miércoles, 8 de septiembre de 2010

HISTORIAS DE LA PUTA MILI (V): GALLÍPOLI, 1915

Hoy me ha vuelto a dar por contar batallitas. Ya saben, esa costumbre mía que últimamente había dejado un poco abandonada, por causa de la pereza veraniega y las vacaciones, ex aequo. Qué mejor momento para retomarla que el final del verano, esta época tan propensa a la depresión.


El caso es que ayer me recomendaron la lectura de una nueva biografía de W. Churchill. Ya saben, ese tipo bajito y regordete, con pinta de simpaticote, famoso por inventar el símbolo de la victoria (la V hecha con los dedos índice y corazón), por popularizar expresiones como el Telón de Acero (que hubiera sido el gran éxito económico de su vida si la hubiera registrado como miembro de la SGAE) y por otras frases más o menos afortunadas que, por alguna razón que se me escapa, calaron hondo entre su público [1]. Luego me aclararon que se trataba de una hagiografía, más bien. Y claro, me saltó automáticamente el resorte que llevo dentro, siempre impulsándome a llevarle la contraria a todo el mundo (incluso a mí mismo, en ocasiones), y pensé que, para compensar, yo podía publicitar alguna de las insignes cagadas que el gran orador inglés había perpetrado a lo largo de su vida. Que hay para elegir, créanme.


Podría, por ejemplo, hablar de su popularidad a la hora de reprimir los disturbios anarquistas en la década de los 20 en Gran Bretaña, o sus expeditivos métodos para disolver las huelgas (llegó a poner a Mussolini como ejemplo de cómo se debía tratar a los trabajadores, pocos años antes de tener que declararle la guerra a la Italia gobernada por …Mussolini: qué cosas tiene la política, ¿verdad?), o de la crisis económica que propició como ministro del ramo cuando decretó la vuelta de Gran Bretaña al Patrón Oro (a quién se le ocurre, con lo amigos que han sido los ingleses toda la vida de ir a su aire en lo que a patrones, medidas y sentidos de circulación se refiere, querer integrarlos en un sistema usado por el resto del mundo), o de sus bandazos políticos: empezó en una rama disidente del Partido Conservador, para pasarse luego al Partido Liberal (en plena sesión de la cámara, con un par), para volver luego al Partido Conservador, en su versión más ortodoxa, jurando ser un conservador-de-toda-la-vida.


Pero como lo que a mí me tira es la cosa bélica, qué quieren que le haga, he acabado decidiéndome por una de sus más sonadas meteduras de pata en lo que se refiere a mandar a sus compatriotas a morir defendiendo sus estupendas ocurrencias. Me refiero a la campaña que promovió desde su puesto como Primer Lord del Almirantazgo (que viene a ser como Ministro de Marina, más o menos) para invadir Turquía durante la 1ª Guerra Mundial. Campaña que pasó a la historia en Gran Bretaña como la Campaña de los Dardanelos, en Turquía como una cosa que no me atrevo a escribir para evitar que se me disloquen los dedos y en las lejanas (y sin embargo, en tanto que miembros de la Commonwealth, tan próximas) Australia y Nueva Zelanda, como la Batalla de Gallipoli.


El caso es que el intrépido Sr. Churchill, metido de lleno en el berenjenal de la Gran Guerra, y viendo que de momento no podía con los alemanes, optó, como buen pragmático, por pegarle al gafas de la clase. El enclenque agraciado fue, en esta ocasión, Turquía, que por aquel entonces arrastraba el sobrenombre de “El hombre enfermo de Europa” (coincidencia, nada más, porque por ese poco honorable puesto han pasado, en distintas épocas y según los cronistas, países como España, Italia, Irlanda, Rusia, Alemania o, pásmense, la propia Gran Bretaña; no es un dato como para poner en letras gordas en el currículum, pero, oigan, un título es un título).


Así que nuestro amigo el de la V se las arregló para ir puteando a los turcos (que si ahora te decomiso unos barcos, que si ahora te cañoneo unos fortines,… vamos, lo normal en estos casos) hasta que a los chicos del Bósforo se les calentó la cabeza y le dieron a los rusos (aliados de Gran Bretaña en aquel entonces) un meneo, y al señor Churchill la excusa que necesitaba para convencer al pueblo inglés de que los otomanos eran el Eje del Mal del momento y que había que invadirlos, preventivamente, por su bien. La moción prosperó, y se formó una flota considerable que, en Abril de 1915, puso rumbo a los Dardanelos. Con el orgullo y la confianza típicamente británicos, pero con una improvisación y un espíritu chapucero que supongo que nos pedirían a nosotros para la ocasión.


Porque cuando la flota llegó a su objetivo, intentó ganar la batalla desde el mar, cañoneando las posiciones turcas con la artillería de sus buques. Esta tentativa fracasó, debido a las minas existentes en la zona y a la particular disposición de las fortificaciones defensivas, así que los ingleses decidieron improvisar y desembarcar para rematar la faena en tierra. En un primer momento consiguió desembarcar sin apenas problemas una cantidad considerable de hombres, pero eligieron una zona ligeramente inadecuada: las playas de un cabo, frente a unas colinas que dificultaban el avance. La verdad es que tampoco lo hicieron tan mal, teniendo en cuenta que no llevaban mapas dignos de tal nombre, que no habían planificado nada y que ni siquiera se habían puesto de acuerdo en quién tendría el mando de la fuerza expedicionaria (compuesta por británicos, australianos, neozelandeses y franceses) [2]


En los primeros momentos, la fuerza expedicionaria podría haber ocupado las posiciones elevadas frente a ellos, ya que su superioridad numérica era abrumadora, y los turcos no estaban demasiado bien preparados. Pero los mandos británicos juzgaron que instalarse en las colinas supondría aumentar mucho la extensión del campamento (lo que exigiría una mayor coordinación para la que, con razón, no se sentían preparados) y dificultaría el aprovisionamiento diario de agua. Total, que decidieron tomárselo con calma, y le dieron tiempo a los defensores para reforzar las defensas en las colinas. Y de qué forma.


Porque al mando de las fuerzas turcas se encontraba un general alemán, Otto Liman von Sanders, quien, con la típica eficiencia germana se encargó de dirigir los esfuerzos defensivos, montando un entramado de trincheras y puestos artilleros que, como se demostró después, iba a complicarles mucho la vida a los invasores. Además, el comandante turco era un joven Mustafá Kemal, por aquel entonces aún desconocido pero que prometía mucho, con una gran capacidad para galvanizar los afanes de sus compatriotas.


El resultado fue que durante varios meses las fuerzas británicas, francesas y de la ANZAC (Australia y Nueva Zelanda) se quedaron atrapadas en una batalla terrible, en condiciones durísimas, y sufrieron una escabechina. La batalla fue una variante macabra de la espeluznante guerra de trincheras que se libraba en Francia, porque a los demoledores efectos de la artillería, las ametralladoras y los obsoletos conceptos de los mandos (cargas suicidas, a pecho descubierto), se unieron las inclemencias del clima turco (sustituyendo el barro y el frío por un calor axfisiante y polvoriento), la particular disposición de los contendientes (las cargas contra las trincheras enemigas debían realizarse, esta vez, subiendo una pendiente bastante pronunciada), la imposibilidad de realizar un repliegue (la fuerza desembarcada estaba, literalmente, copada en la playa), y la escasez de agua (el suministro de agua se realizaba a través de las playas, en descubierta; los turcos, naturalmente, se encargaban de amenizar dichas excursiones).


Durante los meses que tardaron los mandos británicos en comprender que allí no había nada que hacer, palmaron más de 50.000 atacantes, y una cantidad similar de defensores turcos. Contando heridos y desaparecidos, las bajas superan el cuarto de millón de hombres por cada bando. Considerando que iban a enfrentarse con el niño-colleja de la clase, con el esmirriado de las gafas, la broma les estaba saliendo cara a los ingleses. Así que a partir de Diciembre de 1915, utilizando maniobras de distracción y al amparo de la oscuridad nocturna, la fuerza expedicionaria comenzó la evacuación, que se prolongaría hasta finales de Enero de 1916. Finalizaba así uno de los mayores descalabros británicos en toda la guerra (imagínense el descojono en el mundillo militar al comentar la jugada, en plan “¿Qué no habéis podido con los turcos? No me jodas, pero si no tienen ni media h…”).

La batalla en cuestión tuvo también algunos efectos colaterales. Todas los tienen, en realidad, pero en esta ocasión tuvieron cierta relevancia. Para empezar, el promotor de la escabechina, nuestro amigo Churchill, se vio en el centro de las críticas y dimitió de su puesto de Primer Lord del Almirantazgo, solicitó su reingreso en el ejército y se pasó el resto de la guerra al mando de una unidad en Francia, dando tiros en primera persona. Un vaivén más de los que caracterizarían siempre su carrera (de hecho, el arrojo que demostró al irse voluntario al frente le hizo recuperar gran parte de la popularidad perdida con la cagada de los Dardanelos; como además, al final Inglaterra ganó la guerra, la imagen de Churchill salió incluso fortalecida del conflicto).
Por otro lado, el berenjenal que había contribuido a montar de forma tan decisiva el futuro Primer Ministro dio lugar a un curioso complejo entre los militares británicos, conocido como Síndrome Gallípoli, que se resume en que, a partir de entonces, el ejército inglés se mostró sumamente reacio a desembarcar en playas ocupadas por el enemigo, argumentando que eso sería una carnicería, como en la batalla en cuestión. El hecho de que la batalla en cuestión tuviera también otros condicionantes (improvisación, mala dirección, decisiones equivocadas, etc,…) no fue tenido en cuenta: el ejército inglés no desembarcaba, y punto. Ya se sabe lo amantes de las tradiciones que son los ingleses, y, al fin y al cabo, una tradición es una tradición, aunque sólo tenga unos minutos de solera. Esta neura les duró hasta el desembarco de Normandía, y porque los americanos se pusieron en plan mandón (que para eso ponían la pasta, los hombres y el material), que si no, hasta hoy.
Y, para finalizar, aquel prometedor militar turco, Mustafá Kemal, que habíamos dejado párrafos atrás dirigiendo los esfuerzos de las tropas turcas con su elocuencia, su valor y su eficacia, vio subir su popularidad hasta unos niveles que propiciaron su subida al poder cuando el Imperio comenzó a desintegrarse, en parte como consecuencia lógica de una decadencia que venía de muy lejos, en parte porque los ingleses, según otra de sus tradiciones (tienen tradiciones para todo) decidieron meterle el agua en casa a los turcos organizando una revolución de los pueblos árabes [3] que, gracias a la maniobra británica, tomaron conciencia de sí mismos y decidieron independizarse de lo que quedaba del Imperio otomano. En cualquier caso, Mustafá Kemal fue el que finiquitó oficialmente el sueño imperial, aboliendo el sultanato en 1922 y estableciendo la República de Turquía en 1923. Claro que para entonces ya era conocido por su sobrenombre, Atatürk (padre de los turcos).

Al final, la batalla fue una desgracia, como lo son todas las batallas (lo que no quiere decir que algunas no sean necesarias). En la tradición británica, Gallípoli figura como una gran derrota. Para los turcos, fue una gran victoria. Para los Australianos y Neozelandeses fue, sencillamente, una catástrofe. Un desastre (la ANZAC tuvo cerca del 80% de bajas, entre muertos y heridos). Por eso, todavía un siglo después, canciones como ésta siguen poniendo húmedos los ojos aussies. Por eso Gallípoli sigue siendo un lugar de peregrinación para muchos australianos cuando visitan Europa.


Por eso, y por la carta que Mustafá Kemal, ya convertido en Atatürk, le dirigió a la delegación australiana que visitó el lugar, recién finalizado el conflicto, en 1920. Una carta que es todo un ejemplo de comprensión, y de sentimiento de hermandad ante una catástrofe que no distinguió entre vencedores y vencidos. Una carta que hoy, casi un siglo después, suena como un mensaje extraño ("Esos héroes que derramaron su sangre en nuestra tierra yacen hoy en el suelo de un país hermano" "vosotras, madres, que enviasteis a vuestros hijos a morir en un país lejano, enjugad vuestras lágrimas: ahora, ellos son también nuestros hijos, y reposan en paz") en este mundo supuestamente más civilizado.




[1] Por ejemplo, durante la batalla de Inglaterra, en la que la R.A.F. (Fuerza aérea británica) se las apañó para contener a los alemanes, impidiendo así la invasión de las islas, soltó aquello de que “nunca tantos debieron tanto a tan pocos”, refiriéndose al lío del que les habían librado los escasos pero valerosos y competentes pilotos ingleses: se comprende que esta frase le hiciese ganar puntos, porque es un detalle elegante ser agradecido. También dijo aquello de “resistiremos en las playas, en los montes, en las calles: nunca nos rendiremos” , que, las cosas como son, queda chulo y resulta inspirador. Pero cuando le dijo a todo el pueblo británico, que las estaba pasando putas, que sólo podía ofrecerles “sangre, sudor y lágrimas”... la verdad, no consigo entender por qué triunfó: lo suyo hubiera sido ofrecerle al público algo más que fluidos corporales. Un político español, por ejemplo, habría anunciado alguna novedosa arma secreta, prometido la victoria por goleada, ofrecido un piso en la Costa del Sol al primero en llegar a Berlín, y después se hubiera hecho una foto besando a un niño. Qué raros son los ingleses.


[2] Pueblo este, el francés, con una extraña facilidad para los vaivenes, también. A lo largo de la historia se las han arreglado para estar continuamente pasando de un extremo a otro: vivir a la sombra de España, luego derrotarla, posteriormente aliarse con ella contra Inglaterra, luego conquistar Europa para acabar, poco tiempo después, aprovechando todas las oportunidades para hacer el ridículo (estamos hablando de batallas, aclaro) que el destino les ponía a tiro... Para mí que los pierde el afán de protagonismo, pero, en fin, c’est la vie, como dicen ellos.


[3] Esto sirvió para crear otro mito, como Lawrence de Arabia, hacer una película muuuy larga que no me gusta nada (no soporto a Peter O'Toole) y cambiar, en el delicado equilibrio mundial, el islamismo turco por el islamismo árabe. Unos 84 años más tarde, los fundamentalismos islámicos que empezaron a surgir en aquella época decidieron celebrar el aniversario de la Rebelión Árabe convirtiendo las torres del WTC en una especie de trágicas velas de cumpleaños. Quizá también lo hubieran hecho los turcos. Quizá no.

1 comentario:

112 dijo...

Al menos dimitio y se fue a la guerra en primera persona. Los nuestros ( al menos los actuales) no creo que tuviesen ni remota idea de hacerlo, aqui asumir responsabilidades es otra cosa.
Me gustan estas batallas