El viernes fue un día muy largo. Tocó madrugar, incluso más que de costumbre, andar a carreras toda la mañana, como siempre, y, para rematar el día, una boda por la tarde. Como, además, uno suele llegar al viernes ya un poco castigado por el resto de la semana, la verdad es que el cuerpo no daba demasiado más de sí.
Ha sido mi primera boda en viernes, y la verdad es que no me apunto a la moda. A pesar de que después viene bien disponer de dos días para reponerse del destrozo, creo que el destrozo es bastante mayor que cuando el bodorrio tiene lugar un sábado, por ejemplo, y te pilla más descansado, y con un ánimo más propicio para el disfrute y la juerga, además.
El caso es que a las cuatro de la tarde dejé el curro y me encaminé a casa, para prepararme un poco. Ahí comenzaron los problemas, porque, a pesar de que soy un tipo previsor, siempre acabo subestimando la capacidad de mi querido ayuntamiento para sembrar el caos con la ejecución indiscriminada de obras. Total, un atasco de pronóstico reservado, y casi media hora de retraso sobre el horario previsto.
Como lo de ponerme guapo es algo que excede mis posibilidades, me limité a vestirme más o menos correcto, aunque esta vez tuve que soportar la humillación de comprobar que mi mujer estaba preparada antes que yo, y contemplaba mis afanes con el nudo de la corbata con la expresión divertida y vengativa de quien ha tenido que soportar demasiadas veces las consabidas quejas masculinas de “¿pero por qué tardas tanto?”. Puede parecer una tontería, pero el trauma me acompañó toda la jornada. Y me temo que será difícil de superar. Ha caído un mito.
Una vez preparados, al coche y rumbo a la iglesia. Conducía mi mujer, pero, contra todo pronóstico, llegamos a tiempo. No sólo antes que la novia (lo que no tiene demasiado mérito) sino que nos anticipamos a la mayoría de los invitados. Considerando que no fuimos demasiado puntuales, esto deja en muy mal lugar al resto del personal, pero, qué quieren que les diga: en ocasiones como esta me encanta vivir en un país que considera la hora de inicio de cualquier evento como un dato meramente orientativo.
La ceremonia fue vistosa, agradable y breve. Tres detalles muy de agradecer, sobre todo el último. Los novios demostraron un umbral estético impresionantemente amplio, porque a la vez que hacían gala de buen gusto en la elección del atuendo, se decantaron por un acompañamiento musical a base de guitarreo que le daba a la cosa un toque como de catequistas haciendo una misa campera. Me abstuve de comentarlo con los demás, porque me conozco, y sé que no soy de fiar en gustos musicales, y además seguía un poco alterado por el atasco y el posterior viaje con la hipervelocidad activada. Los novios parecían disfrutar, así que dejémoslo estar.
Al acabar la misa, mientras los protagonistas se embarcaban en una interminable sesión de fotos, el resto de los invitados esperamos pacientemente a la salida, provistos de arroz, serpentinas, confeti, petardos y demás parafernalia arrojadiza, acechando la salida de la feliz pareja. Como suele suceder en tan tensas situaciones, hay quien no acaba de controlar sus nervios, y se sucedieron unos breves conatos de enfrentamientos entre las distintas facciones (los de los petardos estaban especialmente agresivos y provocadores, pero la pandilla de las serpentinas supieron dejarlo pasar, y los que esperaban con el arroz, inferiores en número y armamento, tampoco entraron al trapo), la cosa no llegó a mayores. Eso sí, cuando los recién casados aparecieron a la puerta de la iglesia, se encontraron con un bombardeo apocalíptico. Dado que lo de lanzarles arroz es una manera de desearles fertilidad, si el tema es proporcional a la cantidad arrojada, la novia vuelve de la luna de miel embarazada de trillizos, fijo.
Llegó el momento de acudir al lugar del banquete, mientras dejábamos a los novios seguir con su sesión fotográfica. Nos tocaba hacer tiempo con el aperitivo. La espera fue breve, la verdad, y el hecho de tener gente conocida con la que charlar la hizo más amena, aunque la sensación de estar en un cóctel con la misma gente con la que estabas currando cuatro horas antes era un poco surrealista. Sobre todo cuando comparabas las pintas que llevábamos por la mañana en el trabajo con lo endomingados que íbamos por la noche. Pero, como es bien sabido, el surrealismo se cura con un par de copazos bien tomados, así que nos aplicamos a ello, y para cuando los camareros comenzaron a perseguirnos por todos los rincones del jardín, tratando de introducirnos en el comedor, ya teníamos la cosa bastante superada.
La cena fue agradable. Mucha comida, muy buena, y, cosa que agradezco sobremanera, muy fácil de comer. Todo deshuesado, pelado, troceado,… como comer hamburguesas, pero en caro y con cubiertos. Conversación divertida, con muchas risas, como siempre (al fin y al cabo, estábamos la misma pandilla que nos reunimos para comer a diario en el trabajo, y allí solemos reírnos bastante), con la única diferencia de que los temas tratados excluyeron todo lo relacionado con el sexo opuesto, en honor a la presencia en la mesa de nuestros respectivos cónyuges. No era cuestión de herir susceptibilidades.
Y después llegó el horror. El baile. No se lo pueden imaginar. Supe que algo iba mal cuando vi comenzar los preparativos y comprobé que la música iba a correr a cargo de una orquesta, y no de un pinchadiscos. La pinta que gastaba el cantante, además, era harto sospechosa: parecía del tipo interactivo, ya saben, de esos que entre canción y canción (en ocasiones, en mitad de la canción) se dedican a comentar las incidencias del baile (“el señor de la corbata azul, que se mueva”, “la señora del vestido rojo, más garbo”,.. ese tipo de cosas). Por desgracia, no me equivoqué.
Los novios eligieron una canción para abrir el baile que tampoco contribuyó demasiado a subir el nivel. Como suele pasar en estas ocasiones, con el transcurrir del tiempo la cosa degenera bastante, así que pueden hacerse cargo de cómo acabó el baile. Parafraseando una vieja cita marxista (marxista de Groucho, no de Karl), partimos de la nada para alcanzar las más altas cotas de la miseria.
Porque, para acabar de arreglar las cosas, uno de mis queridos compañeros de trabajo y, esa noche, de mesa y mantel, resultó ser amigo del cantante (bueno, quizá decir amigo sea excesivo, pero al menos eran conocidos; el alcohol hizo el resto), y comenzó a abusar de esa circunstancial amistad haciendo unas peticiones que el artista, por no desairarlo o por coincidencia de gustos, no dejó de atender. Como mi amigo es un poquito especial para la música, y tiene mucha vebena a cuestas, el resultado fue un mix de los éxitos más cañís de la historia, con canciones que hacen parecer Paquito Chocolatero (que tampoco faltó) algo digno de cerrar el concierto de Año Nuevo en Viena. Inenarrable, oigan.
Pero, como a esas horas ya empezábamos a estar todos bastante cansados, después de un breve cónclave decidimos que, de seguir mucho tiempo sentados en la mesa, corríamos el riesgo de quedarnos dormidos, y eso sí que no. Como, además, no habíamos podido evitar una pequeña cata de todos los vinos que los camareros habían ido depositando en la mesa (estupendos todos, oigan; así no hay forma de respetar los buenos propósitos de moderación etílica), nos animamos y decidimos que el baile podía ser una buena solución para espantar el sueño. La pista era pequeñita, y el tumulto considerable, con lo que, a poco hábil que fuera para buscar un rincón discreto, el ridículo que siempre provoco cuando bailo quedaría convenientemente disimulado entre la multitud (como ven, el alcohol no inhibe los reflejos básicos adquiridos en años de farras).
Así fue pasando el tiempo. Bailando (o intentándolo, al menos), riendo, y pasándolo bien en compañía de los novios más felices que nunca he visto. Durante toda la noche dieron la impresión de ser los que mejor se lo estaban pasando de toda la fiesta, con una alegría tan contagiosa (cosa que les agradezco un montón y deseo que les dure toda la vida) que cuando me dio por mirar el reloj comprobé que llevaba unas 18 horas seguidas despierto, que es bastante más de lo que soy capaz de soportar con dignidad. Así que, tras consultar con mi conductora particular (háganme caso, cásense con una abstemia: es más difícil cortejarla, claro, pero luego compensa), decidimos que era la hora perfecta para volver a casa.
En fin, que ya ven: una vez más que mis propósitos y pronósticos se quedan en nada. Bebí, bailé y no me lo pasé nada mal.
Eso sí, lo mejor de todo fue despertar el sábado, sin niños, sin prisa, y con la gloriosa sensación de que no hay ninguna boda prevista en los próximos años.
En cualquier caso, gracias, M. y A. Fue una gran boda, y espero que sólo sea el punto de arranque de una vida igualmente estupenda. Os lo merecéis.
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