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lunes, 6 de febrero de 2012

CUARENTA AÑOS NO ES NADA

Convendrán conmigo en que Sodoma y Gomorra se lo curraron. Ganar fama de inicuas en una época en la que la iniquidad era la norma no fue fácil, pero ellas lo consiguieron. Sodoma por prácticas que han pasado a la historia, y Gomorra vaya usted a saber por qué, aunque mejor no pensarlo. Sin embargo, tuvieron un ligero error de cálculo, y anticiparon unos cuantos siglos el desparrame, con lo que en lugar de vérselas con el Dios metrosexual del Nuevo Testamento, propenso al perdón, al amor y a las parábolas, se encontraron con la versión hardcore de la divinidad, más inclinada a solucionar los asuntos con plagas bíblicas, sacrificios del primogénito y lluvias de fuego y azufre. Un fallo tonto, ya ven, y Sodoma y Gomorra a tomar por el culo (ja, ja, ja… por el culo… ¿lo cogen?... ¿no?... bueno, es igual).


Los únicos que se salvaron de la purga fueron un señor que se llamaba Lot y su familia. En un caso de tráfico de influencias que parecía anunciar el futuro de la política en ese lejano rincón del mundo que muchos años después se llamaría España, Dios todopoderoso decidió que aquel tipo le caía bien, y que le iba a dar información privilegiada. Que te pires, Lot, que esto va a ponerse muy feo, que me tienen muy harto. Y no mires atrás. Ante semejante aviso, Lot se piró. En parte por fe en la predicción divina y en parte porque no le apetecía seguir siendo objeto del particular concepto de la hospitalidad que gastaban los sodomitas. Advirtió a su familia que no miraran atrás, cogieron el petate y se largaron. Y no bien estuvieron a una distancia prudencial de la ciudad, el buen Dios se despachó a gusto con una lluvia de fuego de no te menees. Lot y su prole, a lo suyo, siguieron poniendo tierra de por medio. Pero hete aquí que la mujer de Lot era eso, mujer. Lo que quiere decir, entre otras cosas, que lo de la obediencia no le venía de serie (tampoco como extra), así que pasó varios pueblos de la advertencia de su marido y decidió echar una miradita a aquellas improvisadas fallas que dejaban atrás. Y Dios, que por aquel entonces no le tenía cogido el punto a lo del perdón, o quizás porque metido en faena no le era fácil controlar su divina cólera, la convirtió en estatua de sal. Todo esto ha llegado hasta nuestros días como una bella metáfora de que las mujeres hacen siempre lo que se les pone en la bisectriz y de que mirar atrás no suele traer nada bueno. Cada uno que coja la versión que prefiera o mejor le aplique.


El caso es que a lo de las mujeres no le veo solución. Respecto a lo otro, como gracias a Dios yo soy ateo, voy a pasar olímpicamente de la advertencia implícita en esta historieta bíblica y a echar un vistazo atrás. ¿Por qué? Pues por múltiples y variadas razones, que se podrían resumir en una sola: me ha dado por ahí. No sé muy bien el motivo, pero pueden poner que es porque yo lo valgo. O porque cumplo hoy cuarenta tacos, que, como dice el tango, no es nada (lo dice si lo cantas dos veces). En fin, que como no se cumplen cuarenta años todos los días, me apetece repasar los momentos estelares de mi vida. Si han pensado que era para que me feliciten, y esas cosas… pues también, para qué vamos a engañarnos.


Nací en 1972. Justo el mismo año que cuatro de los mejores hombres del ejército americano, que formaban un comando, fueron encarcelados por un crimen que no habían cometido. Como ven, aquel año todo fueron malas noticias.


Crecí en una ciudad pequeña, y en una época en la que podías ir solo a todas partes en cuanto te destetaban. Ibas solo a hacer recados, al colegio (y por si fuera poco eras responsable de tus hermanos pequeños), y jugabas en la calle durante todo el día, sin que tus padres te tuvieran localizado. Te llamaban a la hora de comer, te ataban a la silla para reposar la comida, y después de merendar te daban pista otra vez, hasta que se hacía de noche. Todo esto sin teléfonos móviles, ni GPS, ni chips de localización. Yo creo que en realidad estaban deseando que nos perdiéramos de una puta vez y los dejásemos tranquilos, pero no les acabó de salir bien. También te mandaban a comprar tabaco, te llevaban en los coches sin sillita homologada para transbordadores espaciales, y si meabas fuera del tiesto te daban una colleja sin que nadie montara una manifestación del tipo Dependientes de droguerías contra el maltrato a los niños. El mundo ha cambiado mucho desde entonces. Hay quien dice que a mejor.


Me fueron naciendo hermanos, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Bien sabe Dios que puse de mi parte. Ejecutaba todo mi repertorio de monerías con toda la dedicación de la que era capaz, pero a mis padres no les bastaba, y decidieron aumentar la troupe. Así que tuve que compartir mis peripecias infantiles con dos intrusos. Luego las juveniles, y así hasta hoy. La verdad, entre ustedes y yo, lo de los hermanos no está tan mal. Incluso mola, una vez que le coges el punto. Eso sí, en la próxima reencarnación me pido hermano pequeño. Lo de ser el mayor ya lo he probado y no acaba de convencerme.


El colegio, bien. Nunca tuve problemas con eso. Había que aprender cosas, yo las aprendía, a los profesores les parecía estupendo y a mis padres también, así que todo iba bien. Estudiar, no estudiaba una mierda, porque no me hacía mucha falta, la verdad. Tenía buena memoria. En el instituto, donde estudié Bachillerato Unificado Polivalente (¿a qué suena contundente, dicho así? Lo digo ahora y me suena como cuando era un crío y oía hablar de cuarto y reválida, que nunca llegué a saber exactamente lo que era, pero imponía un huevo), también conocido como BUP, me fue más o menos igual. Académicamente bien, con la sensación incómoda de tener picores que no sabías muy bien cómo resolver. La pubertad, esa maravillosa época. No tuve muchos amigos, pero al menos tampoco tenía enemigos. Buenas notas. Cero éxito con las chicas. Mucho amor propio.


Durante toda mi vida fui bastante gordo. Aunque, para ser exacto, eso dependía bastante del observador. Para mi madre, por ejemplo, nunca pasé de hermoso. Y hasta los catorce años tampoco pasé de gordito. Luego ya sí, luego ya hubo unanimidad y fui gordo para todo el mundo. Un complejo más, pero se me pasaba comiendo. Afortunadamente, aún no se había inventado la anorexia.


Luego llegaron los años bárbaros. La universidad, la independencia (perdonen que me descojone un rato, porque independencia, lo que se dice independencia… pero, en fin, en aquel momento uno se sentía así, autosuficiente, rebelde, adulto: cosas de la edad), las primeras chicas, las primeras veces que suspendías exámenes, las primeras borracheras… Te hacías mayor. A veces molaba, y a veces no tanto.


Y luego, de repente, el tiempo se acelera. A lo bestia, y sin avisar. Comienzas a trabajar, te vas de casa, comienzas a ganar dinero… empiezas, ahora sí, a tener independencia. Y descubres que lo de la independencia es un full de Estambul de mucho cuidado. Publicidad engañosa en toda regla. Estabas mejor con mamá. Pero ahora es demasiado tarde. La cosa mejora cuando te emparejas y comienzas a vivir en pecado. Esto ya es otra cosa. Porque al pecado le pasa justo al contrario de la independencia: tiene mala prensa, pero en el fondo tiene un no sé qué. El caso es que ahora la independencia sí que mola. Tienes pasta (poca, pero mucha más que antes), tienes sexo, tienes trabajo (que no es tan gratificante como tú habías supuesto, pero, oye, por lo menos la gente te mira como si supieras lo que haces, así que disimulas y pones cara de que, efectivamente, eres un JASP, cuando en realidad eres una catástrofe con patas). Te dispones a disfrutar de ese estilo de vida cuando de repente, un día te despiertas y tu vida de joven profesional amancebado se ha transformado en la de un señor casado y con dos hijos. Ni puta idea de lo que ha pasado, pero como te da corte preguntar, pues oye, tiras millas. Con el tiempo les vas cogiendo cariño. También te das cuenta de que eres un cantamañanas que con tiempo suficiente le coges cariño a cualquier cosa, pero, jo, es que es una pereza tremenda ponerte a cambiar de personalidad, a estas alturas.


Pero, sin embargo, no todo ha cambiado. Porque, en el fondo, sigo siendo el mismo tipo. Sigo teniendo pocos amigos. Sigo siendo un tío tranquilo, con tendencia a la depresión estacional y a meter la pata cada vez que hablo. He adelgazado mucho, eso sí. Ahora estoy delgado y en forma, para alegría de mi mujer y preocupación de mi madre, que piensa constantemente que estoy enfermo. Sigo sin tener mucha idea de lo que hago, y ahora ya es algo que no me preocupa, porque he comprobado ya muchas veces (demasiadas) que nadie sabe exactamente lo que hace. Y los que lo saben dan un miedo que te cagas.


Han sido cuarenta años, en definitiva, asquerosamente normales. Han dado para una infancia feliz, una adolescencia con las turbulencias habituales, y una juventud quizá un poco desaprovechada. Para ver cosas extraordinarias (atacar naves en llamas más allá de Orión, España ganando el mundial, el Barça ganando copas de Europa en serie, a los yugoslavos demostrando que también en Europa podemos organizar guerras africanas, …).


Aunque estos cuarenta años también han dado para ir almacenando cosas en la mochila. Cosas que ya forman parte de mí, porque uno es lo que lleva escrito encima, los arañazos en la chapa, los recuerdos, los pensamientos, algunas imágenes, algunos miedos. Todo lo que alguna vez fue importante para ti.


Cuarenta años, en fin, que me han dado la posibilidad de aprender muchas cosas. Lo que significa querer, por ejemplo. Lo vulnerable que uno se siente cuando la vida empieza a depender de tener a alguien a tu lado. Lo feliz que se puede ser con la felicidad ajena. Lo importantes que son las cosas importantes. Cuarenta años que me han servido para aprender que ningún tiempo pasado fue mejor, ni peor, sino sólo el camino que te ha traído hasta aquí.


Cuarenta años para aprender a vivir con la idea de que ni el mundo ni tú sois perfectos.


Para aprender a mirar atrás sin convertirte en una estatua de sal.

jueves, 5 de mayo de 2011

MI PRIMERA VEZ

Fue con mi mujer, naturalmente. ¿Por quién me habían tomado? Soy un tipo serio, como dicen todos los que me quieren (los que me conocen dicen, más bien, que soy soso; podemos dejarlo en que soy formal, ni para ti ni para mi). El caso es que fue con ella, y que fue, a pesar de los nervios, y del miedo a lo desconocido, una experiencia maravillosa.





La verdad es que los dos teníamos ganas, pero tampoco teníamos muy claro dónde nos estábamos metiendo. Tuvimos, al menos, el buen sentido de escoger un sitio adecuado, agradable y cómodo, aunque con demasiada gente para mi gusto (además de sociópata, soy un poco tímido y en general huyo de las muchedumbres, mucho más para según qué cosas). En realidad, todo fue un gran error: los dos creíamos que íbamos allí a otra cosa, y sólo en el último momento nos dimos cuenta de lo que iba a pasar. Pero ya no había solución, así que… ¿Cómo es eso que suele decirse? Si no puedes escapar, relájate y disfruta, ¿no? Pues más o menos fue así.



Pero, como tantas otras veces, todo fue sorprendentemente bien. Les confesaré que, en principio, yo era bastante reacio a probar. Tenía un montón de prejuicios y de razonamientos perfectamente sólidos acerca del tema, que, en mi opinión, estaba muy sobrevalorado. Ya saben, la música de violines, la piel de gallina, las emociones que se descontrolan y todo eso. No creía que fuera para tanto. Porque, además de formal y tímido, soy un tipo duro, yo. Cuidado conmigo (aquí iba una especie de gruñido viril, para reafirmar la hombría y esas cosas, pero es que la transcripción de onomatopeyas no es lo mío).



La cosa es que los dos nos sentimos cómodos desde el principio. A pesar de las reticencias y los nervios iniciales, pronto nos relajamos. Y menuda sorpresa, oigan: aquello era mucho mejor de lo que nos habíamos imaginado. Porque nunca hubiéramos pensado (al menos, yo) que el movimiento de los cuerpos pudiera producir tanta belleza, tanta emoción, tanta ternura. Tanto placer. Incluso llegamos a oír violines, figúrense (y timbales, y platillos…. aquello fue la caraba).
No me lo podía creer. Así que era esto, me repetía. Y acto seguido me reprendía a mí mismo por apartar la mente siquiera un segundo de aquello. A lo que estás, me decía. Ya habrá tiempo luego para analizar el tema y, si se tercia, contarlo. Pero volvía una y otra vez aquella sensación de asombro. Así que era esto.



Acabamos extasiados. Mi mujer con los ojos como platos [1] y la felicidad instalada en la cara. Yo, que soy más contenido en lo que a expresividad se refiere, no podía evitar una ligera sensación de vértigo al pensar en todo aquel universo de maravillosas sensaciones que acababa de abrirse ante nosotros. Al sentir la certeza de que aquel había sido uno de esos momentos que se recuerdan para toda la vida. Y tenía razón, porque todavía hoy lo recuerdo perfectamente. Como si hubiera sido ayer.



Claro que, en realidad, fue ayer. Naturalmente, me refiero a la versión para ballet de La Traviata que la compañía del bailarín Iñaki Urlezaga presentaba ayer en el Auditorio Ciudad de León, y que tuve el privilegio de disfrutar en compañía de mi mujer. Representación a la que acudí, todo hay que decirlo., engañado: creía que iba a ver la versión original de la ópera, y no me enteré de que era un espectáculo de danza (¡¡yo, viendo un espectáculo de danza clásica!!, ¡¡yo!!) hasta que llegamos al auditorio; cosas que pasan… (sobre todo cuando es mi mujer la que las organiza).



Sin embargo, pocas veces me he alegrado tanto de haber sido engañado. Porque fue toda una experiencia, un espectáculo bellísimo y conmovedor, y disfruté muchísimo.



A pesar de ser mi primera vez.

Por cierto, son todos ustedes unos malpensados.



[1] Supongo que en parte por la emoción, en parte por la sorpresa y en parte por dos horas mirando sin pestañear el culo a los bailarines (cosa digna de ser mirada, hay que reconocer).




sábado, 27 de noviembre de 2010

HOY HACE SEIS AÑOS...

… hacía mucho frío. Era un sábado luminoso, con sol y buen tiempo, pero terriblemente frío. Sin embargo, a pesar de ser sábado, y de lo poco que me gusta el frío, no pude remolonear en la cama porque tenía que ir a una boda. A la mía, concretamente. Y ya se sabe que una boda sin novio queda un poco rara. No tanto como sin novia, desde luego, pero creo que al final (muy al final) se hubiera acabado notando mi ausencia.

Ustedes se preguntarán, con toda la razón del mundo: ¿a quién se le ocurre casarse el 27 de Noviembre? Pues he aquí la respuesta: a mi mujer. Esperar hasta encontrar una fecha de presunto buen tiempo suponía dos años, y no queríamos esperar tanto. Y, por otro lado, ella siempre ha tenido suerte, y sabe utilizarla (es de las que siempre, siempre, siempre encuentra un sitio para aparcar; como por casualidad, pero siempre lo encuentra, riéndose a la cara de zonas azules, horas punta y demás criaturas demoníacas). Para mí que el destino, si exceptuamos la jugarreta que le hizo al ponerme en su vida, la adora.
Pero, a lo que íbamos, ella estaba convencida de que todo iba a salir bien. Yo le hablaba de la probabilidad de chubascos, de nieve, del apocalipsis… y ella contestaba: ¿y por qué va a llover precisamente ese día? Pues por la humedad, la época del año, el frío, porque estamos en Astorga y es lo normal, contestaba yo. Ella me miraba extrañada, y acababa preguntando: ¿pero cómo va a llover si es el día de mi boda? Como les digo, hizo un día radiante, y yo dejé de creer para siempre en las predicciones meteorológicas.

Ella lo organizó todo: excepto mi traje, se encargó absolutamente de todos los detalles del evento. Escogió el restaurante, las invitaciones, el menú… todo lo escogible. Hasta a mí. Yo participé en el proyecto con derecho a veto, pero sin voz para proponer alternativas (lo que, en el fondo, me encantaba, porque se me da mucho mejor encontrar defectos que soluciones), pero tampoco recuerdo que tuviera que cambiar alguna de sus decisiones (salvo los postres, tema sagrado para mí, y que me costó un desencuentro de cierta consideración con el cocinero del banquete; al final me impuse, que, oigan, el novio era yo; más tarde me enteré que era un chef de prestigio, con premios internacionales y todo, no vean qué vergüenza). Y, como no podía ser de otra forma, todo salió perfecto.

El hecho de que fuese ella la que se ocupase en exclusiva de los temas organizativos resulta menos extraño si comenzamos la historia por el principio. Porque fue ella la que me pidió en matrimonio. Siempre ha sido más decidida que yo, y supongo que a aquellas alturas ya me conocía lo suficiente como para saber que si quería boda, tendría que pedirla ella misma. Yo, quizá sorprendido por la propuesta, pero en cualquier caso haciendo gala del romanticismo que me caracteriza (y que tanto se presta a malas interpretaciones), contesté: Vale. Y ella no sólo no me partió la cara, sino que… ¡incluso pareció ilusionada! ¿Quién entiende a las mujeres?

Fue una boda estupenda. Todos nos lo pasamos bien. Ella iba muy guapa (yo, simplemente, iba; y, créanme, no fue poco), las madres lloraron un poquito, los amigos montaron una juerga importante, comimos como si lo fueran a prohibir, bebimos varias cosechas y acabamos a altas horas de la madrugada, unos pocos irreductibles, cerrando los escasos bares que encontrábamos abiertos. No llegamos a desayunar chocolate con churros de empalmada, pero por poco.

Fue un gran día. Por todo esto, y por muchas más cosas, pero por una sobre todas las demás: porque me casé con ella.

Y aunque a veces me parece que ha sido un parpadeo, resulta que han pasado seis años ya. Los mejores seis años de mi vida.

Así que, aprovechando que todavía nos soportamos y nos gusta estar juntos, nos vamos a celebrarlo como es debido, con un fin de semana sin niños, nosotros solitos, en plan novios, donde nadie nos conozca. En un sitio bonito, tranquilo y acogedor, donde podamos pasar una tarde entera leyendo, o jugar al ajedrez, como hacíamos antes (¿te acuerdas?), o dar un paseo cogidos de la mano, si el tiempo lo permite. O emborracharnos, si se tercia. O, simplemente, quedarnos dormidos juntitos, uno al lado del otro, pensando que, entonces sí, estamos en el mejor lugar del mundo.

Donde podamos, en definitiva, dedicarnos a hacer ganas de pasar otros seis años juntos.
Y luego otros. Y luego... todos.

viernes, 3 de septiembre de 2010

LA CHICA DE AYER

Ayer volví a verla, después de mucho tiempo. Y no fue agradable. Más bien al contrario: fue uno de esos momentos en los que se hace patente lo perra que puede ser la vida, cuando le da por ahí.

La conocí en la universidad, hace ya muchos años. Fuimos compañeros de carrera. El por qué una chica como ella había escogido una carrera tan unánimemente considerada como sólo para hombres (eran otros tiempos; ahora las cosas han cambiado bastante) siempre fue un misterio. Ella daba la impresión de estar por encima de todo, con una actitud hacia la mayoría de compañeros, profesores y mundo en general, que estaba entre la displicencia y el desprecio más abierto. Y, sin embargo, por alguno de esos extraños mecanismos que toman a veces los mandos de nuestra mente, conseguía caerle bien a todo el mundo.

Desde el principio fue una chica popular. Era conocida por todos. También puede influir, claro, que estuviera tremendamente buena, porque estábamos todos en una edad demasiado hormonal como para poder obviar ese detalle, y porque el resto de compañeras la envidiaba a muerte, y en el fondo la envidia no es más que otra forma de popularidad. Yo no llegué a intimar con ella, pero sí charlamos bastante durante un año, por coincidencias de clases y horarios, y porque supongo que yo era para ella tan insignificante que no merecía siquiera el trabajo de ignorarme. Pero el caso es que la conocí, un poco.

Y supe que era una chica con las cosas tremendamente claras. Con sus objetivos vitales bien definidos. Ella no había ido a la universidad para estudiar, sino para conocer gente. No se tomaba la carrera como un paso hacia la vida laboral, sino como la exploración de un coto de caza que parecía ofrecerle posibilidades de cobrar alguna buena pieza. Ella había ido allí para elegir a su futuro marido.

No la juzgué entonces, y no voy a juzgarla ahora. Quién soy yo para juzgar a nadie. Sobre todo teniendo en cuenta que nunca he sido demasiado bueno para comprender las motivaciones de la gente en general, y de las mujeres en particular. Lo que sí puedo decir es que ella se tomaba su obligación mucho más en serio que yo la mía. Porque mientras yo afrontaba los estudios con bastante dejadez, ella hacía gala de una disciplina espartana para lucir siempre radiante, inmaculada, feliz, alegre. No recuerdo verla un solo día, incluso cuando teníamos clase a las 8 de la mañana, sin estar todo lo arreglada que la ocasión permitía. En aquel entonces, aquello nos llamaba mucho la atención. Supongo que ninguno de nosotros la comprendía. Pero ahora la comprendo, o al menos así lo creo. Ella sentía que esas eran sus cartas, y las jugaba de la mejor manera que sabía.

Le perdí la pista al acabar la carrera, y no la había vuelto a ver hasta ayer. La casualidad la puso en mi camino, gracias a que su trabajo (un trabajo vulgar, de esos que ella siempre quiso evitar) se cruzó por un instante con el mío. No me reconoció, y yo tampoco hice nada para que me recordara. No quise. No pude.

El encuentro me dejó lo bastante impresionado para pedirle más información a un compañero de estudios que ahora, además, trabaja conmigo, y que suele estar enterado de qué ha sido de todos los que nos conocimos durante aquellos años. Y me contó, a grandes rasgos, cómo le había ido. Se casó, al fin, con un tipo de los que ella buscaba. De buena familia, con mucha pasta y con futuro. Un tipo que a los pocos años montó una empresa inmobiliaria que subió como la espuma, y con el que empezó a disfrutar de la vida que ella siempre había querido tener. Hasta que cambió el viento, y comenzó a disminuir el dinero, y comenzaron a aumentar las deudas. Hasta que (las desgracias nunca vienen solas) él comenzó a portarse como un perfecto hijo de puta. Luego vino una quiebra, y un divorcio, y ella se vio de nuevo sola, sin dinero, sin nada. Ni siquiera conserva ya aquella imagen deslumbrante de cuando la conocí: han pasado 18 años, y por ella han pasado de muy mala manera.

Hubiera preferido no verla. No fue agradable, como deberían ser siempre los reencuentros con los viejos conocidos, con gente a la que por algún motivo apreciaste. Me hubiera gustado verla feliz, exitosa y triunfante. Hubiera preferido mil veces sentir envidia de su suerte que pena por su desgracia.

Pero supongo que eso no es posible. O, al menos, no es posible siempre. Por cada ganador debe haber un derrotado, así que es inevitable que haya algún perdedor circulando por ahí, lamiéndose las heridas, y te encuentres con ellos de vez en cuando. Y puede que sea algo bueno, después de todo. Como un saludable recordatorio de que la vida te puede zarandear en cualquier momento, de cualquier manera. Como la certeza de que, por muy bien que juegues tus cartas, siempre puede haber alguien con una mano mejor.

Sin embargo, todo esto no son más que consideraciones filosóficas sin ningún valor. Porque lo único cierto es que volví a verla. Volví a ver a aquella chica que ayer me deslumbraba, me emocionaba, me ponía alegre. Y aquella chica de aquel ayer es hoy una mujer vencida y triste, que ya no deslumbra a nadie.

Hubiera preferido no verla. Fue tan triste…

viernes, 27 de agosto de 2010

MI CIUDAD

La semana va transcurriendo según lo previsto. Trabajo, calor (no tanto como anunciaban), traslado de los niños desde Babia hasta Astorga (van de abuelos a abuelos, y tiran porque les toca), con una pequeña escala en casa para que se quiten el mono de sus juguetes, sus peluches, sus camas, etc y para que cambien mi rutina veraniega de Rodríguez. Ahora los peques han vuelto a irse, la semana (laboral) agoniza, y yo me he dado cuenta de que hasta ahora he hablado del lugar en el que vivo (León) y del lugar al que suelo ir (Babia). Pero no he hablado nunca del lugar de donde vengo. ¿Por qué no hoy? Al fin y al cabo, este fin de semana voy a regresar allí, así que pongamos que hablo de esa ciudad. Pongamos que hablo de Astorga.

Pongamos que hablo, además, de una manera personal. No quiero hablar de Astorga en plan wikipedia. Si alguien tiene interés en conocerla desde ese punto de vista, puede hacerlo aquí. Pero yo prefiero hacerlo de otro modo. Porque es la ciudad en la que nací, en la que crecí, en la que me hice como soy. En la que viví hasta que tuve que irme, por imperativos del guión. La ciudad que mejor conozco. La que más quiero. La que más odio.

Porque las ciudades son, hasta cierto punto, como los amigos. Del mismo modo que no escogemos a nuestros amigos (son ellos los que nos escogen a nosotros), uno tampoco elige la ciudad en la que nace y crece. Pero, en ambos casos, uno no puede dejar de aceptarlos, de quererlos tal y como son, a pesar de todos sus defectos y su tremenda imperfección. Con tiempo para las risas, con tiempo para la bronca. Con el cariño envolviendo un montón de recuerdos compartidos. Recuerdos que no siempre son agradables, pero que son los que tienes. Así es la vida. Y, claro, cuando hablo de mi ciudad, también estoy hablando de mi vida.

Astorga es una ciudad pequeña (unos 10.000 habitantes), con una larga historia: fundada por los romanos, recibió el nombre de Astúrica (ciudad de los astures, en honor a las tribus que andaban por allí en aquellos tiempos), el título de Augusta y el rango de capital del convento jurídico romano, y se convirtió en un enclave importante para la gestión de las enormes cantidades de oro que los romanos extrajeron de la zona; después de eso, el resto no son más que 20 siglos de decadencia. Tiene un conjunto monumental (Catedral gótica del siglo XV, Palacio Episcopal del XIX, obra de Gaudí, Ayuntamiento barroco del XVII, murallas de origen romano, restos arqueológicos romanos, más o menos conservados) que atrae a un buen número de turistas cada año (de hecho, en verano es fácil que la ciudad doble su población), pero que a los indígenas del lugar (al menos a mí) nos falta perspectiva para apreciar como sin duda se merece: forma parte de nuestra cotidianidad, del paisaje que has visto una y otra vez, todos los días; por eso nos resulta extraño ver a los turistas extasiados contemplando lo que para tí es normal. Y con una gastronomía que también forma parte de su atractivo turístico: el cocido maragato (que es más o menos como todos los cocidos, pero más a lo bestia y con la particularidad de que se come al revés, comenzando por las carnes y finalizando con la sopa; somos así de guays), la repostería (mantecadas, hojaldres), el chocolate,… en mi opinión, nada del otro jueves, pero, bueno, ya que la ciudad vive principalmente del turismo, tampoco voy a ser yo el que les pinche el globo.

Esta semana celebra sus fiestas. Cuando vivía allí, era la semana que menos me gustaba del año. Demasiada gente. Demasiado alboroto. Ahora, me encanta que mis hijos vean las mismas marionetas que yo veía cuando era pequeño, los guiñoles de Maese Nicolás (Gorgorito, Rosalinda, la malvada bruja Ciriaca,…. cuántos recuerdos), que corran delante de los gigantes y cabezudos, que estén deseando que lleguen las fiestas para ir a montar en los caballitos, en los castillos hinchables, en el tren de la bruja. Es curioso ver cómo vuelves a disfrutar de la infancia a través de los niños, cuando la infancia comienza a ser un recuerdo lejano.

Así es Astorga en verano. Mucha gente: gente de fuera, multitud de peregrinos (está enclavada en el Camino de Santiago; en realidad, Astorga entera es un cruce de caminos, desde siempre), gente de paso… y gente, como yo, que un buen día se fue pero vuelve de vez en cuando. Mucho ajetreo. Mucho calor. En resumen: una ciudad extraña.

Porque esa no es mi ciudad. La ciudad de mi infancia, la que vive en mis recuerdos, es otra muy distinta. Hecha de inviernos heladores, días de niebla y calles desiertas, barridas por el viento afilado del Teleno. Es una ciudad repleta de niños jugando en el atrio de la Catedral. De chimeneas humeantes. De la Santa Fe de Riancho esparciendo su olor a castañas asadas. Del kiosko de Blas. De Colasa y Juan Zancuda martilleando en la campana del Ayuntamiento para avisar al mundo de que el tiempo sigue pasando. De Pedro Mato vigilando desde la soledad, en el tejado de la Catedral. De las oleadas de reclutas que bajaban a las 5 en punto de la tarde desde el cuartel, en busca de conquistar a nuestras chicas (cómo me fastidiaba esto entonces, cómo lo extraño ahora). Del olor que procedía de los obradores de las fábricas de mantecadas que antes estaban enclavadas en el centro y ahora se han ido a las afueras, dejando a la ciudad huérfana de aquella terrible tentación. De las mujeres sentadas a la puerta de su casa, haciendo los moldes de papel para las mantecadas mientras charlaban con las vecinas. Del colegio en el que aprendí a escribir, del Instituto en el que estudié, de los bares en los que tomé mis primeras cervezas, de los pubs a los que íbamos cuando empezábamos a salir, jugando a ser adultos. De los rincones en los que di mis primeros besos.

Y me resulta muy difícil identificar todo eso con la marabunta de gente que me voy a encontrar este fin de semana. Sigue siendo mi ciudad, pero de una forma muy distinta. Porque el colegio en el que aprendí a leer ya no existe, y la casa en la que crecí hace años que se derrumbó. Porque los niños ya no pueden jugar en el atrio de la Catedral, y el kiosko de Blas ya no parece un kiosko, y Riancho hace años que ya no puede vender castañas asadas. Porque ya no huele a mantecadas por las calles. Porque ya no hay reclutas persiguiendo chicas, y los pubs donde yo solía ir cerraron hace años. Porque los primeros besos quedan ya muy lejanos.

Me sigue gustando ir por allí, de todos modos. Sigue siendo mi ciudad, y me gusta pensar que mis hijos también llegarán a considerarla suya, al menos en parte. Que llegarán a saber que allí tienen un pedacito de sus raíces. Que llegarán a quererla como yo la quiero.

Aunque sepa que es imposible. Que a pesar de que vamos a menudo, ellos ya nunca podrán encontrar mi ciudad, y tendrán que construir la suya, como puedan, donde puedan. Tendrán que fabricar sus propios recuerdos, porque yo no puedo darles los míos. Mi ciudad les queda muy lejos.

Porque ellos viven a 50 km de Astorga. Pero a 30 años de mi ciudad.

viernes, 16 de julio de 2010

MIS PERROS Y YO

Cuando éramos niños, mis dos hermanos y yo no tuvimos perro, pese a que nos hubiera gustado mucho. Y que conste que insistimos (sobre todo mi hermano A. y yo, que somos los mayores), pero dentro de unos límites. Eran otros tiempos, y entonces cuando tus padres te decían “no” un par de veces empezaban a poner una cara que no invitaba precisamente a seguir con el tema, así que nos quedamos sin mascota. Puede que esta carencia afectiva explique alguno de mis traumas, pero ese tema mejor lo dejamos para otro día.

Sin embargo, cuando mi hermano C., el tercero en la línea sucesoria, tenía alrededor de 10 años, nuestros vecinos compraron un perro, y él se encaprichó. Mis padres repitieron la negativa que nos habían dado años atrás a los dos hermanos mayores, y los argumentos que la motivaban. Vivíamos en un piso, sin demasiado sitio para un perro, y menos una bestia parda como la que le gustaba al niño (el perro de los vecinos era una hembra de pastor alsaciano inmensa, con una capacidad infinita para perder toneladas de pelo, además), había que sacarlo a pasear,... Mi hermano, no obstante, insistió, y justo cuando A. y yo estábamos pensando “ahora es cuando le sueltan la bofetada”, y frotándonos las manos ante el previsible espectáculo con todo el amor fraternal del que éramos capaces, mis padres, en un vergonzoso ejercicio de discriminación filial, no sólo no le sacudieron la merecida torta sino que incluso le prometieron que, en cuanto tuviéramos espacio suficiente compraríamos un perro. Supongo que esas son las ventajas de ser el hermano pequeño: los padres van experimentando, perdiendo el miedo; los mayores vamos ablandando las defensas; el pequeño de la casa llega, ve y triunfa.

El caso es que poco tiempo después nos mudamos a un adosado, y ahí la excusa de la falta de espacio ya no tenía sentido. Mi hermano puede ser cargante, pero no es tonto: en cuanto vio que la ocasión era propicia volvió a la carga. Entre eso, y que para mi padre lo prometido es deuda, tuvimos perro. Perra, para ser exactos. Ni siquiera hizo falta comprarla: un amigo se la regaló a mi padre con apenas 15 días de vida, y nosotros nos encontramos de repente con una bolita de peluche, con ojos asustados y gimiendo lastimeramente. Sin la más mínima idea de qué hacer con ella.

Lo primero fue ponerle nombre. No hubo muchas dudas al respecto. La perra de nuestros antiguos vecinos, que fue la que motivó el capricho de mi hermano, se llamaba Yeni, y por lo visto tenía también el nombre asociado a la obsesión por el perro, así que nuestra nueva mascota venía ya, prácticamente, con nombre asignado.

Yeni era un pastor belga de variedad groenendael. Parecida a un pastor alemán, pero en negro, y con el pelo un poquito más largo. Bueno, al principio se parecía más a un osito de peluche. Con ella todo fue una experiencia nueva (era la primera vez que teníamos un bicho en casa) y fuimos aprendiendo juntos, acostumbrándonos a ella mientras ella se acostumbraba a nosotros. Desde el principio fue juguetona, tímida y cariñosa. Según el momento, predominaba una de las tres características. Le gustaba (y a nosotros también) jugar en el patio trasero, y podía pasarse horas tumbada panza arriba mientras la acariciabas en la barriga. Recuerdo pasar tardes enteras en ese patio, en verano, leyendo en una tumbona con los pies encima de Yeni, acariciándola. Y recuerdo esas tardes con muchísimo cariño.

Pero cuando de verdad disfrutaba era cuando salíamos a pasear. Entonces era cuando se transformaba: todo lo que en casa era tranquilidad, fuera se convertía en una fuerza de la naturaleza desatada. No paraba de correr, de husmear, de traerte palos para que se los lanzaras,… era una delicia verla así. Le encantaba pasar mucho tiempo fuera de casa, así que pronto se convirtió en una rutina el alternarse para sacarla a pasear. A veces te apetecía más y a veces menos, sobre todo en invierno. Curiosamente, mi hermano C., el impulsor del asunto, y legalmente el dueño del bicho (era su nombre el que figuraba en los papeles de la perra), después de los primeros meses de novedad pasó tres pueblos de Yeni y creo que fue el que menos tiempo dedicó a pasearla. En cambio mi hermano A. se pasó horas por el monte con ella. A los dos les encantaba pasear, y a los dos les gustaba esa sensación de soledad que sólo se tiene paseando por el monte, así que congeniaron rápidamente. De hecho, en cuanto lo veía por el patio y escuchaba el tintineo de las llaves se ponía como loca: comenzaba a dar saltos, a hacer ruidos raros, y se colocaba junto a la puerta, consumida por la impaciencia mientras mi hermano acababa de calzarse las botas. En esos momentos, daba igual lo que le ofrecieras: ella pasaría olímpicamente de tí, porque prefería salir a pasear con mi hermano sobre todas las cosas. Yo diría que se entendían bien.

Yo la sacaba algo menos, pero también eché mis horas. Sobre todo en verano, cuando solía salir a correr, me la llevaba conmigo. Era menos rato que cuando paseaba con mi hermano, y ella lo sabía, así que nunca demostró el mismo entusiasmo por salir conmigo que por salir con él. Sin embargo, se lo pasaba (nos lo pasábamos) bien. Sin entusiasmo, pero bien.

Cuando salíamos por la ciudad, en cambio, era otra historia. Los coches, la gente, el ruido…. Se desquiciaba, y comenzaba a tirar de la correa y a jadear de una manera angustiosa. Al principio solíamos insistir, para que se acostumbrara, pero no hubo manera. Así que acabamos por desistir, y la práctica totalidad de los paseos de Yeni fueron por el monte (teníamos la ventaja de que vivíamos en las afueras, y con cinco pasos nos plantábamos lejos de la civilización y el asfalto). Y cuando no había otra opción que ir al centro (léase ir al veterinario) el viaje se convertía en una especie de experimento científico para ver qué era más resistente: su cuello, la correa o mi brazo.

Y así pasó el tiempo. Llegamos a conocernos bien. Nosotros a ella, con su carácter, sus costumbres y sus rarezas, y ella a nosotros, sabiendo perfectamente con quién podía permitirse según que alegrías y con quién no. Aunque, de todas formas, siempre se portó bien. Que yo recuerde, sólo hizo dos trastadas en su vida: una, a los pocos meses de estar en casa, cuando le dio por afilar los dientes en una sábana que estaba tendida a secar; la otra, más surrealista, cuando se entretuvo mordisqueando las zapatillas de mi padre mientras éste dormía la siesta en el patio…¡con las zapatillas puestas! (no sé si esto dice más de la sutileza de la perra o de las profundidades abisales del sueño de mi padre).

Hace ya más de 6 años que Yeni murió. Murió de vieja, y quiero pensar que vivió feliz con nosotros. Eran las Navidades de 2003. Yo había ido a casa para pasar las fiestas, y recuerdo el día que me despedí de ella sabiendo que no volvería a verla. Estaba tumbada en el patio (ya apenas podía caminar), me acuclillé junto a ella y le dije adiós. Entonces me miró, con esa mirada que sólo un buen perro puede tener, y no me quedó otro remedio que llorar. Yo, que no soy de lágrima fácil, precisamente. A los dos días, mis padres me llamaron, y me dijeron que ya estaba todo hecho. Me alegré del fin de sus sufrimientos, y deseé entonces, y todavía deseo, que esté pasándoselo bien en el paraíso que a buen seguro tienen los perros en alguna parte (porque, no lo duden, si algún animal se lo merece, son ellos).

Pero mis padres decidieron con buen criterio que aunque el vacío de Yeni sería difícil de llenar, al menos tenían que intentar llenar el espacio físico y el tiempo que ella ocupaba, y qué mejor que con otro bicho de su especie. Quizá habían oído eso de que cuando uno se cae de un caballo lo mejor es volver a montar cuanto antes, y pensaron que lo que vale para un caballo vale para un perro. Así que pasaron un par de meses buscando aquí y allá hasta que trajeron a Lola.
Después de comprobar el carácter afable del pastor belga, querían otro, y, la verdad, aunque Lola no es de pura raza (está cruzada con pastor alemán, y, de hecho, su aspecto es más parecido al alemán que al belga) es también una perra alegre y tranquila. De hecho, es más obediente que su antecesora. Lola llegó a casa cuando era una bola de pelo, con aspecto de osito, pero nunca tuvo la mirada asustada de Yeni. Desde el primer día sus ojos fueron curiosos, alegres, y también desde el primer día Lola se mostró juguetona y feliz. Es una completa payasa, y también es bastante menos tímida que Yeni. También le encantan los paseos largos, interminables, que se pega con mi hermano A., aunque no tiene problema en pasear por la ciudad. Supongo que la experiencia de conocer a los perros tiene algo que ver, y que por eso la hemos educado mejor (sobre todo mi padre, que es el que más tiempo pasa con ella). De hecho, puedes llevarla por cualquier sitio sin correa, y te obedece instantáneamente las órdenes que le des. Algo que, al recordar mis peleas con Yeni y su correa, me parece asombroso.

Lola tiene algo que nunca tuvo Yeni: no ha perdido el carácter de cachorro. Una vez que creció, Yeni se transformó en lo que tenía que ser: un perro. Quiero decir que, incluso dentro de su carácter tranquilo y educado, siempre mantuvo un punto salvaje, siempre tenía su instinto animal cerca de la superficie. En ocasiones daba la sensación de que te respetaba por lealtad, porque tenía claro que eras su amo, cuando lo que de verdad le dictaba su instinto, lo que le pedía el cuerpo, era morder, atacar. Nunca lo hizo, pero podías percibirlo. Con Lola no pasa eso. A pesar de que ahora es ya un perrazo de más de 20 kg, sigue siendo un cachorro. Es vivaracha inquieta, pero nunca te transmite la sensación de estar delante de un animal. Es más bien como jugar con un niño. O con un peluche. Es gamberra, eso si, y a pesar de estar bien educada, hay cosas superiores a ella, como destrozar a mordiscos los cojines que se le ponen en su caseta a modo de cama (lo ha hecho infinitas veces… y me temo que lo seguirá haciendo).

En cualquier caso, es una más de la casa. Como lo fue Yeni. Y es que, una vez que te acostumbras a tener perro, descubres, a nada que lo trates como se merece, que te has ganado un amigo, en toda la extensión de la palabra. Descubres lo que es la lealtad. Descubres que ellos pueden expresar con una mirada cosas que nosotros somos incapaces de explicar con palabras, o con imágenes, y mucho menos con los ojos. Descubres lo reconfortante que es la alegría de tu perro cuando vuelves a casa. Sin condiciones. Sin pedir nada a cambio.

Ahora ya no tengo perro. La casa de mis padres ya no es mi casa, y sus perros ya no son mis perros. Veo a Lola cuando vamos de visita, los fines de semana. Ella nos reconoce, nos identifica como miembros del clan. Juega con los niños, que la adoran (aunque a veces se pone celosa si ve que los achuchas y no hay mimos para ella), y cuando sale de paseo con ellos siempre está atenta y vigilante (ay de aquel que se acerque a los críos con aire sospechoso). Le gusta que la acaricie… pero yo sé que no es mi perro, y ella sabe que no soy su amo. Y hay ocasiones en las que echo de menos esa sensación.

Eran buenos perros, en cualquier caso. Con una estampa muy bonita. Tranquilos y leales. Mejores que muchas personas que conozco, yo incluido.

Creo que echo de menos tener perro. Aunque tal vez sólo las añore a ellas.


La de la foto es Lola. De Yeni no he encontrado una que le haga justicia, así que prefiero no poner ninguna. Pero, créanme, era preciosa.