viernes, 29 de octubre de 2010

STAY (FAR AWAY, SO CLOSE)- U2



Hay una sensación que creo que todos hemos conocido alguna vez: tener algo cerca, pero, al mismo tiempo, sentirlo lejos, inaccesible. Y es una sensación muy, muy frustrante.

Esta podría ser una buena banda sonora para esos momentos.

Tan lejos, tan cerca...

En cualquier caso, es una canción que me encanta. Espero que a ustedes también.

Buen fin de semana.

PS: El video también me gusta mucho (no podía ser de otra manera, saliendo mi adorada Nastassia Kinski). Y supongo que alguien se dará por aludido, teniendo en cuenta la película en la que se inspira...

jueves, 28 de octubre de 2010

SE FUE

¿Qué se puede decir de una chica que se fue?
Poca cosa. Puedes recordar cómo era. Los buenos momentos que pasaste con ella. Puedes hablar de sus manías (las manías siempre resultan entrañables cuando se habla de ellas en pasado). O puedes decir que te quiso, y que la quisiste. También puedes gritar que no es justo, que nadie debería morir a los 30 años. Pero todo esto no servirá de nada. Se fue, y ya está.

Se fue un domingo de Octubre, hace ya mucho tiempo. Años. O días. Quizá fue hace sólo unos minutos. ¿Qué más da? ¿Qué importancia tiene el tiempo, ahora? ¿Cómo se puede medir el tiempo transcurrido desde que tu vida dejó de existir? Cuando ella se fue, se lo llevó todo. Me dejó solo, y eso fue igual que no dejar nada. O quizá fue aún peor. Infinitamente peor que no dejar nada: me dejó un recuerdo. El recuerdo de su última tarde.

La habitación de hospital era triste. Las paredes tenían un extraño color gris que no hacía nada por elevar el ánimo de los internos y sus familiares. Ella estaba en la cama, en el centro de la habitación. Parecía minúscula y frágil. Sobre todo frágil. Aunque seguía siendo bella.

Sus padres habían insistido en intentarlo todo: los mejores médicos, aquella carísima clínica privada, consultas con especialistas, todo. Aquello les costó una pasta larga, supongo. La misma que le habían negado a su hija cuando decidió casarse conmigo. El destino es curioso, a veces. Puedes regatearle los fondos necesarios para la felicidad, pero tarde o temprano acabará haciéndote pagar. En cualquier caso, no sirvió para nada. En ocasiones, la enfermedad gana la partida, y no es cuestión de dinero. De cualquier modo, nunca pude sentirme agradecido. Nunca supe si considerar aquella tardía preocupación por la vida de su hija como un primer favor o como una última burla.

Porque es cierto que en aquel momento sus padres nos proporcionaron comodidades. Pero nos robaron algo mucho más importante. Nos robaron tiempo, intimidad. Nos quitaron algunos minutos, cuando nosotros ya sentíamos que cada instante tenía el infinito valor de las cosas infinitamente escasas. Sin embargo, ella insistió. Sabía que aquella era la única forma que sus padres tenían de intentar reparar errores, de hacer las paces. De pedir perdón. Ella siempre sabía perdonar. En eso, como en tantas otras cosas, éramos muy distintos: yo nunca he sabido.

De hecho, creo que ser tan tremendamente diferentes fue lo que nos hizo encajar. Nuestra historia fue extraña desde el principio: ella era una chica de buena familia, guapa, brillante, y con un extraordinario talento para el piano. Estaba destinada a triunfar. Hubiera debido encontrar un hombre como ella, enamorarse y ser feliz. Pero se enamoró de mí. De alguien que no podía darle la felicidad, ni una vida cómoda, ni un futuro seguro y confortable. Ella podía haber tenido a cualquier hombre, pero me eligió a mí. Nunca acerté a comprenderlo. Yo sólo podía quererla. Supongo que a ella le bastaba así.

A sus padres no, desde luego. Ellos lo vieron de otra forma. Seguramente más realista. Estás tirando tu vida a la basura, le dijeron. No esperes que te ayudemos a hacerlo. Él o nosotros. Ella no lo dudó. Salió de la casa de sus padres con un portazo, y entró de lleno en su propia vida. Conmigo. También era una chica valiente.

Nos casamos por lo civil, en una ceremonia sencilla a la que sólo asistieron cuatro amigos. Lo celebramos con un par de cervezas en un local cercano. Y no hubo viaje de novios. Todo muy austero. A juego con lo que sabíamos que iba a ser nuestra vida, al menos en los primeros tiempos. No nos importó. Comenzamos a vivir en un piso diminuto. Cuarenta metros cuadrados por los que pagábamos un alquiler astronómico que ella se encargaba de costear dando clases de piano en una academia cercana mientras yo me dedicaba a escribir. El resto del tiempo, lo dedicábamos a ser felices. Y la mayoría de las veces, lo conseguíamos.

De hecho, éramos tan felices que me daba miedo. Porque, a diferencia de ella, yo nunca fui valiente. Sólo me permití aparentar despreocupación cuando no tenía nada que perder, pero eso es fácil. Luego, la tuve a ella, y el miedo a perderla comenzó a infiltrarse en algún lugar oscuro de mi cabeza. Comenzó a susurrarme que estuviese alerta, porque aquello no podía durar: la felicidad nunca dura mucho tiempo. Desgraciadamente, en algunas ocasiones la paranoia es sólo una forma de sensibilidad más aguda. A veces, el miedo es sólo otra cara de la premonición. Yo tenía miedo de que algo me la arrebatase. Tenía tanto miedo de que algo fuera mal que sabía que algo iba a salir mal. Por una maldita vez en la vida, no me equivoqué.

Ironías del destino, cuando empezó a notar los primeros síntomas, creímos que estaba embarazada. Nos asustamos, nos ilusionamos. Luego, los médicos nos sacaron de nuestro error. La ilusión se fue para siempre, y el susto se transformó en el más absoluto terror. No estábamos preparados para eso.

Ella insistió en contárselo a sus padres. Al fin y al cabo, son mis padres. Yo no quería compartirla con nadie, y mucho menos con ellos, pero también había prometido hacer lo que fuera por ella. Lo único que podía ofrecerle era apoyarla, y estar junto a ella. Me tragué el orgullo, y asentí. Los llamamos para contárselo, y un instante después se presentaron en casa, incrédulos, destrozados. La abrazaron. Todavía la querían, a pesar de todo (es decir, a pesar de mí). Y ella se fundió con ellos en un abrazo interminable, todos deshechos en lágrimas. Recuerdo que al verlos a los tres allí, abrazados en nuestro minúsculo hogar, sentí que nunca como entonces había estado tan al margen de mi propia vida. Tan lejos del dolor, y a la vez tan cerca. Fue una sensación extraña.

Para ellos tampoco fue fácil. Nada volvió a ser fácil ya para nadie. La evolución de la enfermedad fue la peor posible. Fulminante. Dolorosa. Pese a los esfuerzos de sus padres, pese a todos los especialistas y todas las pruebas, nada funcionó. En menos de un año nuestro mundo se redujo a aquella habitación. A aquel color gris que reflejaba perfectamente la falta de esperanza en la que se había convertido nuestra vida.

Todos nos desvelamos por hacerlo lo mejor posible. Ella, sus padres, y yo. Lo hicimos lo mejor que supimos, y los médicos nos ayudaron como pudieron. Los tratamientos no funcionaban, y la ayuda médica se limitaba a darnos algo para el dolor. Pronto aquello tampoco sirvió. De todos nosotros, ella fue la que mejor se portó. No me extrañó, porque ella siempre fue buena en todo lo que hizo. Sus padres también estuvieron a la altura. Creo que el único que no dio la talla fui yo. Tampoco me extrañó.

Porque lo único que podía hacer era sentirme culpable. Por encima de todo, por encima incluso del dolor inmenso de verla morir lentamente, del miedo a saber con seguridad que iba a perderla, lo que me envolvía a todas horas, en cada momento, era una insufrible sensación de culpabilidad. No podía evitarlo. Lo único en lo que pensaba era en todo aquello a lo que ella había renunciado para estar conmigo. Había perdido su vida, su familia, su carrera en la música (hubiera sido muy buena, y hubiera llegado lejos). Había dejado de lado todo su mundo por mí. Puede que hubiera sido feliz conmigo, como yo lo fui con ella. Pero para mí estar con ella fue tocar el cielo con las manos, y la tuve gratis: yo no renuncié a nada. Ella, en cambio, había pagado un precio muy alto por aquellos pocos años de felicidad, y constantemente me preguntaba si habría valido la pena. Si lo que yo había hecho, en realidad, era robarle el poco tiempo que le quedaba. Si tal vez no hubiera sido mejor para todos haber seguido cada uno por su lado. Aquella sensación me atormentaba. Creo que entonces me di cuenta de que algunas veces no es posible saber si las decisiones que tomas son las correctas.

Viví en el hospital, con ella, durante meses. Sólo iba a casa de vez en cuando, una visita breve para cambiarme de ropa, y volvía enseguida a su lado. Saber que no quedaba mucho tiempo me hacía insoportable estar lejos de ella. Y entonces llegó Octubre.

Aquel domingo se hizo evidente que seguir así ya no tenía sentido. En realidad, era evidente desde hacía tiempo, pero fue aquel día cuando ella decidió que ya tenía bastante. Estuvo hablando con sus padres, a solas, mientras yo esperaba en la puerta, con la mirada perdida en la pared frente a mí. Luego, ellos salieron, con cara de estar hechos polvo, y su padre se dirigió a mí, sin mirarme, con una voz hueca y cansada.

-Quiere verte.

Entré en la habitación, y cerré la puerta detrás de mí. Me acerqué a su cama, me senté a su lado y le cogí la mano. Parecía dormir, pero abrió los ojos y me miró.

-Hola.

Sonrió. Su sonrisa tenía un extraño aspecto en aquel rostro demacrado. Le pedí fuerzas a un Dios en el que no creía para no echarme a llorar en ese mismo instante. Ahora no, Señor, ahora no. Si ella puede, yo debo poder. Por favor. Concédeme esto, al menos.

-Hola, niña.

-Sabes que esto es una despedida, ¿verdad?

No supe qué decir. Bajé la mirada.

-Mírame.

Quise gritar “No puedo”, pero no lo hice. Seguí en silencio. Sin mirarla.

-Mírame.

Entonces la miré. Y supe que estaba leyendo en mis ojos cómo me sentía. Me conocía bien, después de todo. Y ya he dicho que era una chica lista.

-No tienes la culpa de nada, ¿vale?

No respondí. Ella insistió.

-¿Vale?

-Vale.

-Todo eso que crees que me he perdido…. no ha sido nada. De verdad.

-No.

-En serio. No me has quitado nada. He tenido lo que quería. Lo demás no importa.

-Ya.

No debí sonar muy convencido, porque la sonrisa se borró de su cara.

-¿No me crees?

-No.

-Entonces vete.

La miré, y vi que lo decía en serio. Por si había dudas, insistió.

-Si no me crees, no te quiero a mi lado. En este momento no.

Entonces compré el derecho a permanecer junto a su lecho de muerte con una mentira. No era la primera, pero sí fue la última. Quizá la que más me dolió.

-Te creo.

Volvió a sonreir.

-Estarás bien, ¿verdad? Quiero decir, ahora que vas a ser un viudo alegre…

-No lo seré. Alegre, no.

-Lo serás. Quiero que lo seas, ¿vale?

-Vale.

-Ven aquí.

Me acosté a su lado, con cuidado de no atrapar bajo mi cuerpo alguno de los tubos que se habían encargado de mantenerla viva hasta entonces. La abracé con cuidado. Y permanecimos así hasta el final. Abrazados. Llorando. En silencio. Recuerdo que llovía. Nunca me ha gustado la lluvia, pero esa vez me pareció que era lo apropiado. Que encajaba con la situación. Después, ella se fue.

Cuando salí de la habitación, sus padres todavía estaban allí. Como yo, no tenían otro sitio a dónde ir. No pude decirles nada. Simplemente los miré un instante, y después me largué de allí.

Cuando salí del hospital, hacía frío. Comencé a caminar bajo la lluvia.

No sabía a dónde iba, pero no me importaba.

Ella se había ido.

miércoles, 27 de octubre de 2010

LA PANDI

Ya he hablado de ellos algunas veces, aunque apenas tangencialmente. Son mis compañeros de curro, aunque eso es quedarse muy corto. También son mis compañeros de mesa y mantel cinco días a la semana, lo que une bastante más que lo anterior. Y también, y por encima de todo, son mis amigos. Porque comerse la misma mierda día tras día une muchísimo más que cualquier otra cosa.


Cuando llegué a la empresa, previo pago de mi cláusula de rescisión (uno tiene su caché), la pandi ya estaba formada, aunque incompleta. En realidad, yo fui el primero de la nueva generación. Me tocó sustituir a uno de los socios fundadores, que se trasladaba a una nueva delegación de la empresa. Eso de ocupar el lugar de otro, exponiéndote a constantes comparaciones, tiene su peligro, y en general no se me da muy bien (casi siempre salgo perdiendo en las comparaciones), pero esta vez encajé. Seguramente gracias en mayor medida a su paciencia que a mis méritos, pero el caso es que encajé. Posteriormente, la empresa sufrió un proceso de expansión que la llevó a casi duplicar su plantilla. Esto motivó que la pandi viera incrementado su número en otros cuatro elementos. Más posteriormente todavía, dos de los miembros de la pandi fueron, digamos, invitados a irse a disfrutar de las inconmensurables ventajas del INEM (aún los extraño), lo que dejó el número de socios en siete. Cosas de la vida, y de la crisis. Y de las maneras de gestionar las crisis que tiene alguna gente, pero eso es otra historia.


El caso es que somos siete tipos bien avenidos. Considerando que pasamos más tiempo viéndonos nuestros respectivos caretos que en casa, esto es todo un punto. Además, nuestras actividades en la empresa, sin ser exactamente las mismas, están bastante relacionadas, con lo cual nos encontramos que en el día a día tenemos los mismos marrones por solucionar. Y, a la hora de solucionar marrones, la verdad es que es mejor tener al lado a alguien del que te puedas fiar, y no a alguien cuya principal preocupación, antes de solucionar nada, sea dejar claro que él pasaba por allí. Que haberlos, haylos.


Temas laborales al margen, solemos comer juntos todos los días. Una de esas costumbres que ya estaban establecidas cuando yo llegué y que nadie se plante siquiera que se puedan cambiar. ¿Para qué? Según los clásicos, las cosas que funcionan no se tocan. Y nosotros somos unos grandes admiradores de la sabiduría popular. El tiempo del comedor lo mismo nos sirve para hablar de trabajo (sin jerarquías, lo que aligera un montón cualquier trámite) que para olvidarnos completamente de cualquier cosa remotamente relacionada con él, según el día.


El líder de la pandi es LM. Socio fundador y miembro más antiguo de la misma. De hecho, es uno de los pocos que está en la empresa desde su nacimiento, veinte años ha, y es uno de esos tipos que sabe más por viejo que por demonio. Un encanto de tío, aunque tiene un pronto de lo más jodido que he visto en mi vida (y he visto bastante, créanme). Es un tipo vivido, divertido y listo. Puedes hablar con él de cualquier cosa, y la mayoría de las veces acabarás riéndote, aprendiendo algo nuevo, o ambas cosas a la vez. Eso sí, el resto de las veces desearías estar lejos de él, no haber sacado el tema o haber desaparecido de la faz de la tierra, directamente. Un tío del que puedes aprender mucho.


También está B. Es el segundo por antigüedad, y también es el segundo por edad. Está en la empresa desde poco después de su fundación, por lo que pertenece a la pandi desde su mismo inicio. Ha ido ascendiendo en el escalafón hasta ocupar un puesto de responsabilidad, y el hecho de haber arrancado desde abajo le da una perspectiva distinta a la que tenemos los demás. Esto se traduce en que es imposible meterle un gol, por bueno que seas. Él siempre sabe por dónde vas. Otro tío del que aprender mucho. Además, tiene un sentido del humor muy peculiar, y su manejo de la ironía es, cuando menos, magistral.


A continuación (siguiendo un criterio de edad) está F., la única chica del grupo. También está en la empresa desde el principio, y forma con los dos anteriores la vieja guardia de la pandi. Es una tía rara, demasiado masculina para ser una mujer, y demasiado femenina para ser un hombre (lo que, con los tiempos que corren, ya es ser femenina). Una cosa indefinible que nunca sabes muy bien por dónde puede salir. Sin embargo, es una parte imprescindible de la pandi. Supongo que sirve para poner un poco el contrapunto a tanta testosterona. Amplía la perspectiva del grupo.


Después estoy yo, pero a mi ya me conocen, así que no voy a extenderme. Simplemente diré que mi papel en la pandi es de enciclopedia de consulta, 24 horas al día. Si alguna vez surge una duda, hablando de lo que sea, acabarán preguntándome a mí. No sé muy bien por qué, pero el caso es que se fían de lo que yo les digo. Ellos sabrán.


Luego viene O. Llegó con las nuevas generaciones, como yo, en un periodo de expansión, y su enorme competencia lo ha aupado a uno de los puestos gordos. Trabajando es una fiera. En lo personal, sería encantador si no fuera por una irreprimible tendencia a hacerle putadas a todo el que esté cerca de él. Su naturaleza germánica la aplica sólo al curro. En el tiempo de asueto, es un cachondo mental. Además, es compañero de deportes varios, así que yo diría que congeniamos bastante (también ayuda el hecho de que yo soy el único al que no le gasta bromas pesadas, aunque no sé muy bien el motivo; será que impongo más respeto del que yo pensaba).


Casi a la vez llegó J. A éste lo conocía de la carrera, aunque allí no llegamos a confraternizar demasiado. Es un tío solvente, fiable, muy currante. Desgraciadamente (para él), es el blanco preferente de las bromas de O., y como los demás nos subimos más de una vez al carro, cachondearse de J. se ha convertido en una especie de tradición. Su vida no es fácil, en parte porque tiene un puesto muy desagradecido y en parte porque tiene que aguantarnos a diario, pero en su honor hay que decir que la mayoría de las veces lo lleva muy bien.


El benjamín del grupo es A. Tiene más antigüedad que yo en la empresa, pero ser el pequeño de la pandi y ser un freaky de los ordenadores lo ha convertido en una especie de mascota para los demás. Un tipo entrañable. Muy buena gente. En su debe, hay que anotar que cuenta unos chistes espantosamente malos (aunque los cuenta tan mal que te tienes que reir).


Como miembro supernumerario de la pandi, podríamos citar a C., mi antecesor en el cargo, que a veces nos visita desde su exilio en la Delegación Sureña de la empresa. Un tipo peculiar con el que acabas riéndote, hables de lo que hables. Y el único tío que conozco con la jeta de pedirle a la damisela a la que cortejaba, cuando vio que sus esfuerzos eran estériles, el reembolso del importe de la cocacola con la que había intentado ablandar su voluntad. Doscientas pelas de aquellos tiempos, que la aludida le devolvió con muy malos modos. Inexplicablemente, él se sorprendió.


Nuestra relación se basa en el trabajo, no cabe duda. De hecho, en algunos casos es lo único que tenemos en común. Sin embargo, va más allá. Supongo que tiene algo que ver con lo de compartir trinchera: las penalidades crean unos vínculos extraños, algunas veces. El caso es que nos llevamos bien, nos apoyamos, y nos divertimos. No sé muy bien cómo me ven ellos, pero les diré lo que ellos suponen para mí: la razón por la que más de un día (y más de dos) no he mandado el trabajo a la mierda, dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva. ¿Dónde iba a encontrar gente así?


Háganse cargo: no sólo compartimos trabajo. Compartimos mucho, mucho tiempo. Prácticamente, pasamos la vida juntos. Y, por si las horas de curro fueran pocas, algunas veces salimos juntos a cenar. Que viene a ser lo mismo que cuando comemos juntos a diario, pero en mejor. En ocasiones con nuestras respectivas, y en ocasiones solos, en plan machotes, sin que la presencia de F. sea ningún obstáculo (es difícil sacarle los colores, se lo aseguro) para hablar como legionarios y reforzar nuestro orgullo masculino. Incluso en Navidad hacemos una cena de amigotes, al margen de la oficial de la empresa, que, pueden creerme, es uno de los mejores ratos del año.


En fin, aquí los tienen. Ellos son la pandi. Mi pandi.


Una gran razón para venir a trabajar a diario.

martes, 26 de octubre de 2010

RUTINARIO

Soy un tipo de rutinas. De esa gente con la que podrías poner en hora el reloj, siguiendo sus costumbres. Me gusta saber con antelación qué voy a hacer, y cómo lo voy a hacer. O tal vez lo que sucede es que necesito saberlo (nunca me han gustado demasiado los imprevistos). En cualquier caso, soy un hombre de costumbres.

Algunas son bastante normales. Me levanto siempre a la misma hora. Me afeito siempre siguiendo el mismo ritual (siempre con maquinilla, primero la mejilla izquierda, luego la derecha, sigo con el bigote y acabo con la barbilla). Uso siempre el mismo bálsamo, y la misma colonia, desde hace ya muchos años. Desayuno de pie, siempre lo mismo: café con leche y galletas María. Voy siempre al trabajo por el mismo camino (de hecho, el pasado verano me cortaron la ruta habitual por unas obras y me costó unos cinco minutos pensar en una vía alternativa; me di cuenta de que no conozco demasiado bien mi ciudad), escuchando la misma música (creo que son 177 canciones, exactamente, las que llevo en el mp3 desde hace años). Y comienzo a trabajar siempre con la misma cadencia: leo los correos que han llegado, contesto los que puedo, echo un vistazo por las instalaciones…

A partir de ahí, se abre el vacío. Un periodo que me crispa los nervios todos los días. Mi trabajo está bastante sujeto a imprevistos, y es prácticamente imposible planear racionalmente lo que voy a hacer, cómo lo voy a hacer o, sobre todo, cuándo lo voy a hacer. Ni siquiera la pausa de media mañana para tomar un café tiene una hora fija: solemos reunirnos varios compañeros, y el hecho de compaginar horarios y tareas hace que el inicio del coffe break oscile entre las 11:00 y las 12:30. Lo sufro en silencio. No hay dolor.

La hora de la comida es otra historia. Esa siempre tiene hora fija. Una hora indecente, pero fija, al fin y al cabo. Dado que a las 14:00 se produce el cambio de turno del personal y es un momento en el que tengo que controlar varios temas y aprovechar para hablar con los que entran y los que salen, cuando me libero de las obligaciones laborales y puedo abandonarme a los placeres gastronómicos son y media. Unos diez minutos para reunir a la pandi, y nos vamos al comedor. Total, que siempre acabamos sentándonos a las tres o’clock. Con puntualidad británica, aunque con un horario un poco delirante. En la comida, eso sí, ya puedo ser yo mismo durante una hora: siempre el mismo asiento, siempre el mismo ritual. La hora de comer es como un oasis de rutina en mitad de una jornada imprevisible. Porque por la tarde sigue la improvisación. Hay que estar a lo que salga. Pero, en fin, es trabajo, y te pagan por hacerlo. No voy a pedir que, además, se ajuste a mis gustos y a mis manías.

Cuando salgo del trabajo, sobre las siete de la tarde (más o menos; generalmente más), vuelvo a casa por el mismo camino por el que vine. Subo siempre los cinco pisos (seis, si contamos el garaje) a pie, con una parada técnica en el portal para recoger la correspondencia del buzón, algo que mi mujer no suele hacer porque a ella no le da claustrofobia el ascensor y va de casa al garaje y del garaje a casa sin escalas intermedias.
Llego a casa y, literalmente, los niños se me tiran encima. H2 es mucho más efusivo, pero H1 también se pone contento de verme. Saben que cuando llega papá tienen un rato de fiesta. Me dejan el tiempo justo para cambiarme de ropa y empezamos a jugar. H1 está aprendiendo a leer, así que ahora estamos incorporando una nueva rutina a esos ratos: me siento con él y lo acompaño en su viaje iniciático al mundo de letrilandia. Un viaje interesante, la verdad: es toda una experiencia ver su cara de concentración mientras silabea con dificultad siguiendo mi dedo, y ver de vez en cuando cómo su cara se viste de triunfo al comprender lo que significan los signos que hasta hace poco no eran más que rayitas en el papel. H2 nos contempla, más o menos respetuoso, mientras la envidia se le sale por las orejas: él también quiere ser mayor, y quiere leer como su hermano. Así que después de acabar con H1, me pongo un ratito con él, y dibujamos, o escribimos, o le leo un cuento. A ratos mola ser padre.

Después, baño (de lo que me encargo yo), cena (de lo que se encarga su madre) y a la cama (reparto de tareas: yo me encargo de H2, porque H1 prefiere siempre que lo acueste su madre).
Es el turno para la cena de los mayores, a las diez. Si de mí dependiera, cenaría siempre un sándwich, o una ensalada, o, directamente, leche con cereales. Pero como no sólo se trata de alimentarse, sino de que mi mujer no se ponga histérica con lo poco que como, a veces me tengo que saltar la rutina. En cualquier caso, es el primer rato del día que tenemos para estar solos y hablar de nuestras cosas. Volvemos a ser adultos. Vuelvo a ser yo, tras muchas horas.

Después de cenar, friego los platos. No tenemos lavavajillas, pero no es un problema: me gusta hacerlo. Me relaja. Recojo la mesa. Me cepillo los dientes y descanso en el sofá mientras compruebo si hay algo decente en TV (que generalmente no), si tiramos de DVD o si me siento inspirado y me da por escribir.

Y antes de acostarme me pongo con la última rutina del día. Con disciplina prusiana, me clavo 100 flexiones y 1250 abdominales, una detrás de otra. Es una cosa adictiva, y el día que me faltan me cuesta dormir. Una condena, pero qué quieren que le haga: soy esclavo de la rutina.

Me gusta la rutina, como les digo. Me tranquiliza. Por supuesto, tiene también su parte poco atractiva. Todos los días son iguales (y no especialmente bonitos), y resulta un poco aburrido. Pero como contraprestación, te ofrece la posibilidad de desconectar el cerebro durante bastante tiempo. De funcionar en automático. Y eso, a veces, es de agradecer. Al fin y al cabo, el cerebro es el órgano del cuerpo que más energía consume. En mi caso, durante la mayor parte del día eso sería un gasto inútil.

Por eso, poniéndolo todo en la balanza, creo que mi rutina me compensa. Al fin y al cabo, está hecha de pequeños detalles que me gustan, y que me puedo permitir a diario. Porque mis días son todos iguales, sí, y no demasiado bonitos, desde luego. Pero tampoco son insoportablemente feos. Son como me gusta que sean. Son como soy yo.

Y yo soy un hombre rutinario.

sábado, 23 de octubre de 2010

MAD ABOUT THE BOY- Dinah Washington



Siempre me ha gustado esta canción. Una gran voz y una gran música. ¿Quién necesita algo más para escuchar una canción?

Pero la letra también tiene su puntito.

Porque en mis días malos me gusta recordar que no sólo los hombres somos capaces de perder la cabeza por una mujer. También a ellas les pasa, y alguna vez se vuelven locas por un hombre.

Y en mis días muy malos, me gusta pensar que yo soy uno de esos hombres por los que una mujer pierde la cabeza y se vuelve loca.

Cada uno tiene sus delirios. No espero que compartan los míos, pero, al menos, disfruten de la voz de Dinah Whasington.

Porque es sencillamente espectacular.


viernes, 22 de octubre de 2010

SABER, SENTIR...

Vivimos en un mundo complicado, en el que las certezas se nos escapan entre los dedos. Es muy difícil estar seguro de algo, y los relativismos acechan detrás de cualquier esquina. La información acerca del mundo que nos rodea nos llega tamizada por un infinito sistema de filtros, lo que en ocasiones la distorsiona hasta el punto de hacer aconsejable no tomársela demasiado en serio. Nada es lo que parece, y todo depende de quien te lo cuente. Ni siquiera te puedes fiar de tus propios ojos, de tus propias percepciones. El mundo no se ve igual en un momento de depresión que en un momento de euforia, del mismo modo que las calles de una ciudad no tienen el mismo aspecto vistas desde un callejón oscuro o desde la planta noble de un rascacielos. Cuestión de perspectiva. Del punto desde el que se mira.


Todos tenemos nuestro lugar en el mundo. Podemos (y debemos) hacer un esfuerzo por aislarnos de él, para tratar de ver las cosas con el máximo de objetividad. Pero es una empresa harto difícil. Somos lo que somos, en parte, por el innumerable rosario de experiencias que hemos vivido, que nos han traído hasta aquí. Cada uno tiene las suyas, y cada uno las ha vivido a su manera. Esas experiencias han formado lo que somos, y han conformado, también, nuestra forma de ver lo que nos rodea. Es muy difícil aislarse de sí mismo, así que todos vemos las cosas a nuestra manera. Y, dado que todos necesitamos alguna certeza (el relativismo absoluto es, posiblemente, el camino más corto hacia la locura), nos quedamos con esas certezas que nuestra manera de ver las cosas nos hace ver como tales.


Me da la impresión de que lo que hacemos todos, en realidad, es escoger una opción cómoda. Si no podemos saber la verdad, al menos tenemos una versión de la verdad que se ajuste a nuestro yo, a nuestro aquí, a nuestro ahora. Podremos tener los datos (o la interpretación de los datos) que necesitamos para sobrevivir un día más en nuestra parcela del mundo. Esto es bueno y esto es malo. Vosotros sois los amigos, y ellos los enemigos. Este es mi bando, y ese es el contrario. Y tira millas.


Sin embargo, tiene que haber algo más. Algo que hace que en ocasiones un dato, una frase o una sensación se te encasquille en los engranajes, y la vida chirríe. Algo que, a ratos, hace que sientas que no eres tú el que está viviendo tu vida. Son esas ocasiones en las que sientes que algo no va bien, porque no encaja con nada de lo que sabes.


Alguien que no recuerdo dijo una vez que el hombre no está hecho para la derrota: puede ser vencido, pero nunca será destruido. Esta frase es un claro ejemplo de una certeza que encaja con mi vida, pero no conmigo. Porque hasta ahora he sobrevivido a lo que me ha tocado pelear, pero nunca me he sentido a salvo de la derrota.


Otro alguien (en esta ocasión sí que lo recuerdo: fue Roberto Bolaños) dijo que el hombre está condenado sin remedio a la derrota. Que lo único que podemos hacer es saltar a la arena y pelear sin pedir cuartel, porque de todos modos no te lo darían. Así que toca pelear sin otra esperanza que conseguir una derrota digna. Esa es la única victoria a la que podemos aspirar.


La frase de Bolaños es un ejemplo de cómo algo puede encajar con tu manera de sentir, pero no contigo. Porque esta frase no tiene nada que ver conmigo, ni con mi vida (que iba a tener yo en común con un poeta chileno exiliado y con pintas de acabar siempre de levantarse de la cama; ni siquiera me gustan sus novelas…), pero yo también pienso así, a veces. Y no puedo evitar estremecerme . No puedo evitar pensar que quizá Bolaños acertó a ver, detrás de sus gafas de miope triste, lo que nos espera a todos. Lo que a todos nos toca, tarde o temprano: pelear como podamos, o como sepamos, y perder de la mejor manera posible. Quizá Bolaños tuviera razón. Después de todo, sabía de lo que hablaba.


Me temo que me está quedando una divagación sin demasiado sentido. No soy demasiado bueno explicándome, y muchas veces tengo que tomar prestado lo que otros han dicho por mí. Lo que trato de decir es que hay veces que sientes que algo es verdad, y hay veces que sabes que algo es verdad. Y no es lo mismo saber que sentir. En absoluto.


Porque es mucho más fácil vivir enfrentándose a lo que uno sabe que vivir a contracorriente de lo que uno siente.



PS: La imagen es de Escher. Otro tipo que sabía expresar muy bien que no siempre las cosas son como parecen ser.

martes, 19 de octubre de 2010

PROBEMOS COSAS NUEVAS

Como portador del cromosoma Y, me veo sometido a una dictadura [1] de la que es muy difícil escapar: necesito pelea. La esgrima verbal está bien, y una buena conversación, o discusión, es algo necesario de vez en cuando, para mantener las neuronas activas. Pero me refiero a pelea física. La testosterona es lo que tiene, que además de empujarte hacia las señoras en pro de la multiplicación de la especie te incita también a moverte y cansarte un poco para no estar en un estado anímico que te haga insoportable para los que te rodean.

Para mí que la cosa ha llegado a nuestros días como una reminiscencia evolutiva de aquellos gloriosos tiempos en los que todo se resolvía a garrotazos: había que competir por los alimentos, por un sitio donde vivir, por las mujeres…. Exactamente igual que ahora, vamos. La diferencia está en que hoy lo de los garrotazos está peor visto, con lo que te encuentras, al final del día (de todos los días) con el cuerpo lleno de adrenalina. Los fisiólogos, psicólogos, médicos y demás gentes de esas que practican las oscuras artes de la curandería definen la adrenalina como la hormona que prepara al cuerpo para situaciones límite. Situaciones que suelen describir con una frase muy gráfica: escapa o pelea.

Como el mundo no es suficientemente grande para escapar de algunas cosas, no queda otra que pelear. Pero como las costumbres y las maneras en (casi) todos los ámbitos han cambiado, ya no podemos liarnos a palos a la hora de hacer negocios, de conseguir una cueva o de cortejar a una damisela. Por eso hemos tenido que inventar el deporte, como una excusa social para pegarnos de alguna manera. Como el método moderno de marcar territorio sin ir meando por las esquinas. Como una forma de demostrar nuestra superioridad frente a los demás machos de la especie. Qué le vamos a hacer, si somos así de simples [2].

Apostaría a que esa sensación es común a todo el sexo (que no género) masculino, pero como prefiero huir de generalizaciones innecesarias, me ceñiré a mi propia experiencia. En mi caso, todo lo expuesto anteriormente es cierto, aunque si me preguntan negaré haberlo dicho, porque mi excusa oficial para el deporte ha sido siempre mantener la forma física, divertirse, pasar un rato con los amigos…. Y una mierda. En el fondo, siempre he sabido que lo que perseguía era ganar al contrario. Después, según los días, puedo ser elegante y no hacer demasiada sangre, o cachondearme sin compasión (generalmente es lo primero, aunque hay de todo), pero siempre con la íntima satisfacción de haber demostrado que soy mejor que el otro. De haberlo derrotado.

Como soy un tío poco original, supongo que no estoy diciendo nada demasiado sorprendente. Si lo piensan bien, incluso el lema olímpico Citius, Altius, Fortius (Más rápido, Más alto, Más fuerte) ahonda en el tema. Porque, a pesar de que parece ser un exhorto a la superación personal (corre más rápido, salta más alto, etc), siempre he creído que esta consigna es más fácil de entender si la consideramos una comparación con un sujeto pasivo y omitido: corro más rápido (que tú), salto más alto (que tú), soy más fuerte (que tú). Y no me negarán que así el significado es muy distinto. El COI, astuto él, ha dejado la cosa así como un poco en el aire, y se ha acabado popularizado la versión abreviada, que, además, resulta mucho más elegante: cuestión de márketing [3].

El caso es que siempre me ha gustado hacer deporte. Y siempre me ha gustado, por encima de todo, la sensación de competición. Desde que puedo recordar, he practicado fútbol, baloncesto, balonmano, rugby y tenis (lógicamente, no cuento cosas como correr, nadar o montar en bici, que una cosa es el deporte y otra el ejercicio). Si tengo que elegir uno, me quedo con el baloncesto. Si puedo, no prescindiría de ninguno. Aunque, curiosamente [4], el deporte individual no me gusta tanto como el colectivo. La sensación de varias personas uniendo esfuerzos en pos de un objetivo común es otra de las cosas buenas que tiene el deporte. No siempre se consigue, claro, porque lo normal es que en cualquier equipo haya gente que va a su bola. Quizá ni siquiera es lo más frecuente. Tal vez por eso es tan gratificante cuando se produce.
Sin embargo, con el paso del tiempo, cada vez resulta más difícil practicar un deporte de equipo. La falta de tiempo, de gente disponible, o la incompatibilidad de horarios hacen que poco a poco se vaya abandonando la práctica de deportes multitudinarios a favor de los que precisan poco personal. Por ejemplo, el tenis. O el pádel, que últimamente se ha puesto muy de moda entre los compañeros del curro. De hecho, llevan tanto tiempo dándome la paliza para que pruebe que han acabado por convencerme.

Así que esta tarde se producirá mi bautismo de fuego en esto del pádel. Pese a mi maltrecha rodilla, pese al frío que hace hoy en León, la testosterona se ha vuelto a imponer. Qué quieren que le haga, si uno no puede resistirse a que le hagan cosquillas en su amor propio de deportista.

A ver cómo va la cosa.


[1] Una de tantas, claro, pero la única de carácter interno, lo que la hace menos molesta.

[2] Hablo, lógicamente, de las motivaciones de los hombres para hacer deporte. Para hablar de las motivaciones femeninas, si las hubiera, me declaro totalmente incompetente, dado mi desconocimiento del tema (del tema del deporte femenino y del tema femenino en general).

[3] Tradicionalmente, el COI se ha manejado muy bien con los eslóganes y las frases más o menos pegadizas. Ya ven, como muestra, el éxito que ha tenido dicho organismo convirtiendo en ideario del espíritu olímpico lo que no es sino una excusa de perdedores: “lo importante es participar”. Ya.

[4] Curiosamente si tenemos en cuenta que, fuera del deporte, soy extremadamente individualista. Ya que estamos con lemas, el mío sería: mejor sólo que bien acompañado.

viernes, 15 de octubre de 2010

TÁPAME, TÁPAME, TÁPAME...

León es una ciudad que, como todas, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Entre sus inconvenientes están los leoneses, principalmente. Entre las ventajas… no sé. Alguna habrá, supongo, pero ahora mismo no se me ocurre nada de especial relevancia. Así que hablaremos de comida, que las penas con pan son menos.

En general, aquí se come bien. Entre bien y muy bien, diría yo. Pero se come de muchas y muy distintas maneras. Una de las más típicas es hacerlo tapeando.

Aprovechemos la coyuntura para deslizar una anécdota sobre el tema (seguramente apócrifa, como casi todas las que conozco). Cuentan que un buen día el rey Alfonso X el Sabio, debido a algún problemilla de salud, consultó con sus médicos, que le recetaron frecuentes tragos de vino (ole los médicos del siglo XIII). El monarca, que por algo era sabio, decidió que el remedio molaba, pero que no era cuestión de que la gente viera a su rey constantemente borracho, así que se hacía servir el vino acompañado de un pequeño bocado, para que los efectos del alcohol fueran menores. La cosa parece que funcionó, y el buen Alfonso ordenó que, de ahí en adelante, en las tabernas, mesones y demás sitios de ese estilo se sirviera el vino al respetable acompañado de un bocado que “tape los efectos del licor”. El bocado en cuestión comenzó a recibir el nombre de tapa, y se popularizó con bastante rapidez (por aquí somos muy bien mandados para lo que nos interesa), llegando a nuestros días.

Historietas al margen, las tapas en León son una cosa muy seria, créanme. El hecho de tener zonas en las que los bares están muy concentrados produce un curioso efecto: una competencia feroz. Y dado que los consumibles líquidos son bastante parecidos en todos los sitios, que los precios son muy similares y que las camareras se miran pero no se tocan, lo que decanta la balanza a favor de uno u otro local son las tapas. Esto da lugar a una especie de carrera armamentística en versión gastronómica que hace las delicias del público. Por una vez, el libre mercado funcionando como Dios manda.

Con el tiempo, algunos locales se han especializado tanto que la fama de sus tapas trasciende el tiempo y el espacio. Ejemplo típico el de Casa Blas, que se ha convertido en un clásico en la ciudad a base de ofrecer de tapa patatas fritas, picantes o sin picor (que pueden parecer poco glamurosas, pero, oigan, uno no aguanta en el negocio más de treinta años si el género no es bueno). O las tapas de pizza de La Competencia, otro referente en la ciudad. O La Bicha, o La Imprenta Casado… o tantos otros.

Pero vamos a poner un poco de orden, para que esto pueda servir como una mínima orientación por si alguien se decide a venir un día a conocer León y la visita al MUSAC no le revuelve demasiado el estómago. Lo ideal sería conocer el Barrio Húmedo, sito en la parte vieja de la ciudad, a cinco minutos escasos del León monumental, además. Para eso, nada mejor que un paseíto desde la Plaza de Santo Domingo, centro neurálgico de la ciudad, por la Calle Ancha, peatonal y tranquila, que nos conduce a la Catedral. Ya sé que estamos hablando de comer, pero la contemplación del viejo templo gótico debería ser obligatoria. Y si el día es soleado, no se pierdan una visita al interior, porque el espectáculo de las vidrieras es impresionante. Piensen, además, que el paseo les servirá para abrir el apetito.

Una vez cubierto el expediente cultural, vamos al meollo de la cuestión. Al salir de la Catedral, cualquiera de las calles a nuestra izquierda nos llevarán al Barrio Húmedo. Allí vamos a encontrar tropecientos mil coma cinco bares organizados, principalmente en torno a la Plaza de San Martín. Y ya pueden dar rienda suelta a sus instintos: los más sublimes y los más perversos. Porque la variedad de ambientes y tapas hacen difícil que no se pueda encontrar un local en el que estar a gusto, por rarito que uno sea (y se lo dice un tío raro donde los haya). Mención especial (aunque esto es una opinión personal, y hay gustos para todo), para las tostas con morcilla de La Bicha, las patatas de La Patata, la pizza de La Competencia y los boquerones de La Imprenta Casado (estos tres últimos no están en la misma plaza, pero los encuentras a menos de cien metros). Los fines de semana, si el tiempo acompaña, es una gozada darse un paseo por El Húmedo (denominación local, por si quieren hacerse pasar por indígenas del lugar), y tomarse unos vinos o cortos de cerveza tapeando. Si después de cinco locales todavía tienen arrestos para meterse una comida de dos platos y postre, contarán para siempre con mi más rendida admiración.

Otra opción es el Barrio Romántico. También está cerca del punto de inicio, Santo Domingo, en dirección a la Basílica de San Isidoro. Como no todo va a ser comer, pueden echarle un vistazo. Es un templo románico, con un museo más que interesante, y en él se encuentra el Panteón de los Reyes de León, con pinturas en el techo que le han merecido el apelativo de Capilla Sixtina del Románico (para mí que se pasaron un poco, pero mi criterio artístico es discutible, así que tampoco me hagan mucho caso). Allí, frente al Parque del Cid, encontrarán un buen puñado de bares y restaurantes. Suele ser un sitio más tranquilo que el Húmedo, que las noches del fin de semana puede llegar a estar un poco agobiante. Sin embargo, algunos de los locales de la zona no tienen nada que envidiarle a su húmeda competencia. El Tizona, El Camarote Madrid, El Rosetón… Mi preferido, el León Antiguo, con una bonita colección de fotos antiguas de León, como su nombre indica, decorando las paredes. Las tapas, espectaculares, aunque últimamente están cayendo demasiado en el pecadillo del diseño y la pijotería.

En esta zona pueden encontrar después un par de locales tranquilos donde tomar una copa charlando. De los garitos donde la música impide cualquier comunicación que no sea gestual no les puedo hablar mucho, la verdad, porque hace ya un tiempo que me retiré de esos ambientes, y ahora me van cosas un poco más relajadas, como El Gran Café o el Haddock. Se puede hablar sin dejarse la garganta, y preparan las copas bien. Sin florituras, pero bien.

La otra opción de tapeo, si hablamos de las zonas típicas y en las que se encuentran los locales más juntitos, es el barrio de Eras de Renueva, en una zona mucho más moderna de la ciudad. Está al ladito del MUSAC, por lo que desaconsejo la visita a la zona, pero si se ven con fuerzas para evitar la tentación de entrar en semejante engendro y salir con las neuronas dañadas para siempre (y con la sensación de que alguna gente tiene un morro que se lo pisa, y de que la definición de la palabra arte se ha ensanchado peligrosamente, y…. mejor no sigo, que se me calienta la boca), por allí encontrarán algunos locales que, justo es reconocerlo, se curran una barbaridad el tema de las tapas. Si se dejan caer por esos pagos, no dejen de visitar el Cruz Blanca.

Pero como hay gente para todo, por si ustedes son de los que piensan que no sólo de tapas vive el hombre y prefieren contentar a sus estómagos delante de mesa y mantel, no podían faltar una mención de algunos de los mejores restaurantes de León. Al menos, de los que más me gustan a mí, que no es que tenga mucho criterio tampoco para comer (me estoy dando cuenta de que no tengo criterio para casi nada; qué triste)[1]. En la zona del Húmedo, en plena plaza de San Martín, está El Racimo de Oro, sin duda mi preferido. El sitio en el que he comido quizá el mejor solomillo de mi vida. Simplemente impresionante. Por allí cerca anda también el Vivaldi, con una cocina un poco más de autor, y La Bodega Regia, con una decoración muy lograda y una comida a la que, aparte del precio, es muy difícil encontrarle pegas. Al ladito de la Calle Ancha, muy cerca de los anteriores (y de la Catedral), se encuentra el Zuloaga, que tampoco es mala opción. En Eras de Renueva, si se sienten más aventureros o quieren probar otro tipo de restaurante, pueden probar a comer en Cocinandos. Lo malo de este local es que allí no puedes elegir la comida: cada día hay un menú de varios platos, y si te gusta bien, y si no, también. Lo bueno es que siempre te gusta.

En fin, que si alguien decide venir a León (qué sé yo , ingenieros liberales de 1,90, o ingenieras con programa de centrifugado ultrarrápido, o abogados aragoneses con tendencia al insomnio), espero que no acabe con hambre.

Y si acaba, que no sea por mi culpa.

Que lo disfruten.
PS: Mis disculpas a los que no están. Pero les aseguro que los que están, son.

[1] Pese a mi falta de criterio, y para que valoren en su justa medida la recomendación, los restaurantes citados son de esos sitios a los que uno llevaría a una señorita con la que quisiera tener después algo más que palabras (ustedes me entienden): el resultado no está garantizado, pero casi.

jueves, 14 de octubre de 2010

DECIDIENDO

A principios del siglo XIX, cuando los franchutes decidieron, por las bravas, modernizar y culturizar un poco a los españoles (no sabían dónde se metían, los angelicos), surgió en España el movimiento liberal. De hecho, fue aquí donde se acuñó el nombre, aunque después, a lo largo del tiempo, éste haya ido adquiriendo significados y matices diferentes. En su origen, el liberalismo surgió como un heredero de las ideas de la Revolución Francesa (¡qué cosas!), que a su vez había hecho suyos los conceptos de la Ilustración. En suma, se trataba de revertir el orden establecido, de acabar con el poder absoluto del rey para dárselo al pueblo.
Los franceses, como iba diciendo, estaban empeñados en ilustrarnos, así que nos invadieron. La invasión francesa contó con sus partidarios, con sus detractores (ambos bandos a ultranza) y con una tercera facción, los liberales, que no comulgaba con estar bajo el gobierno francés, pero decidió aprovechar la situación para cambiar un poco las cosas. Así, en 1812, con los franceses en retirada y el rey lejos de la acción (como solía), se promulgó en Cádiz la Constitución de la Corona Española. El arte gaditano la bautizó como la Pepa. Era una constitución de corte liberal, que recortaba el poder del rey en favor de los representantes del pueblo. Era una constitución, en suma, que trataba de darle a la gente la libertad, o, al menos, más libertad de la que tenía hasta ese momento. Pero, como dijo alguien una vez: “Ustedes quieren libertad, pero, ¿para qué?”.

Esta pregunta puede parecer una tontería, pero quizá no lo sea tanto. Porque puede que al usarse constantemente la palabra libertad haya perdido parte de su significado. O puede que seamos nosotros los que no lo conocemos, o no queremos conocerlo. Ser libre no significa que cada uno pueda hacer lo que le salga del cimbel, o al menos no significa sólo eso. Significa que cada uno puede tomar sus propias decisiones, pero también debe afrontar las consecuencias de las mismas. Ser libre significa, en definitiva, tomar decisiones (sabiendo que éstas pueden ser más o menos acertadas o tremendamente erróneas) y estar dispuesto a apechugar con lo que salga. Y eso, a poco lúcido y responsable que sea uno, estresa un huevo. O más.

Así que, siguiendo la rancia tradición hispánica de no saber lo que queremos y contradecirnos constantemente (a nosotros mismos y a los demás), no es de extrañar que dos años más tarde, cuando el rey Fernando VII (posiblemente el más canalla, tirano, golfo y sinvergüenza de todos los reyes que en España han sido, que es mucho decir) volvió a casa desde el exilio francés en el que había estado luchando (es un decir) por la independencia de su país, la gente pasó tres pueblos de la Pepa, de la libertad y de la responsabilidad, y lo recibió alborozada al grito de “Vivan las caenas”. Y es que, bien mirado, ¿quién necesita estresarse tomando decisiones cuando tiene a mano el dulce remedio de la esclavitud? Exacto: nadie. Al menos, nadie español.

El caso es que a día de hoy me encuentro con que soy libre. Pero libre a tutiplén, vamos. Tomando decisiones por un tubo, oigan. Y empiezo a estar un poco… ¿cómo lo diría yo?... hasta los cojones de tanta libertad. Para qué les voy a decir que no, cuando es que sí.

Porque hay épocas de esas que les gustan a los chinos (ya conocen la maldición que se gastan los amigos mandarines, que le desean a los que no quieren bien que vivan en tiempos interesantes) en las que parece que el mundo se acelera. Te puedes pasar once meses al año sin tomar decisiones más allá de si el pan lo quieres blanco o integral, y de repente te encuentras con que en una semana tienes que decidir si cambias de trabajo y de ciudad, si cambias de coche, si te operas la rodilla, si pintas el piso, si cambias los muebles, si apuntas el niño a judo, si te cambias de sexo o si te haces hare krishna. Se junta todo. Como si en El Corte Inglés hubieran inaugurado la quincena de la decisión (con increíbles descuentos). Hala, a decidir, sin tregua. Y eso, en parte porque te pilla desentrenado y en parte porque es estresante de por sí, te tiene viviendo sin vivir en ti durante una temporada. Con la sensación, además, de que te equivocas más que aciertas (sensación que, en mi caso, suele ser completa y lamentablemente cierta), pero no puedes dejar de tomar las decisiones. Ni siquiera posponerlas. Esto no funciona así. Te toca decidir y decides. Honradamente y tratando de hacerlo lo mejor posible, pero sabiendo, eso sí, que si te equivocas te toca aguantarte. Aquí no se admiten reclamaciones, ni hay segundas oportunidades.

Pues así estoy yo ahora. Decidiendo al por mayor. Libre como para alucinar en colores. Y estresado hasta ese sitio en el que todos estamos pensando.

Y comprendiendo completamente, creo que por primera vez en mi vida, cuánta razón tenían los vasallos de Fernando VII: la libertad está muy sobrevalorada.

En resumen, que se busca tirano, con experiencia y capacidad de decisión. Preguntar por Cazurro.

Y vivan las caenas.

viernes, 8 de octubre de 2010

UN PUENTE A MADRID

El fin de semana pasado, como ya conté, tuvo cuatro días. Así que mi mujer, en clara connivencia con mi hermano pequeño, planeó un viaje a Madrid. Podríamos visitar a mi hermano, cambiar el chip y, de paso, que los niños vieran mundo, me dijo. Como ya tengo asumido que mi plan de no salir nunca de casa no va a ser viable, hice ver, astutamente, que el viaje me apetecía un montón, y todos contentos. Mi mujer porque consiguió, al fin, sacarme de casa (y a una gran ciudad, nada menos); los niños, porque se apuntan a un bombardeo, y con la ilusión de conocer el metro, ver animales en Faunia y pasar el fin de semana con sus tíos iban que caminaban sin tocar el suelo; y yo porque me libré, por una vez, de la etiqueta de cascarrabias que siempre me toca cuando se planean viajes (ya ven, esta vez no me apetecía ser el aguafiestas oficial de la familia).

Así que el sábado por la mañana embarcamos en el coche y pusimos rumbo hacia la capital del reino. Los niños emocionados, y mi mujer un pelín cabreada por el, según ella, injustificado retraso en la salida que provoqué por mi manía de comprobar el gas, las luces, los grifos, las puertas y las ventanas (encima que uno se preocupa por la integridad del hogar…). Lo primero que conseguimos en el viaje fue la comprobación de que el coche no tiene el ancho suficiente para impedir que los niños lleguen a las manos: por más que intentes separar sus asientos, en el momento que encuentran un motivo para sacudirse (y casi siempre lo encuentran, dicho sea de paso) les basta con ejecutar un ligero escorzo para conseguir atizarse algún que otro mamporro. Lo que, sin ser excesivamente grave, enrarece bastante el clima en el habitáculo, la verdad. Total, que necesitamos dos paradas facultativas y casi cinco horas para llegar a Madrid. Eso sí, la última parte del viaje la hicieron dormidos como benditos.

Una cosa curiosa del sueño infantil en su versión automovilística es que, independientemente del tiempo que lleve cada uno durmiendo, siempre se despiertan al mismo tiempo. En este caso, en una gran avenida madrileña. Lo primero que hizo mi hijo mayor (en adelante H1, para simplificar) fue preguntar si estábamos todavía en León (ah, esa peculiar concepción del tiempo de los niños…). Cuando le dijimos que no, que ya estábamos en Madrid, se limitó a echar un vistazo por la ventanilla y sentenció: “Bah, pues es igual que León”. La verdad, no sé de quién ha sacado ese espíritu de ir sobrado por la vida. No de su padre, desde luego.

Porque, por contraste, a mí Madrid me asusta. Desde que la veo, llegando por la A6, empiezo a notar cómo se me acelera el pulso, cómo se me seca la boca, cómo los carriles empiezan a hacerse cada vez más estrechos, cada vez más llenos de coches… Gracias a Dios, conducía mi mujer, que se orienta mucho mejor que yo (y se asusta mucho menos), y conseguimos encontrar la casa de mi hermano sin demasiados problemas. Los críos merendaron, recibieron mil regalos (había sido el cumpleaños de H1) y, después, al parque.

Y es que, como sabe cualquiera que tenga hijos o haya estado cerca de algún niño en edad de crecimiento, en los niños se produce un curioso fenómeno con la alimentación: una comida de unas 200 calorías, que a ti te da, con suerte, para realizar el esfuerzo de levantar un boli unos diez centímetros, a ellos les da energía para aburrir. Y esa energía, si no es convenientemente disipada en alguno de esos engendros que últimamente nos venden como parques infantiles, efectivamente, aburre. Concretamente, aburre a los padres a la hora de intentar dormir a los críos. Así que nos tiramos un buen rato viendo como los enanos intentaban autolisiarse con los medios que el Ayuntamiento de la villa y corte ponía a su disposición, con distinto grado de éxito (H1 salió indemne, todavía no sé cómo, y H2 sólo se dio una culada de cierta consideración). Después de eso, a cenar. Y tras la cena de los niños, y mientras estos jugaban un rato, turno para los mayores. Fue una cena agradable. Nos hubiera apetecido prolongar un poco la sobremesa, pero estábamos todos cansados y al día siguiente teníamos tarea, así que nos retiramos a nuestros aposentos.

Entre el domingo y el lunes fuimos a Faunia, montamos en el Metro, paseamos por Madrid, vimos rascacielos, estuvimos en más parques y, en general, los niños se lo pasaron de cine. Los adultos también, aunque la soba fue considerable (H2 hizo varios kilómetros en mis brazos, que al final del viaje parecían de goma).

Pero disfrutamos mucho, ya les digo. Porque es una sensación agradable, después de todo, ver a los niños emocionarse al descubrir cosas nuevas. En cierto modo, es como si tú también las vieras por primera vez. Y es agradable sentir que se lo pasan genial con sus tíos, y que sus tíos están encantados de verlos, y de poder enseñarles cosas nuevas.

El viaje de vuelta fue mucho más tranquilo. Yo creo que los niños estaban todavía un poco abrumados por todo lo que habían visto, y necesitaban tiempo para procesarlo. Pero, ya puestos, decidimos parar a comer en Medina del Campo y visitar el Castillo de la Mota, sobre el que le conté a H1 alguna historia extravagante que ahora ya no recuerdo (así que espero que nunca vuelva a preguntarme sobre el tema, porque seguro que le doy otra versión, y el niño tiene tan buena memoria como escasa comprensión para con las incoherencias ajenas). Un paseo por el castillo, contándoles más historietas y explicándoles cómo se llamaba cada cosa que veían, y, hale hop, de vuelta al coche. Comenzaba la que para mí es, por definición, la mejor parte de cualquier viaje: el regreso a casa.

En resumen:

-Hemos visto muchos animales, con diferentes perspectivas: a mi mujer le encantan, a mí ni fu ni fa, H1 los quiere tocar todos (da lo mismo que sea Bambi o un oso pardo) y H2 los considera enemigos potenciales (porque, según él, todos le querían quitar el bocata).

-Hemos comprobado que los parques infantiles en Madrid son igual de peligrosos, feos y poco funcionales que los de León.

-Hemos aprendido que el Metro, además de un aparato que sirve para medir, es “un tren que va por debajo de la tierra”.

-Hemos visto rascacielos.

-Hemos estado en un castillo “de verdad

-Y, a título personal, he aprendido una nueva definición de foso (“es donde se caen los malos que atacan el castillo”)… y he sobrevivido (al viaje y a Madrid).

¿Qué más se le puede pedir a un fin de semana?


PS: Como era previsible, y dado que este fin de semana también es puente, H1 ya ha empezado a preguntar a dónde vamos a ir. Parece que el niño le ha cogido el gusto a la cosa de viajar. Qué tétrico panorama me espera, por Dios.

PPS: Todos los entrecomillados son de H1. Al César lo que es del César.

jueves, 7 de octubre de 2010

TODA LA VIDA ES SUEÑO

Es una tarde lluviosa. Salimos del colegio entre una aglomeración de paraguas, pisando charcos y con los abrigos a medio abotonar. Con la alegre inconsciencia de los doce años, cuando todo lo que necesitas para ser feliz es el final de las clases.

Es un día feo. Gris, oscuro y frío. Hoy no toca el habitual e improvisado partido de fútbol en el patio, con las carteras haciendo las veces de porterías. Así que mis hermanos y yo nos vamos a casa sin entretenernos demasiado. En parte porque llueve, y en parte porque sabemos lo que nos espera allí.

Y lo que nos espera es nuestra madre. Como siempre, habrá puesto las zapatillas a calentar, cerca de la vieja cocina de carbón. Pocas cosas pueden compararse a la gloriosa sensación de calzarse unas zapatillas calientes cuando llegas a casa con los pies empapados. Mamá nos frotará la cabeza (inevitablemente mojada, pese a los paraguas) con una toalla y nos ofrecerá el calzado seco y cálido, que es lo más acogedor que he conocido en mi vida. Si hay suerte, habrá puesto unas manzanas en el horno, con mucha azúcar, y las merendaremos mientras le contamos cómo nos ha ido el día. Como siempre, mis hermanos se extenderán mucho más, aunque no tengan gran cosa que contar. En cambio, yo seré parco en palabras, a pesar de que ha sido un buen día: Doña Charo ha dado las notas del examen de naturales, y he sacado un diez. Además, me ha sonreído, y esa sonrisa me ha puesto contento. Todo eso se lo resumiré a mi madre con un escueto “bien” cuando me pregunte, pero ella me conoce, y sabe cuándo mis monosílabos reflejan realmente un buen día, o cuando, por el contrario, esconden algo que preferiría olvidar. Al fin y al cabo, es mi madre.

Después de merendar, hacemos los deberes, los tres, en la cocina. Es la habitación más caliente de la casa, y siempre los hacemos allí, mientras mi madre trastea ya con los preparativos para la cena. Mis hermanos prefieren jugar un rato antes de ponerse con ellos, pero a mí me viene mejor hacerlos en seguida, porque luego quiero ver un rato la tele. No tenemos muchos deberes. En la casa flota un olor agradable, a manzanas asadas, a ropa seca. Yo todavía no lo sé, pero es el olor que toda mi vida identificaré con mi hogar.

Mi padre llega pronto, y cenamos sin novedad. Un rato más de tele (poquito, porque mañana hay que madrugar) y nos vamos a la cama. Mis hermanos se duermen en el acto, como todas las noches. Yo tardo siempre un poco más. Me cuesta conciliar el sueño, pero, una vez que lo cojo, duermo como un tronco.

Sin embargo, esta noche es distinto. Porque siento que alguien me toca en el hombro. Abro los ojos y veo a una señora mayor. Bueno, en realidad puede que no sea mayor que mi madre. Seguramente no llega a los cuarenta años, pero, recuerden, yo tengo sólo doce. A esa edad, cualquiera que pase de veinticinco es casi un anciano. Excepto mamá, claro. El caso es que me intriga esta visita, y me fijo en ella. Es rubia, con el pelo corto, y con unos ojos azules increíbles. Los ojos más azules que he visto nunca. Parece conocerme bien, aunque no dice nada. Sólo me mira.

Y entonces, sin saber muy bien por qué, lo entiendo todo. Estoy viendo a mi mujer. A la mujer que será mi esposa dentro de veinte años. Y todo comienza a dar vueltas a mi alrededor. Mi habitación no es mi habitación. Mi cama ya no es la cama de un niño, sino una mucho más grande, y no tiene colcha, sino una especie de saco de plumas (que nunca antes había visto y, sin embargo, de alguna manera, sé que es un edredón nórdico). Y a mi alrededor no está la ropa que me pondré para ir al colegio al día siguiente, ni los cuatro cuadros que representan las estaciones, ni la estantería en la que se apilan mis libros y los comics. En su lugar, puedo ver una cómoda que me resulta familiar, aunque nunca la haya visto, y unos cuadros absurdos que no representan nada (sólo son manchas de colores), y que no me gustan, a pesar de que yo mismo los elegiré, dentro de mucho tiempo. Mi mujer, la señora extraña, sigue mirándome, en silencio, y yo comprendo que todo era un sueño. Que hace muchos años que mi madre dejó de esperarme a la puerta de casa con unas zapatillas calientes y una toalla, en medio del apacible olor a manzanas asadas. Que hace ya mucho tiempo que Doña Charo no me pone dieces en los exámenes de naturales ni me sonríe. Que ya soy adulto, y que hace mucho que todas esas cosas que pertenecían a mi infancia quedaron atrás.

Mi mujer me acaricia el pelo, y me tranquiliza. Sólo era una pesadilla, me dice. Vuelve a dormir. Quiero explicarle que no era una pesadilla, pero la revelación de haber crecido de golpe me ha dejado sin fuerzas para hablar. Sin fuerzas y sin ganas. Además, ¿cómo podría explicar la sensación de haber recuperado la infancia por unos instantes para perderla de nuevo, justo después de haber vuelto a tocar con la punta de los dedos aquellos años? Así que le hago caso, y vuelvo a dormirme.

Y entonces, de repente, suena el despertador. Pero no es un despertador cualquiera. Ni siquiera es mi despertador. Es mi madre, despertándome como hacía hace veinte años. ¿O me estoy imaginando, dentro de veinte años, soñando con que mi madre me despierta? No puedo estar seguro, y eso se refleja en mi cara. Mi madre lo ve, porque entonces su expresión se vuelve triste. Sombría. Se convierte en la expresión de una madre que sabe que dentro de unos años (que serán siempre demasiado escasos, y demasiado breves; es tan rápido el tiempo, tan ajeno a las penas de las madres…) tendrá que dejar irse lejos a ese hijo al que ahora sacude amorosamente para despertarlo. O se convierte, acaso, en la expresión de una madre que sabe que ya sólo existe en los sueños deslavazados del hijo que hace mucho tiempo que se fue de casa. En cualquier caso, se aleja un poco de mí, retrocediendo hasta la puerta de la habitación. Y todo se vuelve oscuro, una vez más…

…sólo que ahora sé que estoy despierto. Rodeado por la oscuridad absoluta, por un silencio espeso que se compone de ruidos imperceptibles de puro familiares. Sé que estoy despierto, pero no sé quién soy. Ahora mismo, no podría decir si soy un niño de doce años que ha soñado con su futuro (era todo tan real…) o un hombre de casi cuarenta que ha soñado con el niño que una vez fue. Y lo peor de todo es que no quiero saberlo. No puedo.

Porque no soy capaz de decidirme por ninguna de las dos opciones. Porque sé que cualquiera que sea la que escoja, o la que me escoja a mí, me va a doler. Así que me quedo quieto, respirando despacio, a oscuras, sin mover ni un músculo. No sé. No quiero saber.

Al final, la luz sucia del amanecer acaba por solucionarlo todo, filtrándose por las rendijas de las persianas como una visita a la que nadie ha invitado. Y siento algo muy parecido a la tristeza. Aunque tal vez sólo sea nostalgia.

Porque, a pesar de que echaré siempre de menos a ese niño, y esa sensación de tener unas zapatillas esperándome en casa los días de lluvia, sé que, de alguna manera, eso nunca se acabará.

Esas sensaciones siguen aquí, conmigo.

Esas sensaciones me han hecho así. En cierto modo, yo soy esas sensaciones.
Salvo, claro está, que todo haya sido (o esté siendo) un sueño.
Incluido yo.

miércoles, 6 de octubre de 2010

CAZURRO

Me consta que alguna gente se pregunta por qué me llamo Cazurro. Incluso hay quien, en un alarde de piedad, me ha compadecido por serlo. Puede que tenga razón en compadecerme, pero no era mi intención automancillarme, creánme. Simplemente, un buen día me dio por escribir un comentario en un blog, y, a la hora de firmar, me decidí por hacerlo como Cazurro. Ahora me doy cuenta de que, lo que en realidad debería haber escrito es Un cazurro. Seguramente, ni aun así me hubieran entendido bien, pero habría estado mucho más cercano a lo que yo quería expresar: uno de León.

Porque cazurro es utilizado como gentilicio oficioso para los que hemos tenido el azar de nacer en la provincia de León. Y, pese a la definición de la RAE, ser cazurro no se entiende aquí como algo negativo. O, al menos, tan negativo como en el resto del país. Es cierto, no suena demasiado bien, pero aquí, por la fuerza de la costumbre, llega a ser incluso eufónico y se usa con bastante frecuencia, a veces incluso en plan cariñoso. El significado de cazurro reflejado por la academia (necio, tosco, zafio, vulgar, corto de entendederas…) no es lo que aquí entendemos por ser cazurro. Es, más bien, la acepción menos usada de cazurro, aunque también viene en el diccionario (terco, obstinado), la que entendemos los leoneses cuando nos llaman así. Y, la verdad, no nos ofende demasiado (a mí, al menos). Porque, al fin y al cabo, las verdades no ofenden. Y si hay algo cierto es que la gente de por aquí somos muy obstinados, y nos cuesta mucho cambiar de idea. Obstinados y orgullosos. Lo que, en mi opinión, no es que sea una combinación que augure cosas demasiado buenas, la verdad, pero es lo que hay.

El origen del término cazurro es curioso, aunque incierto (dicho sea de paso, eso es lo bueno de los orígenes inciertos: que cada uno puede quedarse con la versión de la historia que mejor le parezca). Les voy a contar mi versión preferida, que, sinceramente, tiene tantas posibilidades de ser cierta como cualquier otra. Cuenta la leyenda que allá en los azarosos años en los que los inmigrantes venidos en patera comenzaban a invadir la península (hablo del episodio I, en el siglo VIII) no encontraron resistencia digna de ese nombre hasta llegar al norte de España. Nuestros amigos magrebíes se pegaron un paseo desde el Guadalete hasta las montañas del norte de León, sin mayores contratiempos que la falta de dátiles. Pero hete aquí que en estas tierras montañosas empezaron a encontrarse con que la gente no se dejaba matar pacíficamente, ni siquiera en el nombre de Alá, y plantaba cara de manera obstinada. A ello ayudaba el terreno, claro, porque el norte de León es una zona bonita para ir de excursión, pero es dura para vivir, y para pelear puede ser, directamente, imposible. Y mucho más teniendo en cuenta que los moros no habían encontrado un paisaje así hasta la fecha. El caso es que los moros acabaron pasando, pero ya se fueron haciendo una idea de lo que les esperaba en Covadonga. Y, como estuvieron una temporada por estos lares, acabaron dándole un nombre a la gente de la zona: qad’ur. Que se podría traducir literalmente como “el-que-no-cesa”, y más coloquialmente como “estos-pesados-de-los-leoneses-que-no-dejan-de-dar-por-el-culo” (ya les advertí que era una traducción coloquial y un poco libre).

Y los quad’ur de entonces, por mor de la evolución de aquel protocastellano que fagocitaba palabras allá donde las encontraba, sin importarle demasiado el origen, somos los cazurros de hoy. Con un carácter que ha cambiado, más para nuestra vergüenza que para nuestro orgullo, muy poco en estos doce siglos.
Así que ya saben por qué a los leoneses nos llaman cazurros: porque a los integrantes de un ejército invasor de hace 1.200 años les asombró el carácter de la gente de mi tierra lo suficiente para ponerle un nombre. Uno de esos apelativos a mitad de camino entre el reconocimiento y el insulto. Al fin y al cabo, después de un buen amigo, nada mejor que un buen enemigo.

De todas formas, que nadie piense que esto es un alegato regionalista, porque nada más lejos de mi intención. No me siento especialmente orgulloso de haber nacido aquí. Eso ha sido un azar, y punto. Pero tampoco puedo evitar que el haber nacido aquí me haga, en parte, como soy. En cualquier caso, eso me ha venido dado, y no he tenido nada que ver. Lo único que depende de mí es, al menos, comprender por qué soy como soy, y asumir que ser cazurro tiene sus partes buenas y sus partes malas. Somos obstinados, sí. Y tercos, también. Reacios a cambiar, y esto, a la larga, nos trae más problemas que ventajas. Pero también, en determinadas situaciones, hay que ser terco, y hay que obstinarse en clavar los pies en el suelo y aguantar la embestida. Sin quejas, sin excusas, pero sin ahorrarse ningún esfuerzo, y sin retirarse antes de tiempo. En situaciones desesperadas, pueden estar seguros de que quisiera a mi lado a un cazurro [1]. Para la normalidad (es decir, para el 99,9% del tiempo), acéptenme un consejo: aléjense de ellos (nosotros), porque no les traerán (traeremos) nada bueno.

Aun así, por favor, tengan en cuenta lo que están diciendo cuando vuelvan a llamar a alguien cazurro. Porque el sentido peyorativo del cazurrismo no es más que una parte del significado real de la palabra.

Y tengan en cuenta, también, que somos lo suficientemente obstinados para conseguir cualquier cosa que nos propongamos. Probablemente, algún día los cazurros dominaremos el mundo (de hecho, si eso no ha pasado todavía es porque aún no nos hemos puesto de acuerdo entre nosotros [2])

Avisados quedan.

Palabra de un cazurro.

[1] La foto es de un monumento situado en el centro de León. Representa a Don Alonso Pérez de Guzmán, conocido también como Guzmán el Bueno, gobernador de Tarifa durante el reinado de Sancho IV de León (sí, hasta allí llegaba el Reino de León, ya ven). En 1294, Tarifa fue sitiada por los benimerines, que hicieron prisionero a Pedro Alonso Pérez de Guzmán, hijo del gobernador. Los musulmanes le propusieron al tipo de la estatua un trato: la vida de su hijo a cambio de la rendición de la ciudad. Don Alonso no sólo rehusó, sino que, con un par, les lanzó por la muralla su propia daga, por si no tenían con qué darle matarile a su vástago. No me dirán que no es un buen ejemplo de cazurrería...
Siglos después, al bueno de Don Alonso le hicieron esta estatua, en la que aparece en el trance de ofrecerle a la morería el puñal con el que despachar a su hijo. Lástima que ya casi nadie por aquí recuerde esta historia.
Aunque, eso sí, los benimerines no pudieron conquistar Tarifa.
[2] Ya sé que ponernos de acuerdo todos los leoneses es algo que no ha pasado en toda la historia, pero yo no pierdo la esperanza. Soy un soñador.

viernes, 1 de octubre de 2010

HAPPY HOUR







Es viernes. Se acaba la semana.

Y comienza Octubridge, el mes de los puentes. Para empezar, este fin de semana, el primero. El martes es San Froilán, fiesta local en León. Y, aunque mi empresa no está físicamente en la ciudad de León, en cuestión de fiestas y puentes se apunta a un bombardeo: yo creo que en el próximo convenio incluiremos también las fiestas de los países de procedencia de algunos clientes. Como muestra de respeto y sintonía, más que nada. Después tendremos el puente del Pilar, así que me parece que este mes va a pasar bastante rápido.

El caso es que mañana, y dado que ha sido el cumple de uno de los niños, nos iremos de puente, en plan celebración. Iremos a ver a mi hermano (hace poco también fue su cumple), que llevaba tiempo insistiendo en que les hiciéramos una visita (y calentándoles la cabeza a los críos con las mil y una cosas que les van a enseñar).Pese a mi natural aversión a los viajes, seguro que lo pasamos bien.

Y como, además, ya quedan sólo unas horas para que comiencen estas minivacaciones, hoy me apetece un poco de alegría, y qué mejor que esta canción.

Housemartins, mediados de los ochenta. La época en la que comencé a salir con los amigos. Esta canción sonaba en algunos garitos, y todos nos volvíamos locos. Recuerdos de tiempos pasados, cuando éramos jóvenes, inconscientes y felices.

Han pasado 24 años desde entonces, pero me sigue transmitiendo buen rollo. Me pone automáticamente de buen humor. Y tiene un ritmo ideal para escucharla mientras corres.

Buen fin de semana. Ojalá sean 48 horas felices para todos ustedes.

Para mí serán 96.