viernes, 30 de abril de 2010

MAGIA

Si ha habido un deportista que haya conseguido emocionarme, ese ha sido Earvin Johnson. Más conocido por su apodo, “Magic” Johson no fue sólo un jugador excepcional, divertido, espectacular: también cambió para siempre el destino de un deporte, algo que muy pocos han podido hacer a lo largo de la historia. Y lo hizo, además, cuando yo era un tierno adolescente que aún creía en los héroes, lo que le mantendrá para siempre en el nº 1 de mis mitos deportivos de todos los tiempos.

Descubrí el baloncesto, la NBA y a Magic casi al mismo tiempo, mediada la década de los 80. Era la época del boom del baloncesto en España. La selección acababa de ser plata olímpica (¡plata olímpica!) en Los Angeles, y por todas partes proliferaban canastas, convirtiendo las pistas deportivas, antaño monopolizadas por el fútbol, en una curiosa mezcolanza de jugadores, balones, atuendos…


En aquella época comenzó a emitirse un programa los viernes por la noche, en un impresentable horario de madrugada, que se convirtió pronto en un objeto de culto para unos cuantos mitómanos noctámbulos: Cerca de las Estrellas. Comandado por el simpar Ramón Trecet, emitía un partido de la NBA, invitaba como comentarista a algún famosete al que le gustara el baloncesto y charlaban de las figuras más relevantes de la liga americana, que es tanto como decir de los mejores jugadores mundiales, de largo.








Era la época dorada de la NBA. Durante la década de los 70, la liga había languidecido, bajando año tras año la asistencia de espectadores a las canchas y las audiencias televisivas. Pero, a principios de los 80, todo cambió: impulsada por la rivalidad entre dos equipos míticos, los Boston Celtics en la Costa Este y Los Angeles Lakers en la Costa Oeste, la NBA se convirtió en pocos años en un fenómeno mundial, que trascendió el papel de un mero acontecimiento deportivo para convertirse en la mejor propaganda del American Way of Life. Y el motivo principal fue la irrupción en la liga de dos jugadores que llevaban maravillando al país desde que eran unos críos y jugaban en el instituto: por un lado, Larry Bird, de French Lick, Indiana, que recaló en los Boston Celtics; por el otro, Earvin “Magic” Johnson, de Lansing, Michigan, que fue a parar a Los Angeles Lakers. Ya hablaremos de Bird más adelante; hoy es el turno de Magic.


Magic creció en Lansing, una ciudad en la periferia de Detroit, en una familia obrera que había emigrado desde el sur. Desde su más corta edad destacó por su altura, y salvo una breve incursión en el fútbol americano en la escuela, pronto se decantó por el baloncesto. Para cuando llegó al instituto, Earvin Johnson ya era conocido más allá de las fronteras del estado de Michigan. Los periódicos comenzaron a mandar corresponsales a los partidos del equipo del instituto para ser testigos, un día tras otro, de las proezas de aquel espigado chaval que hacía lo que quería dentro de la pista.


Porque Johnson hacía de todo: era un tipo alto, que dominaba el juego cerca de la canasta, pero también podía botar el balón como un base bajito, y tenía una habilidad para el pase fuera de lo común. A esto se le unía una velocidad y un sentido del espectáculo que pocas veces se había visto antes, así que, efectivamente, la sensación que dejaba ver un partido suyo era la de haber asistido a algo mágico.


Por eso un periodista de Lansing le propuso comenzar a utilizar ese apodo, cuando Johnson tenía 16 años: “¿Qué te parece si te llamo Magic?” “¿Magic? Muy bien, como quieras”, fue la despreocupada respuesta de un chico que no sabía todavía que sería conocido por ese apodo el resto de su vida, en todo el mundo.


Para cuando cumplió 18 años, el estado de Michigan se movilizó en pleno para lograr que Magic jugara en la universidad local, Michigan University, un gigante a nivel nacional, con una gran tradición deportiva. Había otras ofertas, como jugar en Indiana University, a las órdenes de Bobby Knight, una leyenda viviente. Sin embargo, la parte sentimental pesó más que cualquier otro argumento, y Magic acabó jugando en la (relativamente) pequeña Michigan State University. Estaba cerca de casa, y había visto los partidos de los Spartans (apodo del equipo) desde pequeño, soñando con ser uno de ellos algún día. Ese día había llegado, y Magic lo vivió como un sueño.


Contagió su entusiasmo a sus compañeros, y el primer año mejoraron de manera increíble el record de victorias del año anterior. El segundo, cuando Magic tenía 20 años, llegaron a la final, contra el equipo del otro jugador que atraía la atención del país: la Indiana State de Larry Bird. Más que un partido entre dos equipos, aquello se planteó como un duelo entre las dos estrellas emergentes, un cara a cara entre Magic y Bird. Ganó Magic 75-64. La leyenda comenzaba.


Al año siguiente Magic anunció su decisión de dejar la universidad e incorporarse a la NBA. Y tuvo la suerte de que fueran Los Angeles Lakers los que se hicieran con sus servicios: un equipo mítico, con un gran jugador (Kareem Abdul Jabbar) y en renovación, lo que suponía una ventaja para que un novato pudiera disfrutar de minutos. Magic los tuvo desde el primer momento, y no defraudó: contagió a sus compañeros, aburrió a sus rivales y asombró a un país que nunca antes había visto algo semejante. Aquel novato descarado, desgarbado y con una eterna sonrisa en la cara, podía jugar de base, de alero, tirar de lejos, rebotear, pasar,…. Lo hacía todo, y lo hacía todo bien. Y, además, lo hacía espectacularmente bonito.


El punto culminante de su temporada de debut fue en el sexto partido de las finales de la NBA. Los Lakers jugaban contra los Sixers de Philadelphia, un tremendo equipo en aquellos años. Kareem, el jugador más importante de los angelinos, se lesionó al final del quinto partido, aunque aún fue capaz de ganarlo para su equipo y dejarlo en ventaja de 3 a 2. Los Lakers sólo necesitaban ganar uno más para ser campeones. Pero Kareem no podría jugar el siguiente, y sin él nadie apostaba nada por los Lakers. Excepto Magic.


En el vuelo rumbo a Philadelphia para jugar el 6º partido, decidió sentarse en el asiento que habitualmente ocupaba Kareem, y animó a sus compañeros con una de las frases que le gustaba soltar de vez en cuando, quizá como recuerdo de sus años de DJ en la universidad: “Hey, guys, no fear. EJ is here” (Hey, chicos, sin miedo: aquí estoy yo). Nadie le tomó en serio. Hicieron mal.
Porque Magic jugó posiblemente el mejor partido de su vida, y eso es mucho decir. Jugó como base, como alero y como pívot. Encestó, pasó y reboteó. Anotó 42 puntos, cogió 15 rebotes, dio 7 pases de canasta a sus compañeros y robó 3 balones. Los Lakers ganaron el partido y el campeonato, y Magic, en su primer año en la liga, obtuvo el premio de mejor jugador de las finales y el reconocimiento mundial.


A partir de ahí, una carrera plagada de éxitos, el mayor de los cuales fue dejar su impronta en el deporte que amaba. Ganó 4 campeonatos más, en el 82, 85, 87 y 88. Fue elegido 3 veces mejor jugador de la liga (MVP), y otras 3 veces mejor jugador de las eliminatorias finales. Se hinchó a meter puntos. Dio asistencias para aburrir. Y fue el artífice de que los Lakers y el baloncesto se convirtieran en sinónimo de diversión, transformando la década de los 80 en el famoso Showtime ( tiempo de espectáculo).


Además de los títulos oficiales, estadísticos, Magic atesora otras perlas en su currículum. Con él los Lakers ganaron por primera vez en la historia unas finales a su archienemigo los Boston Celtics (en 1985; los californianos habían perdido nada menos que 7 finales ante los orgullosos verdes, y estaban un poco acomplejados). Con él los Lakers lograron ser el único equipo en la historia que consiguió ganar un partido decisivo y hacerse con el título en casa del eterno rival, el mítico pabellón Boston Garden (en 1987, con una jugada clave de Magic, un gancho imitando al famoso gancho de Kareem que le dio la victoria a su equipo). Con él en el equipo, Kareem pudo prolongar su vida deportiva hasta los 40 años, convirtiéndose en una leyenda viva cuya contemplación fue un privilegio para espectadores de distintas generaciones. Y cuando el equipo comenzó a parecerse a un geriátrico, a finales de la década, y tuvo que ceder ante el empuje de las nuevas estrellas de la liga (el empuje de los Bad Boys, los vuelos de Air Jordan), Magic se convirtió en el paradigma del pundonor, del jugador de equipo, de la estrella que odia perder, que lucha hasta la extenuación en pos de la victoria, sin que nada más importe. Aunque parecía increíble, fue en esos años cuando hizo sus mejores números, cuando jugó su mejor baloncesto, cuando fue impresionante verlo dentro de una cancha. Cuando Magic dejó de ser un jugador de baloncesto. Porque durante un par de años, Earvin Johnson, el genio de Lansing, el mago, se convirtió en el baloncesto.


Magic se retiró a principios de la temporada 91-92, cuando se descubrió que era portador del virus del SIDA. Volvió durante un breve periodo para ganar la medalla de oro olímpica en Barcelona 92, formando parte de lo que probablemente sea el mejor equipo que verán los tiempos, el Dream Team (equipo de ensueño). Y después de eso, la magia se acabó.


A lo largo de más de una década, Magic me hizo enamorarme de un deporte que antes apenas conocía. Me alegré con sus triunfos, y me entristecieron sus derrotas. Pero siempre me sentí contagiado de su entusiasmo, de su amor por el juego. Por eso, no puedo describir con palabras lo que hizo Magic: la única palabra que describe la magia es magia, y no es suficiente.


Así que, señoras y señores, abróchense los cinturones. Con todos ustedes, su excelencia Earvin “Magic” Johnson. La magia. El baloncesto en estado puro. Que lo disfruten.







¿A que mola?



jueves, 29 de abril de 2010

ORGANIZACIÓN LABORAL




Resulta que en la empresa en la que trabajo hay gente que tiene costumbres raras. Pero raras de cojones, no se vayan a pensar que son simples hobbies, no.



Hay un tipo que tiene transformada su furgoneta en una tienda de campaña con ruedas, y se dedica a irse los fines de semana al monte, en plan autista, “para estar solo”, dice él (curioso, porque de lunes a viernes no habla con nadie y va todo el día a su bola).



Otro se pasa sus horas libres ayudando a un amiguete en su negocio, echándole una mano detrás de la barra, transportando mercancía, esas cosas. Lo cual no sería raro si no fuera porque el negocio en cuestión es un puticlub y la mercancía,… bueno, ya saben. Él dice que su amigo le paga en especie, y debe ser cierto, porque cuanto más curra más relajado se le ve.



Otro colecciona coches viejos. No, antiguos no: he dicho viejos. No llegan a antiguos, pero si el propósito es dar el cante, lo consigue sobradamente. El tipo viene a trabajar en un Porsche, o en un Masseratti, o en una barchetta Ferrari… O, cuando las joyas de su colección hacen crack (cosa que sucede con cierta frecuencia), en un Ibiza, igual de viejo pero, ciertamente, menos glamouroso.



Y luego hay otros y otras que se complacen en jugar por las noches a la ruleta rusa biológica de la reproducción humana, y de repente se preñan. Pese a tener yo mismo dos hijos (o quizá precisamente por eso) no deja de sorprenderme esa alegre inconsciencia con la que la gente se embarca en estos viajes que duran toda la vida. Pero, bueno, hay que entender que los picores de la primavera, o los fríos del invierno, ex aequo con la penosa programación televisiva en horario nocturno, tienen estas cosas. Uno se aburre, se va a la cama y pasa lo que pasa.



Y lo que pasa es que cuando se preña una de nuestras queridas y hasta entonces no suficientemente valoradas compañeras, se desencadena el caos laboral. Porque resulta que, por un extraño azar organizativo que ninguna otra empresa que yo conozca (dejemos a un lado las instituciones públicas, que eso es otro mundo) ha sido capaz de imitar, en nuestra empresa somos todos total y absolutamente insustituibles, así que cuando nuestra querida compañera, afecta de un bombo del calibre 12, decide que ya no puede más y se coge la baja, para ir a su casa a prepararle el nido al bicho no nato, nos encontramos con que no hay nadie en plantilla que sepa hacer lo que hacía nuestra embarazadísima compañera. Nadie en una plantilla de casi 200 personas, ojo.



Pues eso mismo ha pasado recientemente. Una de nuestras chicas se ha tenido que ir a preparar el feliz acontecimiento y nos hemos encontrado con que su puesto, que es básicamente de atención telefónica a los proveedores y gestión de compras, no hay quien lo ocupe. Y se ha montado un pollo de tamaño considerable.



Desde Recursos Humanos echan la culpa a la organización del departamento de Producción, tradicionalmente oscurantista y autárquico. Producción alega (con razón) que el puesto en cuestión cae fuera de sus atribuciones, y que corresponde más bien al departamento comercial y/o al departamento de administración resolver la papeleta. Y administración devuelve la pelota a recursos humanos remitiéndose a que las funciones de recursos humanos consiste en diseñar los puestos de trabajo y delimitar sus funciones, previendo adecuados sustitutos para cada uno. El departamento comercial, como de costumbre, no sabe, no contesta. Yo, que gracias a Dios tengo un puesto absolutamente periférico en el organigrama, veo los toros desde la barrera, alternando ratos en los que me troncho con días en los que me invaden las ganas de llorar.



Y así han ido pasando un par de semanas. Visto el sindiós en que se había convertido el tema, se decidió poner, por el artículo 33, a una pobre chica, con una experiencia limitada en un área sólo levemente parecida a la del puesto en cuestión, a desempeñar las tareas de la futura mamá. Con el agravante de que debe hacer en media jornada lo que su compañera, con 4 años en el puesto, hacía en la jornada completa. Ante esa situación, los resultados no se han hecho esperar. Llamadas de proveedores descontentos, retrasos en la facturación, retrasos en los registros del sistema, crispación general, miradas de odio entre los responsables de los distintos departamentos,…. Vamos, lo normal en cualquier empresa.



En mitad del lío, nadie se ha preocupado por echarle un cable a la pobre chica. Ni siquiera por preguntarle cómo lo lleva. Todos la están usando como excusa cuando alguien les echa la culpa de algo (“claro, es que la chica nueva no se entera de nada”, “es que esta chica lo está liando todo”) y nadie se preocupa de ayudarla ni de buscar una solución. Así que me temo que la cosa acabará como siempre: ella se inflará de esta situación absurda, se cogerá una baja por cualquier chorradilla, y las cabezas pensantes que ahora se odian a muerte no tendrán más salida que sentarse, estudiar el tema y buscar una solución. Solución que encontrarán a los 5 minutos, y saldrán de la reunión con una sonrisa de oreja a oreja, encantados de haberse conocido, sintiéndose los salvadores del mundo y olvidando antiguas rencillas, como si toda la vida hubieran sido amigos del alma.



En el proceso, puede que la empresa pierda algún proveedor, puede que algún proveedor pierda algún dinero y puede que nuestra querida compañera pierda algo de su salud mental. Daños colaterales, ya se sabe.
Pero, ¿y lo que nos hemos reído mientras tanto, eh?

miércoles, 28 de abril de 2010

HISTORIAS DE LA PUTA MILI (I): GETTYSBURG, 1863

Dado que almaceno en mi cabeza un número ingente de curiosas anécdotas de géneros y temas variados, y que contarlas contribuye sobremanera a aliviar mi proverbial aburrimiento, hay una de esas historietas que se me viene a la cabeza hoy (no me pregunten por qué; hace mucho tiempo que renuncié a comprender mis procesos mentales, y si quieren un consejo, deberían hacer lo mismo, así que callen y lean). Y como dispongo del tiempo necesario para contarla y del aburrimiento suficiente para que me apetezca, pues allá va.

Como todos los buenos cuentos, comenzaremos por poner en antecedentes al personal. Érase una vez un país en el que sus habitantes se encontraron, hacia 1860, con que tenían ciertas diferencias acerca de la manera de entender la economía, la igualdad de la gente de color negro y, en general, el libre mercado de mano de obra. La historia dio en llamarlos, a unos, Estados Unidos de América, conocida por los amigos como la Unión, el Norte, los Federales o, para los más preocupados por la estética, los del uniforme azul. A sus rivales se les conoció por Estados Confederados de América, la Confederación para los amigos, el Sur, los grises,… lo que ustedes prefieran.

Los dos clanes decidieron que sus diferencias no se iban a resolver discutiendo sobre una mesa, así que acudieron, como cualquier nación civilizada, al campo de batalla. Esto provocó un descenso de la oferta de varones jóvenes en el país, junto con un pingüe negocio para los madereros, enterradores y otros miembros del negocio de las pompas fúnebres. Vamos, lo que se viene llamando la Guerra Civil Americana, o guerra de Secesión. Dicho en plata, entre 1861 y 1865 los ciudadanos de los Estados Unidos, por aquel entonces menos unidos que nunca, dejaron de lado chorradas como cultivar algodón y fabricar cosas y se dedicaron a jornada completa a darse la del pulpo, como buenos hermanos (ah, las guerras civiles, con su pasión, su odio…). Y, sorprendentemente, el Sur, que partía como outsider, pronto se adelantó en el marcador, consolidando después su ventaja y amenazando con terminar el partido por la vía rápida. Esto era lo que menos le convenía al Norte, que, como buen favorito cuando es vapuleado contra pronóstico, comenzó con una táctica dilatoria de gran solera entre los militares de todas las épocas, conocida como “yo no sé nada, sólo pasaba por aquí”. Es decir, que comenzaron a echarse las culpas de las sucesivas debacles unos a otros, con lo cual el mando fue pasando de unas manos a otras, las ofensivas se paralizaban antes de empezar, los ejércitos tan pronto avanzaban como retrocedían y el sentimiento de derrota comenzó a asentarse firme y decididamente sobre el ánimo de las tropas federales.

En uno de estos vaivenes, el General Robert E. Lee, comandante en jefe de los ejércitos del Sur, decidió darse un paseo por el Norte, a ver cómo estaba el patio. Llegó hasta Pennsylvania (que es como decir que llegó hasta la puerta de la cocina), donde se encontró con el ejército Federal en el bonito pueblo de Gettysburg, famoso en su época por ser un importante nudo de enlace de ferrocarril, y en épocas posteriores por el pifostio que montaron entre el propio Lee y su homónimo de la parte Norte, el general George G. Meade. El caso es que a los del Sur la cosa de pegar tiros no se les daba mal, y los dos primeros días empezaron ganando, como solían. Hasta que arrinconaron a las fuerzas unionistas en una elevación a las afueras del pueblo, Cemetery Hill. Allí tendría lugar el desastre más grande de la guerra, para el Sur, cuando la infantería confederada, al mando del general George Pickett, cargó contra las posiciones del Norte en lo alto de Cemetery Hill, después de un tremendo bombardeo artillero que pretendía ablandar las defensas federales y que, sin embargo, no consiguió su objetivo. La consecuencia fue que los 14.000 hombres que protagonizaron la Carga de Pickett se encontraron con una defensa terrible, que los diezmó con fuego de artillería y fusilería, y que el ejército del Sur se dejó en aquella colina cerca de 7.000 hombres que no pudo reemplazar, lo que contribuyó de manera decisiva a decantar la balanza de la guerra hacia el norte.

Pero, ¿por qué la artillería sudista no destrozó la defensa norteña, o al menos no les causó más daño del que realmente les causó? La respuesta puede estar en una chapuza que hubiera firmado cualquier nacido entre Gibraltar y los Pirineos, de puro surrealista como resulta. Vamos a ello.

En aquella época la artillería utilizaba una especie de proyectil explosivo al que era preciso colocar una mecha que se encendía antes de cargar el proyectil en el cañón. Calculando la duración de la mecha, se podía ajustar el disparo para que el proyectil estallara sobre las posiciones enemigas, esparciendo la metralla y, digamos, haciéndoles desagradable la estancia en los parapetos. El ejército sudista tenía su producción de mechas para la artillería centralizada en un arsenal de Richmond (Virginia), la capital del Sur, que, casualmente, sufrió un serio incidente unos 4 meses antes de la batalla (una explosión o algo así; las fábricas de explosivos, ya se sabe…) Eso provocó que la producción de mechas se trasladara a un nuevo arsenal, en Charleston (Carolina del Sur), con nuevos maestros artilleros que produjeron, según su propia receta magistral, unas mechas de una duración distinta. De lo cual, por supuesto, informaron a alguien. Y ese alguien informó a alguien, y ese a otro alguien,….hasta que, en algún punto de la cadena, alguien se olvidó de informar al siguiente alguien, y la nueva duración de las mechas no llegó a conocimiento de los oficiales que mandaban la artillería en Gettysburg. Como consecuencia de la mayor duración, las mechas hicieron que los proyectiles sudistas sobrevolaran las defensas federales, para asombro y alivio de los soldados del norte, y fueran a explotar muy lejos a sus espaldas, donde no hicieron un daño sustancial.

Así que ahí tenemos al amigo Pickett y sus 14.000 seguidores, creyendo que van a avanzar sobre unas ruinas humeantes, cuando de repente se encuentran con que les viene encima una granizada de plomo que no la salta un torero. Sin nadie a quien protestar, a quien decirle “a ver, oiga, que aquí hay un error, los que les vamos a pasar por la piedra somos nosotros, hagan el favor de estarse quietos y no disparar”, lo mejor de la infantería del sur fue literalmente masacrada aquella tarde. Un pequeño detalle, un simple comentario de algún oficial de intendencia, algo así como “ah, por cierto, las nuevas mechas duran el doble en consumirse” pudo cambiar la historia de la guerra.

Pero nadie hizo ese comentario, y aquella tarde de Gettysburg desapareció para siempre la aureola de invencibilidad del General Lee. Y, con ella, el sueño del Sur.

Menos mal que esas cosas en España no pasan, verdad?

martes, 27 de abril de 2010

PENSAMIENTO LATERAL


Conozco a una persona que usa mucho este término de pensamiento lateral. Concretamente, lo usa aplicado a sus procesos mentales, que, a partir de los mismos datos la lleva a conclusiones totalmente distinta de las del resto de los mortales. Como también me incluía a mí en lo de la lateralidad, se convirtió en una expresión por la que siento una extraña familiaridad, de manera que me hace activar las alertas cada vez que la escucho. Y eso me ha hecho darme cuenta de la cantidad de gente que habla del pensamiento lateral.

Pensamiento lateral es una expresión acuñada en los años 60 por Edward de Bono, un psicólogo inglés que introdujo el término en uno de sus múltiples libros. Por lo visto, es de esos profesionales, tan abundantes en su ramo, que no disfrutan escuchando los problemas de los demás y deciden crearlos, directamente. El señor de Bono es un prolífico escritor que ha popularizado términos como entrenamiento para pensar, etiquetas cognitivas, pensamiento lateral,… sin los cuales seguramente el mundo hubiera seguido girando y la gente de bien hubiera tenido menos motivos para odiar los libros.

Sin embargo, a pesar de ser un término más o menos popular, la mayoría de la gente no sabe qué es exactamente el pensamiento lateral. Y se suele poner, en muchas ocasiones, como alternativa al pensamiento lógico o racional. Nada más lejos de la realidad. El pensamiento lateral es, ni más ni menos, que un pensamiento creativo, que buscar soluciones alternativas, nuevos usos para los medios con los que contamos para la resolución de un problema. Pero siempre usando la lógica, no ignorándola o saltándola a la torera.

Un ejemplo que explica muy bien la esencia del pensamiento lateral viene dado por una anécdota, no sé si apócrifa, que algún gracioso anónimo colocaba con cierta frecuencia en el tablón de las notas de mi escuela de ingeniería. La historieta nos contaba que un profesor estaba decidido a suspender a un estudiante de física que en un examen había contestado de manera poco usual a la pregunta: ¿Cómo mediría la altura de un edificio muy alto con la ayuda de un barómetro?

La respuesta convencional, que era la que seguramente esperaba el profesor, era midiendo la presión atmosférica al nivel del suelo y en la azotea del edificio. Dado que la presión atmosférica decrece proporcionalmente a la altura sobre el suelo, la diferencia de presiones medidas nos daría la altura del edificio. Sin embargo, la respuesta que se encontró fue: “Se ata el barómetro a una cuerda y se deja bajar desde la azotea hasta tocar el suelo. Midiendo la longitud de la cuerda, sabremos la altura del edificio”. El estudiante sostenía que la respuesta era correcta; el profesor, que la respuesta no reflejaba ningún conocimiento de física, que era lo que trataba de probar el examen.
Después de un tira y afloja, se acordó darle otra oportunidad al estudiante. Debería responder a la misma pregunta de manera que quedase claro que poseía conocimientos de física. Después de pensárselo durante un breve instante, el estudiante expuso varios métodos distintos de medir la altura del edificio, todos aplicando principios físicos y fórmulas matemáticas, pero ninguno como el que su profesor esperaba:

-Proponía tirar el barómetro y medir el tiempo que tardaba en llegar al suelo para aplicar una fórmula sencillita y calcular la altura del edificio.

-Otra solución consistía en atar el barómetro a una cuerda suficientemente larga y hacerlo oscilar como un péndulo desde la azotea. Midiendo el periodo de oscilación, se podría conocer la longitud de la cuerda (y haciendo coincidir la longitud de la cuerda con la altura del edificio…)

-También proponía nuestro estudiante medir las sombras del edificio y del barómetro, y aplicando la semejanza de triángulos conocer la altura del edificio, que sería equivalente a la del barómetro en la misma proporción que la longitud de sus sombras.

-Y, la más ingeniosa de todas, aunque no tenía que ver con la física: acudir al conserje del edificio y plantearle la cuestión directamente. “Si me dice la altura del edificio le regalo este barómetro tan bonito”.

Ante semejante muestrario de recursos, el profesor no tuvo más remedio que aprobar al estudiante. Estaba claro que tenía conocimientos de física.

El nombre del estudiante era Niels Bohr, físico danés que recibió el Premio Nóbel de física en 1922 por sus aportaciones al conocimiento de la estructura del átomo. Y esta anécdota se cita muy a menudo como ejemplo de pensamiento lateral. Como ven, siempre hay más de un camino para llegar a la meta, y el pensamiento lateral nos ayuda a encontrarlos. Pero sin salirnos de las reglas del juego, que eso es trampa. El pensamiento lateral es creativo, pero sigue siendo lógico (unas veces más, unas veces menos).

Pues eso, que me mola mi pensamiento lateral.

P.S.: Para los que crean que el pensamiento lateral muestra alguna superioridad intelectual sobre el pensamiento convencional, conviene recordar que el señor Bohr acabó trabajando en Los Álamos para el gobierno de los Estados Unidos en el Proyecto Manhattan. O sea, la fabricación de la bomba atómica. Es decir, que aplicó sus habilidades para la resolución de problemas a resolver un problema (matar a gente) que llevaba milenios resuelto. A lo mejor es que no era tan listo…

jueves, 22 de abril de 2010

UNA BREVE HISTORIA DE CASI TODO- Bill Bryson

Hace poco que he leído este libro, del que ya había oído hablar. Aunque me apetecía desde hacía tiempo, lo que me acabó de decidir fue la recomendación, encendidamente elogiosa, de una amiga, lectora compulsiva, de cuyo criterio tendré que fiarme más a menudo (podéis ver algunas de sus críticas literarias aquí).

El libro es un tocho, y a primera vista acojona un poco, la verdad. Pero tiene un montón de virtudes que hacen que sea fácil engancharse a los temas, expuestos de manera amena, sencilla y asequible. ¿De qué temas habla? A pesar del título, no habla de casi todo. Es una historia de la ciencia. El camino por el que se ha llegado a saber lo que hoy en día sabemos de nuestro mundo, de lo que nos rodea y de nosotros mismos. El largo y tortuoso camino que recorrieron, antes que nosotros, muchos otros hombres que, por lo visto, también se aburrían un huevo, porque si no, ya me dirán qué pintaba un pastor protestante recogiendo huesos de dinosaurio en sus ratos libres, o espiando el cielo en busca de estrellas con las que poder medir distancias estelares y cosas así. El libro entero es, prácticamente, un alegato a favor de los dos motores del progreso humano: la curiosidad y el aburrimiento, que tan a menudo van de la mano (¿a que no es fácil imaginar a un tío que curra 10 horas diarias y vuelve a casa justo a tiempo de acostar a los niños y cumplir con su mujer sintiendo una irrefrenable curiosidad por el modo en el que el desarrollo del ojo de los humanos favoreció la vida social de los primeros homínidos?).

Bill Bryson tiene el raro talento de traducir correctamente a los expertos y hacerlos asequibles al común de los mortales. Tiene, además, una habilidad especial para descubrir las tramas que rodearon muchos de los más asombrosos descubrimientos científicos de la historia, tramas que, en muchas ocasiones, son más asombrosas que el descubrimiento en si: conspiraciones, intrigas, luchas despiadadas entre investigadores rivales, carambolas, casualidades, malas interpretaciones, olvidos intencionados o involuntarios, …. Le faltan un par de duelos a espada y un pelín de sexo para ser una novela de aventuras de pata negra.

El inconveniente: deja un poso muy amargo. A pesar de que se aprenden muchas cosas, de que para alguien como yo, obsesionado con la sabiduría inútil, con acumular en la cabeza datos de Trivial que seguramente nunca usaré (hace siglos que no juego al Trivial) es una gozada leer un libro así, una reflexión un poco más profunda (tampoco demasiado, que las reflexiones profundas las carga el diablo) hace inevitable pensar en cómo la naturaleza humana es el grotesco telón de fondo sobre el que se desarrolla toda esta aventura del saber. Tendemos a pensar en la investigación, en la ciencia, en el conocimiento, como actividades que sacan lo mejor del ser humano, como aquello que nos distingue de los animales, como lo que nos hace sapiens. Bryson demuestra en un repaso que esto no es así. Que cada paso adelante, cada pequeña conquista, fue siempre una batalla despiadada contra los prejuicios, la estupidez, la envidia, el odio, la superstición. Que muchas de las cosas que hoy se aceptan como normales fueron motivo, en su momento, de debates encendidos, de odios enconados. Que muchos respetables académicos no tuvieron inconveniente en recurrir a trucos sucios para evitar que su rival prosperase, o que triunfase una teoría que no encajaba demasiado bien en sus propias convicciones personales, políticas o religiosas.

Así que, dada mi natural tendencia al pensamiento lateral, he llegado a conclusiones un poco extrañas, quizá, sorprendentes, tal vez, y descorazonadoras, sin duda. Por no extenderme demasiado, podríamos decir que lo que nos cuenta el libro acerca de la historia del conocimiento humano es, a grandes rasgos, lo siguiente:

1- La mayor parte de lo que sabemos, lo sabemos de puta chiripa (es sorprendente la cantidad de veces en los que partiendo de datos erróneos, mediante una interpretación equivocada se ha llegado a la verdad).

2- A lo largo de la historia, la verdad ha tenido menos peso que la tradición: desbancar una teoría aceptada en pro de una nueva es un trabajo de titanes para el que es necesario no sólo tener razón, sino tener suerte, amigos influyentes y un acentuado sentido de la oportunidad a la hora de plantearla.

3- A pesar de sus aires sapientísimos y apacibles, los científicos son capaces de perder las formas y recurrir a zancadillas, juego sucio y puñaladas traperas para defender su territorio con la misma frecuencia y facilidad que el resto de los mortales.

Resumiendo más todavía, es un libro muy recomendable. Divertido, entretenido, bien escrito, no demasiado caro, y algo siempre se aprende (es casi inevitable retener algún dato de las más de 600 páginas, y eso, tarde o temprano, nos servirá para impresionar a alguna bella dama delante de un café).

Eso si, uno acaba convencido de que, como aparezca una amenaza para la humanidad que busque respuesta en la unidad universal de los científicos del mundo (ya saben, en plan Armaggedon, o Guerra de los Mundos, cosas así) podemos empezar a rezar.

LOS REYES SIN CORONA

Les llamaron Aranycsapat (Equipo de oro, en húngaro). También fueron conocidos como los Magic Magyars (Húngaros mágicos). Fueron el equipo más dominador de su época. Sembraron los años 50 de proezas increíbles. Cambiaron el fútbol para siempre. Y el fútbol les dio la espalda, como hace en tantas ocasiones. Pero no así la historia: pese a cosechar, en medio de dos asombrosas rachas de partidos invicta, sólo un título menor (Campeón olímpico en Helsinki 52), el equipo de los húngaros mágicos será recordado para siempre como uno de los raros conjuntos que dejan su huella en la memoria de los aficionados.

Un conjunto cuajado de nombres míticos, algunos conocidísimos (Puskas, Czibor, Kocsis) para todos los aficionados, y otros sólo para los obsesos del fútbol (Hidegkuti, Bozsik, Szusza, Grosics) fueron capaces de hacer un fútbol que mereció la admiración del mundo entero. Entrenados por Gusztav Sebes, el equipo se coronó campeón olímpico en Finlandia, en el 52. En el 53, se convirtió en el primer equipo no británico en hollar el sagrado templo inglés del fútbol, el estadio de Wembley, arrollando a los ingleses por un contundente 3 a 6. Meses más tarde, cuando los ingleses, heridos en su orgullo de inventores, pidieron la revancha, la superioridad húngara alcanzó cotas inimaginables: 7 a 1, la que es todavía la peor derrota de la selección inglesa de todos los tiempos.

El equipo húngaro se presentó en la fase final de la Copa del Mundo de fútbol de 1954, celebrada en Suiza, como el máximo favorito, aunque no el único. Su gran rival, a priori, era la selección brasileña, todavía dolida por el Maracanazo de 4 años antes, y con un equipo de leyenda (Didi, Vava, Djalma Santos, Idio,…). Los demás equipos apuntaban al papel de comparsas.
La andadura de los húngaros no decepcionó: comenzaron ganando por 9 a 0 a la exótica Corea del Sur. Se enfrentaron después a la R. F. Alemana (por aquel entonces Alemania estaba dividida en 2 países), a la que derrotaron por 8 a 3. Ya en la segunda fase (el modelo de competición, en aquellos tiempos, era bastante distinto del actual, amén de que competían 16 equipos en lugar de los 30 actuales), los magiares se enfrentaron, en lo que para todos era la final anticipada, a la selección brasileña, en un encuentro que será recordado para siempre por la dureza con la que se emplearon los contendientes (y no sólo en el campo: tras el partido, los brasileños invadieron el vestuario húngaro, liándose a puñetazos, patadas.... el entrenador húngaro recibió varios puntos de sutura por un corte con una botella rota, imagínense) y que ha pasado a la historia con el sobrenombre de La Batalla de Berna. Ganaron los húngaros por 4 a 2.

Repitieron resultado para deshacerse de Uruguay, vigente campeona, en semifinales. Los húngaros llevaban, a esas alturas, 32 partidos seguidos sin perder. La copa parecía esperar el momento de recalar en las manos que más la merecían, las del capitán húngaro.

Pero, caprichos del destino, se cruzaron en la final con el equipo que, a falta de mayores cualidades futbolísticas, ha marcado desde siempre su ADN con una cabezonería a prueba de bombas, una ilimitada fe en sus posibilidades y una suerte increíble, siempre esperando el momento de echarles una mano: Alemania.

Aunque después del varapalo de la primera fase nadie apostaba por los alemanes, ellos creyeron en sus posibilidades, y se plantaron en el Wankdorf Stadion de Berna convencidos de poder plantarles cara a los todopoderosos húngaros voladores. Además, y como siempre, apareció la suerte. Aquel domingo 4 de Julio, el tiempo en Berna se confabuló contra el talento, y llovió a mares. El campo se convirtió en un barrizal en el que el juego de choque de los germanos se desenvolvía mejor que el virtuosismo del ballet húngaro.

A pesar de ello, los magiares se adelantaron por 2 a 0 en los primeros 8 minutos del partido, y la sombra de una nueva goleada, de un paseo militar hacia la copa Jules Rimet planeó sobre las gradas.

Pero no sobre el ánimo alemán. En el minuto 10 acortaba distancias, y en el 18, cuando ya el campo se encontraba en pésimas condiciones, empataban el partido, ante la incredulidad general. Comandados por su mítico capitán, Fritz Walter, los alemanes hicieron de la tozudez un arte, y se empeñaron en truncar el sueño húngaro. El equipo de oro, los magyares mágicos, aturdidos por la furia alemana, ahogados en el barro, encajaron el tercer gol a falta de 6 minutos para el final. En aquel momento, bajo la lluvia suiza, los 60.000 atónitos espectadores vieron cómo se desvanecía un sueño, pero también fueron testigos del nacimiento de la leyenda de unos reyes sin corona.

Quizá la historia debió terminar allí, en aquel embarrado campo suizo, con los húngaros llorando mientras los alemanes celebraban el triunfo de su espíritu irreductible. Pero la historia rara vez acierta a elegir un punto y final adecuado, y la vida siguió su curso, aunque ya nada volvió a ser igual.

Hungría consiguió recuperar el ánimo y enlazó otra racha asombrosa de 18 partidos sin perder. Con el Mundial de Suecia en el horizonte, cuando el orgullo magiar parecía comenzar a recuperarse, la revolución húngara del 56 terminó de dar al traste con todo. El equipo de oro, los magyares mágicos, se dispersaron para siempre. Individualmente algunos siguieron carreras brillantes, la mayoría en España, donde se quedaron como refugiados políticos aprovechando un viaje para jugar un partido en Bilbao del Honved de Budapest, base de aquella selección de ensueño. Puskas en Madrid, Kocsis y Czibor en Barcelona, todavía tuvieron tiempo de alargar sus carreras y conseguir un puñado de títulos.

Pero aquel espíritu de equipo, aquel empeño en hacer del fútbol un arte, en crear en cada partido un recuerdo imperecedero, más allá del resultado, murió aquel domingo lluvioso de Berna.

Desde entonces, los alemanes hablan del “Fritz Walter wetter” o “tiempo Fritz Walter” cuando el día del partido llueve a mares y el campo se pone lento, pesado (eran las condiciones en las que mejor se desenvolvía el legendario capitán del Kaiserlautern y de la selección alemana, y fueron las que, seguramente, posibilitaron el triunfo germano aquella tarde).

Desde entonces, el equipo de oro húngaro, el Aranycsapat, entró en la leyenda por derecho propio. La lluvia y la tozudez alemana les negaron la copa. Pero la memoria de los aficionados les conserva todavía en el lugar de privilegio que su talento les hizo merecer.

miércoles, 21 de abril de 2010

ENTRE EL HAMBRE Y LA DESESPERACIÓN

Sigue este estrés de no tener nada que hacer, así que he pensado comentar las peripecias gastronómicas que sufrimos en los últimos días los aguerridos integrantes de mi empresa.


Normalmente comemos en las instalaciones de la empresa. Tenemos en plantilla una cocinera que es la que se encarga de alimentarnos. Y cocina muy bien. Dicho sea de paso, y sin ánimo de polemizar, mejor que mi mujer. Hay unos menús más o menos consensuados, con una alternancia más que razonable de legumbres, verduras, carnes, pastas, pescados, frutas, etc.

Solemos ser en torno a 40 personas las que disfrutamos habitualmente de la comida en la empresa. Y aclaro que lo de disfrutar no encierra la más mínima ironía. Hasta ahora el sector más contestatario (el único que ponía pegas, en realidad) era el que formaban las chicas de administración, que bien por motivos de salud, de gustos, de operaciones bikini o simplemente por ganas de tocar los cojones, exponían con cierta frecuencia alguna queja acerca del menú, en términos, eso si, maduros, adultos y bien ponderados ("jo, estoy harta de sopa, ¿cuándo vas a hacer macarrones?", "Otra vez pescado, no me gusta", "A los de la mesa de al lado les has puesto más jamón que a nosotras", "Cuánta grasa, así no hay quién adelgace" y cosas por el estilo). El resto de comensales, mayoritariamente masculinos, pasamos 3 pueblos de operaciones bikini (propias; las de las señoras las apoyamos fervientemente), no somos demasiado envidiosos respecto a lo que se les sirve a los demás y, en general, somos omnívoros en el sentido más amplio del término, así que nos entendemos relativamente bien con la cocinera.

Pero la naturaleza (y los directores generales) aborrece la felicidad perfecta, así que no han tardado en llegar los primeros nubarrones a nuestro paraiso gastronómico-laboral. La cocinera está de baja, desde la semana pasada, y nuestras nunca suficientemente bien valoradas cabezas pensantes, después de consagrar entre 10 y 20 segundos a pensar en el problema, dieron con una solución sencilla, elegante, moderna: el cátering.

A partir de ahí, el infierno.

Puré de verduras con la densidad del agua y con sabor a sopicaldo. Sopa de pescado sin pescado y con sabor a sopicaldo. Patatas fritas con textura (y sabor) de plastilina. Filetes duros e insípidos. Pescados secos y, desafortunadamente, NO insípidos. Ensaladas de lechuga, monocromas, tristísimas. ¿Para qué seguir? Me deprimo sólo de pensarlo.

Las reacciones no se han hecho esperar, en forma de cambio en las costumbres. La mayonesa se ha convertido en un artículo de primera necesidad. El pan ha visto aumentado drásticamente su consumo. Los yogures de sabores son objeto de tumultuosas peleas a la hora del postre....

Y los ánimos, a qué negarlo, se resienten (de los estómagos mejor no hablar).

Hay quien ve en esta situación signos inequívocos del fin de la civilización occidental tal como la conocíamos.

Hay quien nos ilustra las comidas (por llamar a ese rato de alguna manera) con amenas disertaciones sobre los síntomas del raquitismo.

Hay quien, llevado de una reprimida vocación filológica, bucea en dialectos de sectas heréticas de la edad media tratando de encontrar el origen de la palabra cátering.

Hay quien se limita a repasar el santoral entre plato y plato, presa de un súbito arrebato místico, con un lenguaje llano, directo, cercano al pueblo (léase juran como carreteros).

Las chicas se debaten entre su instinto natural de dar por saco y protestar por todo, y la certeza de que, de prolongarse esta situación, van a lucir un tipazo este verano que les puede servir para encontrar novio o para perderlo, según.

Y luego estoy yo, que en medio del caos trato de mantener la cordura y ser positivo: no puedo evitar pensar en la pasta que me estoy ahorrando en deportes de riesgo. Porque el puenting, rafting, barranquismo, espeleología, parapente y demás derivados del suicidio palidecen ante nuestro cátering. La ruleta rusa gastronómica. El te puede pasar a ti.

Aunque no puedo negar que echo de menos a la cocinera. Nunca pensé que pudiera echar tanto de menos a alguien. De hecho, si mi mujer se enterara seguramente se pondría celosa, a pesar de los sesentaypico tacos de calendario que gasta la moza (mi mujer no, la cocinera).


Vuelve pronto.

martes, 20 de abril de 2010

GRAN INAUGURACIÓN

El aburrimiento, ese gran demonio, ese incansable enemigo, esa gran pandemia de nuestro tiempo.

Quién no ha sentido alguna vez que su vida carece de sentido, sumido en los estertores de esas horas vacías en mitad de la jornada laboral? Quién no ha necesitado una tarea alternativa a la que agarrarse como un naúfrago desesperado se aferra al salvavidas?

Con ese propósito nace este blog, con el de proporcionarle a su autor algo que hacer y salvaguardar, dentro de lo posible, su ya de por sí escaso equilibrio mental.

Pero que nadie se piense que sólo me impulsan propósitos egoistas. Nada más lejos de la realidad. No. En realidad, es el altruismo lo que me inspira. El pozo de sabiduría inútil en el que los años y un montón de hobbies mal elegidos (lectura, cine, filosofía, deporte) han convertido mi mente reclama a gritos que lo comparta con los demás: el mundo también tiene derecho a saber, o a recordar, las perlas de sabiduría que rebotan en mi cerebro, amenazando con hacerlo estallar.

Así que, con el ánimo más o menos dispuesto, los conocimientos técnicos así, así y una inquebrantable fe en la estulticia humana, comenzamos nuestra andadura.

(Inciso: El plural mayestático casa mal con el tono de irreverencia que intento darle al asunto, así que voy a adoptar el singular, más prosáico y ajustado a la realidad y a la personalidad del autor).

Para empezar, una breve muestra de lo que pretendo. Una sentencia que, en su aparente simplicidad, presenta un inequívoco deseo de cuestionar desde dentro toda la sabiduría popular sobre la que se asienta nuestra cultura, de subvertir lo establecido, de plantear una revolución, acaso la definitiva.

Hay gente que piensa que el roce hace el cariño. En realidad, el roce sólo hace rozaduras.

Jo, algunas veces me asusto de mí mismo.