viernes, 31 de diciembre de 2010

ADIOS, 2010

Así, como sin querer, nos hemos plantado en el 31 de Diciembre. El día en el que esta bolita (achatada por los polos) compuesta por tierra, agua y detritos variados completa una nueva revolución alrededor del Sol. Para el viaje ha necesitado 365 días (y algunas horas, pero redondeemos), el periodo que los humanos llamamos un año. Este que hoy acaba, concretamente, hace el número 2010 desde que a alguien se le ocurrió empezar a contarlos tomando como punto de inicio el nacimiento de un niño en Galilea, en unas desafortunadas condiciones de saturación hotelera (ridículo, sí, pero por algún sitio hay que empezar a contar).

Ha sido el año en el que España, para asombro de propios y extraños, ha ganado el Mundial de Fútbol, lo que resulta tan espectacularmente incomprensible que supongo que bastará para recordar este año para siempre. Pero ha sido también el año de la crisis, de ver como muchas cosas se derrumbaban alrededor, de locales cerrados, de los parados (gente paseando, con las manos en los bolsillos, con cara de circunstancias). Ha sido el año del miedo (al futuro, al presente) y de la rabia (por un pasado estúpido, por aquellos polvos que ahora traen estos lodos). Ha sido el año en el que todos hemos perdido la poca inocencia que pudiera quedarnos. Aunque, por supuesto, nos queda todavía un poco de esperanza. Ya saben, es lo último que debe perderse.

En lo personal, ha sido un año peculiar. Ha sido el año en el que descubrí los blogs, e incluso me decidí a abrir uno (sé que he llegado con cierto retraso al mundo blog, pero mi vida se podría resumir como llegar perpetuamente tarde, a todo; en cualquier caso, no hay que llegar primero, hay que saber llegar). Ha sido un año en el que me he aburrido, me he asustado, me he peleado con el mundo y conmigo mismo, me he agobiado, me he estresado, me he vuelto a aburrir, me he vuelto a estresar… Pero acabo el año bien, equilibrado, sin (mucho) estrés, sin aburrimiento. Con las cosas más claras que hace 365 días. En paz conmigo mismo (el mundo tendrá que esperar). Y moderadamente feliz. Así que no me quejo, porque podría haber sido mucho peor.

Por eso, pese a todo, pese a todo lo que ha pasado este año, estoy de buen humor. Así que voy a desconectar por unos instantes mi habitual misantropía para desearles a todos que el próximo año sea mejor (mucho, infinitamente mejor) que el que hoy acaba. Para todos, y en todos los sentidos, por pedir que no quede.

Disfruten de la próxima vuelta alrededor del sol. Abróchense los cinturones.
Y crucen los dedos, porque no hay salidas de emergencia, el piloto está borracho y los controladores en rebeldía.

Feliz 2011.

viernes, 17 de diciembre de 2010

A NUEVOS TIEMPOS, NUEVOS LEMAS

Al hilo de lo que contaba el otro día respecto a la diferencia entre contar cosas (narrar) y contar cosas (ya saben, uno, dos, tres…), me ha venido a la cabeza una reflexión (las reflexiones son así, atacan sin avisar, en cuanto te ven despistado), una duda, una inquietud: ¿para qué coño sirven los homónimos [1]?

Y es que, si lo piensan, son una cosa curiosa, los homónimos. Siempre me ha fascinado esa cabezonería por llamar de la misma manera a dos cosas totalmente distintas. Como si no hubiera nombres suficientes en el mundo. O como si no se pudieran inventar nombres nuevos, caso de ser necesario (o incluso sin serlo, véase el ataque de creatividad que les ha dado a los académicos de la lengua últimamente, por ejemplo). Y, para acabar de arreglar las cosas, tenemos los sinónimos, por si nos apetece llamar a la misma cosa de mil formas distintas. Alegría.

Lo malo es que uno empieza con una reflexión así de simple, y luego la cosa se va liando. Porque llevaba varios días con el tema de los académicos en la cabeza, pensando si decir algo o callarme para siempre, pero he llegado a la conclusión de que si no lo digo reviento, y como la sangre sale muy mal de las paredes, pues lo digo: ¿a qué viene cambiar los nombres de las letras, eliminar tildes diacríticas, etc? ¿Es una maniobra para amoldar los conocimientos al nivel de la gente, visto que la gente no está por la labor de amoldar su nivel a los conocimientos?

No es que el tema me afecte muy directamente, porque no me gano la vida escribiendo, y una tilde de más o de menos no me va a cambiar la vida, pero la verdad es que me jode. Para qué negarlo. En el colegio, tiempo ha, tuve una profesora de lenguaje firme defensora del método del palo y la zanahoria. Pero por lo visto el día que explicaron lo de la zanahoria ella no había ido a clase, o no cogió apuntes, o vaya usted a saber, y eso se tradujo en que aprender a escribir correctamente me costó mis buenos capones, pero al final conseguí redactar (más o menos) y a escribir sin faltas de ortografía, al menos de manera sistemática (paralelamente, y supongo que por un mecanismo de adaptación al medio, desarrollé también un extraordinario grosor en los huesos de la cabeza y una considerable resistencia al dolor, pero ese es otro tema y no viene al caso). Hasta hoy, yo había dado por bien empleados aquellos capones, pero, claro, ahora la cosa cambia. Porque si dentro de nada el corrector de Word me va a llenar la pantalla de rojo en cuanto se me escapen las palabras escritas como siempre las he escrito, no puedo evitar pensar que para este viaje no hacían falta semejantes alforjas. Cambiar los hábitos, la manera en la que he escrito toda la vida, va a ser muy difícil. Así que, encima de la cara de tonto que se me ha quedado, voy a acabar pasando por un rebelde gramatical, como si fuera un anarquista semántico (sección María Moliner, columna Lázaro Carreter). Y nada más lejos de la realidad, oigan, que soy de naturaleza más bien dócil.

Pero esto es a título personal. Cosas mías. Sin embargo, me asaltan unas dudas más o menos razonables: ¿qué va a pasar con los libros que se editen a partir de ahora? ¿Y con los ya editados? ¿Pasarán a ser rarezas, incunables, objetos de estudio para paleolexicógrafos y otros eruditos? ¿Acabaremos hablando un lenguaje cada vez más alejado del canon, o tendremos que volver a estudiar las reglas gramaticales para evitar que el castellano del siglo XXII se parezca al actual como un huevo a una castaña?

Y lo divertidas que van a ser las clases de lenguaje, a partir de ahora (porque todavía enseñan eso en las escuelas, ¿verdad?). Porque entre el actual clima de relajo disciplinario (por llamarlo de alguna manera) existente en las aulas y el comprensible rebote que se puede pillar cualquier alumno en las presentes circunstancias (oiga, que ayer esta palabra estaba bien y hoy me la ha puesto mal, a ver si nos aclaramos), no se extrañen si más de un profesor de lenguaje acaba medio linchado por una turba de alumnos vociferantes cuando estos vean frustradas sus ansias de conocimientos por esta arbitraria variabilidad de criterio. Al tiempo.

En cualquier caso, ole los cojones de los señores académicos, digan que sí, que cuando uno está en racha (recuerden el ritmo que llevan poniendo cosas raras en el diccionario, desde bluyín a cederrón, pasando por cultureta) hay que aprovecharla. Que la inspiración es muy suya, y una vez que se va, a saber cuándo vuelve.

La única pega es que habrá que cambiar el lema del sitio, porque lo de Limpia, fija y da esplendor no casa bien con la política actual de la institución. Vale que a estas alturas lo de fijar nada estuviera jodido, lo de limpiar no te cuento y de dar esplendor mejor ni hablemos, no se vaya a molestar alguna minoría susceptible, pero, coño, si los académicos se aburren podían buscar otro entretenimiento y dejar de vacilar con el diccionario. En fin, a lo que íbamos, que desde mi humilde púlpito propongo como nuevo lema la vieja consigna de Si no puedes con tu enemigo, únete a él.

Hala, ya lo he dicho.
[1] Gracias por la corrección, Niño. Un lapsus mental (habitual en mí, por otra parte: ya te puedes hacer idea de la cantidad de capones que tuve el placer de disfrutar en mis años colegiales).

miércoles, 15 de diciembre de 2010

PONGA UNA CRISIS EN SU VIDA

Tuve una vez un profesor que nos decía que un hombre sensato es aquel que trata de adaptarse al mundo, y que, por el contrario, un hombre insensato es el que intenta que el mundo se adapte a él. Así pues, concluía mi querido profe (valga el oxímoron), el progreso se debe a los hombres insensatos. Luego, cuando en los exámenes yo cometía alguna insensatez que él, por lo visto, consideraba poco progresista, me clavaba un suspenso y se quedaba tan ancho. Pero no le guardo demasiado rencor: una incoherencia la tiene cualquiera. En cualquier caso, esto no tiene nada que ver con el tema del que yo quería hablar, que es la crisis. La nunca suficientemente valorada crisis.


Algún ente de los que tengo por compañeros en el curro (no lo tengo identificado, porque, acertadamente, ha preferido cometer la tropelía desde la comodidad del anonimato), ha puesto en el tablón de anuncios de la oficina un papelote en el que sale una foto del señor Albert Einstein, de profesión sus genialidades, al lado de un discursito que el susodicho supuestamente dijo en su día acerca de la crisis y que a mi, me van a perdonar, me parece una completa soplapollez. Pasen y vean:


No pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo.
La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países porque la crisis trae progresos.
La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura.
Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar 'superado'.
Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones.
La verdadera crisis es la crisis de la incompetencia.
El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones.
Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos.
Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia.
Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo.
En vez de esto trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora que es la tragedia de no querer luchar por superarla.

Aunque reconozco la buena voluntad de intentar animar a la tropa y convencer al personal de que la crisis es “una bendición”, y no puedo sino valorar los tremendos huevos que hacen falta para poner algo semejante en un nido de mileuristas hipotecados como nuestra oficina, la verdad es que Einstein nunca escribió semejante gilipollada (creo, que tampoco me he leído todo lo que escribió y dijo este señor). Lo único que escribió Alberto el Despeinado que se le podría parecer mínimamente (echándole mucha voluntad, cierto es) fue una pequeña reflexión, en su ensayo The world as I see it, en la que ponderaba lo bien que le había sentado centrar su vida en cosas como el esfuerzo y la búsqueda de la verdad antes que en la fácil complacencia de la felicidad. O sea, esto:

Nunca he visto la comodidad y felicidad como fines en sí mismos —a esta base crítica la llamo el ideal de la pocilga. Los ideales que han iluminado mi camino, y una vez tras otra me han dado valor para enfrentarme a la vida con alegría, han sido Amabilidad, Belleza y Verdad. Sin el sentimiento de parentesco con hombres de mente similar, sin la ocupación con el mundo objetivo, en lo eternamente inalcanzable en el campo de los esfuerzos artísticos y científicos, la vida me hubiese parecido vacía. Los objetivos banales de los esfuerzos humanos —posesiones, éxito exterior, lujo— me han parecido siempre deleznables.

De todos modos, si quieren que les sea sincero, tampoco me hubiera extrañado que el genial físico hubiera proferido semejante desatino, porque no conviene olvidar que la genialidad rara vez abarca la totalidad de la existencia de un hombre (sin ir más lejos, ni siquiera yo soy perfecto en todo), de manera que se puede ser un físico estupendo y un completo indocumentado cuando uno se mete a hablar de lo que no sabe. Incluso, puestos a ser críticos, se podría hasta cuestionar la trayectoria científica del personaje en cuestión, que siendo muy jovencito formuló una teoría que luego se pasó toda la vida intentando refutar (sin éxito). Ole la coherencia.

En cualquier caso, alguien ha hecho una interpretación muy libre del mensaje de Einstein, la ha transformado en la sandez correspondiente y nos la ha vendido por internet firmada por el tío Alberto. Que ya se sabe que todas las opiniones son respetables, pero, dependiendo de quién las haya dicho, unas son mucho más respetables que otras. Y si lo dice Einstein, cómo no va a ser verdad: si quiere usted progresar y realizarse, ponga una crisis en su vida.

Pero, qué quieren que les diga. A mí me parece que las cosas no son así. Que la indolencia es el estado natural del ser humano, y que las crisis sólo son una putada considerable que nos obligan a apretar el culo mientras esperamos que escampe para poder volver a nuestra indolencia habitual. Que no digo que unos glúteos firmes no sean un beneficio a tener en cuenta en algunos casos, entiéndanme, pero que, así en términos generales, a mí las crisis no me compensan.
Así que, con su permiso, voy a desaprovechar esta bendita oportunidad de superación personal que la banca internacional, la incompetencia gubernamental y la malvada estupidez humana, ex aequo, me brindan tan gentilmente, y voy a aprovechar, en cambio, para ciscarme en la crisis y en todos sus putos muertos.

Y para rogarles a los banqueros ninjas, a los ministros de economía y trabajo, y, en general a todos los que han hecho (por acción u omisión) de la especulación salvaje y del trabajar en negro una manera de vivir, que en lo sucesivo intenten preocuparse un poco menos por mi realización personal y profesional (si ven que se aburren, que jueguen al Monopoly, hagan sudokus o practiquen el sexo tántrico, que tiene pinta de ser muy entretenido). Porque, aunque les parezca mentira, yo no necesitaba esta maravillosa crisis para ser feliz.

Será que soy conformista.

Qué le vamos a hacer.