jueves, 22 de abril de 2010

LOS REYES SIN CORONA

Les llamaron Aranycsapat (Equipo de oro, en húngaro). También fueron conocidos como los Magic Magyars (Húngaros mágicos). Fueron el equipo más dominador de su época. Sembraron los años 50 de proezas increíbles. Cambiaron el fútbol para siempre. Y el fútbol les dio la espalda, como hace en tantas ocasiones. Pero no así la historia: pese a cosechar, en medio de dos asombrosas rachas de partidos invicta, sólo un título menor (Campeón olímpico en Helsinki 52), el equipo de los húngaros mágicos será recordado para siempre como uno de los raros conjuntos que dejan su huella en la memoria de los aficionados.

Un conjunto cuajado de nombres míticos, algunos conocidísimos (Puskas, Czibor, Kocsis) para todos los aficionados, y otros sólo para los obsesos del fútbol (Hidegkuti, Bozsik, Szusza, Grosics) fueron capaces de hacer un fútbol que mereció la admiración del mundo entero. Entrenados por Gusztav Sebes, el equipo se coronó campeón olímpico en Finlandia, en el 52. En el 53, se convirtió en el primer equipo no británico en hollar el sagrado templo inglés del fútbol, el estadio de Wembley, arrollando a los ingleses por un contundente 3 a 6. Meses más tarde, cuando los ingleses, heridos en su orgullo de inventores, pidieron la revancha, la superioridad húngara alcanzó cotas inimaginables: 7 a 1, la que es todavía la peor derrota de la selección inglesa de todos los tiempos.

El equipo húngaro se presentó en la fase final de la Copa del Mundo de fútbol de 1954, celebrada en Suiza, como el máximo favorito, aunque no el único. Su gran rival, a priori, era la selección brasileña, todavía dolida por el Maracanazo de 4 años antes, y con un equipo de leyenda (Didi, Vava, Djalma Santos, Idio,…). Los demás equipos apuntaban al papel de comparsas.
La andadura de los húngaros no decepcionó: comenzaron ganando por 9 a 0 a la exótica Corea del Sur. Se enfrentaron después a la R. F. Alemana (por aquel entonces Alemania estaba dividida en 2 países), a la que derrotaron por 8 a 3. Ya en la segunda fase (el modelo de competición, en aquellos tiempos, era bastante distinto del actual, amén de que competían 16 equipos en lugar de los 30 actuales), los magiares se enfrentaron, en lo que para todos era la final anticipada, a la selección brasileña, en un encuentro que será recordado para siempre por la dureza con la que se emplearon los contendientes (y no sólo en el campo: tras el partido, los brasileños invadieron el vestuario húngaro, liándose a puñetazos, patadas.... el entrenador húngaro recibió varios puntos de sutura por un corte con una botella rota, imagínense) y que ha pasado a la historia con el sobrenombre de La Batalla de Berna. Ganaron los húngaros por 4 a 2.

Repitieron resultado para deshacerse de Uruguay, vigente campeona, en semifinales. Los húngaros llevaban, a esas alturas, 32 partidos seguidos sin perder. La copa parecía esperar el momento de recalar en las manos que más la merecían, las del capitán húngaro.

Pero, caprichos del destino, se cruzaron en la final con el equipo que, a falta de mayores cualidades futbolísticas, ha marcado desde siempre su ADN con una cabezonería a prueba de bombas, una ilimitada fe en sus posibilidades y una suerte increíble, siempre esperando el momento de echarles una mano: Alemania.

Aunque después del varapalo de la primera fase nadie apostaba por los alemanes, ellos creyeron en sus posibilidades, y se plantaron en el Wankdorf Stadion de Berna convencidos de poder plantarles cara a los todopoderosos húngaros voladores. Además, y como siempre, apareció la suerte. Aquel domingo 4 de Julio, el tiempo en Berna se confabuló contra el talento, y llovió a mares. El campo se convirtió en un barrizal en el que el juego de choque de los germanos se desenvolvía mejor que el virtuosismo del ballet húngaro.

A pesar de ello, los magiares se adelantaron por 2 a 0 en los primeros 8 minutos del partido, y la sombra de una nueva goleada, de un paseo militar hacia la copa Jules Rimet planeó sobre las gradas.

Pero no sobre el ánimo alemán. En el minuto 10 acortaba distancias, y en el 18, cuando ya el campo se encontraba en pésimas condiciones, empataban el partido, ante la incredulidad general. Comandados por su mítico capitán, Fritz Walter, los alemanes hicieron de la tozudez un arte, y se empeñaron en truncar el sueño húngaro. El equipo de oro, los magyares mágicos, aturdidos por la furia alemana, ahogados en el barro, encajaron el tercer gol a falta de 6 minutos para el final. En aquel momento, bajo la lluvia suiza, los 60.000 atónitos espectadores vieron cómo se desvanecía un sueño, pero también fueron testigos del nacimiento de la leyenda de unos reyes sin corona.

Quizá la historia debió terminar allí, en aquel embarrado campo suizo, con los húngaros llorando mientras los alemanes celebraban el triunfo de su espíritu irreductible. Pero la historia rara vez acierta a elegir un punto y final adecuado, y la vida siguió su curso, aunque ya nada volvió a ser igual.

Hungría consiguió recuperar el ánimo y enlazó otra racha asombrosa de 18 partidos sin perder. Con el Mundial de Suecia en el horizonte, cuando el orgullo magiar parecía comenzar a recuperarse, la revolución húngara del 56 terminó de dar al traste con todo. El equipo de oro, los magyares mágicos, se dispersaron para siempre. Individualmente algunos siguieron carreras brillantes, la mayoría en España, donde se quedaron como refugiados políticos aprovechando un viaje para jugar un partido en Bilbao del Honved de Budapest, base de aquella selección de ensueño. Puskas en Madrid, Kocsis y Czibor en Barcelona, todavía tuvieron tiempo de alargar sus carreras y conseguir un puñado de títulos.

Pero aquel espíritu de equipo, aquel empeño en hacer del fútbol un arte, en crear en cada partido un recuerdo imperecedero, más allá del resultado, murió aquel domingo lluvioso de Berna.

Desde entonces, los alemanes hablan del “Fritz Walter wetter” o “tiempo Fritz Walter” cuando el día del partido llueve a mares y el campo se pone lento, pesado (eran las condiciones en las que mejor se desenvolvía el legendario capitán del Kaiserlautern y de la selección alemana, y fueron las que, seguramente, posibilitaron el triunfo germano aquella tarde).

Desde entonces, el equipo de oro húngaro, el Aranycsapat, entró en la leyenda por derecho propio. La lluvia y la tozudez alemana les negaron la copa. Pero la memoria de los aficionados les conserva todavía en el lugar de privilegio que su talento les hizo merecer.

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