidades de los bokis y los internos era lo q causaba los conflictos. Para ello se eligieron 24 estudiantes, muy blanquitos, clase-media y sin historia de violencia y les repartieron los papeles. Quien haya visto “Das experiment” (Hirschbiegel, 2001) o cualquiera de sus remakes, o documentales sobre el tema sabrá cómo terminó la cosa (q ya q vamos de misteriosos y sin tiempo en mi caso, tampoco voy a desvelar), pero q a mí me lleva a pensar en lo q divagué precisamente ayer sobre la violencia policial en estos momentos en las calles, en el poder del grupo, y los procesos de des-empatía q han de ocurrir antes para q dejemos de ver al q tienes bajo la porra o al otro lado del cable como persona.

muxu

di

NáN dijo...

Yo no es por molestar, pero creo que las olas vienen de siete en siete y la séptima es la gordota. A lo mejor en California, como las olas vienen de Oriente, las cuentan distinto.

Speedygirl dijo...

Jodo, qué miedo da todo (qué miedo damos), a veces.

pseudosocióloga dijo...

La peli de "la Ola" me pareció de lo más realista.
De la condición humana ya sabemos de qué somos capaces, solo hay que ver las burradas que se hicieron en la guerra serbio-bosnia(y nombro ésta en concreto por lo cercana y por el tipo de educación de los contendientes).
Otra cosa, es que el personal se empeñe en negar su condición, en aras del bien común o para poder sobrellevarse.