jueves, 30 de septiembre de 2010

GIGANTES Y SINERGIAS

En el siglo XII, Bernardo de Chartres, un filósofo francés, dijo con modestia que era “como un enano a los hombros de un gigante”. Es decir, que el mérito de sus pensamientos no era exclusivamente suyo, y todos aquellos que lo precedieron habían colaborado en sus logros. En la misma línea se pronunció Sir Isaac Newton cinco siglos más tarde, restándose importancia: “Si he visto más lejos ha sido porque estaba sobre los hombros de gigantes”. Hoy, la sentencia “sobre hombros de gigantes” es un lugar común a la hora de referirse al carácter acumulativo de la ciencia, al hecho de que las investigaciones no parten de cero, sino del punto en el que lo dejó el anterior intento.


Sin embargo, la ciencia no sólo es acumulativa. También tiene cierto carácter cooperativo. En ocasiones, los pensadores, científicos y demás gente del gremio trabajan, si no juntos, al menos sí simultáneamente. Y esto crea, de vez en cuando, algunos rebotes inesperados que aceleran desproporcionadamente el ritmo al que la ciencia progresa. Creo que el término exacto es sinergia: una colaboración en la que el resultado final es mayor que la suma de las aportaciones individuales por separado.


Valga esta sesuda reflexión como introducción o proemio a una historieta que, por un comentario casual, me vino ayer a la cabeza. Porque, a pesar de que el tema daría sin duda para enfrascarse en una conversación profunda y productiva, lo que a mí me gusta (y lo único que generalmente soy capaz de recordar) de la Historia son las historietas, las anécdotas. Eso, unido a algunos mecanismos mentales poco ortodoxos, hace que a veces me pasen estas cosas: que empiezo a relacionar anécdotas y se me va un poco la mano. Qué se le va a hacer.


Así que vamos con un ejemplo de sinergias descontroladas y gigantes sin demasiados escrúpulos para dejarse montar. Nuestra historieta comienza a finales del siglo XVIII, cuando un economista inglés llamado Thomas Malthus decidió acojonar al personal con unas tétricas profecías. En 1798, en una obra titulada “Ensayos sobre los principios de la población”, Malthus pronosticaba que el crecimiento de la población era mucho más rápido que el de los recursos disponibles, así que, en poco tiempo, se iba a acabar la función, y el último que apagara la luz. Por suerte o por desgracia, Malthus falló en sus predicciones, pero sus ideas fueron tenidas en cuenta, y se establecieron algunas medidas destinadas a controlar el tema. Por si acaso.


A mediados del siglo siguiente, también en Inglaterra, un joven llamado Charles Robert Darwin era enviado por su padre, tras abandonar los estudios de medicina, a estudiar para clérigo. En la universidad el joven Darwin se aficionó a las ciencias naturales (biología y geología). Al finalizar sus estudios, el chico decidió tomarse cinco años sabáticos (ah, esos victorianos; ellos si que sabían vivir) enrolado en un viaje alrededor del mundo en el HMS Beagle, que le sirvió para disfrutar de sus pasiones las ciencias naturales, hartándose de observar la naturaleza y recoger especímenes de animales exóticos.


Cuando Darwin volvió a Inglaterra, los diarios de viaje del Beagle se publicaron, incluyendo sus observaciones, y se convirtió en una modesta celebridad, siendo elegido como miembro de la Real Sociedad Geográfica. Durante unos años, Darwin se dedicó a cruzar impresiones acerca de las observaciones de sus viajes con algunas celebridades de la época, como Charles Lyell (el padre de la geología moderna) o Richard Owen (el inventor del término dinosaurio). Pero, sobre todo, se dedicó a darle vueltas a sus ideas. Había visto especies muy parecidas, pero distintas, y estaba persuadido de que había algo capaz de transformarlas, de crear nuevas especies a partir de otras, pero no acertaba a definir ese algo.


Durante su estancia en Londres, Darwin tuvo un contacto prácticamente de primera mano con las tesis de Malthus (a través de su hermano Erasmus y la amiga de éste, la escritora Harriet Martineau, fervientes defensores ambos del Malthusianismo aplicado a la política). En cuanto profundizó en la lectura del ensayo sobre la población, Darwin encontró el motor que estaba buscando para la transmutación de las especies: la presión demográfica, la lucha por los recursos disponibles (por la supervivencia, en suma), podía ser lo que favoreciera a aquellos individuos de una especie que presentaban algunos cambios que representaran una ventaja, por ligera que fuera. Al aumentar la reproducción de estos individuos, los cambios tenderían a mantenerse, hasta que su acumulación diera paso a una especie nueva, diferente de la original. Así que, con la sinérgica colaboración de Malthus, Darwin publicó El origen de las especies, montó un revuelo considerable en su época y cambió la biología para siempre (y, de paso, se ganó caricaturas como ésta).


En la misma época, en Alemania vivía un tal Ernst Heinrich Philipp August Haeckel (a veces me pregunto en qué piensan algunos padres a la hora de poner nombre a sus hijos), catedrático de zoología de la universidad de Jena. Haeckel era un tipo peculiar: había estudiado medicina, daba clases de zoología y estaba dotado de un considerable talento para el dibujo, los neologismos y la mentira (o las medias verdades, que vienen a ser lo mismo). Lo que conformaba, desde luego, una combinación interesante.


Haeckel hizo algunas aportaciones de cierta relevancia a la ciencia, sobre todo inventando palabras (¿les suena la palabra ecología? Pues él fue quien la inventó. También es suya la teoría de la gastraea, de importancia en embriología, pero esa no le suena a nadie). Sin embargo, cuando leyó la obra de Darwin sobre la evolución de las especies, Haeckel se convirtió al darwinismo con más fervor incluso que el propio autor de la teoría, y la evolución se convirtió en el leit motiv de su vida. En 1866, siete años después de la publicación de El origen de las especies, Haeckel publicó una obra titulada Morfología general de los organismos. En ella, nuestro amigo el dibujante hacía una interpretación un poco sui generis de las teorías de Darwin, y llegaba a la conclusión de que el desarrollo embrionario de un animal representaba, a grandes rasgos, el desarrollo evolutivo de la especie. Esto lo ilustraba con una enorme cantidad de dibujos y lo resumía en una frase sentenciosa y fácil de recordar: la ontogenia resume la filogenia. El resultado fue que la cosa prosperó, y las ideas de Haeckel se extendieron bastante, y bastante rápido. Lástima que gran parte de los dibujos contuvieran inexactitudes (a veces bastante gruesas) que, casualmente, siempre favorecían sus conclusiones. Por lo que se ve, nuestro amigo no tenía demasiadas manías para retorcer un poquito la realidad: al fin y al cabo, se trataba de hacer avanzar la ciencia, y el fin justifica los medios, ¿no?


La principal diferencia del enfoque que Haeckel tenía hacia la evolución respecto al de Darwin era el hecho de que mientras el inglés consideraba que el azar era un protagonista indiscutible de los cambios, para el alemán todo el proceso evolutivo iba encaminado hacia el fin último de el ser más complejo de la creación: el hombre. Era una evolución más dirigida, con un fin último, y toda la naturaleza se podía clasificar de menor a mayor complejidad. Naturalmente, también la especie humana: no todas las razas estaban igual de desarrolladas. Haeckel fue el que popularizó la frase de que “el hombre viene del mono”, o expresiones como “el eslabón perdido” (no me digan que el tipo no era un derroche de imaginación y originalidad, máxime considerando que era alemán). Hoy, estas ideas (la evolución natural como un proceso dirigido a obtener el hombre perfecto) pueden parecer cuestionables, pero el caso es que en su época, y en su país, le compraron la moto. Eran tiempos revueltos en Alemania. A comienzos del siglo XX, y sobre todo después de la 1ª Guerra Mundial, las ideas de Haeckel acerca del distinto rango de pureza, o evolución de las razas humanas encajó como un guante con el sentimiento del pueblo alemán de que la sociedad necesitaba un proceso depurativo. Se preparaba una sinergia de las gordas.


Pero nos estamos adelantando. Retrocedamos de nuevo a la Inglaterra victoriana, hasta 1865. Ese año, sir Francis Galton, de profesión estadístico (entre otras muchas y variadas como antropólogo, geógrafo, meteorólogo y psicólogo), y primo segundo de Darwin, por más señas, quedó impactado por las teorías evolucionistas. Como era un tío peculiar y de posibles (es decir, tenía dinero suficiente para pasar el tiempo pensando en cosas raras), decidió que la teoría de su primo no estaba completa, y se propuso darle un par de vueltas de tuerca. Sinergia por un tubo, como ven. Galton publicó un libro titulado Personalidad y talento hereditarios, en el que esbozaba la teoría, enlazando con las publicadas por su primo, de que la evolución humana se veía frustrada por la sociedad, ya que ésta, al proteger a los individuos, impedía que se filtrasen las características beneficiosas para la adaptación, y sobrevivían todos por igual (idea que resulta un poco chocante con lo que sabemos de la supervivencia en la Inglaterra de la época, pero Dios me libre de contradecir a un caballero del Imperio Británico).


Lo interesante de la obra en cuestión, sobre todo, fueron dos conceptos mencionados por Galton: uno es el de regresión a la media. Salvo que haya un estadístico de guardia que se preste voluntario, tendré que explicarlo yo, así que dudo de que alguien lo entienda: se trata de que en cada generación, las características beneficiosas de los padres son adquiridas por su descendencia pero en un grado menor, de manera que, con el paso de las generaciones, dichos rasgos se iban diluyendo, acercándose de nuevo a los valores medios. Galton consideraba esto fruto de la sociedad, y lo veía como un claro ejemplo de cómo ésta frenaba la evolución de la raza (como nota curiosa, regresión a la media es el nombre actual que se le da a este concepto en estadística; originalmente, Galton lo llamó reversión a la mediocridad, que es decir lo mismo pero, la verdad, suena un poco peor); el otro aspecto a destacar es la referencia al concepto de eugenesia (aunque sin nombrar la palabra) por primera vez desde los tiempos de Platón.


Sir Francis abundó en esta cuestión en una obra posterior, El genio hereditario. Creía firmemente que la influencia de los caracteres heredados era, con mucho, más importante que el medio o los factores culturales, así que para él era lógico utilizar los medios que la ciencia ponía a su alcance tratando de mejorar la especie humana, lo que sin duda redundaría en beneficio de la sociedad. Es decir, de todos. En su libro de 1883, Investigaciones sobre las facultades humanas y su desarrollo, usó, al fin, la palabra eugenesia.


Así que, recapitulando, vemos que Malthus, en un ejercicio de deducción que hoy parece una perogrullada, pero en su tiempo fue un notable ejemplo de previsión, favoreció el monumental esfuerzo inductivo de Darwin, que a su vez provocó teorías colaterales que se desarrollaron a la par que la suya, apoyándose y reforzándose unas a otras. La sinergia surgida de estos procesos dio como resultado una concepción de la biología totalmente nueva, y, lo que es más importante (a efectos prácticos), abrió la puerta a la intervención humana en la evolución de la raza.


Todo esto se tradujo, en definitiva, en que, como tantas veces a lo largo de la Historia, unos gigantes habían dado un enorme paso hacia delante en el terreno del conocimiento. Pero también trajo consigo, como siempre ha pasado (hay una vieja tradición en la ciencia: si algo se puede hacer, hagámoslo, y ya tendremos tiempo para preocuparnos por las consecuencias), la posibilidad de que ese saber, esos conceptos, esas herramientas, fueran usadas indiscriminadamente, sin saber muy bien dónde nos estábamos metiendo.


Así, el trabajo de esos gigantes puso de moda el concepto de la eugenesia, y la moda encontró a dos países, principalmente, con la coyuntura social y económica adecuada para abrazarse a ella. Uno, ya lo hemos nombrado, fue Alemania. El otro, quizá más sorprendente, fue Estados Unidos.


Los programas eugenésicos proliferaron en estos dos países en la primera mitad del siglo XX. Estados Unidos llevaba mucho tiempo absorbiendo un ingente caudal de inmigrantes, y la preocupación por el deterioro que la mezcla de las razas podía causar en la cultura americana (por aquel entonces con menos de dos siglos de solera, tampoco se crean que estamos hablando de tradiciones ancestrales) facilitó la promulgación en varios estados de leyes impidiendo el matrimonio (y por lo tanto la reproducción) de gente considerada “imbécil, epiléptico o débil mental”, y la apertura de centros de investigación sobre la eugenesia (que investigaban, principalmente, sobre la transmisión de las enfermedades mentales). Algunas de estas leyes estuvieron en vigor hasta 1967. Algunos de estos centros esterilizaron enfermos mentales en un número que se estima superior a los 45.000 hasta la década de 1950. Y es que menudos son los yanquis, cuando se ponen a defender su cultura y a luchar en pos de su destino manifiesto: no reparan en gastos.


En Alemania, en cambio, el auge de las teorías eugenésicas coincidió en el tiempo con la existencia de una crisis brutal y una exaltación del nacionalismo y la raza aria, y también con la subida al poder del partido nazi, que, como después se demostraría, no tuvo demasiados complejos en establecer programas eugenésicos de la facción dura par mejorar la raza. Haeckel había mezclado las teorías evolucionistas en una compleja amalgama filosófica-esotérica-nacionalista-científica, que se podría resumir en que el pueblo alemán no había podido desplegar ante el mundo todo su indiscutible encanto porque se encontraba demasiado mezclado todavía con razas exóticas (los judíos, por ejemplo) e individuos improductivos (homosexuales y enfermos mentales, por ejemplo) que ralentizaban su natural evolución hacia su destino de übermensch. Se imponía una depuración de la raza. Casualmente, un tal Adolf Hitler, cuya frustrada vocación pictórica le había hecho acercarse a la obra de Haeckel (no olviden que Haeckel era un gran dibujante), pasó de interesarse por los grabados y las acuarelas a hacerlo en las teorías de limpieza étnica del, por entonces, difunto profesor de zoología. Hitler encontró particularmente atractiva una sentencia de Haeckel (no olviden, tampoco, que Haeckel era muy bueno inventando frases): la política es la biología aplicada. Y eso provocó…. ¿lo adivinan? Exacto: más sinergia. En este caso, además, la sinergia tuvo un curiosos apelativo: Holocausto.


Después, vino la 2ª Guerra Mundial, los nazis fueron vencidos, y los horrores del genocidio judío provocaron que la eugenesia cayera en el mayor de los descréditos. En Estados Unidos, y en el resto de países que, en menor medida, se habían establecido medidas de este tipo, los programas de mejora de la raza fueron abandonados (al menos oficialmente), y la eugenesia pasó a ser vilipendiada por la comunidad científica.


Y aquí no ha pasado nada.


Perdonen el rollo, pero no puedo evitarlo: estas carambolas, en las que unos hechos aparentemente intrascendentes acaban provocando unos efectos totalmente imprevistos (e indeseados) siempre me han resultado curiosas. Es lo que tienen las sinergias: que las carga el diablo.


Claro que tampoco puedo evitar, a veces, la sensación de que no siempre elegimos demasiado bien a quién dejamos subirse a los hombros de los gigantes.


miércoles, 29 de septiembre de 2010

FELIZ CUMPLEAÑOS, ENANO

Todo empezó sobre las cinco de la madrugada de una noche cualquiera [1]. Mi mujer me despertó con un codazo y un diálogo breve pero inequívoco:

-Ya.

-¿Ya?

-Si.

-Pues vamos.

Y así, una vez aclarado el tema (hablando se entiende la gente), nos levantamos y nos fuimos al hospital. En urgencias nos atendieron bien, si exceptuamos las inevitables miradas condescendientes que suelen dedicar a las primerizas los profesionales del ramo, esa gente para la que este tipo de experiencias resultan tan rutinarias como tomarse un café con leche por las mañanas. Una primera toma de contacto y un diagnóstico: la cosa estaba muy verde. Como mi mujer forma parte del gremio, le explicaron que, a pesar de que lo habitual sería dejarla ya ingresada, si lo prefería podía volverse a casa para estar más cómoda, porque aquello iba para largo. Ella no lo dudó: como en casa en ninguna parte (y más a esas horas), así que nos volvimos a nuestra cama, que ni siquiera se había enfriado.

Por la mañana ya se hizo evidente que teníamos que irnos al hospital. Ingresamos, nos instalaron en una habitación, y a esperar. Y tuvimos que esperar un buen rato, la verdad. Fueron más de doce horas, en las que las leves molestias matutinas se fueron volviendo paulatinamente menos leves y mucho más molestas. Por la noche, cuando ya las contracciones y los dolores llevaban un rato siendo fuertes, se llevaron a mi mujer a algún lugar ignoto, con la promesa de que me avisarían cuando llegara el momento, y allí me quedé, acojonadito vivo, de guardia frente a una puerta por la que se escapaba de vez en cuando algún alarido. Recuerdo haber pensado que era una suerte haber nacido hombre. Porque, la verdad, después de haber visto las contracciones de mi mujer, las caras de las que paseaban por los pasillos tratando de acelerar el parto y de escuchar aquellos gritos que no parecían precisamente de alegría, no acababa de ver muy claro que aquello fuese un feliz acontecimiento, como todos se empeñaban en describirlo. Que también, dicho sea de paso, hay que ser cursi.

El caso es que, sobre las once y media, me dejaron pasar al fin, me dijeron que el feliz acontecimiento era inminente, me llevaron a un rincón en el que me ayudaron a ponerme gorro y bata, y a la sala de partos. Allí estaba mi mujer. Sin dolores, gracias a la epidural, pero nerviosa. Le cogí la mano, me sonrió, y un par de minutos más tarde ya teníamos con nosotros a nuestro primer hijo. Nacido exactamente a las 23:40 del 29 de Septiembre, día de San Miguel. Hoy hace cinco años de aquello.

Hoy, aquel pequeño bicho morado que los médicos pusieron sobre el pecho de su madre se ha transformado en un niño muy guapo. Insultantemente guapo. Desde pequeño, pasear con él por la calle ha hecho crecer mi orgullo hasta límites insospechados. Es incalculable el número de veces que me han parado para contemplar al niño, siempre con algún comentario desmedidamente elogioso (o tal vez no tan desmedidamente) acerca de sus ojos. Ahora ya me he acostumbrado. A sus ojos y a los comentarios, cosa que él lleva peor. Sin embargo, a pesar de la costumbre, de verlo a diario, todavía hay veces, determinados momentos en los que no puedo evitar un estremecimiento al mirarlo. Una sensación extraña, provocada a medias por la incredulidad (nunca pensé que yo fuera capaz de intervenir en la creación de algo así) y la fascinación. Bueno, puede que la belleza no sea lo más importante del mundo, desde luego, pero puestos a elegir uno de los dos extremos, me alegro de que le haya tocado en la mitad de los guapos. Por cierto, salvo en los ojos, se parece mucho a mí. Ejem.

Su temperamento también es muy parecido al mío. Es tímido, y estar con desconocidos lo pone nervioso. Es intenso, callado y poco expresivo. Hay que conocerlo para saber interpretar cuándo sus silencios significan que se lo está pasando mejor de lo que acierta a expresar. Sus enfados, en cambio, suelen ser bastante explícitos. Ya les digo, clavadito a mí.

Cuando digo que es callado, quiero decir que tiende a estar en silencio cuando se siente inseguro o está con gente que no conoce. Porque cuando está en su ambiente no se calla. De hecho, habla muy bien, desde muy pequeño. No fue demasiado precoz, pero la etapa de los balbuceos le duró muy poquito, y en seguida comenzó a pronunciar bien. Lo más sorprendente no es su pronunciación, sin embargo, sino su vocabulario. Usa las palabras exactas en la situación indicada, y usa palabras poco corrientes, además. Desde siempre le han fascinado las palabras, los sonidos, el hecho de poder relacionar un concepto, una imagen, un objeto, con el sonido que sale de su boca. Tiene una capacidad de abstracción enorme, una memoria prodigiosa, y una gran curiosidad por el significado de las palabras que no conoce.

Ahora está deseando aprender a leer y escribir. Creo que aprenderá a leer con facilidad, porque tiene memoria y además es algo que le interesa. Escribir le costará más, seguramente, porque su coordinación entre lo que tiene en la cabeza y lo que hace la mano no es demasiado buena todavía. Es zurdo, pero no está bien definido, y eso le crea algún problema de vez en cuando. Además, soporta muy mal la frustración: al primer intento fallido abandona, tirando de mala manera el lápiz, el cuaderno y lo que pille a mano. Supongo que será cuestión de armarse de paciencia.

Le encanta jugar conmigo a cualquier cosa que implique una competición física: pelear, correr, saltar, subir,…. Si tiene además algo de riesgo, mejor que mejor (le gusta asustar a su madre haciendo animaladas mientras dice:"mamá, mira lo que hago …..”). Con su madre hace determinadas cosas (acostarse, comer, hablar de sus historias del cole,….) que no hace conmigo ni a tiros. Conmigo hace cosas que no le gusta hacer con su madre. Es sorprendente con qué facilidad puede un niño asignarnos los papeles que, seguramente, tengamos su madre y yo durante toda la vida.

No le gusta demasiado el dulce (en eso no se parece a mí, desde luego), y en general muestra poco interés por la comida. No tiene un plato favorito, y alterna, sin transición, temporadas en las que apenas come con otras en las que devora.

Duerme como un tronco, y se levanta de mal humor si se despierta antes de 11 o 12 horas de sueño. Incluso habiendo dormido todo el tiempo que le pide el cuerpo, despierta muy, muy despacio. Te mira sin ver. Remolonea en la cama. Remolonea en el sofá. Sólo después de un cuarto de hora está mínimamente preparado para coordinar ojo y mano, y ponerse a desayunar. Naturalmente, si duerme menos de 10 horas, el día se presenta terrible, y puedes contar con bronca permanente. Le gusta que sea su madre la que lo acueste, y que se quede un ratito con él en la cama, dándole la mano y abrazándolo. Aprovechan ese momento para hablar de sus cosas, y le cuenta sus miedos, sus experiencias en el cole… todo lo que a mí no me cuenta. Sólo deja que sea yo quien lo acuesta cuando su madre no está, pero, aún así, simplemente me pide que le dé la mano y lo abrace. Para mí no hay confidencias.

Ah, y le encanta que le cuente historias. Creo que por ahí nos podremos entender bien. A mi no se me da mal contar historias, y, además, es difícil que me quede sin material para él: cuando no se me ocurren cosas nuevas, tiro de repertorio y le cuento batallitas. De momento, no se me ha quejado.

En fin, así es mi hijo. Como les decía, hoy cumple cinco años. Han sido cinco años de experiencias nuevas, y, desde luego, muy intensas. Cinco años en los que nos hemos ido conociendo, y hemos ido aprendiendo a querernos. Porque, por si no me lo habían notado, lo quiero muchísimo.

Hoy disfrutará de su cumpleaños, como debe ser. Le cantaremos el cumpleaños feliz, soplará las velas de su tarta (que seguro que después no probará) y tendrá su regalo deseado: una bici nueva. Será feliz.

Y su madre y yo, claro, seremos felices con él.

Que cumplas muchos más, enano.

[1] Técnicamente, la historia empezó 9 meses antes, ya lo sé. Pero permítanme que mantenga esos detalles en la intimidad.

martes, 28 de septiembre de 2010

SOBREMESAS SEXUALES

Ante todo, que nadie se asuste, porque esto no va a ser tan grave como el título sugiere. Simplemente, me he dejado llevar un poco por mi tendencia a los titulares impactantes (se ve que tengo alma de periodista). Pero de lo que voy a hablar es de las conversaciones de sobremesa que tenemos en el comedor de empresa, y que ayer, casualmente (les aseguro que no es la norma) fueron derivando desde el primer plato hacia el sexo, de manera que a los postres ya estábamos todos enfrascados en el tema.

Tal vez influyera el hecho de que se sentó con nosotros una compañera que no es de las habituales en nuestra mesa, y que tiene un desparpajo más que notable para hablar de ciertos temas. Dicho sea de paso, está muy buena, lo que contribuye a rebajar el nivel de desparpajo del resto de los comensales (masculinos, se entiende) de manera fulminante. El caso es que allí estábamos todos, inaugurando la temporada otoño-invierno de manera más o menos oficial, cuando la dama en cuestión nos obsequió con unas cuantas reflexiones muy particulares que pueden servir para poner de relieve, una vez más, que si ya normalmente resulta difícil el entendimiento entre hombres y mujeres, entenderse en cuestiones de sexo resulta poco menos que imposible (si exceptuamos cosas mecánicas como el apareamiento).

Reflexión 1: No mires.

Pongamos el tema en situación: mi compañera (¿he dicho ya que está muy buena?) venía vestida de manera entre sugerente y explícita. Para entendernos, tenía un escote que dejaba poco a la imaginación. Como bien saben todos los hombres y gran parte de las mujeres, los ojos masculinos tienen vida propia, por lo que en ocasiones resultan sorprendidos mirando cosas que su dueño no recuerda haberles ordenado mirar. Este fue el caso (y no de uno de nosotros, no, ni de dos), lo que motivó que al sentirse aludida visualmente la fémina reaccionase tachándonos a todos de machistas, salidos, retrógrados y otras redundancias. Alguno de nosotros se atrevió entonces a preguntar por qué se vestía así (“Para sentirme guapa”). Él volvió a preguntar si era consciente de que los hombres suelen mirar a las mujeres guapas (“Si”). Entonces, intentó concluir él, si sabe que cuando está guapa la miran, y le molesta que la miren, ¿para qué se pone guapa? A lo que ella contestó que tiene derecho, y que además había tenido una reunión importante (con hombres, obviamente), y que distraer al contrario en una negociación de precios le parecía una opción aceptable. Que cada uno juega con las cartas que tiene en la mano (y quien dice cartas dice otras cosas, y quien dice en la mano dice en cualquier otra parte del cuerpo, supongo).

Conclusión: sólo está bien mirar el escote de las señoras si eso te distrae mientras estás negociando algo con ellas y te dejas engañar como un pardillo por no estar a lo que estás. Cualquier otro propósito, incluyendo los puramente lúdicos o recreativos, caen dentro del reprobable territorio del machismo y la bestialidad masculina.

Reflexión 2: No hables.

Una vez que llegamos a esas alturas, nuestra compañera decidió ahondar en la cuestión, y puso un ejemplo de lo duro que es ser mujer en un mundo de hombres, contándonos una pequeña anécdota de sus vacaciones de este verano. Imagínense: estaba en la playa, solitaria, en bikini (ya he dicho que está muy buena, ¿verdad?) cuando un tipo se le acercó, le dio educadamente los buenos días, y le preguntó si tenía fuego. Una manera como otra cualquiera de meter ficha, a ver si tienes suerte y sale la especial. Sin molestar. Pero como el tío no le gustaba mucho, ella no sólo pasó tres pueblos, sino que se mostró cortante en su negativa (y, créanme, puede ser muy cortante cuando quiere; y, algunas veces, aunque no quiera), y nos contaba indignada que era un asco eso de tener que andar quitándose moscones de encima. El mismo compañero de antes (por lo visto, tenía ganas de hacer de abogado del diablo) le preguntó si el hombre había sido descorté (“No”). Si la había mirado de manera desagradable (“No”). Si le había dicho algo que hubiera podido ser mal interpretado (“Tampoco”). Entonces le preguntó si hubiera considerado también un asco el que le pidiera fuego, pongamos por caso, Russel Crowe (aclaremos que esto es jugar con cierta ventaja, porque todos en la mesa sabíamo que ella siente debilidad por el australiano-neozelandés), a lo que ella respondió que por supuesto que no, y que ya podía ella haber tenido esa suerte. No hubo más preguntas.

Conclusión: dirigirte a una señora en la playa, aunque sólo sea para pedir fuego o darle los buenos días, sólo es aceptable si le gustas (algo bastante difícil de saber a priori) o si eres Russel Crowe, que viene a ser lo mismo. En el resto de supuestos, tu iniciativa puede ser considerada intromisión en su intimidad y acoso sexual (esa conducta tan típicamente machista, ya saben).

Reflexión 3: No tocar.

A partir de ahí, nos enfrascamos en una discusión acerca de si es cierto que los hombres pensamos siempre en el sexo. Yo siempre había pensado que sí, pero aquí mi compi decidió disentir, para variar, y nos sorprendió a todos con una exposición de su teoría acerca del tema: no es que los hombres estemos pensando constantemente en el sexo, es que basta cualquier mínimo estímulo para que lo que teníamos en la cabeza en ese momento desaparezca y comencemos a pensar en él. Pero, no contenta con exponer la teoría, decidió poner un ejemplo práctico, para ilustrar el tema. “A los hombres basta con tocaros un poquito así en el cuello (dijo mientras me tocaba) para que os pongáis como una moto”. Y, oigan, ahí donde lo ven, ese simple gesto me provocó (entre otras cosas que no vienen a cuento) unas cuantas dudas. ¿Para qué me toca? Si cree que su teoría es correcta, ¿pretende ponerme cachondo aquí, ahora, tomando café en el comedor de empresa? ¿Busca una confirmación de que su teoría no es correcta, o al menos tiene excepciones? ¿Cómo reaccionar ante una situación así? ¿Me hago el loco? ¿Le digo que me ha puesto cachondo? ¿Hago un chiste para rebajar la tensión? ¿Miento? ¿Qué habría hecho Woody Allen en una situación como ésta?... Lamentablemente, todas eran preguntas sin respuesta. Así qué, como es mi costumbre cuando no sé qué hacer, me quedé callado y no me moví, como que la cosa no iba conmigo. Mis compañeros se limitaron a descojonarse de mí sin hacer demasiada sangre.

Conclusión: cuando entramos en el cuerpo a cuerpo, siempre salimos perdiendo (funcionar en automático es lo que tiene), así que, al menos en público, mejor dejar las manos quietas. Las de los dos.

Reflexión 4: Esforzarse.

Para finalizar, el tema se desplazó a los aspectos de la intendencia y logística de las cosas amatorias. La chica, inocente ella, comenzó a quejarse por la, en su opinión, evidente injusticia de que son las mujeres las que acaban más fatigadas después de las refriegas, contrariando de nuevo todos los conocimientos previos de los allí presentes. Sin embargo, dada la situación (creo que ya he dicho que está muy buena, que llevaba un escote monumental y que habla de estas cosas con un desparpajo un poco acomplejante, ¿no? Pues eso) no fuimos capaces de dar la adecuada réplica, y nuestra defensa del cansancio que comportan los normales y saludables esfuerzos masculinos se perdió en una maraña inconexa de presuntos ejemplos, presentados como experiencias de algún amigo y cosas que alguien nos ha contado…

Conclusión: en este caso, más que conclusión, hubo consecuencia: la curiosidad despertada por nuestra ponente en la concurrencia masculina fue unánime. ¿Qué demonios hará esta tipa para acabar tan cansada?

Después de eso, el reloj ejerció su habitual tiranía, volvimos al trabajo, y ahí quedó la cosa. Quien más, quien menos, todos los portadores del cromosoma Y allí presentes vimos cuestionado nuestro dominio del tema, y eso, las cosas como son, siempre molesta un poco.

Pero, por encima de todo, se abría paso una descorazonadora sensación: la de que si algún día tenemos que negociar algo con nuestra compañera, podemos darnos por jodidos.

Metafóricamente, claro.

sábado, 25 de septiembre de 2010

REFLEXIONES BLOGUERAS

Esta semana los blogs han venido cargados de reflexiones de mucho nivel, Maribel (los ajenos, aclaro; el mío ha seguido a lo suyo). Ha sido un non stop de pensamientos, definiciones, eruditas polémicas, y debates de altura.

Comenzaba Teresa diciendo que lo mejor de los blogs es la gente que los escribe. La cosa derivó hacia la idea de si se puede conocer o no a la gente a través de lo que escribe en los blogs, lo que suscitó un debate en los comentarios entre la gente que cree que el blog refleja en realidad la personalidad de cada uno y los que creen que sólo se conoce de verdad a quien se conoce en carne y hueso, en su hábitat natural. Aún considerando que yo sería capaz de aceptar pulpo como animal de compañía, ninguna de las dos argumentaciones me convenció en exceso, la verdad. Al menos en mi caso, no estoy seguro de que la imagen que transmite el blog se corresponda con la imagen que doy en persona, pero tampoco creo que la imagen que doy en carne y hueso sea mi verdadero yo.


Al menos, eso sí, me consuela el hecho de comprobar que hay gente que sabe fundamentar sus opiniones y es capaz de refutar las ajenas sin caer en el insulto o la descalificación. Llevaba demasiado tiempo metido en los foros del Marca, y ya empezaba a cogerle el gustillo a eso de rebatir a los demás mentándoles la parentela (aunque hay que reconocer que las discusiones del tipo “y tú más” tienen una ventaja indudable: no necesitan demasiadas neuronas, y están al alcance incluso de tipos como yo). Gracias a este post y a sus comentarios, he recobrado la esperanza (la poca que tenía) en el género humano.

Pero no se vayan todavía, aún hay más. Porque acto seguido atacó El Niño Desgraciaíto (en adelante, El Niño, que hoy no me apetece hacer mucho gasto con el teclado) con un post de hondo calado intelectual y socioeconómico. Algo tan simple como definirse a sí mismo como liberal provocó de nuevo un debate en los comentarios en el que se puso de relieve, entre otras cosas, que un servidor no tiene ni idea de macroeconomía, ni de sociología, ni de etimología, ni de casi nada. Pero, mirándolo por el lado bueno, es lo que tienen los blogs: que aprendes un montón. De todas formas, sin haber superado todavía lo de Teresa (le doy tantas vueltas a las cosas que soy muy lento para llegar a conclusiones, cuando llego), lo de El Niño me pilló con la guardia baja, y acabó de hundirme la poca autoestima que él mismo me había dejado después de aquel post en el que, de manera velada, convocó una especie de reunión de gigantes en la que no sé muy bien cómo me permitieron comentar (quizá como una concesión de cuota a las razas inferiores).

Y es que, por si no estaba yo todavía suficientemente acomplejado, que alguien se defina a sí mismo como algo me causa una envidia mortal. Yo soy incapaz de definirme: casi cuarenta tacos de calendario y aún me sorprendo a mí mismo con determinadas reacciones frente a determinadas circunstancias. Pocas veces sé con certeza, o puedo predecir con relativa fiabilidad, cómo voy a reaccionar frente a algo. Y no vean lo que estresa eso, oigan. Haciendo un esfuerzo, podría definirme como un hombre, a pesar de las dudas formuladas al respecto por gente que me conoce. Si no quiero suscitar controversias, tengo que limitarme a mi pertenencia al género humano. Punto. Lo demás es puramente coyuntural.

Para acabar de liar las cosas, no faltó tampoco una prescripción médica: la Doctora Anchoa recetando lecturas (y, de paso, provocando en los comentarios no uno, no, sino dos debates paralelos: por un lado, la conveniencia o no de lapidar a la gente que no acostumbra a leer, y por otro lado, la supremacía de la gente de ciencias sobre la de letras, o viceversa; en ambos casos, tela). Como de costumbre, debates en los que no soy capaz de posicionarme a favor o en contra en ninguna de las posturas, porque empiezo a ver tantos matices en cada opción que me mareo.

Tradicionalmente, ante esos conatos de vértigo, opto por refugiarme en una voluntaria y balsámica ignorancia. Pero esta vez, machote que es uno, he intentado hacer un esfuerzo y darle vueltas al asunto, a ver qué salía. Sólo por curiosidad, por comprobar si era capaz de definir mis ideas con respecto a estos temas. La tarea me ha provocado un dolor de cabeza del nueve largo, y he tenido que apelar a mis últimas reservas de voluntad y a dos Red Bull con J&B para sacarme a mí mismo de la vorágine de opciones contrapuestas en las que mis reflexiones de inspiración bloguera me habían sumido. Pero con eso (y con una moneda para decidir a cara o cruz sobre las cuestiones más espinosas) ha sido suficiente para poder escribir algo sobre lo que pienso acerca de estos temas.

Allá va lo que he sacado en claro de todo esta semana de lecturas. Eso sí, les doy la versión ultrarresumida, para ahorrarles los farragosos procesos mentales de las que han surgido estas conclusiones (no me lo agradezcan, yo soy así).

-Pensar da dolor de cabeza.

-Pero pensar relativizando todo da mucho más dolor de cabeza, y además no te lleva a ninguna conclusión.

-Pese al esfuerzo (y al dolor de cabeza), todavía no sé cómo soy, ni lo que pienso, ni con qué bando alinearme en economía, política… ni siquiera en el fútbol, oigan, miren si lo mío es triste.

-De algo estoy seguro: soy bajito.

-Y soy de ciencias (aunque alguna vez me han dicho, todavía no sé si como halago o como insulto, que parezco un estudiante de letras frustrado).

-Leer puede ser bueno o malo dependiendo de lo que leas, de cómo lo entiendas y del espíritu crítico con el que lo afrontes. Pero es indudable que mejora tu ortografía.

-Y soy lo mejor de mi blog [1] (que no es mucho, pero el que no se consuela es porque no quiere).

Como ven, no parecen conclusiones muy definitorias, pero es lo que hay. De todas formas, creo que podría resumirse todo en que no entiendo gran cosa del mundo que me rodea y que tengo ciertos problemas para tomar decisiones en abstracto.

Y eso, claro, me hace abandonarme al cinismo y a la ironía, que a veces se me va un poco de las manos.


Ustedes sabrán disculparme, si llega el caso.







[1]Que quizá Teresa no lo decía por mí, pero, oigan, como tampoco especificó, yo me apunto al razonamiento, y si cuela, cuela.

viernes, 24 de septiembre de 2010

SHE- Elvis Costello




Siempre es ella.

La que te ayuda a vivir.

La que te ofrece sus risas, y sus lágrimas, para que construyas tus recuerdos.

La que te apoya a lo largo de los buenos y malos tiempos.

La que da sentido a tantas y tantas cosas...

Una gran canción.

Una gran mujer.

Probablemente no me la merezco, pero el mundo es un lugar injusto.

Y yo soy un tipo con suerte.

jueves, 23 de septiembre de 2010

GATTACA

Hace poco vi de nuevo esta película. La encontré por casualidad, perdida entre el montón de basura que puntualmente se asoma por los tropecientos canales de mi televisión. Es una de esas películas que nunca me canso de ver, así que entre mi habitual querencia a ver una y otra vez las mismas cosas, y la falta de competencia, la decisión estuvo clara. Me encanta esta película, así que lo digo ya de entrada, para que nadie se llame a engaño: no voy a decir nada malo de ella. Sencillamente, creo que la ciencia ficción se inventó para que algún día se pudieran hacer películas como ésta.

Como curiosidad, había hablado de ella con un compañero del trabajo hacía pocos días: un ejemplo más del don que tiene este tío para encadenar casualidades. No es la primera vez que me pasa, pero nunca deja de asombrarme: basta que este tipo mencione algo (una canción, una película, una novela…) para que al día siguiente pongan la película en televisión, escuche la canción en alguna emisora o alguien me hable de la novela en cuestión. Como, además, se puede uno fiar de sus gustos, siempre es un placer hablar con Mr. Serendipia de estas cosas.

La peli es de 1997, así que no creo que nadie se moleste si la destripo un poquito. La acción transcurre en un futuro cercano, pero impreciso. La reproducción está controlada por la ciencia, de manera que se puede seleccionar el sexo de los hijos, además de eliminar cualquier condicionante genético que pueda suponer un problema, como predisposición a sufrir alguna enfermedad, defectos congénitos como la miopía, etc. La sociedad reserva los puestos de privilegio (científicos, policías, astronautas,…) para esta nueva élite de seres genéticamente perfectos, mientras que los nacidos de forma natural son excluidos de cualquier posibilidad de prosperar y tienen que conformarse con puestos de menor importancia, como tareas de limpieza.

El protagonista, Vincent, es uno de los nacidos de forma natural, pero tiene un sueño: ser astronauta. Está dispuesto a cualquier cosa para llegar a tripular una de las naves espaciales que despegan de la base de Gattaca. Y en cualquier cosa se incluye cambiar de identidad hasta el nivel de renunciar a su propio ser. Un profesional de las estafas genéticas lo pone en contacto con Jerome, un tipo de genes inmaculados, pero que no tiene la voluntad necesaria para hacer algo importante con ellos. Jerome, después de una etapa como atleta en la que no llegó a ser el número uno, tuvo un accidente y vive atado a una silla de ruedas, rumiando su fracaso y desperdiciando sus posibilidades en medio de la autocompasión y la displicencia. Él será el que le facilite a Vincent el material para los análisis a los que será sometido constantemente en Gattaca (sangre, cabello, orina….).

En el transcurso de la preparación como astronauta, Vincent se enamorará de una compañera, pondrá a prueba su determinación para buscar el sueño de su vida e intercambiará con Jerome sus distintos puntos de vista sobre la vida y el destino. Vincent es idealista, Jerome es cínico. Pero, de alguna manera, llegan a compenetrarse hasta el punto de que el cínico consigue entusiasmarse por el sueño de su compañero, y el idealista tiene que cuestionarse si realmente una genética perfecta es una bendición o una carga insoportable.

Para complicar las cosas, se produce un asesinato en Gattaca, lo que hace que la policía comience a investigar. Casualmente, es el hermano de Vincent el encargado de la investigación, con lo cual la lucha por conseguir su sueño se transforma para Vincent y su alter ego Jerome en una carrera contra el reloj.

En fin, dicho así, suena pobre. Porque, a pesar de que Gattaca es una historia inteligente y bien contada (que ya es más de lo que yo le suelo pedir a una película), es también, y sobre todo, un espectáculo visual de primer orden. Y no me refiero a esas orgías de efectos especiales y colorines que se entienden hoy en día por ciencia ficción. Hay que verla para comprender el encanto que destila esta película.

Una estética retro, un impresionante manejo del color (hay momentos en los que parece que está filmada en sepia), una contención en el ritmo, en la historia, en el sonido, en las interpretaciones,… que hacen que Gattaca sea una de las películas más elegantes que yo recuerdo haber visto.

Está interpretada por Ethan Hawke como Vincent, Uma Thurman como Irene y Jude Law como Jerome, acompañados por secundarios de lujo como Gore Vidal o Alan Arkin. Ethan Hawke sigue pareciendo un crío, como siempre, pero en esta ocasión encaja perfectamente con su personaje. Jude Law es la elegancia personificada, con un encantador (y desencantado) toque cínico, y su interpretación es como un cursillo para aprender a moverse vistiendo traje y corbata. Uma Thurman es una fría profesional (quizá el único papel que Uma Thurman puede hacer con una mínima credibilidad; un ejemplo más de lo acertado de la producción y la elección del reparto) que acaba conmovida por la pasión de su compañero.

Ya les he dicho alguna vez que prefiero ver repetida una película que me gusta que aventurarme con una nueva y correr el riesgo de acabar decepcionado. En parte por carácter, y en parte por deformación profesional. Así que siempre es un placer ver una película como Gattaca. Con el aliciente añadido de que, visionado tras visionado, siempre encuentro un detalle nuevo. La película está llena de guiños, algunos tan evidentes que no haberlos detectado a la primera sólo se puede justificar apelando a mi acadabrante torpeza. Por ejemplo, el hecho de que el nombre de la base espacial que le da nombre a la peli está compuesto por las iniciales de las bases que forman la cadena de ADN (Guanina, Adenina, Citosina, Timina = GATTACA). O el evocador apellido del protagonista (Freeman= Hombre libre). Otros son un poco más rebuscados, como el detalle del esperanto que suena por los altavoces de la base. Y otros, directamente, no tienen justificación: ni siquiera después de verla tres veces reparé en el detalle de la escalera de caracol de la casa del protagonista, demasiado parecida a la estructura del ADN para ser casual.

En fin, que me mola esta película. Si todavía no la han visto y tienen la oportunidad, no dejen de verla. No se arrepentirán.

Y, si se arrepienten, no será tan grave: sólo habrán perdido dos horas, y además pueden echarme a mí la culpa (tener un chivo expiatorio siempre consuela).
Advertencia: es de las que hace pensar (por lo menos a mí).

miércoles, 22 de septiembre de 2010

DE LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

Debo comenzar con una aclaración: en un principio, había titulado este post “Todo lo que usted siempre quiso saber acerca de la educación de sus hijos, pero nunca se atrevió a preguntar”, pero entonces pensé que:

1-Resultaba muy largo.

2-Un título así me parecía, no sé muy bien por qué, cargado de evidentes connotaciones sexuales.

Y dado que:

3-Esto pretende ser para todos los públicos, y

4-Prefiero no escribir con según qué asociaciones de ideas en la cabeza,

He llegado a la conclusión de que:

5-Mejor desechar el título original, y

6-Poner algo que así a primera vista suene más serio, con aires de ensayo inglés del XVII.


Aunque, en el fondo (y disculpen estos rolletes, pero tengo cierta tendencia al desnortamiento, y, si no lo pongo todo bien clarito, no siempre soy capaz de seguir mis propios razonamientos), lo que viene a continuación no es más que un breve y sin embargo indispensable prontuario en el que ustedes encontrarán, queridos padres vocacionales y/o amantes poco previsores, todo lo que necesitan saber para educar a esas criaturas cuasihumanas que solemos llamar hijos.

Porque, a pesar de que dichas criaturas presentan, en el momento de su nacimiento, una variabilidad muy reducida en cuanto a forma y hábitos, existen numerosos métodos por los que decantarse a la hora de domesticar a nuestra descendencia. Y como me parece que ya me estoy extendiendo demasiado para ser una introducción, vamos con el meollo de la cuestión: los distintos modelos de enfocar la educación de los hijos.

-Modelo Laissez-Faire- Consiste en dejar hacer al niño lo que quiera. En el caso (harto probable) de que lo que quiera sea una tropelía, puede mirarlo muy fijamente durante unos 5-10 segundos, para que recapacite y comprenda lo negativo de su conducta (en casos extremos, conviene reforzar el efecto de la mirada moviendo la cabeza reprobatoriamente). Muy recomendable cuando el CI niño>CI padres. Presenta la ventaja de ser sencillo de aplicar, aunque cuenta con el hándicap de unos resultados inciertos a largo plazo.

-Modelo Buenrrollista- Objetivo: hágase amigo de su hijo. Comparta sus vivencias, adopte su criterio estético, mimetícese con él. A cambio, obtendrá (probablemente) el rechazo de la criatura desde una temprana edad (circa 6 años) y (seguramente) el rechazo del resto de la sociedad cuando lo vea, a sus cuarentaypico tacos, vestido como un rapero adolescente de hábitos botelloneros. Pero, y el orgullo de ser amigo de su hijo, ¿qué? ¿Eh? Que hay que valorarlo todo…

-Modelo Fundamentalista- El objetivo, en este modelo, no es educar al hijo, sino disfrutar siendo uno con el cosmos al transitar por el asombroso proceso de la maternidad/paternidad. La regla es sencilla: su conducta debe ir siempre encaminada a lograr que la criatura sea el ser viviente más feliz del universo conocido y alrededores, sin importar los sacrificios. A cambio, obtendrá un hijo mimado, arruinará su vida social (y posiblemente, salvo coincidencia extrema de criterio, también su vida de pareja) y disfrutará de la íntima satisfacción de mirar por encima del hombro, con una impagable sensación de superioridad, a los padres que lo hacen mal.

-Modelo Siglo XXI- También conocido como modelo LOGSE. Se basa en la premisa de que los niños son seres altamente traumatizables, por lo que es necesario adecuar los objetivos a sus capacidades, evitando toda frustración. ¿Le parece complicado? No lo es. La clave es establecer unos objetivos mínimos, fácilmente alcanzables. A riesgo de decir una perogrullada, reparen en el detalle: cuanto más mínimos sean los objetivos, más fácilmente alcanzables serán. Verán qué sencillo.

-Modelo Booking- Como los modelos anteriores, es de aplicación sumamente sencilla. Sólo es necesario comprar un libro en el que figuren los secretos de la educación infantil, deshacerse de cualquier vestigio de sentido común que pudiera quedarnos a esas alturas, y seguir los consejos del libro al pie de la letra. También necesitarán un cronómetro, un termómetro, un sonajero digital, micrófonos, sistemas de videovigilancia, detectores de movimiento y papel milimetrado para dibujar las diversas gráficas (de crecimiento y engorde, temperatura ambiental y corporal, etc, etc). Pero no se preocupen: algunos libros vienen con el kit completo. Eso sí, cuestan una pasta, pero, oigan, que estamos hablando de un hijo, no me sean tacaños.

-Modelo Tradicional- Opción en desuso actualmente, aunque todavía cuenta con seguidores. Es de ejecución más complicada que las anteriores, pero presenta la ventaja de que, al partir de la premisa de que el niño es un ser prácticamente humano, no necesita atrezzos espectaculares, conductas marcianas por parte de los padres ni una especial sensibilidad anti-traumas infantiles. Como inconvenientes, precisa de sentido común y su reconocimiento social es escaso.

-Modelo Años 50- Variante del modelo anterior, con la salvedad de que el padre tiende a inhibirse de la crianza, delegando en la madre todo el proceso. Se evitan así interferencias y posibles contradicciones entre los progenitores que pueden confundir al niño. A favor: para los padres es un chollo, y los niños crecen que da gloria verlos. En contra: no es un método que goce de mucho predicamento entre las madres (de hecho, a mí no me coló; una pena).

-Modelo Experimental- Deseche consejos y opiniones ajenas, ármese de espíritu científico y recurra a la observación (“el niño está llorando”), a la formulación de hipótesis (“el niño tiene hambre”), y a su comprobación por el método de ensayo-error (“el niño no come fabada; el niño prefiere leche”). Es un método muuuuuy laborioso, propenso a las situaciones grotescas (“¿y si pruebas a ponerlo cabeza abajo, a ver si se calla?”; “¿y si le cantas algo de Dyango, a ver si se duerme?”) y fuente de agrias discrepancias con las madres, suegras, tías mayores y demás matronas veteranas de la familia. Como punto a favor, suele dar buenos resultados (sobre todo a partir del segundo hijo).

Ya ven qué sencillo. Sólo tienen que escoger el modelo que mejor vaya con sus aptitudes, carácter y posibilidades, y ya pueden lanzarse a la feliz e inconsciente aventura de la reproducción.

Ya están preparados.

PS: Por supuesto, todo lo que acaban de leer no es más que una tontería. Háganlo lo mejor que puedan, como todos, y esperemos que con eso sea suficiente.
PPS: Aunque evitar situaciones como ésta podría ser un buen principio.

martes, 21 de septiembre de 2010

MI HERMANO, EL PEQUEÑO

Ya he hablado anteriormente, aunque de manera muy tangencial, de mis hermanos. Tengo dos, y como yo soy el mayor, ellos tuvieron que repartirse los papeles vacantes de hermano mediano y hermano pequeño. Al ser gente ordenada y razonable, establecieron un criterio de antigüedad: el segundo en nacer se quedó con el papel de mediano, y el último tuvo que adoptar el rol de hermano pequeño. Lo normal, vaya.


Como cualquier no primogénito que se precie, ellos siempre se han quejado de sus respectivos puestos dentro de la familia, lo cual, desde mi punto de vista de hermano mayor, es como quejarse por una uña rota durante un bombardeo: algo totalmente fuera de lugar. ¡Qué poco saben ellos de las penurias que acarrea ser el mayor! El caso es que, inevitables peleas fraternas al margen, siempre nos hemos llevado bien, a pesar de ser totalmente distintos entre nosotros (o tal vez precisamente por eso), y a pesar también de que los psicólogos sostienen que 3 es el peor número posible para mantener una dinámica de grupo.


Hoy quiero hablar de mi hermano pequeño, porque es su cumpleaños y, ahora que no estamos juntos, lo echo de menos. El primer recuerdo que tengo de él es su llegada a casa. Uno de esos recuerdos extrañamente nítidos que uno conserva en la memoria, sin saber muy bien por qué: mis padres subiendo las escaleras de la casa de mis abuelos, donde nos habían dejado mientras ellos estaban en el hospital; mi padre con el equipaje; mi madre con un bebé en brazos. Incluso recuerdo que nos trajeron unos regalos (supongo que para mitigar el trauma de ser más a repartir los mimos paternos), unos camiones pequeños, azules, rojos y amarillos.


A partir de ahí, mis recuerdos están repletos de episodios protagonizados por mi hermano. Pasó a ser parte de mi vida, como hacen siempre los hermanos. Para bien y para mal. Por resumir el tema, nuestra relación consistía básicamente en que él me sacaba de quicio, yo le atizaba, y luego nuestros padres ponían orden, de forma bastante expeditiva. Cuando no estábamos enfrascados en estos intercambios de amor fraterno, supongo que andábamos jugando. No sé. Mis recuerdos de esos años son un conjunto de episodios inconexos, algunos relevantes y otros no tanto. El por qué mi memoria ha retenido precisamente esos y no otros es algo que se me escapa.


En cualquier caso, mi hermano se incorporó a mi vida, y no ha vuelto a salir de ella. Como hermano mayor, para mis padres yo era el encargado de pastorear a los pequeños cuando jugábamos en la calle y el responsable del grupo cuando íbamos juntos al colegio (la verdad es que no se me daba muy bien cuidarlos: los dos sufrieron atropellos, afortunadamente sin consecuencias, de camino al cole, y en más de una ocasión no sólo no los protegía, sino que era yo mismo el que los descalabraba con alguna pedrada involuntaria; cosas que pasan). Así que mis hermanos, sin más, formaban parte del día a día. En cualquier caso, el mediano pasó pronto a ser independiente. Nos llevamos sólo 2 años, así que se manejaba tan bien como yo (y en muchas ocasiones mejor) en cualquier situación. El pequeño siguió a mis faldas durante más tiempo. Con la ventaja de caminar por una senda trazada, y con el inconveniente de estar permanentemente sujeto a las comparaciones.


De vez en cuando me pregunto cómo me veía mi hermano por aquel entonces. Porque, verán, somos una familia de sobreentendidos: nos queremos, nos ayudamos, y sabemos que siempre estamos ahí cuando se nos necesita, pero nunca nos lo decimos. Esas cosas se dan por supuestas. Por eso, podemos hablar de temas trascendentes y personales (aunque tampoco muy a menudo), pero nos resulta muy difícil hacerlo de temas sentimentales. Y siento curiosidad, la verdad. Me gustaría saber si yo era una referencia para él (un modelo, una figura protectora, algo así), o simplemente, como él para mí, parte del paisaje.


Supongo que ahora me ve de igual a igual, como yo lo veo a él. Los dos somos adultos, cada uno tiene su vida, y solemos ser respetuosos (dentro del respeto que hay en una familia: ya saben que donde hay confianza…) con las opiniones y las decisiones del otro. Pero si alguien tuviera que ser una referencia para el otro, un modelo, lo sería él para mí. Porque (esto nunca se lo he dicho, por supuesto) mi hermano se ha convertido, en muchos aspectos, en el hombre que me hubiera gustado ser a mí. Con un carácter que siempre le he envidiado: decidido, resuelto, divertido, con don de gentes, extrovertido, echado para adelante... Todo lo que yo no soy.


Ahora ya no nos vemos con tanta frecuencia. Él vive lejos, tiene su trabajo, su mujer y su vida, y yo tengo las mías. Pero, de vez en cuando, nos encontramos en casa de mis padres algún fin de semana, y me alegra comprobar que seguimos sintiéndonos igual de cómodos el uno con el otro como siempre. Que seguimos estando de acuerdo en las cosas importantes, a pesar de nuestra distinta manera de ver la vida. Que seguimos entendiéndonos simplemente con una mirada, o con una palabra. Que seguimos manteniendo nuestra costumbre de contar los chistes a medias, o hacer referencias incompletas a nuestras particulares películas de culto, o a anécdotas familiares que se han convertido en clásicas (por cierto, cuando hacemos esto, mi mujer y mi cuñada alucinan en colores, porque a pesar de llevar años conociéndonos todavía hay muchas de estas cosas que se les escapan… para mí que se preguntan cómo no se dieron cuenta a tiempo de que emparentaban con una familia de locos). En una palabra: que seguimos siendo hermanos.


Como decía, hoy es su cumpleaños. Así que quiero aprovechar para felicitarlo, y para desearle que se lo pase muy bien. Para recordarle que ya lo celebraremos convenientemente cuando nos veamos.


Y para decirle que me siento orgulloso de mi hermano pequeño.


Muchas felicidades, hermanito.


viernes, 17 de septiembre de 2010

FATHER AND SON- Cat Stevens





Hacía mucho, mucho tiempo que no escuchaba esta canción.

De hecho, la última vez la escuché en un viejo vinilo, y por uno de esos caprichos de la memoria la tengo asociada al suave siseo del plato al girar antes del comienzo de la música, y al leve crujido de la aguja al posarse sobre el disco. Algo que las nuevas generaciones quizá no han llegado a oir nunca. Algo que significa, supongo, que ya voy siendo mayor.


El pasado fin de semana volvía a escucharla, por casualidad. Y me enganchó de nuevo. Es una canción muy bonita, y también muy simple. La voz de Stevens, una guitarra y, como él mismo dice, la misma vieja historia de siempre.


Ahora me suena de una forma distinta. Quizá más nostálgica, y menos triste. Supongo que es normal: ha pasado mucho tiempo, y ya no soy el mismo.


Aún así, sigue siendo una canción perfecta para pasar un domingo junto a la ventana, viendo llover.


Ya sé que hoy no es domingo, pero está empezando a llover, y me apetecía escucharla de nuevo, y compartirla con ustedes. Espero que no les importe.


Y, por supuesto, también espero que les guste.



jueves, 16 de septiembre de 2010

VIAJES

Lo confieso:no me gusta viajar. Me da una pereza terrible. No me gustan los preparativos, ni el viaje en sí, y aunque una vez en destino puedo llegar a apreciar el sitio en cuestión, si lo pongo todo en la balanza, no me compensa.
Sé que viajar es enriquecedor, que amplía tus horizontes, que te da cosas en qué pensar, y, sobre todo, cosas de las que hablar en las reuniones sociales. Pero, sinceramente, no puedo con ello. Sólo imaginarme planeando un viaje me provoca sudores fríos. Por otra parte, los horizontes demasiado amplios me causan una cierta agorafobia, tengo más cosas en las que pensar de las que puedo gestionar con cierta solvencia, y casi nunca tengo reuniones sociales (y cuando las tengo suelo estar callado), así que creo que puedo sobrevivir sin los viajes. Al menos hasta ahora no me ha ido mal.

Supongo que esta desgana viajera se debe a mi desmedido amor por la rutina, la comodidad y mi sofá. Aunque puede que el tema tenga también un cierto componente hereditario. Mis padres tampoco han sido nunca demasiado partidarios de viajar, y eso, quieran que no, se pega. Al menos, se nos ha pegado a mi hermano el mediano y a mí, porque el menor es otra cuestión, y tiene alma de peregrino (de todas formas, siempre he sospechado que era adoptado; tal vez algún día mis padres nos cuenten toda la verdad).

El caso es que mi vida ha transcurrido sin muchas aventuras en este sentido. Ni siquiera mi trabajo me obliga a viajar a menudo. Sin embargo, cuando uno se casa lo hace no sólo con su mujer, sino también, en cierto modo, con la familia de su mujer. Y es aquí donde las cosas han comenzado a cambiar.

Me explico. La familia de mi mujer, ella incluida, son grandes y curtidos viajeros. No hay año que no se vayan a uno de esos viajes exóticos y lejanos que a mí me ponen los pelos de punta. Y, como son muchos, el año que falla uno siempre hay otro dispuesto a tomar el relevo. Mi suegra, su hermano y todos mis cuñados son capaces de planear un viaje a un país en plena guerra civil en el corazón de África para ver el atardecer en la sabana, simplemente porque alguien les ha comentado que aquello es precioso. A menor escala, tampoco tienen demasiados problemas en organizar (es un decir) una escapada de un día a un pueblo perdido en el corazón del Pirineo porque han oído que allí se encuentra el restaurante que mejor prepara el solomillo de corzo, por ejemplo. Y, claro, luego vuelven y lo cuentan. Y ahí empiezan mis problemas.

Porque mi mujer, pese a que desde que me conoce ha renunciado a sus naturales impulsos viajeros (lo que no haga el amor…), siente sus dientes crecer cada vez que escucha estos relatos y contempla las correspondientes fotos. Hasta ahora, hay que reconocerlo, se ha comportado, y no ha cedido a la tentación. Pero mucho me temo que no se puede ir contra natura eternamente, y además mi tradicional excusa para negarme a viajar (los niños) está quedándose un poco desfasada. No sólo están creciendo, sino que con las anécdotas que sus tíos les cuentan y los regalitos que les traen de allende los mares se les están desarrollando unos afanes de ver mundo que me van a buscar la ruina. No hay nada peor que tener al enemigo en casa.

Y es que, ahora que hablamos de casa, la mía se está convirtiendo en un pequeño museo en el que se pueden seguir las andanzas por medio mundo de mi familia política. Mi frigorífico se ha convertido en el paradero de un sinfín de imanes, recuerdos de viajes a (cito de memoria, así que seguro que alguno se me queda en el tintero) Estambul, Brasil, Bali, Nueva York, Australia, Tailandia, Suiza, Islandia, Irlanda, Escocia, París, Liechtenstein (¿quién coño va a Liechtenstein, por Dios?) y un largo etcétera. De hecho, la gente que no está al tanto del carácter de mis cuñados flipa en colores cuando viene a casa y contempla esa especie de mapamundi en abstracto que tengo en la cocina. Alguno incluso ha llegado a comentarme, el angelico, que no me imaginaba tan viajado (no lo saqué de su error, porque, total, con los dichosos imanes, un par de libros y algún documental de La 2 doy el pego, y una cosa es que no me guste viajar y otra que no me guste tirarme el rollo de ser un tipo de mundo). Por otra parte, el vestuario de mis hijos comprende un variado surtido de camisetas con alegres y pintorescos motivos indonesios, peruanos, vikingos, colombianos, argentinos, italianos, franceses y otro largo etcétera. Por eso no es de extrañar que las últimas veces que mis cuñados les han traído algún detalle de algún sitio lejano los niños (el mayor, principalmente) me pide que le señale en el globo terráqueo la ubicación del lugar de procedencia del regalo, y que le explique si hasta allí hay que ir en avión o se puede ir “en el coche de mamá”.

A todo esto hay que unir las indirectas de mi suegra cuando vuelve de un viaje, o cuando asistimos todos a la exposición del reportaje fotográfico de rigor de alguno de mis cuñados, acerca de que deberíamos viajar más. Mensajes sutiles, elegantes, como es ella. Sugiriendo, más que ordenando. Algo así como “ si es que os estáis echando a perder, os vais a apolillar en casa, no sé por qué no salís más…”. Que son sutiles, sí, pero van haciendo mella.

Y, por si esto fuera poco para pintarme un oscuro porvenir de viajes, extravíos de equipajes en aeropuertos extranjeros y días perdidos para siempre en el limbo del jet-lag, un nuevo factor ha venido a sumarse a los anteriores. Mi hermano (el presuntamente adoptado) tiene actualmente un trabajo que lo obliga a viajar al extranjero con cierta frecuencia. Entre eso y lo que viaja por placer, se pasa media vida en los aviones. Y esto tiene dos peligrosos efectos. Por un lado, ya saben: más imanes para la nevera, más camisetas para los críos. Por otra parte, su compañía tiene el curioso detalle de facilitar regularmente a sus empleados y (atención, detalle importante) sus familias billetes gratis o a precio de risa. Mi hermano, el muy traidor, no pierde oportunidad de hacernos partícipes de estas oportunidades, acompañando la oferta de su lema favorito de toda la vida: “si es que te sale más barato que quedarte en casa”. Ante eso, me temo que es imposible que mi mujer resista demasiado tiempo. Tic, tac. El tiempo se me está acabando. Estoy acorralado. Y no vean lo que me estresa el tema.

Así que ya ven el panorama que me espera. Puede que a alguno de ustedes piense que soy un exagerado, o que esto de viajar les guste un montón, pero, qué quieren que les diga. A mi déjenme feliz en mi sofá, con mis documentales.


Eso sí, tráiganme imanes de recuerdo. Que no vean lo que molan.

PS: La nevera de la foto no es la mía, la encontré brujuleando por la red, y me gustó. La mía no tiene tantos imanes, pero denle un poco de tiempo.


miércoles, 15 de septiembre de 2010

POR QUÉ ME SUICIDÉ

Algunas cosas son difíciles de comprender, lo sé. Pero, de todas formas, creo que a todos nos gustaría entender por qué la gente hace lo que hace, conocer sus motivos. Casi todo tiene una explicación, y casi todos tenemos nuestros motivos para hacer lo que hacemos. Por eso quiero explicarles por qué me suicidé.

La historia arranca hace unos siete años. Por aquel entonces yo era un triunfador. Abogado brillante, esposo de una mujer increíble, con dos hijos estupendos… mi vida era, sencillamente, perfecta. Me lo había currado, desde luego. Nadie me había regalado nada. Y aunque trabajaba como un burro, sabía disfrutar de lo que tenía. Sin remordimientos, sin complejos: me lo había ganado.

Visto con perspectiva, creo que por ahí fue por donde empezó a patinar todo. Supongo que a veces se me iba la mano con lo de disfrutar. Siempre me han gustado las mujeres, y, a pesar de que quería mucho a Mónica, en ocasiones no es fácil resistir la tentación. Cuando ella se iba con los niños al chalet de la sierra, solía salir a tomar una copa, alguna noche. Y más de una (y más de dos) de aquellas noches acababan en una cama equivocada, entre unos brazos extraños. Entonces no me parecía nada grave. Yo tenía cuidado, y Mónica, si alguna vez sospechó algo, se lo guardó para ella. Quizá porque también tenía su armario lleno de esqueletos, no lo sé. Ni me importa. Habíamos llegado a una especie de acuerdo, y éramos felices. ¿Qué importaba una noche de juerga más o menos?

Fue en una de aquellas noches cuando conocí a Daniela. Una morena espectacular, con los ojos claros. Recuerdo que tenía un peculiar acento (era hija de argentino y colombiana, aunque había nacido en España), lo suficientemente perceptible para acentuar su exotismo, lo suficientemente suave para no resultar empalagoso. Era simpática. Y estaba muy buena. Nos conocimos en un bar. Ella estaba sola, y yo andaba en busca de compañía. Congeniamos, y acabamos en su casa. Eso fue todo. O, para ser exactos, eso debería haber sido todo.

Antes de continuar con la historia, quizá convenga aclarar a qué me dedicaba. Yo era uno de esos abogados que se dedican a blanquear dinero de origen incierto. Me siguen, ¿verdad? Trabajaba para una empresa con sede en Gibraltar, a donde viajaba con frecuencia, aunque las oficinas centrales estaban en Madrid. Desde allí era desde donde controlaba un tupida red de empresas, bancos, filiales de empresas y empresas fantasma por las que el dinero circulaba sin cesar, en cantidades enormes. Montar aquella telaraña no había sido fácil, pero una vez en marcha, funcionaba de lujo. No era sencillo controlar todo aquel entramado, ni siquiera para mí. No podías permitirte ni un respiro, porque el más mínimo despiste podía suponer un desastre, y no sólo económico. Yo trabajaba para gente que se jugaba mucho, y que podía ser tremendamente expeditiva en caso de que las cosas les fueran mal. Así que mi trabajo requería una gran concentración. También una gran dedicación: pasaba muchas más horas en la oficina que en mi casa. A cambio, aquel trabajo me proporcionaba mucho dinero, una buena cuota de poder, y algún que otro remordimiento que había aprendido a ignorar sin demasiados problemas.

Una de las cosas que aprendí en aquel trabajo fue a dominar las emociones. A controlar un puñado de trucos de tahúr para que la cara nunca reflejase lo que tenías en la cabeza. Puedo asegurarles que es algo muy útil. Más que útil, imprescindible. Así que no me costó demasiado disimular la mañana en que llegó a mi oficina un sobre con mi nombre, sin remitente ni distintivo alguno. Al abrirlo, cayeron sobre mi mesa un puñado de fotos en las que se nos veía a Daniela y a mí en una actitud inequívoca. El fotógrafo había hecho bien su trabajo. No había nada más. Ni una nota, ni un mensaje, ni una petición. Nada. Sólo las fotos. Como les digo, supe disimular. Pero he de reconocer que aquello me puso sumamente nervioso.

La cosa se repitió un par de veces más, a lo largo de un mes. Otra carta, y un correo electrónico. Sólo fotos. Estaba claro que alguien quería ponerme nervioso. Y lo estaba consiguiendo. Aquello sólo podía suponer problemas. Problemas serios. Por un lado, deseaba que todo aquel asunto no fuese más que una broma pesada de alguien con un dudoso sentido del humor. Por otro, sabía que no lo era. Que aquello era sólo el primer paso de algo más complicado, y que tarde o temprano alguien tendría que hacer el siguiente movimiento. Y lo estaba deseando, la verdad. Prefería enfrentarme de una vez a lo que fuera que seguir con aquella incertidumbre.

El siguiente movimiento llegó, en efecto. De donde menos me lo esperaba, pero llegó. Fue una noche, cuando estaba a punto de irme a casa. Germán me llamó a su despacho. Sería sólo un momento, me dijo. Bueno, pensé, es el segundo de a bordo. Si le apetece retenerme durante horas tampoco podría quejarme. Cuando entré en su despacho me recibió con una sonrisa, me hizo sentarme en una butaca y me ofreció un whisky. Sé que él sólo bebe del bueno, así que se lo acepté. Sirvió un par de copas, se sentó junto a mí, y fue directo al grano, como acostumbraba.

-Bueno, Martín. No merece la pena andarse con rodeos, así que seré directo. ¿Qué piensas de las fotos?

Por un momento, me olvidé incluso de poner cara de póker. Así que era él. En un segundo valoré mi situación, y la conclusión no fue muy esperanzadora. Podía darme por jodido. Pensé que no valía la pena disimular.

-¿Qué quieres que te diga? Una noche loca. Ya sabes cómo son esas cosas.

-Eso está feo, Martín. Estás casado, tienes hijos…

El tipo me miraba como si fuera mi padre. No podía creer que me estuviera echando un sermón. Él, cuyos líos de faldas eran tan frecuentes que incluso yo había tenido que hacer malabarismos más de una vez para sacarlo de alguna situación incómoda. Sabía que tenía que haber algo más, así que esperé. Y no tuve que esperar mucho.

-¿No sabes quién es Daniela?
-No.
-Es la nueva amiga de Max. Te has metido en un buen lío, Martín. Ya sabes cómo es Max con sus mujeres.

Me quedé en silencio. No sabía qué decir. Y, de haberlo sabido, no creo que hubiera podido decir una sola palabra. Max era mi jefe. El Don, como lo llamábamos todos. Maximiliano Prunetti, napolitano, refinado, elegante. Una leyenda en el ámbito en el que nos movíamos. Con reputación de tipo fiable entre los italianos, los colombianos y los marroquíes. Coleccionista de obras de arte, de coches deportivos y de mujeres. Y, según me constaba (demasiado bien), celoso, despiadado y cruel. La conclusión seguía allí, tan clara que casi era una presencia física entre Germán y yo: estaba jodido.

-No lo sabía, Germán. Me conoces, y sabes que ni siquiera la habría mirado si hubiera sabido que era la chica de Max.

Levantó las manos, en un ademán pretendidamente tranquilizador. El muy cerdo estaba disfrutando.

-Te creo, Martín. Te creo. Es más, estoy seguro de que fue así. ¿Sabes por qué?

Dejó la cuestión en suspenso durante un instante. Antes de proseguir, me miró de una forma extraña. Supongo que así es como miran los gatos a los ratones, antes del zarpazo definitivo.

-Porque yo lo preparé para que fuera así.

No recuerdo mucho más de aquella reunión, la verdad. Sólo sé que volví a casa como envuelto en una nube, mientras tres pensamientos se alternaban en mi cabeza. Uno: aquello no podía pasarme a mí. No era posible. Dos: claro que era posible. De hecho, era un clásico: el tipo de confianza que traiciona al jefe, la chica que juega a dos barajas, y el imbécil (yo) al que era fácil utilizar. Tres: estaba jodido.

Germán se reunió conmigo un par de veces más. Al principio no me pidió nada. Creo que sólo intentaba comprobar que yo había entendido correctamente la situación. Yo la había comprendido perfectamente: me tenía en sus manos. Fue entonces cuando decidió contarme lo que esperaba de mí. Algo simple, en realidad: yo tenía que desviar algún dinero a una cuenta invisible y hacer que pareciera cosa de Max. Una vez que el asunto saliera a la luz, el Don estaría acabado. Con los socios no se jugaba. Era algo simple, en efecto. Simple, pero peligroso.

Yo no tenía opción. El asunto no me convencía en absoluto, pero, ¿qué podía hacer? Negarme sería tanto como ponerme la soga al cuello. Y ni siquiera podía soñar con ir con el cuento a Max: eso sólo serviría para que Germán me acompañara en mi viaje, pero no iba a librarme de dormir con los peces. Ni a mí, ni a mi familia. Como buen napolitano, Max era respetuoso con las tradiciones del gremio, y para él había ofensas que iban más allá de una sola persona. Como solía decir, era una cuestión de respeto. Por otra parte, si cumplía con mi parte del trato sólo tenía la palabra de Germán de que nada iba a pasarme. Una palabra que no valía nada. Pero una posibilidad, al fin y al cabo.

Fueron unos días horribles. No podía dormir, ni comer, y estaba constantemente de un pésimo humor. Siempre a punto de saltar. Incluso Mónica, habitualmente impasible ante mi comportamiento, por extraño que éste fuese, lo notó. Pero todavía faltaba lo peor.

Porque Germán no me lo había contado todo. Sólo una semana antes de la fecha prevista para la operación me hizo saber que el plan tenía un final ligeramente distinto del que yo había imaginado. Además de desviar el dinero hacia una de sus cuentas, yo tenía que hacer que el Don estuviese en un determinado lugar, en un determinado momento. Una vez allí, ellos se encargarían. No quise preguntar de qué iban a encargarse. No era necesario. En realidad, debería haberlo imaginado, porque así es como se hacen estas cosas. Cuando estás jugando con miles de millones, no conviene dejar cabos sueltos, y Germán prefería no dejarle a Max la posibilidad, remota, si, pero posibilidad, al fin y al cabo, de convencer a los socios de su inocencia. Este era uno de esos asuntos en los que conviene dejar las cosas bien atadas.

Aquello acabó de revolverme el estómago. No es que Max fuera mi amigo. De hecho, yo lo consideraba un hijo de puta con mayúsculas. Pero llevarlo de la mano al paredón era más de lo que yo estaba preparado para soportar. Fueron los peores días de mi vida. Mientras, Germán parecía disfrutar con todo aquello. Cuando nos cruzábamos en la oficina, le costaba reprimir una asquerosa sonrisa de suficiencia.

Pero, ahora lo veo claro, cometió un error. No sé si fue por sadismo, porque le gustaba verme sudar, o porque en realidad necesitaba planear las cosas con antelación, pero me dio demasiado tiempo para pensar. Cuando alguien está acorralado, no es buena idea darle tiempo para pensar. Nunca se sabe lo que se le puede ocurrir a alguien desesperado, y les puedo asegurar que yo lo estaba. Llevaba semanas sintiéndome un hombre muerto, y jugar con un hombre muerto puede ser peligroso: ya no tiene nada que perder.

Cuando llegó el momento, todo comenzó a desarrollarse según lo previsto. El día acordado, una enorme cantidad de dinero fue transferida desde una de las empresas del grupo a una cuenta indetectable ( y creánme cuando digo indetectable; esa era mi especialidad, después de todo). Cité a Max en mi despacho, a última hora. No fue fácil, porque no le gustaba quedarse hasta tarde en el trabajo, pero insistí en que era importante, y acabó por acceder a encontrarse conmigo. Según lo planeado, avisé a Germán. Era mi parte del trato, y la había cumplido. No estaba orgulloso, pero no siempre puede uno estar orgulloso de lo que hace, ¿verdad?

De todos modos, me permití introducir alguna pequeña variación en el plan original. Me jodía que aquel payaso se saliera con la suya, así que decidí cambiar algunas cosas. Y creo que el nuevo final que yo había diseñado fue una sorpresa para todos. Porque, cuando Max acudió a mi despacho, a última hora de la tarde, cuando nadie quedaba ya en el edificio, se encontró con una auténtica carnicería: allí estaba Germán, con la cabeza destrozada de un escopetazo (disparado con la escopeta de Max, por cierto: una Abiatico & Salvinelli, hecha a mano, carísima, que solía guardar en su despacho). Allí estaba también Daniela, bellísima, desnuda y muerta, al lado de su amante. Y allí llegó la policía, convenientemente avisada, al cabo de un minuto, para hacerse cargo inmediatamente de la situación: Max, una escopeta con sus huellas, un socio, un ataque de cuernos, la sangre que se sube a la cabeza,… una historia vieja como la vida misma. Aliñada, además, con un fraude multimillonario.

No me dirán que no fue original. Sin embargo, yo sabía que después de aquello no podía esperar salir con bien de esa historia. Aún descabezada, la organización comenzaría a rastrear el dinero desaparecido, y pronto todos los dedos apuntarían hacia mí. Quizá no pudieran demostrarlo nunca, pero no era gente que necesitara pruebas. Así que decidí suicidarme.


Mi cuerpo apareció varios días después en un pantano del norte de Madrid, dentro de mi coche, hundido en el barro. Estaba horriblemente descompuesto ya, pero mi mujer no tuvo ningún problema en identificarme, a pesar de las lágrimas. Era mi coche, era mi ropa, era mi reloj… Nadie acertó a explicarse de qué manera había estado implicado en aquel extraño caso, pero supongo que todo el mundo dio por hecho que me había quitado de en medio un segundo antes de que ellos lo hicieran por mí. Todo parecía la jugada desesperada de alguien que sabe que ha llegado al final de un callejón sin salida.

Al final, todos decidieron echar tierra sobre el asunto: la policía pensó que era mejor no remover más, la empresa se resignó, mi familia lloró en mi funeral… Todos decidieron seguir adelante, pero nadie llegó a comprenderlo.

Por eso tenía que explicarlo. Ahora ya saben por qué me suicidé.




Eso sí, les puedo asegurar que no fue barato.

Porque hay muchos tipos capaces de cualquier cosa por dinero (y por suerte yo conocía a unos cuantos), pero algunas cosas son extremadamente caras. Ejecutar (nunca mejor dicho) el trabajo de la oficina requirió profesionales eficientes y discretos, y estos nunca son baratos. Tampoco fue sencillo conseguir un cuerpo para hundirlo en el pantano, ni conseguir una nueva identidad, ni encontrar el lugar ideal en el que comenzar de nuevo. Pero el dinero, si tienes el suficiente, facilita mucho las cosas. Para qué negarlo.

Supongo que a estas alturas ya lo habrán adivinado: la transferencia fue suficiente para todo eso. Incluso para la cirugía estética (todavía no me he acostumbrado del todo a mi nueva cara), y para comprar una casa en este rincón apartado (siempre había soñado con comprarme una casa en Brasil). Para empezar una nueva vida.

Y para vivirla bien. De hecho, podría decir que soy feliz.

Aunque, a veces, todavía eche de menos a Mónica y a los niños.
Pero sólo a veces.

martes, 14 de septiembre de 2010

MUNDOBASKET TURQUÍA 2010: EL DESENCANTO

Aviso: esta entrada es sólo para entendidos. Profanos en la materia, alérgicos al baloncesto y futboleros empedernidos, abstenerse. El autor declina toda responsabilidad.
Por si no se habían dado cuenta todavía, me gusta mucho el baloncesto. De hecho, mucho más que el fútbol. Qué quieren, cada uno tiene sus neuras, y con esto de las preferencias pasa un poco como con los odios y amores: resulta mucho más fácil escoger a los enemigos que a los amigos. Los amigos y los amores son siempre un producto del azar, y no siempre nos convienen, pero están ahí, y al cabo del tiempo, uno siente que están para quedarse. Forman parte de ti, así que dejas de preocuparte, como tampoco te preocupas demasiado si eres moreno, o bajo, o tienes los ojos verdes.

La pasión por el baloncesto es algo que comparto con un compañero de curro. En realidad, él es bastante más apasionado que yo, pero al menos le doy la réplica suficiente para tener algunas conversaciones interesantes acerca del tema. Es un tipo peculiar, y aparte del baloncesto tiene gustos e intereses bastante exóticos (con decirles que incluso lee este blog...). El caso es que el otro día, en un ataque de sinceridad, me soltó que lo mío no tenía perdón. Que con todo lo que me gusta el baloncesto, y con la de veces que me quejo (nos quejamos) de que los medios le dedican mucha menos atención al baloncesto que al fútbol, ahora me paso al otro bando, y le dedico una serie de post al mundial de fútbol y ni una palabra al de baloncesto. En resumen, que soy un sucio traidor.

Así que, sin que tenga nada que ver la pistola que me puso en el pecho (y todavía perplejo por la referencia de mi compañero a los medios, porque no sé si ha querido meterme a mí en el mismo saco de los mass media, ni, si esto es así, qué he hecho yo para merecer semejante insulto), he decidido escribir acerca del mundial de baloncesto que se ha disputado en Turquía desde finales de Agosto hasta el pasado domingo. Y quiero comenzar con una justificación: no he podido hacer un seguimiento pormenorizado (y créanme que me hubiera gustado) porque no he podido ver más que unos pocos partidos de la selección española (y algún ratillo suelto de algún partido más), en parte por motivos personales y en parte por los horarios. Tendré que conformarme, pues, con una revisión general del asunto. Eso sí, con la ventaja de hacerlo a toro pasado, lo que siempre facilita mucho la tarea (soy muy bueno analizando a posteriori).

De todas formas, no se crean que es fácil hacer un resumen de este campeonato. Y mucho menos habiendo visto tan pocos partidos como yo he visto. Afortunadamente, no tengo ningún reparo en hablar de lo que no he visto, ni en analizar lo que no comprendo (al final va a tener razón mi amigo: algo sí que me parezco a los medios), así que allá vamos.

Comenzaremos por comentar el papel de la selección española. Sobre eso hay mucho que decir. Tanto, que no sabría por dónde empezar. Podemos resumirlo con una palabra: decepción. Pero, claro, quizá eso sea resumir demasiado, y las palabras son gratis, así que será mejor desmenuzar el asunto un poco más. Por ejemplo, con un comentario individualizado de cada uno de sus componentes:

-Ricky Rubio- Posiblemente, la gran decepción del campeonato. Nunca estuvo a la altura. Acelerado en ataque, inseguro, dubitativo y, la gran sorpresa, sin encontrar nunca su sitio en defensa (su gran especialidad). Su mal campeonato fue muy acusado por el equipo.

-Raúl López- Acudió como parche de última hora ante la lesión de Calderón, en una decisión que sorprendió a todos. Fuera de forma, da la impresión de que sus años de selección ya han pasado.

-Sergio Llull- Venía recién salido de una lesión, y se notó que físicamente no estaba a tope. Un inconveniente quizá demasiado importante en un jugador cuya principal virtud es el físico. Sin embargo, fue de menos a más, aunque no llegó a estar a un nivel aceptable.

-J. C. Navarro- El capitán fue, posiblemente, el único que se salvó de la quema. Siempre dio la cara, fue el máximo anotador, y siempre fue el referente que necesitó la selección. Es uno de los grandes: los compañeros lo respetan, y los rivales lo temen.

-Rudy Fernández- Como Llull, salía de una lesión, y le costó coger la forma. Fue de menos a más, y acabó en un nivel aceptable. Aprobado.

-Fernando San Emeterio- Apenas fue utilizado, cuando era posiblemente el jugador que llegaba más en forma, después de un final de temporada sencillamente impresionante. Incomprensible.

-Alex Mumbrú- Trabajador, pero su capacidad para elegir la opción adecuada en cada momento nunca ha sido su fuerte. Ahora, además, su contribución se ve mermada por su declive físico. Es otro de los que debería dar por cerrada su etapa en la selección, aunque su trascendencia en el juego ha sido escasa (para bien y para mal).

-Jorge Garbajosa- Los años no perdonan, y él es quizá el máximo exponente de esta cruel realidad. Ha estado regular en ataque (su aportación se limita a tirar de 3 puntos, y no lo ha hecho mal, aunque a rachas), pero en defensa resta demasiado. Ha habido partidos en los que daba la impresión de que los contrarios cargaban el juego de ataque sobre el par de Garbajosa, con óptimos resultados (para los contrarios). Ha tenido demasiados minutos.

-Felipe Reyes- Otro de los que se salva. Como siempre, peleándose con todos, aportando en el rebote y colaborando en ataque. No ha sido demasiado utilizado, y tampoco dio la impresión de llegar en su mejor forma. Aún así, cumplió.

-Fran Vázquez- Tampoco tuvo los minutos que su estado de forma y sus características demandaban. Aprovechó las ocasiones de las que dispuso, sin más.

-Marc Gasol- Otra de las sorpresas negativas. No ha sido el dominador que se suponía, sobre todo después de una buena temporada en la NBA. Nunca se impuso en defensa, ni en ataque, aunque sus números son decentes. Se esperaba más de él.

-Víctor Claver- Apenas pisó el parquet, en una decisión, cuando menos, cuestionable (hubo ocasiones en las que el partido parecía demandar un tipo con sus características). No creo que haya jugado cinco minutos en todo el campeonato. Con el agravante de que es la segunda vez que le sucede (el año pasado tuvo otra experiencia parecida en el Europeo de Polonia). Lo siento por él, y creo que hubiera podido aportar más cosas.

-Sergio Scariolo (entrenador)- Con diferencia, lo peor de la selección. A simple vista, todas sus decisiones han sido discutibles (por no decir equivocadas). Para mí, se equivocó en todo lo que un entrenador puede equivocarse. Y, lo que es peor, no tuvo los reflejos para darse cuenta a tiempo. Pasen y vean.

1-Selección de jugadores- Llevó sólo dos bases, lo que ya de por sí era un riesgo. Con la lesión de Calderón, todo el peso recayó en Ricky (19 añitos, no lo olvidemos). Según dijo, pretendía usar a Llull de base (lo que ya de por sí sería un error, porque si algo no es Llull es base; si consideramos además que venía renqueante…) pero sólo lo hizo en el último partido. No llevó ningún 3 alto (desdeñando a Carlos Suárez), lo que provocó el alborozo de equipos como Lituania o Serbia, que en esa posición tienen a gente más que competente. En cambio, seleccionó a Claver (al que no le dio minutos), y a San Emeterio (para un puesto que estaba perfectamente cubierto). El que lo entienda, que lo baile.

2-Gestión de minutos- Demasiados minutos para Ricky (lo que puede ser lógico, porque no había nadie más, aunque eso también cae en el debe de Scariolo). Demasiados pocos para Claver, San Emeterio o Vázquez ( y lo peor es que, en determinados momentos, el partido parecía pedir a gritos la presencia de alguno de ellos).

3-Dirección- Se equivocó en el momento y la duración de los descansos a jugadores clave (sentar a Navarro o a Marc cuando están en racha es un error; mantenerlos sentados demasiado tiempo es un error muy grave). Se equivocó en el momento de elegir defensas zonales (poner una zona contra un equipo repleto de grandes tiradores es un riesgo, pero puede salir bien; mantener la defensa zonal cuando te acribillan a triples los cinco primeros ataques es un error muy grave). Siempre tardó demasiado en pedir tiempo muerto cuando las cosas se torcían. Y cuando ya estaban torcidas, escogió mal (rematadamente mal) la manera de arreglarlas. Como muestra, obsérvese que hemos perdido todos los finales ajustados que hemos tenido (Francia, Lituania, Serbia y Argentina), con algunas jugadas sonrojantes: contra Serbia (Garbajosa y Llull cambiando sus pares ante un simple bloqueo en medio campo, Navarro sacando de banda,..), contra Lituania (Raúl subiendo el balón en la última jugada), contra Argentina (jugársela con un triple de Garbajosa con tiempo suficiente para algo más, defender en zona al final,..). Realizó demasiados cambios en bloque (2 o 3 jugadores de cada vez), de lo que el equipo se resentía, sobre todo cuando esos jugadores eran, por ejemplo, Gasol, Navarro y Ricky, pero no parecía darse cuenta. Y mucho me temo que hemos sido el hazmerreir del campeonato al demostrar no saber defender, en ningún partido algo tan simple como el bloqueo y continuación entre el base y el pívot (en el abc del baloncesto, esto estaría entre la a y la b).

En fin, que la participación del equipo español ha dejado un poso amargo, y decepcionante. Más allá de la mala suerte puntual, más allá de la baja (sensible baja, por supuesto) de Pau Gasol, y de errores en determinadas jugadas (errores más o menos graves), se ha echado en falta el espíritu que este equipo transmitía hace no tanto tiempo. La garra en defensa. La improvisación en ataque. La fé. Espero que haya sido un accidente. Porque este grupo tiene cuerda para rato, porque es difícil que coincidan tantos jugadores fuera de su mejor forma, y porque, qué demonios, han demostrado antes, muchas veces, que saben hacerlo mejor. Lo han hecho mal, sí, pero no sería justo negarles un voto de confianza para el próximo verano en el Europeo de Lituania. Eso sí, si puede ser sin Scariolo, mejor.

Fuera de la selección española, la verdad que el mundial ha dejado pocas cosas que reseñar (al menos a mi, pero, claro, eso puede ser porque apenas he visto los partidos). Se me vienen a la cabeza, así a bote pronto, algunos detalles:

-Se han visto algunos partidazos (Brasil-USA, Serbia-Argentina, Brasil-Argentina). Particularmente, me gustó el duelo sudamericano. Los brasileños dieron la impresión de ser el equipo más trabajado tácticamente del mundial. Los argentinos, como siempre, con el colmillo retorcido y un oficio impresionante para jugar los minutos comprometidos.

-El ascenso imparable de Serbia. Ya se veía venir desde el año pasado, y (a pesar de su cuarto puesto final) este campeonato han demostrado que siguen creciendo. Tienen juventud, tienen talento, y (a diferencia de España) tienen un buen entrenador. Un entrenador que seguro que ya le ha dicho a Teodosic que ésta no es manera de jugarse la última bola cuando tienes el partido empatado (sobre todo cuando te defiende Garbajosa). El futuro es suyo.

-Kevin Durant. Impresionante. Un jugadorazo que va para leyenda. Efectivo, elegante, atlético, con un tiro impecable,… Una pena que no haya nacido en Valladolid, coño.

-Kleiza por fin ha jugado un gran campeonato, con regularidad y sin sus ya tradicionales idas de olla. Parece que los psiquiatras lituanos han dado con la medicación correcta.

En el plano negativo:

-Estados Unidos. Si no hubiera sido por Durant, no hubieran acabado entre los ocho primeros. Un juego tan deprimente como portentosas son sus cualidades físicas. Una pena que el mundial lo gane un equipo con un juego tan ramplón.

-La sensación de que el baloncesto FIBA ha retrocedido un paso en la persecución que hacía acortarse cada año la distancia con la NBA. Estados Unidos ganó al final con demasiada facilidad, y realmente no hubo nadie que diera la impresión de poder plantarles cara. Algo que se puede apuntar, más que como mérito yankee, como demérito del resto de aspirantes.

Resumiendo, ha sido un mundial tristón. Un mundial gris, que me ha dejado un mal sabor de boca que va a ser difícil de olvidar. Un paso atrás para el baloncesto, en muchos sentidos. Un mundial decepcionante, y sin demasiados motivos para la alegría.

El mundial del desencanto.

Pero, en fin. La vida sigue. El próximo verano, más.


PS: Mis excusas a los lectores. En principio, deseaba escribir un post un poco más alegre, chistoso y menos profundo. Pero no me ha salido. Qué se le va a hacer.
PPS: E., por fín tienes tu post. Estarás contento. Chantajista.