jueves, 28 de octubre de 2010

SE FUE

¿Qué se puede decir de una chica que se fue?
Poca cosa. Puedes recordar cómo era. Los buenos momentos que pasaste con ella. Puedes hablar de sus manías (las manías siempre resultan entrañables cuando se habla de ellas en pasado). O puedes decir que te quiso, y que la quisiste. También puedes gritar que no es justo, que nadie debería morir a los 30 años. Pero todo esto no servirá de nada. Se fue, y ya está.

Se fue un domingo de Octubre, hace ya mucho tiempo. Años. O días. Quizá fue hace sólo unos minutos. ¿Qué más da? ¿Qué importancia tiene el tiempo, ahora? ¿Cómo se puede medir el tiempo transcurrido desde que tu vida dejó de existir? Cuando ella se fue, se lo llevó todo. Me dejó solo, y eso fue igual que no dejar nada. O quizá fue aún peor. Infinitamente peor que no dejar nada: me dejó un recuerdo. El recuerdo de su última tarde.

La habitación de hospital era triste. Las paredes tenían un extraño color gris que no hacía nada por elevar el ánimo de los internos y sus familiares. Ella estaba en la cama, en el centro de la habitación. Parecía minúscula y frágil. Sobre todo frágil. Aunque seguía siendo bella.

Sus padres habían insistido en intentarlo todo: los mejores médicos, aquella carísima clínica privada, consultas con especialistas, todo. Aquello les costó una pasta larga, supongo. La misma que le habían negado a su hija cuando decidió casarse conmigo. El destino es curioso, a veces. Puedes regatearle los fondos necesarios para la felicidad, pero tarde o temprano acabará haciéndote pagar. En cualquier caso, no sirvió para nada. En ocasiones, la enfermedad gana la partida, y no es cuestión de dinero. De cualquier modo, nunca pude sentirme agradecido. Nunca supe si considerar aquella tardía preocupación por la vida de su hija como un primer favor o como una última burla.

Porque es cierto que en aquel momento sus padres nos proporcionaron comodidades. Pero nos robaron algo mucho más importante. Nos robaron tiempo, intimidad. Nos quitaron algunos minutos, cuando nosotros ya sentíamos que cada instante tenía el infinito valor de las cosas infinitamente escasas. Sin embargo, ella insistió. Sabía que aquella era la única forma que sus padres tenían de intentar reparar errores, de hacer las paces. De pedir perdón. Ella siempre sabía perdonar. En eso, como en tantas otras cosas, éramos muy distintos: yo nunca he sabido.

De hecho, creo que ser tan tremendamente diferentes fue lo que nos hizo encajar. Nuestra historia fue extraña desde el principio: ella era una chica de buena familia, guapa, brillante, y con un extraordinario talento para el piano. Estaba destinada a triunfar. Hubiera debido encontrar un hombre como ella, enamorarse y ser feliz. Pero se enamoró de mí. De alguien que no podía darle la felicidad, ni una vida cómoda, ni un futuro seguro y confortable. Ella podía haber tenido a cualquier hombre, pero me eligió a mí. Nunca acerté a comprenderlo. Yo sólo podía quererla. Supongo que a ella le bastaba así.

A sus padres no, desde luego. Ellos lo vieron de otra forma. Seguramente más realista. Estás tirando tu vida a la basura, le dijeron. No esperes que te ayudemos a hacerlo. Él o nosotros. Ella no lo dudó. Salió de la casa de sus padres con un portazo, y entró de lleno en su propia vida. Conmigo. También era una chica valiente.

Nos casamos por lo civil, en una ceremonia sencilla a la que sólo asistieron cuatro amigos. Lo celebramos con un par de cervezas en un local cercano. Y no hubo viaje de novios. Todo muy austero. A juego con lo que sabíamos que iba a ser nuestra vida, al menos en los primeros tiempos. No nos importó. Comenzamos a vivir en un piso diminuto. Cuarenta metros cuadrados por los que pagábamos un alquiler astronómico que ella se encargaba de costear dando clases de piano en una academia cercana mientras yo me dedicaba a escribir. El resto del tiempo, lo dedicábamos a ser felices. Y la mayoría de las veces, lo conseguíamos.

De hecho, éramos tan felices que me daba miedo. Porque, a diferencia de ella, yo nunca fui valiente. Sólo me permití aparentar despreocupación cuando no tenía nada que perder, pero eso es fácil. Luego, la tuve a ella, y el miedo a perderla comenzó a infiltrarse en algún lugar oscuro de mi cabeza. Comenzó a susurrarme que estuviese alerta, porque aquello no podía durar: la felicidad nunca dura mucho tiempo. Desgraciadamente, en algunas ocasiones la paranoia es sólo una forma de sensibilidad más aguda. A veces, el miedo es sólo otra cara de la premonición. Yo tenía miedo de que algo me la arrebatase. Tenía tanto miedo de que algo fuera mal que sabía que algo iba a salir mal. Por una maldita vez en la vida, no me equivoqué.

Ironías del destino, cuando empezó a notar los primeros síntomas, creímos que estaba embarazada. Nos asustamos, nos ilusionamos. Luego, los médicos nos sacaron de nuestro error. La ilusión se fue para siempre, y el susto se transformó en el más absoluto terror. No estábamos preparados para eso.

Ella insistió en contárselo a sus padres. Al fin y al cabo, son mis padres. Yo no quería compartirla con nadie, y mucho menos con ellos, pero también había prometido hacer lo que fuera por ella. Lo único que podía ofrecerle era apoyarla, y estar junto a ella. Me tragué el orgullo, y asentí. Los llamamos para contárselo, y un instante después se presentaron en casa, incrédulos, destrozados. La abrazaron. Todavía la querían, a pesar de todo (es decir, a pesar de mí). Y ella se fundió con ellos en un abrazo interminable, todos deshechos en lágrimas. Recuerdo que al verlos a los tres allí, abrazados en nuestro minúsculo hogar, sentí que nunca como entonces había estado tan al margen de mi propia vida. Tan lejos del dolor, y a la vez tan cerca. Fue una sensación extraña.

Para ellos tampoco fue fácil. Nada volvió a ser fácil ya para nadie. La evolución de la enfermedad fue la peor posible. Fulminante. Dolorosa. Pese a los esfuerzos de sus padres, pese a todos los especialistas y todas las pruebas, nada funcionó. En menos de un año nuestro mundo se redujo a aquella habitación. A aquel color gris que reflejaba perfectamente la falta de esperanza en la que se había convertido nuestra vida.

Todos nos desvelamos por hacerlo lo mejor posible. Ella, sus padres, y yo. Lo hicimos lo mejor que supimos, y los médicos nos ayudaron como pudieron. Los tratamientos no funcionaban, y la ayuda médica se limitaba a darnos algo para el dolor. Pronto aquello tampoco sirvió. De todos nosotros, ella fue la que mejor se portó. No me extrañó, porque ella siempre fue buena en todo lo que hizo. Sus padres también estuvieron a la altura. Creo que el único que no dio la talla fui yo. Tampoco me extrañó.

Porque lo único que podía hacer era sentirme culpable. Por encima de todo, por encima incluso del dolor inmenso de verla morir lentamente, del miedo a saber con seguridad que iba a perderla, lo que me envolvía a todas horas, en cada momento, era una insufrible sensación de culpabilidad. No podía evitarlo. Lo único en lo que pensaba era en todo aquello a lo que ella había renunciado para estar conmigo. Había perdido su vida, su familia, su carrera en la música (hubiera sido muy buena, y hubiera llegado lejos). Había dejado de lado todo su mundo por mí. Puede que hubiera sido feliz conmigo, como yo lo fui con ella. Pero para mí estar con ella fue tocar el cielo con las manos, y la tuve gratis: yo no renuncié a nada. Ella, en cambio, había pagado un precio muy alto por aquellos pocos años de felicidad, y constantemente me preguntaba si habría valido la pena. Si lo que yo había hecho, en realidad, era robarle el poco tiempo que le quedaba. Si tal vez no hubiera sido mejor para todos haber seguido cada uno por su lado. Aquella sensación me atormentaba. Creo que entonces me di cuenta de que algunas veces no es posible saber si las decisiones que tomas son las correctas.

Viví en el hospital, con ella, durante meses. Sólo iba a casa de vez en cuando, una visita breve para cambiarme de ropa, y volvía enseguida a su lado. Saber que no quedaba mucho tiempo me hacía insoportable estar lejos de ella. Y entonces llegó Octubre.

Aquel domingo se hizo evidente que seguir así ya no tenía sentido. En realidad, era evidente desde hacía tiempo, pero fue aquel día cuando ella decidió que ya tenía bastante. Estuvo hablando con sus padres, a solas, mientras yo esperaba en la puerta, con la mirada perdida en la pared frente a mí. Luego, ellos salieron, con cara de estar hechos polvo, y su padre se dirigió a mí, sin mirarme, con una voz hueca y cansada.

-Quiere verte.

Entré en la habitación, y cerré la puerta detrás de mí. Me acerqué a su cama, me senté a su lado y le cogí la mano. Parecía dormir, pero abrió los ojos y me miró.

-Hola.

Sonrió. Su sonrisa tenía un extraño aspecto en aquel rostro demacrado. Le pedí fuerzas a un Dios en el que no creía para no echarme a llorar en ese mismo instante. Ahora no, Señor, ahora no. Si ella puede, yo debo poder. Por favor. Concédeme esto, al menos.

-Hola, niña.

-Sabes que esto es una despedida, ¿verdad?

No supe qué decir. Bajé la mirada.

-Mírame.

Quise gritar “No puedo”, pero no lo hice. Seguí en silencio. Sin mirarla.

-Mírame.

Entonces la miré. Y supe que estaba leyendo en mis ojos cómo me sentía. Me conocía bien, después de todo. Y ya he dicho que era una chica lista.

-No tienes la culpa de nada, ¿vale?

No respondí. Ella insistió.

-¿Vale?

-Vale.

-Todo eso que crees que me he perdido…. no ha sido nada. De verdad.

-No.

-En serio. No me has quitado nada. He tenido lo que quería. Lo demás no importa.

-Ya.

No debí sonar muy convencido, porque la sonrisa se borró de su cara.

-¿No me crees?

-No.

-Entonces vete.

La miré, y vi que lo decía en serio. Por si había dudas, insistió.

-Si no me crees, no te quiero a mi lado. En este momento no.

Entonces compré el derecho a permanecer junto a su lecho de muerte con una mentira. No era la primera, pero sí fue la última. Quizá la que más me dolió.

-Te creo.

Volvió a sonreir.

-Estarás bien, ¿verdad? Quiero decir, ahora que vas a ser un viudo alegre…

-No lo seré. Alegre, no.

-Lo serás. Quiero que lo seas, ¿vale?

-Vale.

-Ven aquí.

Me acosté a su lado, con cuidado de no atrapar bajo mi cuerpo alguno de los tubos que se habían encargado de mantenerla viva hasta entonces. La abracé con cuidado. Y permanecimos así hasta el final. Abrazados. Llorando. En silencio. Recuerdo que llovía. Nunca me ha gustado la lluvia, pero esa vez me pareció que era lo apropiado. Que encajaba con la situación. Después, ella se fue.

Cuando salí de la habitación, sus padres todavía estaban allí. Como yo, no tenían otro sitio a dónde ir. No pude decirles nada. Simplemente los miré un instante, y después me largué de allí.

Cuando salí del hospital, hacía frío. Comencé a caminar bajo la lluvia.

No sabía a dónde iba, pero no me importaba.

Ella se había ido.

7 comentarios:

Anniehall dijo...

Me gusta.

La de la ventana dijo...

Cazurro, es el segundo relato tuyo con esa temática que leo. Creo que no voy a volver a leer ningún post más tuyo con la etiqueta "Relatos", porque me temo que corro el riesgo de encontrarme con un tercero y, no lo tomes a mal, pero no me hace ningún bien.

pseudosocióloga dijo...

Joder, aquí estoy llorando a moco tendido y ¿no es autobiográfico?.Qué manía con que a las mujeres nos haga felices las comodidades.....

Doctora Anchoa dijo...

Joder, Cazurro. Me has emocionado. Me encantan tus relatos. Sigue escribiendo, en serio, lo haces genial.

112 dijo...

Cuando uno elige y logra esto:“Por el amor verdadero, provenga de donde provenga. Para que en nuestra vejez podamos decir, orgullosos: a mí un día también me adoraron”. Todo lo demas no importa (como dice ella).
Hasta él se dará cuenta de ello con el tiempo.

¿Qué tal si el próximo relato es un algo que genere risa, pero risa risa?. Esta visto el llanto lo tienes controlado ¿serás capaz de la risa?. Lo digo porque la risa es un balsamo para el alma...de todos.Se vale cualquier genero y estilo.

Anónimo dijo...

Jo, Cazurro!! Estoy con esta gente en q deberias avisar con:

"CUIDADO:Se avecinan lágrimas"

...para la gente como yo, q despues de leerlo se queda entre mal y fatal (el único pensamiento q me permito es "no quiero ni pensar en tener q vivir algo así...pero puede pasar, aprovecha ahora q eres tan feliz, Carpe diem, Carpe diem!!")

Pero tambien te digo q me ha encantado, q esta muy bien escrito y q si emociona es q es bueno. Enhorabuena!!

Vecina47

Speedygirl dijo...

A mi también me has emocionado