Aquí seguimos, viajando hacia el futuro a la escalofriante velocidad de 365 días por año. Aclaro, para los afectos de conspironía (dícese de la paranoia en la que todos piensan que formo parte de una conspiración mundial en la que siempre hablo en plan irónico; sí, me lo acabo de inventar, ¿qué pasa?) que lo digo totalmente en serio: para mí es una velocidad excesiva. Me falta tiempo para pensar en las cosas que pasan a mi alrededor, y eso es algo que me impide comprender el mundo en el que vivo. Probablemente sea culpa mía (en 39 años todavía no he sido capaz de comprenderme a mí mismo), pero tengo desde hace tiempo la sensación de que vivimos demasiado rápido, generando más Historia de la que somos capaces de digerir.
Pero el caso es que uno es lento y agradece tener un instante para reflexionar. Para que se hagan una idea, les ilustro con una anécdota (probablemente apócrifa, pero tampoco vamos a ponernos exquisitos, a estas alturas). En 1988, un periodista que estaba entrevistando a Deng Xiaoping, presidente de la República Popular China, que por aquel entonces estaba intentando modernizar el país (léase sacarlo de la Edad Media), le preguntó qué pensaba del espíritu de la Revolución Francesa (1789). Ya saben, abajo el tirano, liberté, egalité, fraternité, alonsanfansdelapatrí, lulú, c’est moi y todo eso. El tipo meditó unos segundos antes de contestar: “Todavía es demasiado pronto para sacar conclusiones”. A partir de aquello, Deng Xiaoping se convirtió en mi ídolo. Un tío que necesita doscientos años para valorar si algo es bueno, malo o regular. Era más que mi ídolo: era mi alma gemela. Hubiera puesto un poster suyo en mi habitación, de no haber sido tan rematadamente feo (y de no haber tenido las paredes ocupadas ya con posters de señoritas exuberantes, ligeras de ropa y con pinta de no estar en absoluto preocupadas por las consecuencias que hubiera traído o dejado de traer la Revolución Francesa). Durante aquella etapa de mi vida, me hubiera gustado ser chino. Hasta me aficioné al arroz.
Pero todo pasa. Al año siguiente los chinos demostraron que seguían sin llegar a conclusiones claras sobre la revolución gabacha cuando mandaron los tanques a Tian’anmen, y claro, ser chino pasó a estar mal visto. Como ser español sólo mola cuando ganamos el Mundial de Fútbol, y por aquella época eso quedaba… ¿cómo decirlo?... lejos, comencé a buscar otra nacionalidad adoptiva. Por aquellos tiempos lo que molaba era ser norteamericano (pero de Estados Unidos, ¿eh? Canadá era, y es, un poco como Teruel: existe, pero nadie tiene muy claro dónde). Sin embargo, encontré que pasar del imperialismo chino al imperialismo yanqui sin estaciones intermedias podía ser un poco traumático. Ya les he dicho que soy lento. Así que, como las barras y las estrellas no me acababan de convencer, seguí buscando.
Entonces conocí a un tipo singular. Fue en la terapia. Allí todos lo eran, naturalmente. Menos yo, que, ejem, pasaba por allí. Aquel leía cosas raras. Muy raras. Pero, lo más sorprendente, parecía gustarle. Al menos, el tipo se reía mucho. También parecía aprender un montón de cosas interesantes en aquellos libros raros. Siempre tenía una teoría poco común acerca de todo. Comenzó a caerme bien el día en que, en medio de una discusión sobre si el holocausto nazi había sido amoral o inmoral, él propuso considerar la cuestión en términos no morales, sino prácticos: independientemente de que aquello estuviera bien o mal, lo que siempre quedaría en el debe de los diseñadores de la Solución Final sería el no haber sacado el máximo provecho de la faena. ¿Cómo?, le preguntamos. Comiéndose a los judíos, contestó. Como nadie supo qué decir, el tipo interpretó el silencio como una licencia para desarrollar la teoría: aquello solucionaba a la vez el problema judío y el problema del hambre en Alemania. A mí me dio qué pensar. Por lo visto, a los médicos también, pero por otro lado, porque le calzaron ipsofácticamente una camisa de fuerza. A última hora intentó escabullirse diciendo que la teoría no era suya, que eso ya lo había dicho un tal Johnatan Swift, aplicado a los niños irlandeses, hacía más de doscientos años, pero eso no le libró de que le doblaran la dosis de Haloperidol.
Pero la curiosidad me había picado. Sin que nadie me viera, comencé a leer yo también aquellos libros. Aunque sabía que me arriesgaba a acabara dopado hasta las cejas, con una camisa de fuerza y pensando que era Napoleón, decidí arriesgarme. Porque, naturalmente, a mí no me iban a afectar. Yo podía dejarlo cuando quisiera. Yo controlaba. Le mangué unos cuantos libros y me puse a ello, pero no entendí nada. Ni jota. En parte, supongo, porque eran conceptos demasiado profundos para mí, y en parte, estoy seguro, porque estaban en inglés y yo no tenía ni puta idea de la lengua de Shakespeare (no siempre he sido el vasto pozo de conocimiento inútil que soy ahora).
Aquello me sirvió de acicate para aprender inglés y empezar a interesarme por todo lo que viniera de Inglaterra (hoy se diría inmersión cultural, pero por aquel entonces, las únicas inmersiones de las que se tenía noticia eran las del profesor Cousteau, surcando los mares a bordo del Calypso). Fue así como conocí, por ejemplo, a mi adorado Thomas de Quincey (quien, por cierto, está presente en el subtítulo del blog), a mi siempre admirado G.K. Chesterton, a mi odiado Winston Churchill, y, por encima de todos, a mi nunca suficientemente loado Oscar Wilde. En otra escala, también a Benny Hill, Mr. Bean y Margaret Thatcher. Nada es perfecto.
El caso es que entre libros, películas y televisión, descubrí a los ingleses. Gente con sus rarezas, cierto. Cabe achacarles una cierta tendencia al alcoholismo y al puterío, pero tampoco creo que nos puedan enseñar demasiado a los españoles en esos temas. Tienen también una extraña propensión a inventar deportes absurdos como el polo o el criquet (aunque también supieron inventar, supongo que movidos por la mala conciencia que les dejó haber alumbrado esas cosas de nenazas, deportes recios y viriles como el fútbol, el rugby o el boxeo). Los hijos de la Gran Bretaña tenían también una curiosa relación con los animales: criaban con mimo perros, caballos y palomas, para luego pasárselo pipa viendo como los perros luchaban a muerte, disparándole a las palomas o haciendo que los caballos se reventaran o se partieran las piernas en carreras de locos, saltando setos. Una vez más, nada demasiado aberrante, y si no que se lo digan a nuestros toros, o a las cabras que hacen puenting sin cuerda desde los campanarios patrios el día del patrón. Los ingleses parecían, después de todo, gente corriente.
Pero, eso sí, tenían un sentido del humor que molaba. Precisamente porque no parecía sentido del humor. O tal vez era que se manejaban con los tiempos cambiados: siempre parecían hablar en serio cuando decían chorradas, pero siempre parecían estar de fiesta cuando decían cosas serias. Quizá el sentido del humor sea lo que mejor define la idiosincrasia de un país. Porque no en todos los sitios nos reímos de las mismas cosas, ni de la misma manera. Cada uno se ríe a su modo: siendo cínicos, o despiadados, o (ay) chabacanos. Tal vez lo que me fascinó de los ingleses (bueno, de algunos ingleses) y yo entendía como sentido del humor sea tan solo la manera de ser inglés. Esa mezcla indefinible (e inimitable) de cinismo, fatalidad, flema y buenos modales que caracterizan al gentleman que todos hemos querido ser alguna vez, y que cada día estamos más lejos de llegar a ser.
A lo largo del tiempo, hay un montón de citas o anécdotas, relacionadas de alguna forma con los ingleses, que se han quedado en mi memoria. Todas con un denominador común que se podría resumir en una palabra: serácabrónelinglésesteesomehubieragustadodecirloamí (sí, ésta también me la he inventado, hoy tengo el día tonto). Por ejemplo, cuentan que Lord Palmerston, patriotero donde los haya, consiguió el non plus ultra del chauvinismo cuando un francés intentó ser amable (una de las cosas que mejor hacen los franceses, después de ser desagradables; y del vino y el paté) y le dijo: “Qué gran país, el suyo. De no ser francés, me gustaría haber nacido en Inglaterra”. Palmerston le respondió: “De no ser inglés, a mí también me hubiera gustado haber nacido en Inglaterra”.
Cuentan, también, que cierto día que un nuevo parlamentario de su grupo acudía por primera vez a un debate en la Cámara, Churchill, veterano en mil batallas, le pasó un brazo por los hombros y le traspasó, con una sola frase, toda la sabiduría acumulada en décadas de politiqueo:”Joven, los que se sientan enfrente son los rivales; los que se sientan a su lado son los enemigos”.
Sin embargo, mi preferida es una algo menos conocida (aunque igual de apócrifa, que aquí otra cosa no, pero igualdad sí que hay: todas la citas son igual de dudosas) que ilustra perfectamente no sé si la manera de ser inglesa (la famosa flema y todo eso), pero, desde luego, sí la manera en la que a mí me gustaría hacer las cosas. Se dice que John Profumo, ministro de Defensa británico, que se estaba percutiendo a una churri que, a su vez, se beneficiaba a un agregado de la embajada rusa, al que le contaba todos los secretos que el inglés le susurraba tiernamente en sus ratos de pasión, supo un viernes que todo el asunto se iba a publicar en el Westminster Confidential, y que se iba a armar la de Dios. Su comentario fue: “Caramba, eso podría ser un grave problema para el próximo lunes”.
Me gusta ese carácter, qué le vamos a hacer. Si tuviera que decir cual es el motivo, no sabría. Así que tendría que copiar alguna frase de ese gran filósofo llamado Oscar Wilde. Porque, a pesar de haber pasado a la historia como dramaturgo y mariposón de pro, Wilde era en realidad un filósofo. Y de los buenos. Enric González afirma que un criterio fiable a la hora de valorar a un filósofo es pensar si uno sería capaz de prestarle dinero; coincido con él en que es un buen criterio, pero, así como él se lo prestaría a Spinoza, yo se lo prestaría a Wilde. Seguramente ninguno de los dos recuperaría su dinero, pero me consta que Wilde se lo gastaría en vicios, que es casi lo mejor que se puede hacer con el dinero. Como diría, muchos años después, ese otro gran filósofo inglés que fue George Best (curiosamente, tampoco pasó a la historia por su filosofía, sino por su habilidad jugando al fútbol): “He gastado mucho dinero en alcohol, mujeres y coches; el resto, lo malgasté”.
Y supongo que, puestos a buscar frases sentenciosas, no sería demasiado difícil encontrar una adecuada para cualquier situación en el repertorio de Wilde. Un tipo que demostró que, al contrario de lo que creemos los españoles, que tenemos un cierto problema con los antónimos (y con el sentido del ridículo, pero ese es otro tema), lo divertido no es lo opuesto de lo serio, sino de lo aburrido. Un tipo que fue capaz de escribir las más agudas definiciones acerca del amor ("Uno debería estar siempre enamorado; por eso no deberíamos casarnos"), las relaciones padres-hijos ("Los hijos comienzan por amar a sus padres; cuando crecen, los juzgan; y si viven lo suficiente acaban por perdonarlos") o la naturaleza humana ("Perdona a tu enemigo: no hay nada que lo enfurezca más") desde un impecable cinismo ("El cinismo es ver las cosas como son y no como uno quiere que sean") y una capacidad de observación portentosa ("Un tonto nunca se repone de un éxito"). No sé ustedes, pero ante alguien así yo me saco el sombrero. Y si le presto dinero, será en la seguridad de que sabrá gastarlo mejor que yo. Adoro a Wilde (pero sin mariconadas, ¿eh?).
Así que, después de mucho meditarlo, lo tengo decidido. Cuando sea mayor, quiero ser inglés. Viviré en Londres, compraré el Daily Telegraph a diario y lo leeré tomando un té en un club amueblado con madera y cuero, donde todavía no permitan la entrada a las mujeres y se pueda fumar, y donde comentaré con los otros members que el mundo está fatal, y que con la reina Victoria vivíamos mejor.
Y, a la hora del almuerzo, nos tomaremos una copa de oporto y nos zamparemos un niño irlandés, tierno y sabroso.
God save the Queen.
8 comentarios:
Enric González..no es inglés pero mola mil.
"Historias de Londres"..otro gran libro suyo.
Puestos a adoptar otro país no sería una mala opción, no señor.
El humor inglés es brillante y yo creo que es porque se ríen de ellos mismos, que es un buen punto para empezar.
Pues siento disentir, pero ni de coña. Nunca viviría en un país en el que la gente se emborracha más veces solos y en su casa que en el bar y con amigos. No way.
Una entrada muy lograda.
El humor inglés nunca se ha sabido apreciar. Porque no se ha leido. Hay un par de libros de Ronal Dahl(si el de la fábrica de chocolate) que son geniales y muestran muy bien la forma de ser de los ingleses: La venganza es mia s.a. y génesis y catastrofe
Bueno, mientras iba avanzando en este post (gracias por haberlo escrito, te diría un inglés), me iba emocionando pensando malditocazurrodeloscohonesporquénoloheescritoyo!
NO puedo estar más de acuerdo con todo, con tu amor a Wilde y tu descubrirte del todo ante el humor inglés, que, en contra de lo q se ha escrito por arriba, creo q es conocido y reconocido mundialmente. En españa, país d ehumor burdo donde los haya... tenemos mucho mucho mucho q aprender...
Wilde me dejó estaqueada con el retrarto de dorian gray en COU.. y así siguió. Ahí van algunas d emis quotes favoritas:
"Wicked women bother one; good women bore one; that is the only difference between them".
o "Life is far too important a thing ever to talk seriously about it" o
"Nothing succeeds like excess".
Seamos excesivos. O por lo menos, intentémoslo.
Adoro a Wilde (pero sin mariconadas, ¿eh?).
¿Ves? no te has podido dejar la burda impronta española detrás --- hoy no puedes ser inglés - Firmado: un heterosexual anglófilo.
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