lunes, 20 de junio de 2011

CLIC: ERES HISTORIA

Era el 5 de septiembre de 1936. En algún lugar de Córdoba. Hacía un calor de mil demonios, pensaba. No soportaba demasiado bien el calor, y la sofoquina andaluza le molestaba. Tampoco pasaba nada, y eso le molestaba todavía más. Tenía su Leica de 35 mm dispuesta, pero no tenía nada que fotografiar. Ningún crimen fascista, ningún acto de heroismo republicano. Nada. Aquel era un día de mierda, definitivamente.


Pero al menos los españoles con los que compartía aquel puesto eran agradables. Gente noble, alegre. Y respiraban optimismo, además. Estaban convencidos de que en poco tiempo acabarían con los rebeldes, y que aquel levantamiento militar, lejos de ser el fin, era el principio. El comienzo de la revolución. La oportunidad que tanto tiempo habían esperado. No hablaba muy bien español (unas pocas palabras, apenas lo justo para identificarse, para encontrar comida y alojamiento y para intercambiar un cigarrillo con los milicianos), pero se las apañaba. Aunque, en general, no entendiese demasiado de las largas historias que aquellos tipos bajitos, morenos y correosos le contaban, llevados por el entusiasmo de poder explicar su visión de la vida a alguien como él.


Algunas veces, sin embargo, la comunicación era inequívoca. Como ahora, cuando uno de aquellos tipos, Paco, creía que se llamaba (allí todos se llamaban Paco o Pepe) le estaba haciendo señas para que le sacara una foto mientras simulaba disparar su fusil. Míster, foto, ¿si? Paco, o Pepe, o como fuera que se llamara aquel fulano, apuntaba con su fusil hacia ninguna parte, hacia aquel vacío indefinido frente a ellos, ladera abajo, donde se suponía que estaban los rebeldes. ¿Foto, míster? ¿Si? ¿Por qué no?, pensó. A fin de cuentas, allí no pasaba nada, y estaba aburrido. Así que le hizo un gesto de asentimiento a Paco y cogió la cámara. Apuntó y le tiró una foto. Y después otra. Y otra más. Paco se levantó, entonces, y adoptó una pose triunfante, fusil en alto. Aquella era una buena foto, pensó mientras enfocaba la figura recortada sobre el cielo azul: un republicano feliz de defender a su país; una figura humilde y heroica, vestida de blanco y calzada con alpargatas; un buen español. Clic: ya eres historia, Paco.


Pronto se sumaron otros. A todos les gustaba llamar su atención. Él era el fotógrafo extranjero, había venido a España para contarle al mundo lo que pasaba allí. Les encantaba posar para él. A veces se preguntaba qué pensaban aquellos hombres cuando estaban frente a su cámara. Algunos componían una expresión adusta, solemne. Otros, en cambio, se ponían a hacer el payaso, como si en vez de estar en una zona de guerra estuvieran en la fiesta de su pueblo, pasándolo bien entre amigos, bromas y vino. ¿Quién entendía a los españoles?


El caso es que aquello empezó a degenerar, y lo que había comenzado siendo una sesión de fotos a un miliciano pronto se convirtió en una especie de reportaje gráfico de unas maniobras que podían pasar por un combate auténtico: hombres avanzando, saltando trincheras, disparando cuerpo a tierra, cayendo abatidos, rodando por el suelo… Disparó un buen número de veces. Algunas de aquellas fotos podían ser realmente buenas. Al fin y al cabo, él era bueno en su oficio. Y aquella no era una mala manera de pasar la mañana.


De repente, sonó un disparo. Nadie supo de dónde había surgido, pero consiguió disipar en un instante todo aquel ambiente de jolgorio que se había montado en torno a su cámara. Los hombres se agazaparon de nuevo en la trinchera, y el buen humor se esfumó. Hubo quien se animó a contestar al disparo, apuntando al buen tun tun. Él continuó con la cámara preparada, por si acaso conseguía obtener una buena foto, pero no hubo suerte. Aquel disparo fue el único que les hicieron. Si es que se lo hicieron a ellos, que tampoco podía estar seguro de eso. Después de un rato, a medida que se iba convenciendo de que aquel no iba a ser su día, comenzó a relajarse. Se acomodó como mejor pudo en la trinchera, y se dispuso a dejar pasar el tiempo, tratando de ignorar el bochorno. No sintió nada especial. Si alguien le hubiera dicho que aquella mañana cordobesa había atravesado sin saberlo las puertas de la Historia, se hubiera reído con ganas. O hubiera pensado que estaba borracho, que hubiera sido lo más normal.


Estaba de vuelta en Madrid, a mediados de Octubre, cuando su mujer le trajo, junto con la correspondencia y el suministro de material de aquel mes, algunos ejemplares de prensa extranjera. Entre ellos, un ejemplar de la revista francesa Vu, fechado el 23 de Septiembre. En ella, ilustrando un artículo sobre la guerra en España, estaba una de las fotos que había hecho aquel día en el bochorno cordobés, mientras los milicianos jugaban a ser soldados. El artículo se titulaba “Cómo caen”. La ironía le hizo sentir algo extraño en su interior. La cara de Gerda, sin embargo, estaba radiante.


-Te dije que usar el nuevo nombre era una buena idea. Un fotógrafo americano le cae mejor a las revistas.


-Tenías razón.


-Siempre la tengo. Pero no pareces contento.


-Intentaba recordar el nombre del tipo de la foto. No era Paco, ni Francisco, pero era algo parecido.


-¿Qué más da? Los nombres españoles son imposibles. Lo importante es que nos han pagado bien, Bandi. Y esto es sólo el principio, ya verás. Vamos a hacernos famosos.


Sonrió tímidamente. Aunque no fuera tan expresivo como ella, no podía decir que estuviese triste. El dinero nunca venía mal. Y aquella foto publicada podía ser un espaldarazo a su carrera. Le hubiera gustado que la foto hubiera sido especial, pero no podía quejarse. Apenas había pasado un par de meses en España y ya había publicado en portada. Debería sentirse eufórico. Y sin embargo…


-Federico, creo. O algo así. Pero lo llamaban distinto. Tino, o Tano. No lo recuerdo bien.


Gerda lo miró de nuevo.


-Bandi, olvídate de él. Lo has convertido en inmortal. ¿Qué importa su nombre? Vamos a celebrarlo.


Se rindió ante su pragmatismo., y decidió que lo más sensato era hacerle caso y disfrutar del momento. En caso de duda, lo mejor siempre era hacer caso a Gerda. Ella siempre tenía razón. Aunque nunca le hubiera dicho que el triunfo podía dejar en la boca aquel extraño sabor a ideales traicionados.




Siguió haciendo fotos. Era lo único que sabía hacer, y lo hacía bien. Siguió haciendo fotos mientras el mundo parecía hundirse a su alrededor. Pero, para entonces, aquel sabor incómodo de los primeros meses se había quedado atrás: el truco era mirar el mundo a través del objetivo. Detrás de la lente, todo estaba bien. Allí no llegaba la locura, ni la desesperación. Era un buen truco. Un truco de reportero experto: no intentes comprender, no te impliques. Sólo haz fotos. Haz buenas fotos.


Hacía mucho tiempo de aquello. Casi creía haberlo olvidado. Pero no, seguía allí, enterrado en algún lugar de su memoria. Esperando tan sólo el momento oportuno para volver a la luz. Como ahora. Se preguntó por qué lo recordaba precisamente ahora, casi veinte años después, cuando ya hacía mucho tiempo que había dejado el oficio de fotógrafo de guerra. Quizá era por haber vuelto a ejercer, aunque fuera de manera esporádica (no había podido decir que no a aquel favor que le habían pedido). O quizá era aquel maldito calor de Indochina, tan parecido al de Córdoba, y a la vez tan distinto. Sea como fuere, allí estaba de nuevo. Le hubiera gustado que Gerda estuviera con él. Juntos otra vez, como en los viejos tiempos. Pero Gerda se había ido hacía mucho tiempo. Un día parecido a aquel. También hacía mucho calor. Era Julio de 1937, cerca de Madrid. Una baja más en aquella guerra. Una muerte absurda, bajo las cadenas de un tanque. Había llegado su hora, simplemente. Siempre había pensado cuánto le hubiera gustado que ella hubiera sobrevivido hasta ver aquella foto de Córdoba en la portada de la revista Life. Los americanos la habían publicado a principios de mes, pero Gerda cayó antes de que la revista hubiera tenido tiempo de llegar a España. Algunas cosas, se dijo, siempre llegaban demasiado tarde.


Seguía pensando que nunca se acostumbraría al calor cuando notó que pisaba algo raro. Fue entonces cuando el tiempo comenzó a correr mucho más lento de lo normal. O tal vez fueron sus pensamientos los que empezaron a ir más deprisa. El caso es que en aquel breve instante se agolparon en su cabeza un montón de imágenes, de sensaciones. Una vida entera.


Pensó: Mierda, es una mina.


Pensó: Clic: ya eres historia, Endre, amigo.


Pensó: Ha sido una buena vida, después de todo. Corta, pero intensa. Y éste es un buen final.


Pensó: No quiero morir.


Pensó: Nunca volveré a ver la Avenida Andrássy, ni la Plaza de los Héroes, ni la Isla Margarita.


Pensó: Ésta sería una buena foto: el fotógrafo de guerra cayendo. Así es como caen…


Entonces oyó una especie de explosión sorda, como algo que viniera de muy lejos. Sintió un tirón en las piernas, y todo se fundió en negro.


Pensó: Así que es esto lo que se siente.


Pensó: Ojalá Gerda estuviese aquí: se hubiera sentido orgullosa del americano que inventamos a medias.


Pensó: Nadie podrá decir que mis fotos no son buenas por no haber estado lo suficientemente cerca.


Pensó: Ahora me acuerdo: Federico Borrell García. Taino, lo llamaban. Aquel tipo de Córdoba que jugaba a la guerra y me convirtió en leyenda.


Pensó: Algunas cosas siempre llegan demasiado tarde.


Y eso fue todo.


Era el 25 de Mayo de 1954. Robert Capa, nacido Endre Ernö Friedmann, se convertía en el primer corresponsal de una revista americana que moría en Vietnam. El mundo perdió un gran fotógrafo. La fotografía ganó una leyenda.




PS: Han pasado casi 75 años desde el día en que se tomó esa foto. En ese tiempo, la foto se ha convertido en un icono del siglo XX, en un símbolo de la lucha contra el totalitarismo y del sacrificio del pueblo en defensa de la libertad. Puede que nada fuese como yo lo he contado: multitud de estudios demuestran sin ningún lugar a duda que el miliciano de la foto es realmente Federico Borrell García, el Taino, fotografiado en Cerro Murriano (Córdoba) mientras cae muerto, alcanzado por una bala rebelde; multitud de historiadores han demostrado, tan indudablemente como los otros, que el miliciano de la foto no es Federico el Taino, y que no cae alcanzado por una bala, y que la foto no está tomada en Cerro Murriano, sino lejos del frente...


Aunque, naturalmente, también pudo suceder así. O de forma muy parecida.


De todos modos, no estoy seguro de que esos detalles importen. Porque, en cualquier caso, la foto ya es historia.


Esa clase de historia que no siempre escriben los vencedores.

martes, 14 de junio de 2011

DE MAYOR QUIERO SER INGLÉS

Aquí seguimos, viajando hacia el futuro a la escalofriante velocidad de 365 días por año. Aclaro, para los afectos de conspironía (dícese de la paranoia en la que todos piensan que formo parte de una conspiración mundial en la que siempre hablo en plan irónico; sí, me lo acabo de inventar, ¿qué pasa?) que lo digo totalmente en serio: para mí es una velocidad excesiva. Me falta tiempo para pensar en las cosas que pasan a mi alrededor, y eso es algo que me impide comprender el mundo en el que vivo. Probablemente sea culpa mía (en 39 años todavía no he sido capaz de comprenderme a mí mismo), pero tengo desde hace tiempo la sensación de que vivimos demasiado rápido, generando más Historia de la que somos capaces de digerir.



Pero el caso es que uno es lento y agradece tener un instante para reflexionar. Para que se hagan una idea, les ilustro con una anécdota (probablemente apócrifa, pero tampoco vamos a ponernos exquisitos, a estas alturas). En 1988, un periodista que estaba entrevistando a Deng Xiaoping, presidente de la República Popular China, que por aquel entonces estaba intentando modernizar el país (léase sacarlo de la Edad Media), le preguntó qué pensaba del espíritu de la Revolución Francesa (1789). Ya saben, abajo el tirano, liberté, egalité, fraternité, alonsanfansdelapatrí, lulú, c’est moi y todo eso. El tipo meditó unos segundos antes de contestar: “Todavía es demasiado pronto para sacar conclusiones”. A partir de aquello, Deng Xiaoping se convirtió en mi ídolo. Un tío que necesita doscientos años para valorar si algo es bueno, malo o regular. Era más que mi ídolo: era mi alma gemela. Hubiera puesto un poster suyo en mi habitación, de no haber sido tan rematadamente feo (y de no haber tenido las paredes ocupadas ya con posters de señoritas exuberantes, ligeras de ropa y con pinta de no estar en absoluto preocupadas por las consecuencias que hubiera traído o dejado de traer la Revolución Francesa). Durante aquella etapa de mi vida, me hubiera gustado ser chino. Hasta me aficioné al arroz.



Pero todo pasa. Al año siguiente los chinos demostraron que seguían sin llegar a conclusiones claras sobre la revolución gabacha cuando mandaron los tanques a Tian’anmen, y claro, ser chino pasó a estar mal visto. Como ser español sólo mola cuando ganamos el Mundial de Fútbol, y por aquella época eso quedaba… ¿cómo decirlo?... lejos, comencé a buscar otra nacionalidad adoptiva. Por aquellos tiempos lo que molaba era ser norteamericano (pero de Estados Unidos, ¿eh? Canadá era, y es, un poco como Teruel: existe, pero nadie tiene muy claro dónde). Sin embargo, encontré que pasar del imperialismo chino al imperialismo yanqui sin estaciones intermedias podía ser un poco traumático. Ya les he dicho que soy lento. Así que, como las barras y las estrellas no me acababan de convencer, seguí buscando.



Entonces conocí a un tipo singular. Fue en la terapia. Allí todos lo eran, naturalmente. Menos yo, que, ejem, pasaba por allí. Aquel leía cosas raras. Muy raras. Pero, lo más sorprendente, parecía gustarle. Al menos, el tipo se reía mucho. También parecía aprender un montón de cosas interesantes en aquellos libros raros. Siempre tenía una teoría poco común acerca de todo. Comenzó a caerme bien el día en que, en medio de una discusión sobre si el holocausto nazi había sido amoral o inmoral, él propuso considerar la cuestión en términos no morales, sino prácticos: independientemente de que aquello estuviera bien o mal, lo que siempre quedaría en el debe de los diseñadores de la Solución Final sería el no haber sacado el máximo provecho de la faena. ¿Cómo?, le preguntamos. Comiéndose a los judíos, contestó. Como nadie supo qué decir, el tipo interpretó el silencio como una licencia para desarrollar la teoría: aquello solucionaba a la vez el problema judío y el problema del hambre en Alemania. A mí me dio qué pensar. Por lo visto, a los médicos también, pero por otro lado, porque le calzaron ipsofácticamente una camisa de fuerza. A última hora intentó escabullirse diciendo que la teoría no era suya, que eso ya lo había dicho un tal Johnatan Swift, aplicado a los niños irlandeses, hacía más de doscientos años, pero eso no le libró de que le doblaran la dosis de Haloperidol.



Pero la curiosidad me había picado. Sin que nadie me viera, comencé a leer yo también aquellos libros. Aunque sabía que me arriesgaba a acabara dopado hasta las cejas, con una camisa de fuerza y pensando que era Napoleón, decidí arriesgarme. Porque, naturalmente, a mí no me iban a afectar. Yo podía dejarlo cuando quisiera. Yo controlaba. Le mangué unos cuantos libros y me puse a ello, pero no entendí nada. Ni jota. En parte, supongo, porque eran conceptos demasiado profundos para mí, y en parte, estoy seguro, porque estaban en inglés y yo no tenía ni puta idea de la lengua de Shakespeare (no siempre he sido el vasto pozo de conocimiento inútil que soy ahora).



Aquello me sirvió de acicate para aprender inglés y empezar a interesarme por todo lo que viniera de Inglaterra (hoy se diría inmersión cultural, pero por aquel entonces, las únicas inmersiones de las que se tenía noticia eran las del profesor Cousteau, surcando los mares a bordo del Calypso). Fue así como conocí, por ejemplo, a mi adorado Thomas de Quincey (quien, por cierto, está presente en el subtítulo del blog), a mi siempre admirado G.K. Chesterton, a mi odiado Winston Churchill, y, por encima de todos, a mi nunca suficientemente loado Oscar Wilde. En otra escala, también a Benny Hill, Mr. Bean y Margaret Thatcher. Nada es perfecto.



El caso es que entre libros, películas y televisión, descubrí a los ingleses. Gente con sus rarezas, cierto. Cabe achacarles una cierta tendencia al alcoholismo y al puterío, pero tampoco creo que nos puedan enseñar demasiado a los españoles en esos temas. Tienen también una extraña propensión a inventar deportes absurdos como el polo o el criquet (aunque también supieron inventar, supongo que movidos por la mala conciencia que les dejó haber alumbrado esas cosas de nenazas, deportes recios y viriles como el fútbol, el rugby o el boxeo). Los hijos de la Gran Bretaña tenían también una curiosa relación con los animales: criaban con mimo perros, caballos y palomas, para luego pasárselo pipa viendo como los perros luchaban a muerte, disparándole a las palomas o haciendo que los caballos se reventaran o se partieran las piernas en carreras de locos, saltando setos. Una vez más, nada demasiado aberrante, y si no que se lo digan a nuestros toros, o a las cabras que hacen puenting sin cuerda desde los campanarios patrios el día del patrón. Los ingleses parecían, después de todo, gente corriente.

Pero, eso sí, tenían un sentido del humor que molaba. Precisamente porque no parecía sentido del humor. O tal vez era que se manejaban con los tiempos cambiados: siempre parecían hablar en serio cuando decían chorradas, pero siempre parecían estar de fiesta cuando decían cosas serias. Quizá el sentido del humor sea lo que mejor define la idiosincrasia de un país. Porque no en todos los sitios nos reímos de las mismas cosas, ni de la misma manera. Cada uno se ríe a su modo: siendo cínicos, o despiadados, o (ay) chabacanos. Tal vez lo que me fascinó de los ingleses (bueno, de algunos ingleses) y yo entendía como sentido del humor sea tan solo la manera de ser inglés. Esa mezcla indefinible (e inimitable) de cinismo, fatalidad, flema y buenos modales que caracterizan al gentleman que todos hemos querido ser alguna vez, y que cada día estamos más lejos de llegar a ser.



A lo largo del tiempo, hay un montón de citas o anécdotas, relacionadas de alguna forma con los ingleses, que se han quedado en mi memoria. Todas con un denominador común que se podría resumir en una palabra: serácabrónelinglésesteesomehubieragustadodecirloamí (sí, ésta también me la he inventado, hoy tengo el día tonto). Por ejemplo, cuentan que Lord Palmerston, patriotero donde los haya, consiguió el non plus ultra del chauvinismo cuando un francés intentó ser amable (una de las cosas que mejor hacen los franceses, después de ser desagradables; y del vino y el paté) y le dijo: “Qué gran país, el suyo. De no ser francés, me gustaría haber nacido en Inglaterra”. Palmerston le respondió: “De no ser inglés, a mí también me hubiera gustado haber nacido en Inglaterra”.



Cuentan, también, que cierto día que un nuevo parlamentario de su grupo acudía por primera vez a un debate en la Cámara, Churchill, veterano en mil batallas, le pasó un brazo por los hombros y le traspasó, con una sola frase, toda la sabiduría acumulada en décadas de politiqueo:”Joven, los que se sientan enfrente son los rivales; los que se sientan a su lado son los enemigos”.



Sin embargo, mi preferida es una algo menos conocida (aunque igual de apócrifa, que aquí otra cosa no, pero igualdad sí que hay: todas la citas son igual de dudosas) que ilustra perfectamente no sé si la manera de ser inglesa (la famosa flema y todo eso), pero, desde luego, sí la manera en la que a mí me gustaría hacer las cosas. Se dice que John Profumo, ministro de Defensa británico, que se estaba percutiendo a una churri que, a su vez, se beneficiaba a un agregado de la embajada rusa, al que le contaba todos los secretos que el inglés le susurraba tiernamente en sus ratos de pasión, supo un viernes que todo el asunto se iba a publicar en el Westminster Confidential, y que se iba a armar la de Dios. Su comentario fue: “Caramba, eso podría ser un grave problema para el próximo lunes”.



Me gusta ese carácter, qué le vamos a hacer. Si tuviera que decir cual es el motivo, no sabría. Así que tendría que copiar alguna frase de ese gran filósofo llamado Oscar Wilde. Porque, a pesar de haber pasado a la historia como dramaturgo y mariposón de pro, Wilde era en realidad un filósofo. Y de los buenos. Enric González afirma que un criterio fiable a la hora de valorar a un filósofo es pensar si uno sería capaz de prestarle dinero; coincido con él en que es un buen criterio, pero, así como él se lo prestaría a Spinoza, yo se lo prestaría a Wilde. Seguramente ninguno de los dos recuperaría su dinero, pero me consta que Wilde se lo gastaría en vicios, que es casi lo mejor que se puede hacer con el dinero. Como diría, muchos años después, ese otro gran filósofo inglés que fue George Best (curiosamente, tampoco pasó a la historia por su filosofía, sino por su habilidad jugando al fútbol): “He gastado mucho dinero en alcohol, mujeres y coches; el resto, lo malgasté”.



Y supongo que, puestos a buscar frases sentenciosas, no sería demasiado difícil encontrar una adecuada para cualquier situación en el repertorio de Wilde. Un tipo que demostró que, al contrario de lo que creemos los españoles, que tenemos un cierto problema con los antónimos (y con el sentido del ridículo, pero ese es otro tema), lo divertido no es lo opuesto de lo serio, sino de lo aburrido. Un tipo que fue capaz de escribir las más agudas definiciones acerca del amor ("Uno debería estar siempre enamorado; por eso no deberíamos casarnos"), las relaciones padres-hijos ("Los hijos comienzan por amar a sus padres; cuando crecen, los juzgan; y si viven lo suficiente acaban por perdonarlos") o la naturaleza humana ("Perdona a tu enemigo: no hay nada que lo enfurezca más") desde un impecable cinismo ("El cinismo es ver las cosas como son y no como uno quiere que sean") y una capacidad de observación portentosa ("Un tonto nunca se repone de un éxito"). No sé ustedes, pero ante alguien así yo me saco el sombrero. Y si le presto dinero, será en la seguridad de que sabrá gastarlo mejor que yo. Adoro a Wilde (pero sin mariconadas, ¿eh?).



Así que, después de mucho meditarlo, lo tengo decidido. Cuando sea mayor, quiero ser inglés. Viviré en Londres, compraré el Daily Telegraph a diario y lo leeré tomando un té en un club amueblado con madera y cuero, donde todavía no permitan la entrada a las mujeres y se pueda fumar, y donde comentaré con los otros members que el mundo está fatal, y que con la reina Victoria vivíamos mejor.



Y, a la hora del almuerzo, nos tomaremos una copa de oporto y nos zamparemos un niño irlandés, tierno y sabroso.



God save the Queen.