Soy un tipo de rutinas. De esa gente con la que podrías poner en hora el reloj, siguiendo sus costumbres. Me gusta saber con antelación qué voy a hacer, y cómo lo voy a hacer. O tal vez lo que sucede es que necesito saberlo (nunca me han gustado demasiado los imprevistos). En cualquier caso, soy un hombre de costumbres.
Algunas son bastante normales. Me levanto siempre a la misma hora. Me afeito siempre siguiendo el mismo ritual (siempre con maquinilla, primero la mejilla izquierda, luego la derecha, sigo con el bigote y acabo con la barbilla). Uso siempre el mismo bálsamo, y la misma colonia, desde hace ya muchos años. Desayuno de pie, siempre lo mismo: café con leche y galletas María. Voy siempre al trabajo por el mismo camino (de hecho, el pasado verano me cortaron la ruta habitual por unas obras y me costó unos cinco minutos pensar en una vía alternativa; me di cuenta de que no conozco demasiado bien mi ciudad), escuchando la misma música (creo que son 177 canciones, exactamente, las que llevo en el mp3 desde hace años). Y comienzo a trabajar siempre con la misma cadencia: leo los correos que han llegado, contesto los que puedo, echo un vistazo por las instalaciones…
A partir de ahí, se abre el vacío. Un periodo que me crispa los nervios todos los días. Mi trabajo está bastante sujeto a imprevistos, y es prácticamente imposible planear racionalmente lo que voy a hacer, cómo lo voy a hacer o, sobre todo, cuándo lo voy a hacer. Ni siquiera la pausa de media mañana para tomar un café tiene una hora fija: solemos reunirnos varios compañeros, y el hecho de compaginar horarios y tareas hace que el inicio del coffe break oscile entre las 11:00 y las 12:30. Lo sufro en silencio. No hay dolor.
La hora de la comida es otra historia. Esa siempre tiene hora fija. Una hora indecente, pero fija, al fin y al cabo. Dado que a las 14:00 se produce el cambio de turno del personal y es un momento en el que tengo que controlar varios temas y aprovechar para hablar con los que entran y los que salen, cuando me libero de las obligaciones laborales y puedo abandonarme a los placeres gastronómicos son y media. Unos diez minutos para reunir a la pandi, y nos vamos al comedor. Total, que siempre acabamos sentándonos a las tres o’clock. Con puntualidad británica, aunque con un horario un poco delirante. En la comida, eso sí, ya puedo ser yo mismo durante una hora: siempre el mismo asiento, siempre el mismo ritual. La hora de comer es como un oasis de rutina en mitad de una jornada imprevisible. Porque por la tarde sigue la improvisación. Hay que estar a lo que salga. Pero, en fin, es trabajo, y te pagan por hacerlo. No voy a pedir que, además, se ajuste a mis gustos y a mis manías.
Cuando salgo del trabajo, sobre las siete de la tarde (más o menos; generalmente más), vuelvo a casa por el mismo camino por el que vine. Subo siempre los cinco pisos (seis, si contamos el garaje) a pie, con una parada técnica en el portal para recoger la correspondencia del buzón, algo que mi mujer no suele hacer porque a ella no le da claustrofobia el ascensor y va de casa al garaje y del garaje a casa sin escalas intermedias.
Llego a casa y, literalmente, los niños se me tiran encima. H2 es mucho más efusivo, pero H1 también se pone contento de verme. Saben que cuando llega papá tienen un rato de fiesta. Me dejan el tiempo justo para cambiarme de ropa y empezamos a jugar. H1 está aprendiendo a leer, así que ahora estamos incorporando una nueva rutina a esos ratos: me siento con él y lo acompaño en su viaje iniciático al mundo de letrilandia. Un viaje interesante, la verdad: es toda una experiencia ver su cara de concentración mientras silabea con dificultad siguiendo mi dedo, y ver de vez en cuando cómo su cara se viste de triunfo al comprender lo que significan los signos que hasta hace poco no eran más que rayitas en el papel. H2 nos contempla, más o menos respetuoso, mientras la envidia se le sale por las orejas: él también quiere ser mayor, y quiere leer como su hermano. Así que después de acabar con H1, me pongo un ratito con él, y dibujamos, o escribimos, o le leo un cuento. A ratos mola ser padre.
Después, baño (de lo que me encargo yo), cena (de lo que se encarga su madre) y a la cama (reparto de tareas: yo me encargo de H2, porque H1 prefiere siempre que lo acueste su madre).
Es el turno para la cena de los mayores, a las diez. Si de mí dependiera, cenaría siempre un sándwich, o una ensalada, o, directamente, leche con cereales. Pero como no sólo se trata de alimentarse, sino de que mi mujer no se ponga histérica con lo poco que como, a veces me tengo que saltar la rutina. En cualquier caso, es el primer rato del día que tenemos para estar solos y hablar de nuestras cosas. Volvemos a ser adultos. Vuelvo a ser yo, tras muchas horas.
Después de cenar, friego los platos. No tenemos lavavajillas, pero no es un problema: me gusta hacerlo. Me relaja. Recojo la mesa. Me cepillo los dientes y descanso en el sofá mientras compruebo si hay algo decente en TV (que generalmente no), si tiramos de DVD o si me siento inspirado y me da por escribir.
Y antes de acostarme me pongo con la última rutina del día. Con disciplina prusiana, me clavo 100 flexiones y 1250 abdominales, una detrás de otra. Es una cosa adictiva, y el día que me faltan me cuesta dormir. Una condena, pero qué quieren que le haga: soy esclavo de la rutina.
Me gusta la rutina, como les digo. Me tranquiliza. Por supuesto, tiene también su parte poco atractiva. Todos los días son iguales (y no especialmente bonitos), y resulta un poco aburrido. Pero como contraprestación, te ofrece la posibilidad de desconectar el cerebro durante bastante tiempo. De funcionar en automático. Y eso, a veces, es de agradecer. Al fin y al cabo, el cerebro es el órgano del cuerpo que más energía consume. En mi caso, durante la mayor parte del día eso sería un gasto inútil.
Por eso, poniéndolo todo en la balanza, creo que mi rutina me compensa. Al fin y al cabo, está hecha de pequeños detalles que me gustan, y que me puedo permitir a diario. Porque mis días son todos iguales, sí, y no demasiado bonitos, desde luego. Pero tampoco son insoportablemente feos. Son como me gusta que sean. Son como soy yo.
Y yo soy un hombre rutinario.
12 comentarios:
Pelin TOC te veo (obsesivo-compulsivo).Te salva que tienes cierta tolerancia a los imprevistos,(porque sobrevives al trabajo), que si no eras carne de cañon, bueno, de PSQ que no se que es peor.
Dicen que escribir es buena terapia pa esas cosas.No dejes de hacerlo.
Si acaso cuando estes de "rodriguez", cambia algo, no sea que que te desvalijen la casa (esos consejos da la TV).
Que bien has vuelto 112, pensaba que estabais en plena crisis matrimonial¡¡¡¡ me alegro.
La rutina, es el habito de renunciar a pensar.
112, mi tolerancia a los imprevistos es del tipo "como no quedan más cojones que aguantarse, pues me aguanto". Escribir no es mala terapia, pero donde esté el alcohol...
Anónimo, me alegra que te alegres. Más gente alegre (aunque sea por razones absurdas y equivocadas) es lo que el mundo necesita.
Respecto a tu definición de la rutina, nada que objetar: veo que has pillado el concepto a la primera.
Entonces frases tipo: la vida es una caja de bombones... ni las mentamos, no?
La rutina hace que los recuerdos almacenados en nuestro cerebro sean menores porque el cerebro necesita menos información para recordar ese día. Por eso nos parece que el tiempo (semanas, mese, años) pasan volando cuando en realidad no es así. Punset dixit.
Punset recomendaba hacer cosas distintas todos los días para tener una mayor sensación de aprovechar el tiempo.
Dicen que la rutina es sana...no va conmigo, yo solo respeto las comidas(cinco al día).
¿1250 abdominales diarios?Verdasco solo hace 900.¿Nos tomas el pelo o estás como un queso?.
¡No te imaginaba con bigote!. Jo, pues lo fliparías conmigo; he hecho de la improvisación para casi todo una forma de vida.
La rutina es muy sana.
Las flexiones y abdominales por los cojones...
Niño, no soy tan extremista como puede parecer. Cuando hay imprevistos, me adapto, y punto. Si puedo elegir, prefiero que no los haya. Pero como siempre, lo que uno preferiría y lo que la vida nos da no tiene demasiado que ver.
Respecto a Punset, seguro que tiene razón, pero nunca he conseguido entenderlo: cuando habla, tiene la virtud de convertir un tema complicado en algo directamente incomprensible. Todo para tí.
Pseudosocióloga, entonces lo de llevar a tu hija al parque todos los días (excepto dos), ¿no era una rutina? Vaya, lo habré entendido mal.
Respondiendo a tus tres preguntas: Si, No, NS/NC.
Doctora, no me atrevo a imaginarme cómo me imaginabas, pero no llevo bigote. No tengo nada contra la improvisación: cada uno es como es.
Gonzalo, no sé si la rutina es sana, pero me gusta. Lo otro no lo he entendido muy bien.
¡¡Estas fatal!!
¿Como no te metiste en el ejército?(Te habría encantado)
Vecina47
Por supuesto desde que tengo la niña he tenido que adaptarme a cierta rutina, salir cuando ella se ha acostado y volver antes de que se despierte para luego dormir mientras ella está en el cole.Hasta que empezó el cole, si yo la llevaba al parque(los días que trabajaba la llevaba la chica), cada día era un parque distinto, uno por la mañana y otro por la tarde, unos días al teatrillo, otro a la Casa de Vacas, o al lago, si era fin de semana hacíamos picnic, o no, montaña o río, solas o con distintos compañeros(que no repetíamos en todo el mes), es lo que tenía vivir en la capital del reino.
Pero a lo que íbamos ¿es verdad lo de los abdominales?Solo Cristiano Ronaldo hace más que tú.¿Tienes esa tableta de chocolate?Que me responda 112 si tú no te atreves, je,je.
Uy, te he entendido mal en lo del afeitado. Improvisar es fantástico...si consigo poner nervioso a El Ese, que no es rutinario, si vieras un día de mi vida... alucinas hasta dónde se puede llevar la falta de rutina. No lo hago a idea, me sale solo.
Vecina, lo pensé, pero las plazas de general ya estaban cubiertas, no hubiera pasado las pruebas psicológicas, y la vida militar (sobre todo en estos tiempos, y mucho más sobre todo en España) está expuesta a muchos sobresaltos: apagando incendios, rescatando gatitos...
Quita, quita.
Pseudosocióloga, tranquila, sólo bromeaba. Ya lo he pillado: no te gusta la rutina. Perfecto.
Doctora, aunque parezca paradójico, si se abusa de la improvisación, improvisar se puede convertir en algo... rutinario.
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