viernes, 2 de diciembre de 2011

ES UN MISTERIO

Dos de diciembre de 2011. En la emisora que suelo escuchar en el coche mientra voy al curro siempre dicen del año de gracia. Yo no le veo la ídem, la verdad. Santa Bibiana. patrona y protectora de los ministerios absurdos e igualitarios. Esto todavía es menos gracioso. Pero mañana es San Javier, fiesta para mis queridos navarricos (aúpa). Y el domingo Santa Bárbara, patrona de los mineros (miray, miray Maruxina miray, miray como vengo yo). Y todo esto qué más da. Pues eso digo yo. Nadie lo sabe. Es un misterio.



Lo que pasa es que los misterios son cuestión de imaginación, supongo. Y estos temas dependen de la imaginación que cada uno traiga de serie, porque luego no hay demasiados métodos de desarrollarla, salvo la masturbación, la lectura y otros costumbres más o menos perniciosas. ¿Imaginas que hubiera una guerra y no fuera nadie? Pues sinceramente, no. A mí la imaginación no me da para tanto. A lo más que llego es a imaginaar que un día John Lennon se sintió inspirado, sacó el sargento mayor que todos los ingleses llevan dentro y soltó su famoso: imaginen…ar! Y eso le convirtió en el icono de la libertad para toda esa gente que estaba demasiado fumada para empuñar el verdadero símbolo de la revolución, el Avtomat Kalashnikova mod. 1947. ¿Imaginas que hubiera una guerra y fueran todos? Pues mire, tampoco. Hay gente que nunca va a la guerra, y se conforma con organizarlas. ¿Imaginas que nadie supiera quién es su enemigo? ¿O que todos fueran tu enemigo? No sé, suena complicado, pero seguro que sería la guerra más entretenida de la historia. Aunque supongo que sería también el punto final de la historia. Un pequeño problema técnico. Pero, a lo que vamos, a lo más que llego es a imaginar una guerra en la que frente a ti estén tus amigos, y a tu lado tus contrarios. A imaginar que te escupen los que piensan como tú, por apoyar a la gente a la que matarías, como ellos, pero a los que tienes que apoyar por motivos coyunturales (léase hipoteca, hijos, falta de unos cojones bien puestos... esas cosas). También sería entretenido. Quizá menos agradable, pero entretenido. Después de todo, los problemas éticos tienen algo de sudokus… Aunque, bien mirado… Imagino que los problemas técnicos son más fáciles de resolver. En cualquier caso, una cosa ha quedado clara: no tengo demasiada imaginación. ¿Por qué? Pues vaya usted a saber. ¿Quién podría adivinar cómo reparten los dioses sus dones entre los pobres mortales, qué criterios siguen, que méritos exigen? Nadie lo sabe. Es un misterio.



Sin embargo, hay cosas que puedo imaginar perfectamente. En general, son cosas que ya han pasado, detalle que ayuda, pero que aún así exigen su cuota de imaginación. Por ejemplo, puedo imaginar que todo lo que conoces desaparece de un día para otro. Un fulano viene y te explica que en realidad aquello que echas de menos nunca existió, te cuenta no sé qué películas de la evolución social, mejora personal y psicología aplicada de todo a cien, y te dice, educadamente, eso sí, que son cinco mil euracos, cama aparte, y que la factura va a tu nombre. Cuando tú preguntas, quizá no tan educadamente, a santo de qué te están enchufando semejante estocada, imagino que el tipo se encoge de hombros, te dice que la vida es sueño y los sueños, como es obvio, sueños son, y se marcha tranquilamente, que tiene todavía muchos deshaucios pendientes y no puede quedarse a charlar. ¿Que quién es ese señor tan majo? Pues no se sabe muy bien. Unos dicen que la diosa Crisis. Otros, que el Mercado. ¿Y quién es el Mercado? ¿Y tú me lo preguntas? Mercado eres tú.



También podría imaginar qué se siente cuando las únicas salidas que te ofrecen son sentirte sucio o volverte loco. Cuando es todo o nada. O estás con el sistema o contra el sistema. O tiras un cóctel molotov, o te bebes el dulce veneno, a 100 euros el chupito, de la esclavitud perpetua y hereditaria (como debe ser cualquier buena esclavitud que se precie). Viva la hipoteca. Abajo el capital. A la sanidad goma-2. Nosotras parimos, nosotras decidimos ligarnos el cordón umbilical con los cordones de los zapatos (ah, no, espera, que hace años que ya no tenemos zapatos) después de cortarlo a mordiscos porque no tenemos pasta para ir a una clínica que te mueres, o sea, ¿sabes?, y, la verdad, las leproserías públicas nos dan mucho asco, no lo podemos evitar (será un reflejo pequeñoburgués que nos ha quedado, o algo). Como mola la cocacola, muchachos. Americanos, os recibimos con alegría.



Fíjate incluso lo que podría llegar a imaginar: que antes pasará por el ojo de una aguja un teólogo de la panzerdivision que ha tomado el Vaticano dese hace siglos que un cura de barrio por el consejo de administración del Banco de Santander, o similar. Y, claro, vistas así las cosas, supongo que los maniacos nos predicarán en las calles que si toleramos esto, los próximos serán nuestros hijos. Y quizá tengan razón. Porque cuando llamaron a la puerta de los judíos no hicimos nada. Cuando llamaron a la puerta de los homosexuales tampoco. Cuando los judíos llamaron a la puerta de los palestinos tampoco hicimos nada, y cuando los homosexuales llamen a la nuestra, imagino que nadie hará nada por nosotros. Ni puta falta, probablemente. No lo necesitaremos, porque para entonces ya será un problema de nuestros hijos, que tampoco harán nada cuando alguien que no sea el lechero siga llamando a la puerta de alguien de madrugada. Imagino que es nuestro sino. El único destino posible para los últimos de nuestra estirpe. El olvido. El polvo. La nada. El irte lenta y desidiosamente, sintiéndote como una auténtica y absoluta mierda. Después de mil siglos de estupidez y avaricia, imagino que no cabría esperar otra cosa.



Puedo imaginar también que el éxito es a veces áspero, y que la razón viene en ocasiones cargada de amargura. Imagino que muchos hubiéramos cambiado sin pensarlo tener razón por ser felices. Imagino que todos preferiríamos ser tontos fracasados, equivocados y tranquilos como Budas gordos y sonrientes. Pero supongo que no puede ser, así que siempre nos quedará la bebida. Libiamo, que las penas con pan son menos penas, y con vino ni te cuento. Y miremos el futuro con optimismo: el próximo verano vamos a lucir un tipazo de la muerte mortal gracias a la dieta estilo Treblinka que tan gentilmente nos han recetado nuestros amigos, los mercados. Niños, no intentéis hacer esto en casa. Como mucho, en la del vecino.


Y forniquemos, también, ya puestos. Que será de lo poco que nos quede, si no lo único. Un triste remedo de tarifa plana de felicidad, pero menos es nada. Porque con pan y vino, y algún polvo de vez en cuando, se ha de andar la senda que nunca se volverá a pisar. Caminante, no hay camino, sino una inflación de su puta madre (y su puto padre, que no se ofenda nadie), y muchas ganas de matar a alguien, preferente aunque no inexcusablemente culpable de algo, lo que sea. Pero imagino que seguiremos dándole cancha a Eros, y dejaremos a su hermano Thanatos durante otra temporada en el banquillo, al fondo de nuestra alma pecadora. Porque lo de matar, según las últimas noticias, sigue estando penado por la ley, pero follar (todavía) no. Así que a sublimar instintos. Con lo cansado que es eso (sublimar, digo, no follar; que también).



Imagino que eso es todo: sexo, vino y rockanroll (según la cantidad de vino, puedes cambiar el rock por cualquier otro tipo de música, jotas aparte). Todo lo que necesitas para fabricar algo lo suficientemente parecido al amor. Algo a lo que agarrarte mientras esperas que te llegue el turno. Porque siempre llega. Y cuando lo haga, cuando llegue mi momento, imagino que me iré como lo que soy: un tipo sin imaginación. Miraré a la muerte a los ojos y le diré que se vaya a la mierda y no moleste. O que vaya pasando primero por los barrios de clase alta, y luego ya si eso. Y después me tiraré al suelo y lloraré como una niña. ¿Me hará caso? Quién sabe. Quién quiere saberlo.



Mejor brindemos. Brindemos, pues, por el amor verdadero. Proceda de donde proceda. Para que en nuestra vejez podamos decir, orgullosos, demenciados e incontinentes: a mí una vez también me adoraron.



Que sería algo muy bonito, no me digan que no. Si llegáramos a la vejez, claro. Que nunca se sabe y la vida es muy suya, pero que de momento parece ser que todo apunta en la dirección de que hay ligeros indicios de que va a ser que hostias en vinagre, y que antes de llegar a viejos nos vamos a comer unos a otros. Imagino que con una buena campaña de márketing, igual hasta lo disfrutamos. Porque, en el fondo, somos como niños. O como monos con pistolas.


Pero… ¿qué pasará? ¿Cuando? ¿Mañana, o pasado, o al otro? ¿Morir, dormir, tal vez soñar?



Nadie lo sabe.



Es un misterio.


sábado, 12 de noviembre de 2011

LLUVIA, CANCIONES TRISTES, LÁGRIMAS... OTOÑO

Tengo que confesarlo: el otoño no es mi época favorita del año. Me deprime un poco ver cómo el verano da sus últimos coletazos y acaba de despeñarse por el precipicio de unos días cada vez más cortos, más oscuros y más fríos. Cómo la luz y el calor comienzan a ser un recuerdo demasiado lejano.

Sin embargo, de alguna manera retorcida e insana, también tiene su encanto. Hay menos luz, pero la poca que hay consigue llenarse algunos días de unos colores espectaculares. Y el olor de las hojas en el suelo, mojadas… es difícil de explicar, pero incluso el otoño tiene su punto. Aunque tal vez sólo sea una terapia un poco extravagante y masoquista, esto de chapotear en el ambiente nostálgico de estos días. Esto de dejarse ir un poco. De resbalar sin saber muy bien hacia dónde.




Hay una cosa que me gusta sobre las demás, en cualquier caso: ver llover tras los cristales de casa. A veces con furia, a veces con calma, otras casi con desgana. Mirar un rato la vida pasar, la calle con luces reflejándose en el asfalto mojado, la gente apresurándose entre un mar de paraguas. Escuchar de fondo una canción desencantada. Y partirme en dos: uno afortunado por poder estar tras el cristal; el otro, irremediablemente triste.

Porque los cristales sólo me protegen de la lluvia, pero no de todo lo demás. No del mundo que me rodea. Y es en esos días de lluvia otoñal en los que soy más plenamente consciente de que vivo en un mundo que jamás he llegado a comprender del todo. Curiosamente, una conclusión que, siempre dentro de la desilusión, tiene sus matices, relacionados de alguna manera con la lluvia: a un aguacero furioso y desatado le corresponde un escalofrío, la sensación de derrota inminente, el miedo; en cambio, a una lluvia plácida le suele acompañar una extraña opresión en el pecho, un barullo en la cabeza y unas ganas de llorar que sólo a duras penas puedo reprimir.

No soy el único, supongo. De hecho, me consta que hay más gente que ha llorado esta semana. Y supongo también que tiene una explicación científica (menos luz, menos síntesis de neurotransmisores, el cerebro que se atasca un poco cambiando el ritmo… esas cosas), pero son dos detalles que no ofrecen demasiado consuelo, la verdad. Más bien al contrario. Porque cuando me siento así, pequeño y débil, no me ayuda encontrarme mujeres que lloran sin saber por qué, y que a veces quisiera consolar sin saber cómo hacerlo. Pero, en fin. No divaguemos.

En cualquier caso, no quiero que esto suene como una queja, porque no lo es, y si lo fuera no tendría sentido. Es, simplemente, una reflexión en voz alta. Una análisis lo más objetivo posible, a tecla alzada. Esto es lo que hay. Ya volverá la primavera, con sus oscuras golondrinas, pero, por el momento, nos toca contemplar el arpa, callada, muda. Abandonada, digna y solitaria. Es otoño. El momento de abandonarse, digno y solitario, en un rincón.


Es otoño. Un buen momento para sentirse un héroe. Un héroe cansado y vencido, claro. Derrotado. Hablo de los héroes que a mí me gustan. Hablo de adoptar, siquiera por un instante, esos aires de tipo duro e indiferente, brillante y cínico, que ya no existe, o que tal vez nunca existió fuera de algunas películas en blanco y negro. Porque de igual modo que nada hay más obsceno que un cobarde victorioso, pocas cosas hay más hermosas que un héroe vencido. Y qué mejor momento para sentirse héroe que un otoño triste, en una época en la que ya nadie cree en héroes.

Es otoño. Toca dejar correr el tiempo. Dejar que el invierno me pase por encima sin hacerme demasiado destrozo. Mirar la vida desde detrás de una ventana, escuchando canciones que quizá no me convengan. El juego es simple: el que aguanta, gana. Así que vamos a aguantar. A esperar. Volverá la primavera. Y volveré a despertar.

Así que, con su permiso, me retiro. Abandono la batalla, pero con una sonrisa burlona, como sólo un héroe cansado puede hacerlo. Perdiéndome en la niebla de un aeropuerto mientras pienso en la promesa de una nueva amistad. Y mientras escucho canciones como esta.

Y es que ya no quedan héroes como los de antes.

Ya nada es como antes.

Salvo el otoño.




martes, 8 de noviembre de 2011

SORTEO EXTRAORDINARIO 20 N

Pasen y vean, niñas y niños, señoras y señores, homos y heteros. Bienvenidos todos aquellos que gustan de las emociones fuertes. La gran tómbola ha comenzado. Provéanse de palomitas, gusanitos, cacahuetes y otras cosas de picar, pónganse cómodos y contemplen la mayor ocasión que vieron los siglos Mucho más que Lepanto v 2.0. Nada más y nada menos que un servidor hablando de política. Contra la costumbre de la casa, pero siempre con una exquisita neutralidad, según el ejemplo suizo de neutralidad que consiste en mantener un régimen fiscal y bancario paradisiaco aunque poco ético y dedicarnos a escalar en los Alpes y fabricar quesos, bombones y relojes mientras el mundo se va a la mierda.


Al tema, que me desnorto. Modestia aparte, hablando de política soy un espectáculo. Un circo de tres pistas con enanos de metro ochenta para arriba y tigres de peluche que hacen miau, pero un espectáculo al fin y al cabo. Porque la naturaleza, tan parca para con mi persona en cualquier tipo de dádivas con una mínima aplicación práctica como pródiga en facultades paranormales de esas que no valen para nada útil salvo para hacer el silencio a tu alrededor, sobre todo cuando dices un chiste que nadie entiende y todo el mundo se queda mirándote con cara de estar pensando no que ellos son unos infraseres cuyo sentido del humor no está a la altura del de un tipo más evolucionado, como sería lógico, no, sino que tú eres el tío más gilipollas del universo conocido y alrededores, me dotó con una capacidad apabullante para simplificar los discursos ajenos. A veces, incluso manteniendo el sentido original del mensaje, si lo hubiere. Habilidad esta que parece hecha a propósito para desentrañar algunas arcanas comunicaciones de las que han aparecido, aparecen y continuarán apareciendo a la salud del Sorteo Extraordinario del 20 N, también conocido coloquial y simpáticamente como Elecciones Generalísimas (sentido homenaje al Caudillo, en un nuevo detalle de sensibilidad histórica de nuestro insigne líder).


Así que, sin más preámbulos, prólogos, introducciones o proemios, vamos con los antecedentes de hecho: los 17 reinos de Taifas que conforman la realidad histórica plurinacional, pluriidentitaria y plurimáscosas que antes se llamaba España pasa por una grave crisis económica, sin duda efecto de alguna oscura conjura judeomasónica destinada a empañar la justa y sana alegría que trajo el Mundial. Por esto, y porque más o menos tocaba, se han convocado Elecciones Generales. Lo que ha provocado un alud de sesudas interpretaciones de cada una de las 17 realidades político-económico-sociales del país, que se entrelazan con los mensajes electorales de los propios implicados, conformando un apasionante paisaje de profecías, historia, geopolítica, hagiografía, ciencia-ficción y porno suave. Hechas todas ellas con un lenguaje pulcro y académico, manejando conceptos avanzados y expuestas con un nivel de razonamiento inductivo que consigue el singular efecto de parecerse poderosamente a una centuria de Nostradamus traducida al esperanto por una mujer disléxica en los días más críticos de su periodo menstrual: algo que no es imposible de entender, pero a lo que, así, en general, cuesta pillarle el punto.


Afortunadamente, aquí estoy yo para simplificar todo este galimatías. No me lo agradezcan, yo soy así. Eso sí, es preciso hacer una advertencia previa: ría el lector antes de llorar, como hubieran dicho en La Codorniz. O después, a mí me da igual. Pero, desde luego, rían para ustedes. Bajito y sin aspavientos, que no se les note. Porque tal y como está el patio, ver a alguien riéndose es signo inequívoco de que a) está como una puta cabra y no sabe cómo está el mundo; b) sabe cómo está el mundo pero está todavía más loco que el de antes y no le importa; c) sabe cómo está el mundo pero no le importa porque se está forrando (de hecho, es uno de los que ha contribuido a poner el mundo como está); d) se está riendo por no llorar; o, y con esto acabo, e) se está riendo por otra cosa que no tiene nada que ver con lo que yo estoy diciendo, sea esto último lo que sea, que ahora no me acuerdo muy bien. Denme un minuto.


Vale, ya he releído lo suficiente para centrar el tema: las elecciones. Esto es, la política. O sea, la crisis. El apocalipsis. La peste. Penitenciagite. Ponga aquí lo que prefiera. Y ahora, una vez que me he centrado y he tomado la pastilla, vamos a valorar las opciones que se presentan, que son, básicamente, dos, a saber: los ganadores y los otros. Pero, claro, todos quieren ser ganadores, y así es un lío. Mucho más cuando todo el mundo moviliza a su guardia pretoriana de tertulianos y opinadores para confundir a la plebe. Como si la plebe no fuera capaz de confundirse sola. Comencemos a desentrañar las distintas opciones.


Para protagonista de la superproducción se postula destacado un añejo galán galáico, al que las gentes de bien de estas tierras se preparan para recibir con los labios mayores abiertos de par en par. Si no media algún imprevisto once de marzo (poco probable en noviembre, pero toquemos madera) o alguna epidemia tipo Walking Dead, el papel es suyo.


Atento al rechace en la boca de gol, por si suena la flauta y hay ocasión de enchufar en el último minuto un chicharro vergonzoso y risible estilo Julio Salinas, aparece un astuto guerrillero cántabro, veterano de mil emboscadas contra todo Cristo. Le toca torear un lote jodido, y para mí que con evitar una cogida grave le vale.


Los minutos de la basura se los reparten opciones exóticas como ecologistas, nacionalistas, nostálgicos como F.E.T. o I.U. y, tatachán, UPyD, para el que hay que crear una categoría aparte, porque no encaja en ninguna de las existentes: una colección de deshechos de tienta que hacen de cada aparición pública una reivindicación furibunda de su marxismo militante. Sección Groucho.


Como ven, no era tan difícil, una vez que uno simplifica con criterio. Pero hay que reconocer que los implicados en el asunto se empeñan en complicar las cosas con un maremágnum de declaraciones altisonantes. Se impone, pues, una nueva simplificación de todas las manifestaciones relacionadas con el tema, vertidas por políticos, periodistas, tertulianos, escritores, pensadores, vividores y, en fin, toda esa gente en posesión de la verdad absoluta. O, para ser más exactos, cada uno en posesión absoluta de cada una de las verdades absolutas que hay en las diecisiete realidades esas que confirman este mundo absoluto y determinista en el que nos ha tocado vivir. Mundo que, evidentemente, es una mierda, pero, oigan, es el que hay. A mí no me miren que yo no he tenido nada que ver, que si de mí dependiera todavía andarían los dinosaurios triscando por ahí, en parte por convicción y en parte porque tengo una puntería infame a la hora de lanzar meteoritos asesinos (pero qué quieren, nadie es perfecto).


En fin, vamos al tema (ahora sí me acuerdo de cual era; ya pensaban que se me había vuelto a olvidar, ¿verdad?; pues esta vez no, ya ven). Podemos sacar el mínimo común denominador de todo lo que han dicho todos: esto está fatal. Si nos vamos a un mínimo algo menos mínimo, aunque igual de común, tenemos el clásico: esto está fatal y la culpa es de los otros. Y si nos dejamos llevar por la emoción y tiramos por elevación, abarcando más panorama, se podría resumir la tormenta de ideas en los siguientes términos: esto está fatal, la culpa es de los otros y menos mal que estoy yo por aquí, que no sé si podré hacer algo pero me pongo a ello porque yo soy así de desprendido y capaz y creo fervientemente en el sacrificio personal en pro del bien común. Que no sé a ustedes, pero a mí me recuerda poderosamente el discurso prototípico del no menos prototípico ñapas de toda la vida ("pero quien le ha hecho esto, señora, si le va a costar menos hacerlo nuevo que arreglarlo"), con lo cual podemos tomarnos todo esto como un entrañable homenaje a los clásicos.


Ahora bien, si nos dejamos de cosas genéricas y afilamos los sentidos para sumergirnos en el proceloso océano de las especificidades, la cosa cambia. Ahí la cosa ya es más… ¿cómo decirlo?... más específica. Lo que viene a significar que los discurso se vuelven mucho más concretos: donde pone “los otros” hay que poner el nombre y el apellido de alguien, y para explicar por qué esto esta tan fatal se compone un discurso con una justificación más o menos vistosa (o coherente, o alarmante, o provocadora, o hilarante… si pudieran ser todas a la vez, ya sería la hostia en verso, y esto sería bastante más entretenido, pero me temo que eso resulta difícil incluso para profesionales del humor altamente cualificados) de por qué ha fallado el comunismo ( o el liberalismo, o el intervencionismo, o el proteccionismo, o el librecambismo, o el suputamadreismo) y por qué la opción contraria es la correcta. Eso sí, aprovecho desde aquí para recordarle a los señores que hablan en público manejando discursos de este calibre que sería recomendable saber cual es la opción contraria a la que decimos que ha fallado, y que el tema queda más resultón si hay cierta concordancia entre el modelo que ha fallado y el nombre que hemos puesto en el espacio reservado a “los otros”, porque si no nos puede quedar un discurso algo confuso, y el personal se puede liar, máxime teniendo en cuenta que en el congreso las distintas facciones no van con las camisetas de colorines, lo que facilitaría mucho la vida de sus hooligans. Se lo digo yo, que de discursos confusos entiendo un huevo, o más.


Por no alargarme demasiado, procedo a simplificar la totalidad de los sesudos análisis políticos de los numerosos analistas políticos dedicados al análisis político, en sus dos vertientes, profesional y amateur: el comunismo era malo, intrínsecamente incongruente con su propia filosofía y con la condición humana, y propugnaba un sistema económico contra natura que alentaba el conformismo, la burocracia, la ineficiencia y el caos. Y, probablemente, también la peste negra, el SIDA y el éxito de Operación Triunfo, con lo que podemos decir que su caída no sólo era justa, sino necesaria e inevitable. Mientras que, en cambio, el liberalismo económico y la autorregulación de los mercados sin una sensata aplicación de los principios cristianos constituyen una llamada quizá demasiado directa a la codicia del personal, lo que acaba produciendo cíclicas crisis macromegamundiales que ahondan el proverbial abismo entre clases, aunque no son nada que alguna Guerra Mundial (o Civil, o Santa, o Preventiva) no pueda solucionar, y pelillos a la mar. Sin embargo, la guerra es mala para (casi) todos, por lo que queda claro que un sistema mixto de libre mercado con intervención estatal en determinados sectores estratégicos, con el gobierno como garante de unos mínimos básicos, es una solución que coarta la iniciativa privada, fomenta la insolidaridad entre regiones, favorece los agravios comparativos y que, a la larga, provoca la aparición, crecimiento e implantación para siempre jamás de una clase política y un aparato burocrático altamente corrupto y al servicio, Semper fidelis, de la pasta. Todo esto, claro está, a pesar de la angelical naturaleza humana, siempre a prueba de bajos instintos y gobernada por una clara tendencia a repudiar el egoísmo y abrazar el beneficio común de la tribu. Incluso a declarar el IVA.


Con lo cual, se deduce claramente que la solución es plantear un 4-4-2, con rombo en el centro del campo, dejando el césped alto y encharcando las áreas por si acaso… ¿Cómo? ¿Elecciones…? Mierda, se me ha vuelto a ir el tema. Denme un minuto.


Vale, ya lo tengo. Me había traspapelado again. So sorry, y sírvame este pasajero ataque de glosolalia para introducir hábil y sutilmente la solución definitiva de cara al 20 N: aprender idiomas. En concreto, dos: alemán para los optimistas y chino para los pesimistas.


Y, sobre todo, recen. Recen mucho.



Enhorabuena a los premiados, y eso.

viernes, 28 de octubre de 2011

EL SENTIDO DE LA VIDA

Sé que nunca lo adivinarían, y menos viniendo de mí, así que vamos a acelerar el trámite y les doy directamente la solución al jeroglífico: la vida es una mierda. Pinchada en un palo. Y por qué les digo yo esto ahora, se preguntarán. Es una buena pregunta, desde luego. Incómoda, pero buena. La verdad es que no sé la respuesta. Pero podemos decir que después de haber pensado por septuagéximonovena vez en lo que va de día en conseguir un fusil de asalto, llevarlo al trabajo y montar una pajarraca que se cague Dios empiezo a darme miedo, así que vamos a vomitar bilis, asco y pena, a ver si rebajamos tensión y se me pasa un poco. Ustedes perdonen. Y, si les salpica, disimulen y digan que está lloviendo.

Es lo que tiene levantarse optimista, que se aprecian mucho mejor las cosas bonitas de la vida. La putada es que las cosas bonitas siempre las tienen los demás. A lo peor es que tengo un optimismo un poco raro, no sé, no soy de esos que van mirando de reojo el optimismo de los demás. A lo máximo que he llegado es a mirar las chorras ajenas en los baños públicos, duchas comunitarias, vestuarios deportivos y otros eventos y/o situaciones más o menos gays, sin que la cosa tuviera mayores consecuencias, ni para mi virtud ni para mi autoestima (tamaño estándar; de hecho, debe ser lo único que tengo estándar, pero menos es nada). Pero lo del optimismo, pues miren, nunca me ha dado por ahí. Cada uno es cada uno. El caso es que el mío es muy retorcido, y casi me sienta mejor ser pesimista. Aunque, desde el convencimiento de que toda apreciación es subjetiva y que cada cual habla de la feria según le va en ella, no podemos obviar el hecho de que yo soy yo y mi circunstancia, por lo que superopino y pontifico ex cathedra que la vida es una puta mierda. Con el debido respeto, por supuesto, a los asquerosos disidentes que no estén de acuerdo conmigo, que seguro que los hay.



Para entendernos, esto es una terapia. No tengo ganas de escribir, sino de matar a alguien. Y al paso que va la burra, cada vez estoy poniéndome menos selectivo, así que si sigo acumulando mala hostia me va a valer cualquiera. Eso, como ustedes comprenderán y el Código Penal sanciona, no es plan. Por otro lado, estoy un poco, cómo decirlo, hasta los huevos de ver al miliciano ese de la foto muriéndose, o haciéndose el muerto (pongan aquí lo que mejor les parezca), cada vez que abro el blog, aunque tampoco lo hago muy a menudo, y necesito un cambio de look. Aunque sólo sea por el bien de mi salud mental. Que, si quieren, otro día nos ponemos a discutir si es algo que merezca ser defendido, y a lo mejor nos reímos un rato con el resultado de la encuesta.



Hablando de encuestas. Hoy he tenido una revelación de las gordas. Una epifanía King Size. Iba al trabajo, no diré que feliz (repito: iba al trabajo) pero sí tranquilamente, conduciendo medio dormido mientras escuchaba mi emisora favorita, que ha llegado a serlo después de un largo, estricto y delicado proceso de selección en base a criterios innegociables que se pueden resumir en un solo punto: es la emisora en la que menos habla la gente. Pero últimamente, no sé si por presiones de algún oscuro lobby, por prevenir la depresión de sus locutores o por tocarle los cojones a gente como yo(si la hubiera, que puede ser que no), han comenzado a meter noventa segundos de charleta cada media hora. En concreto, la distribución exacta es de veintiocho minutos y medio de música y desvaríos, y minuto y medio de desvaríos a palo seco. Ellos lo llaman información, pero bueno, tampoco vamos a discutir por un pequeño matiz. El caso es que han soltado una sentencia de cierta enjundia: los españoles somos los europeos que más gasto hacen en prostitución. Afirmación esta que me ha producido, ahora no me acuerdo si simultánea o sucesivamente, reacciones tan pintorescas como un singular orgullo patrio (campeones de Europa, oigan; y como todavía seguimos siendo el námber guán consumiendo cocaína, y estamos en los primeros puestos en accidentes de tráfico y accidentes laborales, podría decirse que ya somos una potencia en el medallero, sin necesidad de contar los datos de la violencia de género, invento de tan reciente facturación que, si queremos ser justos, exige darles a nuestros vecinos un tiempo prudencial para que abracen con fervor esta simpática costumbre nuestra y puedan competir en igualdad de condiciones), una satisfacción rayana en la soberbia al comprobar que yo estaba en lo cierto cuando afirmaba, como siempre he hecho, que los españoles son muy golfos (y subrayo el son, aprovechando para asegurar que no es un error y que el somos no procede, de ninguna manera, en el tema que nos ocupa; hola, cariño, qué tal), y curiosidad por saber cómo han hecho la encuesta, porque no me imagino a estos señores comparando las declaraciones del IRPF de los locales dedicados al noble arte del conocimiento carnal, así que supongo que habrá sido cosa digna de verse a los europeos en general y los españolitos en general poniendo las cruces en el formulario, sopesando si decantarse por ítems tan impactantes como “Mi gasto mensual en putiferio es menor de 60 euros” o “Considero que las prácticas sadomasoquistas tienen un precio razonable”.



Y es que estamos rodeados de encuestas. Lo que pasa es que estas cosas crean costumbre, y uno acaba por no verlas, pero todo a nuestro alrededor son encuestas. Que está muy bien, qué duda cabe, que los pobres estadísticos también tienen que comer, y que de no ser por las encuestas nunca hubiéramos podido saber qué porcentaje de españoles disfrutan de su ocio… no sé muy bien cómo decirlo… ¿estrechando lazos con inmigrantes cariñosas? ¿estableciendo relaciones comerciales con el tercer mundo? ¿evadiendo divisas? … bueno, yéndose de putas, en una palabra (por cierto, el 39 % de españoles, según esta encuesta y por si les interesa el dato; si quieren mi opinión, y si no la quieren me da igual porque se la voy a dar lo mismo, me parecen pocos). Pero, la verdad, es algo inquietante. Porque luego me he puesto a desbarrar, como es costumbre en esta casa, y no me digan que no acojona pensar que estamos en un país en el que un dentista de cada diez recomienda el chicle con azúcar. Luego nos quejamos de los políticos.



O de los controladores aéreos. O de los mineros del carbón. O de los transportistas de mercancía por carretera. O, en fin, de cualquiera de esos simpáticos gremios que están siempre tocándose los cojones unos a otros, en permutaciones varias y combinaciones de dos elementos. Lo que sobra, tristemente, es de lo que quejarse. Es lo bueno de la democracia, este maravilloso sistema de gobierno en el que el voto de Belén Esteban, Kiko Rivera y la Bruja Lola tienen el mismo valor que el mío. O más, dependiendo de si viven en una circunscripción electoral o en otra. Detalle este que no consigo decidir si es para ponerse a llorar o para pegarle fuego a Grecia, en agradecimiento por el detalle de haber inventado lo del gobierno del pueblo y su puta madre (la de los griegos, aclaro, no la del pueblo). Claro que a lo mejor la culpa no es exclusivamente de los amigos del sirtaki y el jorroña que jorroña, porque por aquellas tierras también tenían otras costumbres y cuando nos pusimos a importar cosas nos quedamos sólo con la mugre, y de eso no tuvieron la culpa los griegos, la verdad. En cualquier caso, es inevitable sentir esa nostálgica añoranza por el mundo que no fue, y lamentar en silencio, como las hemorroides, que no triunfara el modelo espartano y ahora en la maternidad de cada hospital no haya una Brigada de Aborto Retroactivo dedicada a inspeccionar neonatos en busca de futuros parásitos, consejeros autonómicos, tertulianos televisivos, tunos de arquitectura y otras subespecies potencialmente perjudiciales. Buscando, como es lógico, el mayor aprovechamiento posible de las purgas. Déjate de realities. Lanzamiento de bebes subversivos desde la decimosexta planta de La Paz, televisado en prime time, y con un buen espónsor. Cuantos menos seamos, más sitio habrá. Y a tomar por el culo.



Sé que me está quedando un poco violento, pero es lo que hay. Y peor que se va a poner, me temo, porque va a venir una de jambre que se va a cagar la perra, así que, como me apetecía probar esto de la escritura automática, en plan ese rollo que los puristas denominan stream of consciousness, que no tengo ni puta idea de lo que significa realmente, pero que, más o menos, leyendo el prospecto, es algo tal que así, aunque, puestos a ponerle un nombre absurdo, yo prefiero llamarlo modelo de escritura abuelo-has-visto-el-inistón, que suena como más campechano y, oyes, a lo mejor los del jarabe tienen un detalle y me sueltan una propinilla, que está la cosa muy mala. Pues eso, que les decía que con el panorama que se divisa más a lo cerca que a lo lejos, mejor me ponía a desfasar ahora, que si lo dejo para el próximo año lo mismo salen cosas quizá un poquito gruesas. Incluso cabría la posibilidad, y esto es sólo un ejemplo, de que llegara a caer en el exceso de recomendar el empalamiento público de algún que otro personaje, con chamuscamiento a fuego lento de sus gónadas (lo que viene siendo los huevos, aclaro para mi querido público de la LOGSE). Y luego a lo mejor se mosqueaba alguno de los aludidos (hay gente muy susceptible por ahí, nunca se sabe), y lo mismo me buscaba problemas.



Pues, oigan, lo que son las cosas. Parece que el método este de escupir sapos y culebras funciona, porque ya estoy mucho mejor. Ustedes perdonen, ha sido un momento de debilidad, pero lo necesitaba. Ahora sigan circulando, que yo ya me voy y aquí no queda nada que ver.



Aunque no quiero irme sin antes aprovechar para saludar a mis padres, que me estarán escuchando, y a toda la gente que me está haciendo pasar una temporada otoño-invierno genial, y que espero que no me escuche nunca aunque si me escucha tampoco pasa nada porque seguramente tampoco me entendería, y desearles, de todo corazón, que pillen una sífilis (mis padres no, la gente ésta) que se les caiga el pito a cachitos, y que yo pueda verlo con la misma insana satisfacción con la que se ven los videos caseros en los que los niños japoneses se llevan unas hostias que harían encogerse a un legionario (soy así de mala gente, qué le vamos a hacer; en la intimidad todos hacemos cosas raras: unos hablan catalán y otros vemos videos raros y celebramos los descalabramientos ajenos subidos en el sofá haciendo solos de guitarra con una raqueta de tenis).



Hala, a cascarla.



Paz y amor.

lunes, 20 de junio de 2011

CLIC: ERES HISTORIA

Era el 5 de septiembre de 1936. En algún lugar de Córdoba. Hacía un calor de mil demonios, pensaba. No soportaba demasiado bien el calor, y la sofoquina andaluza le molestaba. Tampoco pasaba nada, y eso le molestaba todavía más. Tenía su Leica de 35 mm dispuesta, pero no tenía nada que fotografiar. Ningún crimen fascista, ningún acto de heroismo republicano. Nada. Aquel era un día de mierda, definitivamente.


Pero al menos los españoles con los que compartía aquel puesto eran agradables. Gente noble, alegre. Y respiraban optimismo, además. Estaban convencidos de que en poco tiempo acabarían con los rebeldes, y que aquel levantamiento militar, lejos de ser el fin, era el principio. El comienzo de la revolución. La oportunidad que tanto tiempo habían esperado. No hablaba muy bien español (unas pocas palabras, apenas lo justo para identificarse, para encontrar comida y alojamiento y para intercambiar un cigarrillo con los milicianos), pero se las apañaba. Aunque, en general, no entendiese demasiado de las largas historias que aquellos tipos bajitos, morenos y correosos le contaban, llevados por el entusiasmo de poder explicar su visión de la vida a alguien como él.


Algunas veces, sin embargo, la comunicación era inequívoca. Como ahora, cuando uno de aquellos tipos, Paco, creía que se llamaba (allí todos se llamaban Paco o Pepe) le estaba haciendo señas para que le sacara una foto mientras simulaba disparar su fusil. Míster, foto, ¿si? Paco, o Pepe, o como fuera que se llamara aquel fulano, apuntaba con su fusil hacia ninguna parte, hacia aquel vacío indefinido frente a ellos, ladera abajo, donde se suponía que estaban los rebeldes. ¿Foto, míster? ¿Si? ¿Por qué no?, pensó. A fin de cuentas, allí no pasaba nada, y estaba aburrido. Así que le hizo un gesto de asentimiento a Paco y cogió la cámara. Apuntó y le tiró una foto. Y después otra. Y otra más. Paco se levantó, entonces, y adoptó una pose triunfante, fusil en alto. Aquella era una buena foto, pensó mientras enfocaba la figura recortada sobre el cielo azul: un republicano feliz de defender a su país; una figura humilde y heroica, vestida de blanco y calzada con alpargatas; un buen español. Clic: ya eres historia, Paco.


Pronto se sumaron otros. A todos les gustaba llamar su atención. Él era el fotógrafo extranjero, había venido a España para contarle al mundo lo que pasaba allí. Les encantaba posar para él. A veces se preguntaba qué pensaban aquellos hombres cuando estaban frente a su cámara. Algunos componían una expresión adusta, solemne. Otros, en cambio, se ponían a hacer el payaso, como si en vez de estar en una zona de guerra estuvieran en la fiesta de su pueblo, pasándolo bien entre amigos, bromas y vino. ¿Quién entendía a los españoles?


El caso es que aquello empezó a degenerar, y lo que había comenzado siendo una sesión de fotos a un miliciano pronto se convirtió en una especie de reportaje gráfico de unas maniobras que podían pasar por un combate auténtico: hombres avanzando, saltando trincheras, disparando cuerpo a tierra, cayendo abatidos, rodando por el suelo… Disparó un buen número de veces. Algunas de aquellas fotos podían ser realmente buenas. Al fin y al cabo, él era bueno en su oficio. Y aquella no era una mala manera de pasar la mañana.


De repente, sonó un disparo. Nadie supo de dónde había surgido, pero consiguió disipar en un instante todo aquel ambiente de jolgorio que se había montado en torno a su cámara. Los hombres se agazaparon de nuevo en la trinchera, y el buen humor se esfumó. Hubo quien se animó a contestar al disparo, apuntando al buen tun tun. Él continuó con la cámara preparada, por si acaso conseguía obtener una buena foto, pero no hubo suerte. Aquel disparo fue el único que les hicieron. Si es que se lo hicieron a ellos, que tampoco podía estar seguro de eso. Después de un rato, a medida que se iba convenciendo de que aquel no iba a ser su día, comenzó a relajarse. Se acomodó como mejor pudo en la trinchera, y se dispuso a dejar pasar el tiempo, tratando de ignorar el bochorno. No sintió nada especial. Si alguien le hubiera dicho que aquella mañana cordobesa había atravesado sin saberlo las puertas de la Historia, se hubiera reído con ganas. O hubiera pensado que estaba borracho, que hubiera sido lo más normal.


Estaba de vuelta en Madrid, a mediados de Octubre, cuando su mujer le trajo, junto con la correspondencia y el suministro de material de aquel mes, algunos ejemplares de prensa extranjera. Entre ellos, un ejemplar de la revista francesa Vu, fechado el 23 de Septiembre. En ella, ilustrando un artículo sobre la guerra en España, estaba una de las fotos que había hecho aquel día en el bochorno cordobés, mientras los milicianos jugaban a ser soldados. El artículo se titulaba “Cómo caen”. La ironía le hizo sentir algo extraño en su interior. La cara de Gerda, sin embargo, estaba radiante.


-Te dije que usar el nuevo nombre era una buena idea. Un fotógrafo americano le cae mejor a las revistas.


-Tenías razón.


-Siempre la tengo. Pero no pareces contento.


-Intentaba recordar el nombre del tipo de la foto. No era Paco, ni Francisco, pero era algo parecido.


-¿Qué más da? Los nombres españoles son imposibles. Lo importante es que nos han pagado bien, Bandi. Y esto es sólo el principio, ya verás. Vamos a hacernos famosos.


Sonrió tímidamente. Aunque no fuera tan expresivo como ella, no podía decir que estuviese triste. El dinero nunca venía mal. Y aquella foto publicada podía ser un espaldarazo a su carrera. Le hubiera gustado que la foto hubiera sido especial, pero no podía quejarse. Apenas había pasado un par de meses en España y ya había publicado en portada. Debería sentirse eufórico. Y sin embargo…


-Federico, creo. O algo así. Pero lo llamaban distinto. Tino, o Tano. No lo recuerdo bien.


Gerda lo miró de nuevo.


-Bandi, olvídate de él. Lo has convertido en inmortal. ¿Qué importa su nombre? Vamos a celebrarlo.


Se rindió ante su pragmatismo., y decidió que lo más sensato era hacerle caso y disfrutar del momento. En caso de duda, lo mejor siempre era hacer caso a Gerda. Ella siempre tenía razón. Aunque nunca le hubiera dicho que el triunfo podía dejar en la boca aquel extraño sabor a ideales traicionados.




Siguió haciendo fotos. Era lo único que sabía hacer, y lo hacía bien. Siguió haciendo fotos mientras el mundo parecía hundirse a su alrededor. Pero, para entonces, aquel sabor incómodo de los primeros meses se había quedado atrás: el truco era mirar el mundo a través del objetivo. Detrás de la lente, todo estaba bien. Allí no llegaba la locura, ni la desesperación. Era un buen truco. Un truco de reportero experto: no intentes comprender, no te impliques. Sólo haz fotos. Haz buenas fotos.


Hacía mucho tiempo de aquello. Casi creía haberlo olvidado. Pero no, seguía allí, enterrado en algún lugar de su memoria. Esperando tan sólo el momento oportuno para volver a la luz. Como ahora. Se preguntó por qué lo recordaba precisamente ahora, casi veinte años después, cuando ya hacía mucho tiempo que había dejado el oficio de fotógrafo de guerra. Quizá era por haber vuelto a ejercer, aunque fuera de manera esporádica (no había podido decir que no a aquel favor que le habían pedido). O quizá era aquel maldito calor de Indochina, tan parecido al de Córdoba, y a la vez tan distinto. Sea como fuere, allí estaba de nuevo. Le hubiera gustado que Gerda estuviera con él. Juntos otra vez, como en los viejos tiempos. Pero Gerda se había ido hacía mucho tiempo. Un día parecido a aquel. También hacía mucho calor. Era Julio de 1937, cerca de Madrid. Una baja más en aquella guerra. Una muerte absurda, bajo las cadenas de un tanque. Había llegado su hora, simplemente. Siempre había pensado cuánto le hubiera gustado que ella hubiera sobrevivido hasta ver aquella foto de Córdoba en la portada de la revista Life. Los americanos la habían publicado a principios de mes, pero Gerda cayó antes de que la revista hubiera tenido tiempo de llegar a España. Algunas cosas, se dijo, siempre llegaban demasiado tarde.


Seguía pensando que nunca se acostumbraría al calor cuando notó que pisaba algo raro. Fue entonces cuando el tiempo comenzó a correr mucho más lento de lo normal. O tal vez fueron sus pensamientos los que empezaron a ir más deprisa. El caso es que en aquel breve instante se agolparon en su cabeza un montón de imágenes, de sensaciones. Una vida entera.


Pensó: Mierda, es una mina.


Pensó: Clic: ya eres historia, Endre, amigo.


Pensó: Ha sido una buena vida, después de todo. Corta, pero intensa. Y éste es un buen final.


Pensó: No quiero morir.


Pensó: Nunca volveré a ver la Avenida Andrássy, ni la Plaza de los Héroes, ni la Isla Margarita.


Pensó: Ésta sería una buena foto: el fotógrafo de guerra cayendo. Así es como caen…


Entonces oyó una especie de explosión sorda, como algo que viniera de muy lejos. Sintió un tirón en las piernas, y todo se fundió en negro.


Pensó: Así que es esto lo que se siente.


Pensó: Ojalá Gerda estuviese aquí: se hubiera sentido orgullosa del americano que inventamos a medias.


Pensó: Nadie podrá decir que mis fotos no son buenas por no haber estado lo suficientemente cerca.


Pensó: Ahora me acuerdo: Federico Borrell García. Taino, lo llamaban. Aquel tipo de Córdoba que jugaba a la guerra y me convirtió en leyenda.


Pensó: Algunas cosas siempre llegan demasiado tarde.


Y eso fue todo.


Era el 25 de Mayo de 1954. Robert Capa, nacido Endre Ernö Friedmann, se convertía en el primer corresponsal de una revista americana que moría en Vietnam. El mundo perdió un gran fotógrafo. La fotografía ganó una leyenda.




PS: Han pasado casi 75 años desde el día en que se tomó esa foto. En ese tiempo, la foto se ha convertido en un icono del siglo XX, en un símbolo de la lucha contra el totalitarismo y del sacrificio del pueblo en defensa de la libertad. Puede que nada fuese como yo lo he contado: multitud de estudios demuestran sin ningún lugar a duda que el miliciano de la foto es realmente Federico Borrell García, el Taino, fotografiado en Cerro Murriano (Córdoba) mientras cae muerto, alcanzado por una bala rebelde; multitud de historiadores han demostrado, tan indudablemente como los otros, que el miliciano de la foto no es Federico el Taino, y que no cae alcanzado por una bala, y que la foto no está tomada en Cerro Murriano, sino lejos del frente...


Aunque, naturalmente, también pudo suceder así. O de forma muy parecida.


De todos modos, no estoy seguro de que esos detalles importen. Porque, en cualquier caso, la foto ya es historia.


Esa clase de historia que no siempre escriben los vencedores.

martes, 14 de junio de 2011

DE MAYOR QUIERO SER INGLÉS

Aquí seguimos, viajando hacia el futuro a la escalofriante velocidad de 365 días por año. Aclaro, para los afectos de conspironía (dícese de la paranoia en la que todos piensan que formo parte de una conspiración mundial en la que siempre hablo en plan irónico; sí, me lo acabo de inventar, ¿qué pasa?) que lo digo totalmente en serio: para mí es una velocidad excesiva. Me falta tiempo para pensar en las cosas que pasan a mi alrededor, y eso es algo que me impide comprender el mundo en el que vivo. Probablemente sea culpa mía (en 39 años todavía no he sido capaz de comprenderme a mí mismo), pero tengo desde hace tiempo la sensación de que vivimos demasiado rápido, generando más Historia de la que somos capaces de digerir.



Pero el caso es que uno es lento y agradece tener un instante para reflexionar. Para que se hagan una idea, les ilustro con una anécdota (probablemente apócrifa, pero tampoco vamos a ponernos exquisitos, a estas alturas). En 1988, un periodista que estaba entrevistando a Deng Xiaoping, presidente de la República Popular China, que por aquel entonces estaba intentando modernizar el país (léase sacarlo de la Edad Media), le preguntó qué pensaba del espíritu de la Revolución Francesa (1789). Ya saben, abajo el tirano, liberté, egalité, fraternité, alonsanfansdelapatrí, lulú, c’est moi y todo eso. El tipo meditó unos segundos antes de contestar: “Todavía es demasiado pronto para sacar conclusiones”. A partir de aquello, Deng Xiaoping se convirtió en mi ídolo. Un tío que necesita doscientos años para valorar si algo es bueno, malo o regular. Era más que mi ídolo: era mi alma gemela. Hubiera puesto un poster suyo en mi habitación, de no haber sido tan rematadamente feo (y de no haber tenido las paredes ocupadas ya con posters de señoritas exuberantes, ligeras de ropa y con pinta de no estar en absoluto preocupadas por las consecuencias que hubiera traído o dejado de traer la Revolución Francesa). Durante aquella etapa de mi vida, me hubiera gustado ser chino. Hasta me aficioné al arroz.



Pero todo pasa. Al año siguiente los chinos demostraron que seguían sin llegar a conclusiones claras sobre la revolución gabacha cuando mandaron los tanques a Tian’anmen, y claro, ser chino pasó a estar mal visto. Como ser español sólo mola cuando ganamos el Mundial de Fútbol, y por aquella época eso quedaba… ¿cómo decirlo?... lejos, comencé a buscar otra nacionalidad adoptiva. Por aquellos tiempos lo que molaba era ser norteamericano (pero de Estados Unidos, ¿eh? Canadá era, y es, un poco como Teruel: existe, pero nadie tiene muy claro dónde). Sin embargo, encontré que pasar del imperialismo chino al imperialismo yanqui sin estaciones intermedias podía ser un poco traumático. Ya les he dicho que soy lento. Así que, como las barras y las estrellas no me acababan de convencer, seguí buscando.



Entonces conocí a un tipo singular. Fue en la terapia. Allí todos lo eran, naturalmente. Menos yo, que, ejem, pasaba por allí. Aquel leía cosas raras. Muy raras. Pero, lo más sorprendente, parecía gustarle. Al menos, el tipo se reía mucho. También parecía aprender un montón de cosas interesantes en aquellos libros raros. Siempre tenía una teoría poco común acerca de todo. Comenzó a caerme bien el día en que, en medio de una discusión sobre si el holocausto nazi había sido amoral o inmoral, él propuso considerar la cuestión en términos no morales, sino prácticos: independientemente de que aquello estuviera bien o mal, lo que siempre quedaría en el debe de los diseñadores de la Solución Final sería el no haber sacado el máximo provecho de la faena. ¿Cómo?, le preguntamos. Comiéndose a los judíos, contestó. Como nadie supo qué decir, el tipo interpretó el silencio como una licencia para desarrollar la teoría: aquello solucionaba a la vez el problema judío y el problema del hambre en Alemania. A mí me dio qué pensar. Por lo visto, a los médicos también, pero por otro lado, porque le calzaron ipsofácticamente una camisa de fuerza. A última hora intentó escabullirse diciendo que la teoría no era suya, que eso ya lo había dicho un tal Johnatan Swift, aplicado a los niños irlandeses, hacía más de doscientos años, pero eso no le libró de que le doblaran la dosis de Haloperidol.



Pero la curiosidad me había picado. Sin que nadie me viera, comencé a leer yo también aquellos libros. Aunque sabía que me arriesgaba a acabara dopado hasta las cejas, con una camisa de fuerza y pensando que era Napoleón, decidí arriesgarme. Porque, naturalmente, a mí no me iban a afectar. Yo podía dejarlo cuando quisiera. Yo controlaba. Le mangué unos cuantos libros y me puse a ello, pero no entendí nada. Ni jota. En parte, supongo, porque eran conceptos demasiado profundos para mí, y en parte, estoy seguro, porque estaban en inglés y yo no tenía ni puta idea de la lengua de Shakespeare (no siempre he sido el vasto pozo de conocimiento inútil que soy ahora).



Aquello me sirvió de acicate para aprender inglés y empezar a interesarme por todo lo que viniera de Inglaterra (hoy se diría inmersión cultural, pero por aquel entonces, las únicas inmersiones de las que se tenía noticia eran las del profesor Cousteau, surcando los mares a bordo del Calypso). Fue así como conocí, por ejemplo, a mi adorado Thomas de Quincey (quien, por cierto, está presente en el subtítulo del blog), a mi siempre admirado G.K. Chesterton, a mi odiado Winston Churchill, y, por encima de todos, a mi nunca suficientemente loado Oscar Wilde. En otra escala, también a Benny Hill, Mr. Bean y Margaret Thatcher. Nada es perfecto.



El caso es que entre libros, películas y televisión, descubrí a los ingleses. Gente con sus rarezas, cierto. Cabe achacarles una cierta tendencia al alcoholismo y al puterío, pero tampoco creo que nos puedan enseñar demasiado a los españoles en esos temas. Tienen también una extraña propensión a inventar deportes absurdos como el polo o el criquet (aunque también supieron inventar, supongo que movidos por la mala conciencia que les dejó haber alumbrado esas cosas de nenazas, deportes recios y viriles como el fútbol, el rugby o el boxeo). Los hijos de la Gran Bretaña tenían también una curiosa relación con los animales: criaban con mimo perros, caballos y palomas, para luego pasárselo pipa viendo como los perros luchaban a muerte, disparándole a las palomas o haciendo que los caballos se reventaran o se partieran las piernas en carreras de locos, saltando setos. Una vez más, nada demasiado aberrante, y si no que se lo digan a nuestros toros, o a las cabras que hacen puenting sin cuerda desde los campanarios patrios el día del patrón. Los ingleses parecían, después de todo, gente corriente.

Pero, eso sí, tenían un sentido del humor que molaba. Precisamente porque no parecía sentido del humor. O tal vez era que se manejaban con los tiempos cambiados: siempre parecían hablar en serio cuando decían chorradas, pero siempre parecían estar de fiesta cuando decían cosas serias. Quizá el sentido del humor sea lo que mejor define la idiosincrasia de un país. Porque no en todos los sitios nos reímos de las mismas cosas, ni de la misma manera. Cada uno se ríe a su modo: siendo cínicos, o despiadados, o (ay) chabacanos. Tal vez lo que me fascinó de los ingleses (bueno, de algunos ingleses) y yo entendía como sentido del humor sea tan solo la manera de ser inglés. Esa mezcla indefinible (e inimitable) de cinismo, fatalidad, flema y buenos modales que caracterizan al gentleman que todos hemos querido ser alguna vez, y que cada día estamos más lejos de llegar a ser.



A lo largo del tiempo, hay un montón de citas o anécdotas, relacionadas de alguna forma con los ingleses, que se han quedado en mi memoria. Todas con un denominador común que se podría resumir en una palabra: serácabrónelinglésesteesomehubieragustadodecirloamí (sí, ésta también me la he inventado, hoy tengo el día tonto). Por ejemplo, cuentan que Lord Palmerston, patriotero donde los haya, consiguió el non plus ultra del chauvinismo cuando un francés intentó ser amable (una de las cosas que mejor hacen los franceses, después de ser desagradables; y del vino y el paté) y le dijo: “Qué gran país, el suyo. De no ser francés, me gustaría haber nacido en Inglaterra”. Palmerston le respondió: “De no ser inglés, a mí también me hubiera gustado haber nacido en Inglaterra”.



Cuentan, también, que cierto día que un nuevo parlamentario de su grupo acudía por primera vez a un debate en la Cámara, Churchill, veterano en mil batallas, le pasó un brazo por los hombros y le traspasó, con una sola frase, toda la sabiduría acumulada en décadas de politiqueo:”Joven, los que se sientan enfrente son los rivales; los que se sientan a su lado son los enemigos”.



Sin embargo, mi preferida es una algo menos conocida (aunque igual de apócrifa, que aquí otra cosa no, pero igualdad sí que hay: todas la citas son igual de dudosas) que ilustra perfectamente no sé si la manera de ser inglesa (la famosa flema y todo eso), pero, desde luego, sí la manera en la que a mí me gustaría hacer las cosas. Se dice que John Profumo, ministro de Defensa británico, que se estaba percutiendo a una churri que, a su vez, se beneficiaba a un agregado de la embajada rusa, al que le contaba todos los secretos que el inglés le susurraba tiernamente en sus ratos de pasión, supo un viernes que todo el asunto se iba a publicar en el Westminster Confidential, y que se iba a armar la de Dios. Su comentario fue: “Caramba, eso podría ser un grave problema para el próximo lunes”.



Me gusta ese carácter, qué le vamos a hacer. Si tuviera que decir cual es el motivo, no sabría. Así que tendría que copiar alguna frase de ese gran filósofo llamado Oscar Wilde. Porque, a pesar de haber pasado a la historia como dramaturgo y mariposón de pro, Wilde era en realidad un filósofo. Y de los buenos. Enric González afirma que un criterio fiable a la hora de valorar a un filósofo es pensar si uno sería capaz de prestarle dinero; coincido con él en que es un buen criterio, pero, así como él se lo prestaría a Spinoza, yo se lo prestaría a Wilde. Seguramente ninguno de los dos recuperaría su dinero, pero me consta que Wilde se lo gastaría en vicios, que es casi lo mejor que se puede hacer con el dinero. Como diría, muchos años después, ese otro gran filósofo inglés que fue George Best (curiosamente, tampoco pasó a la historia por su filosofía, sino por su habilidad jugando al fútbol): “He gastado mucho dinero en alcohol, mujeres y coches; el resto, lo malgasté”.



Y supongo que, puestos a buscar frases sentenciosas, no sería demasiado difícil encontrar una adecuada para cualquier situación en el repertorio de Wilde. Un tipo que demostró que, al contrario de lo que creemos los españoles, que tenemos un cierto problema con los antónimos (y con el sentido del ridículo, pero ese es otro tema), lo divertido no es lo opuesto de lo serio, sino de lo aburrido. Un tipo que fue capaz de escribir las más agudas definiciones acerca del amor ("Uno debería estar siempre enamorado; por eso no deberíamos casarnos"), las relaciones padres-hijos ("Los hijos comienzan por amar a sus padres; cuando crecen, los juzgan; y si viven lo suficiente acaban por perdonarlos") o la naturaleza humana ("Perdona a tu enemigo: no hay nada que lo enfurezca más") desde un impecable cinismo ("El cinismo es ver las cosas como son y no como uno quiere que sean") y una capacidad de observación portentosa ("Un tonto nunca se repone de un éxito"). No sé ustedes, pero ante alguien así yo me saco el sombrero. Y si le presto dinero, será en la seguridad de que sabrá gastarlo mejor que yo. Adoro a Wilde (pero sin mariconadas, ¿eh?).



Así que, después de mucho meditarlo, lo tengo decidido. Cuando sea mayor, quiero ser inglés. Viviré en Londres, compraré el Daily Telegraph a diario y lo leeré tomando un té en un club amueblado con madera y cuero, donde todavía no permitan la entrada a las mujeres y se pueda fumar, y donde comentaré con los otros members que el mundo está fatal, y que con la reina Victoria vivíamos mejor.



Y, a la hora del almuerzo, nos tomaremos una copa de oporto y nos zamparemos un niño irlandés, tierno y sabroso.



God save the Queen.


jueves, 19 de mayo de 2011

COOPERACIÓN INTERNACIONAL

Dicen que una de las cosas que define cuánto sabes de algo es la capacidad de explicarle ese algo a alguien que no sabe nada de ese algo. Si después de tu explicación ese alguien ha entendido algo de ese algo que tú has expuesto, es que sabes de lo que hablas. Como comprenderán, no es mi caso, porque ni sé de nada ni me explico demasiado bien, como acabo de dejar patente con este párrafo. Sin embargo, a pesar de esa indudable y acreditada minusvalía, me voy a conceder permiso para contarles una historieta. ¿Por qué?, se preguntarán ustedes. ¿Y por qué no?, responderé yo. Y así podríamos seguir hasta el infinito, así que sean buenos y no empiecen con preguntas absurdas, que hay más cosas que hacer, y el infinito queda muy lejos.




De todos modos, y por buscarle el lado positivo al asunto, esta vez la historieta es el más difícil todavía. Un triple mortal sin red. Un ocho mil sin oxígeno. Ligar con una top model sin ser millonario. La recaraba, vamos. Porque les voy a demostrar, ni más ni menos, que por una vez en la Historia los ingleses y los alemanes unieron sus fuerzas (sin darse cuenta, es cierto, y así como sin querer, pero las unieron) para legarle al mundo algo distinto de una guerra mundial. Lo sé, parece increíble, pero, ¿qué quieren que les diga? La Historia es así.



A pesar de la seriedad del tema tratado, nuestra historieta comienza con un sospechoso aire de chiste malo: esto eran dos alemanes y un inglés. El primer alemán se llamaba Franciscus Sylvius, fue un famoso médico del siglo XVII que vivió toda su vida en Holanda, estudiando el cerebro humano y dando clases de anatomía en la Universidad de Leiden, la más antigua y prestigiosa de los Países Bajos. El tío Paco, al que los herejes neerlandeses llamaban Franz De Le Boe, se hizo famoso por descubrir algunos detalles anatómicos de la sesera humana a los que le puso su nombre. Y como se ve que la cosa le hizo ilusión, para celebrarlo se le antojó tomarse un copazo de ginebra. Se encontró entonces con un pequeño problema: que la ginebra no existía. Pero el buen doctor era un tipo de recursos y no se arredró ante tan leve inconveniente: la inventó, se tomó su copa, y siguió con lo suyo. En los años sucesivos, mientras él seguía experimentando (literalmente), en cabezas ajenas, la ginebra se convirtió en un bebedizo con mucha aceptación en aquellas frías tierras del Norte. Aunque los holandeses, empeñados como siempre en no llamar a nada por su nombre, la llamaban jenever.



Por una de esas casualidades de la vida, poco tiempo después, al otro lado del mar del Norte, los ingleses andaban descontentos con el rey que les había tocado en suerte. No sé si hicieron un casting, montaron un concurso, una oposición o qué, pero el caso es que al final cambiaron a Jacobo II por Guillermo de Nassau, que era, qué cosas, holandés, y que acudió a las islas para tomar posesión del cargo llevando consigo la ya famosa jenever. Se produjo entonces una dramática confrontación entre la tradicional reticencia de los británicos hacia cualquier cosa que les llega del continente (excepto los reyes, que han tenido monarcas daneses, holandeses, y, pásmense, incluso uno español) y su todavía más tradicional tendencia a jarrearse sin piedad. El resultado, como era de prever, fue que la jenever se extendió rápidamente. Sólo que los britanos, que tampoco son mucho de llamar a las cosas por su nombre, la bautizaron como gin. Por cierto, que todo este asunto figura en los libros (me refiero al cambio de rey, no a lo de la ginebra) como la Revolución Gloriosa (1688).



Avanzamos ahora al siglo siguiente, el XVIII cuando un inglés, de nombre Joseph Priestley, comenzó a estudiar para clérigo. Pero el hombre era un espíritu inquieto y la teología no colmaba sus afanes, así que le dio por meterse en campos afines a la cosa espiritual, como las matemáticas y (atención, todo el mundo en pie) la química. Y es que los ingleses son así: a pesar de las indudables tentaciones que ofrecen las tardes de invierno en los páramos de Yorkshire, prefieren quedarse en casa y ponerse a descubrir cosas. Hay gente pa tó.



Una de las más acusadas características del señor Priestley fue su sentido de la oportunidad, notable por inexistente. En una época en la que comenzaba a gestarse la revolución química, Priestley descubrió el oxígeno, pero le dio como pereza hacerlo oficial y se dejó pisar la patente por Lavoisier, que se llevó todos los honores y pasó a la historia como padre de la química moderna. Pero al bueno de Joseph no le importó demasiado, porque para aquel entonces andaba algo ocupado, el hombre. Concretamente, escapando de una multitud sedienta de sangre que intentaba lincharlo por apoyar públicamente la independencia de las colonias de América del Norte, algo que, por decirlo suavemente, no acababa de ser bien visto por aquellos días en Inglaterra. Joseph Priestley acabó sus días exiliado en los Estados Unidos, cuya independencia había apoyado, no sin antes haber tenido tiempo para inventar otra cosita que, de nuevo, se olvidó de patentar (ah, la generosidad inglesa…): el agua con gas. El mundo, desagradecido como siempre con los grandes hallazgos, pasó varios pueblos del invento del cura renegado.



Pero no todo el mundo permaneció impasible ante el nuevo prodigio. En Suiza, concretamente en la ciudad de Ginebra (no podía ser en otra), hubo un tipo que supo ver la luz donde todos los demás sólo veían sombras y burbujas. Se llamaba Johann Jacob Schweppe, alemán de origen, joyero de profesión y oportunista vocacional, que pasaría a la historia no por tener el apellido con mayor ratio consonantes/vocales de todos los tiempos, sino por haber patentado el agua con gas (ah, el pragmatismo alemán…).



Schweppe fundó una compañía, y prosperó tanto con el negocio de las burbujas que dejó totalmente lo de las joyas y se trasladó a Londres, capital del mundo mundial en aquella época. Añadiendo jugos de fruta al agua con gas amasó una fortuna, mientras Priestley se comía los mocos en Pennsylvania (ya ven que no todo es inventar cosas en este mundo). Pero, a pesar de que la compañía del señor Schweppe iba viento en popa, ya se sabe cómo son estos capitalistas: nunca tienen suficiente. Así que nuestro querido alemán decidió ampliar el alcance del negocio aprovechando una feliz coyuntura de la época: la expansión del Imperio (del Imperio Británico, cabe precisar, porque siempre hay algún imperio expandiéndose por ahí, y si no se aclara el tema uno puede hacerse un lío).



En aquellos años, los ingleses estaban cumpliendo su particular unidad de destino en lo universal. Conquistando el mundo, para entendernos. Aunque se encontró con un pequeño inconveniente: las partes del mundo que molaban ya estaban ocupadas, así que les tocó conquistar sitios insalubres como África, Australia, India y otros así, sofocantes, llenos de mosquitos y enfermedades… un asco, vamos. Sin embargo, los súbditos de la Queen no se arredraron por esas pequeñas contingencias, y se establecieron por esos andurriales como si nada. Pagando un alto peaje por ello, eso sí: la malaria se llevaba por delante cada año un porcentaje considerable del personal de las dotaciones británicas destacadas en los trópicos. Cosas que pasan.



Aquí es donde entra nuestro amigo Schweppe, que tuvo la feliz ocurrencia de fabricar un tónico con burbujas para ayudar al glorioso ejército imperial a sobrellevar las inclemencias tropicales. Su receta: añadir quinina en cantidades industriales al agua con gas. El invento recibió el nombre de agua tónica, o, más brevemente, tónica. Se suponía que aquello ayudaría con lo de la malaria[1] (para temas menores, como los indígenas, los casacas rojas se apañaban estupendamente sin ayuda de nadie).



El éxito de la profilaxis debió ser espectacular, porque incluso el ejército dispuso en sus ordenanzas que todos los integrantes de las fuerzas británicas destacadas en la India tuvieran su ración de tónica regularmente. Los casos de malaria se redujeron en la misma medida que los ingresos del señor Schweppe aumentaban. Todos contentos: el ejército sanote como una manzana y el fabricante haciéndose rico.



Sin embargo, la tónica tenía un grave defecto: un sabor tan amargo que resultaba desagradable incluso para paladares forjados en el duro mundo de la gastronomía británica. Así que hubo que buscar una solución. Por suerte, los ingleses nunca viajan por el mundo sin sus productos de primera necesidad, y también en la India disponían de algunas fábricas que elaboraban todo lo que un caballero británico necesita para sentirse como en casa. Concretamente, una de sus fábricas más queridas estaba instalada en Bombay. Adivinen lo que producía. Si han dicho que ginebra, o gin, o jenever, o como coño quieran llamarla, han acertado (lo que no me sorprende, porque son ustedes muy listos, y la adivinanza tampoco era muy difícil, la verdad). El caso es que la tropa, haciendo gala de un extremado afán por la salud preventiva a la vez que honrando la ancestral tradición alcohólica del ejército británico, comenzó a mezclar la tónica con ginebra. Por mejorar el sabor, ya saben.



Y, oigan, el brebaje en cuestión (que ellos dieron en llamar, en un sublime despliegue de talento descriptivo, tonic&gin) se popularizó una barbaridad. Tanto que incluso alcanzó a la metrópoli, que pronto adoptó aquella manera de castigarse el hígado importada de las colonias. Desde allí se extendió a todo el mundo, convirtiéndose, con el tiempo, en uno de los bebedizos más famosos del planeta (que levante la mano el que no lo haya probado alguna vez).



Y es que estas cosan suelen pasar: cuando la gente se pone a cooperar por una buena causa (curar la malaria, hacerse millonario, conquistar el mundo… cosas así), los resultados de sus obras acaban trascendiendo a sus autores.



Porque los imperios pasan, pero el gintonic, a Dios gracias, permanece.





[1] Su eficacia para controlar la malaria sigue intacta a través de los siglos: hagan una gráfica y verán que las zonas con mayor consumo de gintonics per cápita son las que presentan una menor incidencia de la enfermedad. Que no es que lo diga yo, oigan, que los datos están ahí.




viernes, 6 de mayo de 2011

VENIMOS DEL MONO (POR PARTE DE MADRE)

Han pasado ya unos días desde el final del megaclásico Real Madrid- Barcelona, elevado a la cuarta potencia. Por si no lo sabían, a mi me gusta mucho el fútbol. Verlo, jugarlo y comentarlo. Y en las tres cosas soy muy bueno, modestia aparte. Para que se hagan una idea, soy tan bueno que podría ganar a cualquiera, mi hijo pequeño sin ir más lejos, con una mano atada a la espalda. Y si le ato las dos, hasta de golearlo. Así que, en principio, iba a escribir algo relacionado con La Madre de Todos Los Clásicos, pero he pensado que mejor no. Pueden estar tranquilos, que esto no va de fútbol.


Porque, a pesar de la indudable trascendencia del evento que marca, año tras año, el devenir de la humanidad toda y de algunos tertulianos cuya pertenencia al género Homo no está del todo claro, y pese a que alguna gente, forofa ella, me ha estado metiendo el dedo en la boca para que escribiera algo de la trifulca (porque fútbol, lo que es fútbol, no ha habido una mierda), no acababa de decidirme. Las reflexiones en caliente las carga el diablo, así que prefería dejar pasar un tiempo prudencial para que los ánimos se serenasen. Sin embargo, los ánimos, lejos de serenarse, andan cada vez más revueltos. Por lo menos el mío, que desde que me he entregado al insano vicio de ver algunos programas de variedades (información deportiva, lo llaman; la gente es una cachonda) en los que ahora, por lo visto, a las coristas les exigen la carrera de periodismo, anda debatiéndose, el pobre, entre el descojone que produce escuchar algunos razonamientos indignos de un repetidor de la LOGSE (si tal cosa existe) y la depresión de constatar que la estulticia humana no tiene límites (o sí, pero muy lejos). Así que paso de hablar más del tema.


De todas formas, como soy un tío positivo, he intentado extraer conclusiones constructivas de la reyerta. Y así, a bote pronto, se me ocurre una: que los recientes cruces de declaraciones que hemos disfrutado (es un decir) a raíz del rally de clásicos podrían usarse en algunas ponencias como la más clara evidencia jamás hallada de que el hombre y el mono se hallan íntimamente relacionados (lo que no queda claro es si el homo sapiens es una evolución o una regresión, pero yo ahí no me meto, que doctores tiene la iglesia). Conclusión que me ha llevado automáticamente a recordar otra célebre enganchada que, en su tiempo, no tuvo nada que envidiarle a la protagonizada estos últimos días por Josep Guardiola I de Catalunya, aka El Filósofo y Jose Espesialguán Mourinho, aka Lagrimita de Setúbal. Resumiendo: que les voy a contar una historieta.


Una historieta científica, para más señas. O pseudocientífica, porque tampoco tengo muy claro el concepto de lo que es científico y lo que no. Algo he oído del método científico. Ensayo-error, o algo así. Si se trata de errores, yo sería un científico estupendo, sin ninguna duda. Dado que no lo soy (científico; estupendo sí), supongo que hay algo más que se me escapa. En fin, tampoco me voy a ceñir escrupulosamente a definiciones demasiado estrictas, así que podemos obviar el detalle y dejarlo en historieta, a secas.


En 1859, Charles Darwin publicó un librito al que le puso el modesto título de Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida (El Origen para los amigos), en el que planteaba la simpática teoría de la selección natural como motor de la evolución de los seres vivos. Pero el bueno de Darwin fue a elegir un lugar (Inglaterra) y una época (la victoriana) en la que la gente quizá carecía del sentido del humor necesario para apreciar la gracia del asunto. Esto, unido a que a lo largo de la historia, en cualquier tiempo y lugar, la gente siempre ha tendido a coger el rábano por las hojas, dio lugar a que el personal hiciera una simplificación un poco heavy de la teoría: el hombre venía del mono. Y, claro, hasta ahí podíamos llegar. Que estamos hablando de gentlemen, oigan. No jodamos la marrana.


El caso es que a finales de Junio de 1860, se montó una especie de velada de boxeo dialéctico en el Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford. La excusa era que venía un norteamericano, John William Draper, a soltar un ladrillo titulado Sobre el desarrollo intelectual de Europa, considerado como referencia de las ideas del Sr. Darwin y otros de que la progresión de los organismos viene determinada por una ley (ríanse ahora del título de la obra de Darwin, si tienen huevos; a todo hay quien gane, ya ven). Aprovechando la visita del yanqui, se citaron algunos de los más insignes detractores de las ideas evolucionistas con un par de los primeros y fervientes defensores de las mismas, que por aquel entonces estaban comprendiendo cómo se habían sentido los cristianos en la antigua Roma, cuando eran utilizados como barritas energéticas para los leones del circo. El objetivo, a nadie escapaba, era darles un revolcón a estos nuevos herejes, que se atrevían a poner en tela de juicio la honorabilidad de los caballeros británicos comparándolos con un vulgar mono.


En la esquina de los ortodoxos, el campeón, con calzón rojo, un peso de 80 kg y un record de… qué sé yo, muchas victorias, todas por KO, el reverendo padre Samuel El Jabonoso Wilberforce, a la sazón obispo de Oxford, y reputado orador. Favorito en las apuestas. En el rincón contrario, el papel de saco de los golpes iba a ser desempeñado por el insigne zoólogo Thomas Henry Bull-Dog Huxley, que contaba como segundo con el botánico Joseph Hooker, muy conocido en su casa a la hora de comer.


Huxley, defensor de la evolución (aunque con matices), había declarado en los días previos en una entrevista que lo realmente importante para un científico era conocer la verdad, y si ésta le demostraba que uno de sus antepasados había sido, por ejemplo, un gorila, eso no supondría un problema para él. Así que cuando sonó el gong, el obispo Wilberforce, frotándose las manos en honor a su apodo de Soapy Sam, comenzó un monólogo en el que, combinando sabiamente algunos argumentos científicos con eficaces apelaciones a la emotividad del respetable, no dejó títere con cabeza. Pero, al finalizar, y recordando las declaraciones previas de Huxley, el obispo no pudo contener una última maldad y se dirigió al zoólogo con una pregunta maliciosa: ¿Preferiría el señor Huxley descender de un mono por parte de su abuelo o de su abuela?


A mí, la verdad, la pregunta tampoco me parece para tanto. Pero se ve que para los victorianos, por si fuera poco todo el asunto del mono, cualquier alusión a la capacidad reproductora de la mujer era considerado sumamente grosero, así que calculen el impacto de la insinuación de que la abuela de Huxley era la mona Chita. Aquello era una declaración de guerra en toda regla.


Sin embargo, cuentan las crónicas que Huxley, flemático él, tomó la palabra para responder a la afrenta sin perder las formas. La leyenda afirma que antes de levantarse le comentó a su compañero de asiento aquello de “El Señor lo ha puesto en mis manos”, lo que no deja de ser paradójico (uno esperaría que el Señor tomara partido por un obispo, aun anglicano, antes que por el tipo que inventó la palabra agnóstico; misterios). Y después soltó un gancho de derecha que dio con el obispo en la lona: Preferiría descender de un honrado mono que de un hombre talentoso que utilizara sus habilidades para destruir la verdad. Un passing shot de libro. Punto, set y partido para el evolucionismo (joder con las metáforas deportivas, ya; voy a tener que quitarme del Marca una temporada).


En cualquier caso, la respuesta de Huxley armó la de Dios es Cristo: revuelo, gritos, exclamaciones, damas que se desmayan, obispos que no saben qué decir…. Y la ciencia y la verdad triunfantes, una vez más, contra las fuerzas del mal. Fundido en negro. Música de violines. The End.


La anécdota es (relativamente) famosa, y reconocida universalmente como el punto de partida del eterno debate entre ciencia y religión, aún presente en nuestros días. Es una historia que sienta muy bien las bases del conflicto: buenos muy buenos en inferioridad de condiciones, y malos muy malos que llevan todas las de ganar pero acaban perdiendo para que resplandezca la verdad. Mola. Todo muy bonito. De hecho, demasiado bonito.


Si les gustan las historias con finales perfectos, les advierto que deberían dejar de leer ya mismo. Porque ahora lo que viene es una versión de la misma anécdota un poco menos canónica, pero probablemente mucho más ajustada a la verdad.


La anécdota ha pasado a la historia en su forma actual debido, en gran parte, a que fue el propio Huxley el que se encargó de contársela, varios años después del suceso, al hijo de Darwin, que fue quien la popularizó. Cuando ya la evolución era una teoría mucho más sólida y aceptada por todos (gracias, en gran parte, a algunos trabajos de investigación de anatomía comparada del propio Huxley, al césar lo que es del césar), y a todo el mundo le parecía simpático dejar en ridículo a los fanáticos religiosos y apuntarse a lo del mono, que era como más moderno. Para entonces, Wilberforce había muerto debido a la conmoción cerebral que le produjo una caída de su caballo, inspirando a Huxley uno de sus habituales y ácidos comentarios: “Por primera vez en su vida, su cerebro y la realidad entraron en contacto, y el resultado fue demasiado para él” (lo que demuestra que ser un gentleman victoriano y un notable científico no está reñido con ser un cabrón con pintas, en mi opinión). El caso es que la anécdota se popularizó cuando nadie podía rebatir ya la versión de Huxley.


Sin embargo, algunos estudios recientes han descubierto en la correspondencia de algunos de los presentes en el célebre debate ciertos testimonios que afean un poco la leyenda. Porque, al parecer (en esto hay coincidencia entre todos los testigos presenciales, algunos de ellos evolucionistas de pro, libres de toda sospecha) el obispo Wilberforce fue considerado el apabullante ganador del debate. También hay coincidencia en que a Huxley apenas se le oyó, y que su supuesta y brillante réplica pasó desapercibida. Y en que posteriormente tomó la palabra un tercero en discordia, el botánico Joseph Hooker, que fue el único capaz de plantear algunos argumentos para enfrentarse a las tesis de Wilberforce.


Así que, como casi siempre, tenemos una realidad algo menos lucida que la leyenda. Una historia en la que Wilberforce le dio sopas con honda a los evolucionistas (como era lógico, dado que la teoría de Darwin era relativamente reciente, todavía poco conocida y sin demasiado arraigo, y el obispo, además de pastorear almas, también era un reputado naturalista; para los cánones de la época, tan científico como Huxley, o más, y mucho mejor orador). Huxley ha pasado a la historia como un orador brillante y un feroz defensor de las tesis evolucionistas (“el Bull-Dog de Darwin”), pero en 1860 todavía era un tierno cachorrito, más propenso a ir agarrándose a las piernas que a arrancarlas de un mordisco. Así que lo que conocemos es la versión de años después, modelo batallita del abuelo, del propio Huxley, en la que él aparece como el defensor de la verdad, ocurrente, arrojado, brillante, y al obispo lo pintamos como un inquisidor oscurantista y faltón, echando espumarajos por la boca y buscando las cerillas de quemar herejes, que eso siempre viste mucho. Et voila, tenemos una leyenda cojonuda (no me digan que no).


Una lástima que, como casi siempre, la verdad se encargue de estropear una historia tan bonita. De hecho, fíjense que hasta me gustaría ser periodista, a veces, para poder soslayar este pequeño inconveniente. Y es que, ya se sabe: Si e ben trovato, (posiblemente) non e vero.


Y colorín colorado….





Nota del autor: Ningún mono ha sido dañado durante la realización de este post.

jueves, 5 de mayo de 2011

MI PRIMERA VEZ

Fue con mi mujer, naturalmente. ¿Por quién me habían tomado? Soy un tipo serio, como dicen todos los que me quieren (los que me conocen dicen, más bien, que soy soso; podemos dejarlo en que soy formal, ni para ti ni para mi). El caso es que fue con ella, y que fue, a pesar de los nervios, y del miedo a lo desconocido, una experiencia maravillosa.





La verdad es que los dos teníamos ganas, pero tampoco teníamos muy claro dónde nos estábamos metiendo. Tuvimos, al menos, el buen sentido de escoger un sitio adecuado, agradable y cómodo, aunque con demasiada gente para mi gusto (además de sociópata, soy un poco tímido y en general huyo de las muchedumbres, mucho más para según qué cosas). En realidad, todo fue un gran error: los dos creíamos que íbamos allí a otra cosa, y sólo en el último momento nos dimos cuenta de lo que iba a pasar. Pero ya no había solución, así que… ¿Cómo es eso que suele decirse? Si no puedes escapar, relájate y disfruta, ¿no? Pues más o menos fue así.



Pero, como tantas otras veces, todo fue sorprendentemente bien. Les confesaré que, en principio, yo era bastante reacio a probar. Tenía un montón de prejuicios y de razonamientos perfectamente sólidos acerca del tema, que, en mi opinión, estaba muy sobrevalorado. Ya saben, la música de violines, la piel de gallina, las emociones que se descontrolan y todo eso. No creía que fuera para tanto. Porque, además de formal y tímido, soy un tipo duro, yo. Cuidado conmigo (aquí iba una especie de gruñido viril, para reafirmar la hombría y esas cosas, pero es que la transcripción de onomatopeyas no es lo mío).



La cosa es que los dos nos sentimos cómodos desde el principio. A pesar de las reticencias y los nervios iniciales, pronto nos relajamos. Y menuda sorpresa, oigan: aquello era mucho mejor de lo que nos habíamos imaginado. Porque nunca hubiéramos pensado (al menos, yo) que el movimiento de los cuerpos pudiera producir tanta belleza, tanta emoción, tanta ternura. Tanto placer. Incluso llegamos a oír violines, figúrense (y timbales, y platillos…. aquello fue la caraba).
No me lo podía creer. Así que era esto, me repetía. Y acto seguido me reprendía a mí mismo por apartar la mente siquiera un segundo de aquello. A lo que estás, me decía. Ya habrá tiempo luego para analizar el tema y, si se tercia, contarlo. Pero volvía una y otra vez aquella sensación de asombro. Así que era esto.



Acabamos extasiados. Mi mujer con los ojos como platos [1] y la felicidad instalada en la cara. Yo, que soy más contenido en lo que a expresividad se refiere, no podía evitar una ligera sensación de vértigo al pensar en todo aquel universo de maravillosas sensaciones que acababa de abrirse ante nosotros. Al sentir la certeza de que aquel había sido uno de esos momentos que se recuerdan para toda la vida. Y tenía razón, porque todavía hoy lo recuerdo perfectamente. Como si hubiera sido ayer.



Claro que, en realidad, fue ayer. Naturalmente, me refiero a la versión para ballet de La Traviata que la compañía del bailarín Iñaki Urlezaga presentaba ayer en el Auditorio Ciudad de León, y que tuve el privilegio de disfrutar en compañía de mi mujer. Representación a la que acudí, todo hay que decirlo., engañado: creía que iba a ver la versión original de la ópera, y no me enteré de que era un espectáculo de danza (¡¡yo, viendo un espectáculo de danza clásica!!, ¡¡yo!!) hasta que llegamos al auditorio; cosas que pasan… (sobre todo cuando es mi mujer la que las organiza).



Sin embargo, pocas veces me he alegrado tanto de haber sido engañado. Porque fue toda una experiencia, un espectáculo bellísimo y conmovedor, y disfruté muchísimo.



A pesar de ser mi primera vez.

Por cierto, son todos ustedes unos malpensados.



[1] Supongo que en parte por la emoción, en parte por la sorpresa y en parte por dos horas mirando sin pestañear el culo a los bailarines (cosa digna de ser mirada, hay que reconocer).




lunes, 2 de mayo de 2011

AMERICAN WAY OF LIFE

En el día de hoy, Barack Obama, Presidente de los Estados Unidos de América por la gracia de Dios y Premio Nobel de la Paz por una de esas casualidades un poco difíciles de comprender, ha anunciado que, por fin, se han cargado a Osama Bin Laden. Les ha llevado su tiempo (casi diez años), un par de guerras y algún que otro manejo poco claro, pero las cosas ya están otra vez donde debían, y la armonía reina de nuevo en este rincón de la galaxia.


Pero, por favor, entiéndanme bien. Esto no es una crítica. Ni siquiera una reconvención (¿quién soy yo para reconvenir a un Premio Nobel de la Paz, o a un presidente elegido más o menos democráticamente por millones de personas?). Ni, mucho menos, una reflexión acerca de la moralidad de algunas actuaciones. Estamos hablando de política exterior, y no creo que la moral tenga demasiada cabida en la política exterior (ni en la interior, ya puestos). Esto no tiene nada de crítica, ni de reflexión, ni de juicio moral. Es, solamente, el pie para una historieta de las mías.


Porque, visto con un poco de perspectiva, la noticia parece confirmar reveladoramente el papel que los Estados Unidos se han reservado para sí mismos en la historia mundial. Al menos para mí, aunque ya saben que yo tiendo bastante a ver las cosas de una manera peculiar, y estoy muy lejos de ser un experto en las cosas de ese país. A pesar de que hay un viejo proverbio que dice que alguien es un gran conocedor de un país cuando ha vivido en el más de veinte años o menos de dos días, yo nunca he pisado la tierra de las oportunidades, así que creo que el proverbio no me aplica. A cambio, he leído bastante, y he visto muchas películas. Tendrán que conformarse con eso, me temo.


El caso es que algunas de las cosas que he leído (lo que no haga el aburrimiento…) tratan de las bases sobre las que Estados Unidos han asentado su papel en el mundo. Generalmente se habla de dos ideas, su Destino Manifiesto (teoría sospechosamente parecida al Lebensraum alemán, aunque esa es otra historia), y la Doctrina Monroe, sintetizada en la célebre frase América para los americanos, que los useños tienden a interpretar con cierta amplitud de miras (quien dice América…). Sin embargo, hay un episodio menos conocido que refleja perfectamente el talante de la política exterior norteamericana en los últimos tiempos (pongan unos cien años, más o menos). El verdadero American Way of Life.


Estamos en 1904, en el reinado (perdón, la presidencia) de Theodore Roosevelt. Es entonces cuando entra en escena el protagonista marginal de esta anécdota, Ion Perdicaris. El amigo Perdicaris era un niño de papá de origen griego, aunque nacionalidad estadounidense. Su padre había nacido en Grecia, emigrado después a los Estados Unidos y se había convertido en un próspero terrateniente (por el expeditivo método del braguetazo, desposando a una joven de buena familia de Carolina del Sur), y posteriormente en un próspero hombre de negocios (fundador de la compañía del gas de New Jersey), con algún episodio de representación diplomática, como su época de cónsul en Grecia (los orígenes tiran mucho, ya se sabe). El hijo, Ion, creció como un bon vivant, y uno de sus mayores esfuerzos fue viajar a Grecia para tratar de recobrar la nacionalidad griega durante la guerra civil estadounidense, para evitar así que sus propiedades en Carolina fueran confiscadas por la confederación (las propiedades de los extranjeros estaban a salvo de tal contingencia). Después de solucionar el asunto, se ve que el hombre le cogió gusto a la buena vida mediterránea, y acabó construyéndose una mansión en Marruecos, donde se instaló, según cuentan las crónicas, fascinado por la cultura marroquí.


Aunque pueda sorprendernos, Marruecos no era en aquellos tiempos la balsa de aceite, faro de la democracia y tranquilo destino turístico que es hoy en día. Por el contrario, había tensiones, disputas territoriales y bastantes bandos o tribus a la greña por el control de distintas zonas o provincias del país. Precisamente una de estas bandas, encabezada por Mulai Ahmed El Raisuli, secuestró a Mr. Perdicaris el 18 de Mayo de 1904, exigiendo al sultán de Marruecos a cambio de su liberación una considerable cantidad de dinero y el control de dos provincias del territorio marroquí.


Cuando Roosevelt conoció la noticia, decidió que su gobierno no podía permanecer impasible ante el hecho de que un ciudadano estadounidense fuera utilizado como moneda de cambio en tales asuntos, así que despachó rápidamente una flota hacia Marruecos, con varias compañías de marines. No es que tuviera muy claro lo que iba a hacer, pero el tema requería determinación. El honor de los Estados Unidos estaba en juego (y, aunque se trate de un detalle menor, también la reelección: Roosevelt estaba en plena campaña).


Con los barcos ya en camino, y con Roosevelt tratando de involucrar a Francia y Gran Bretaña (las potencias europeas con intereses en el país) en una acción militar para rescatar a Perdicaris, alguien cayó en la cuenta de que Perdicaris había abjurado de las barras y estrellas cuarenta años atrás, y que los Estados Unidos estaban montando un pifostio considerable por el secuestro de un ciudadano griego. Pero con los marines en mitad del Atlántico, la campaña electoral a medias, y después de haber mareado a los gobiernos inglés y francés, Roosevelt decidió que no se iba a echar atrás, y justificó su decisión argumentando que El Raisuli había secuestrado a Perdicaris considerando que era ciudadano americano, y que su gobierno tenía perfecto derecho de ignorar el hecho de que Perdicaris hubiera preferido quemar el pasaporte estadounidense y considerarlo también súbdito yanqui a todos los efectos, en la que, probablemente, ha sido la única vez de la historia en la que un político ha admitido públicamente seguir la línea argumental de un bandido ( “si El Raisuli lo considera americano, yo no voy a ser menos”).


Así las cosas, y viendo venir a los marines, Francia y Gran Bretaña comenzaron a presionar al sultán marroquí para una pronta resolución del conflicto. En realidad, sólo llegaron a desembarcar alrededor de una docena de marines, para acompañar a la mujer de Perdicaris y sus hijos al consulado estadounidense, pero la situación estaba tensa, y el mensaje norteamericano resultó lo bastante intimidante. El 21 de Junio, un mes después de su secuestro, el sultán accedió a las pretensiones de El Raisuli y Perdicaris fue liberado.


Pero, claro, siempre puede haber malpensados que interpreten la solución del conflicto como lo que parecía: que se había pagado un rescate por la liberación de un ciudadano estadounidense (a pesar de que el ciudadano no era estadounidense y de que el rescate lo pagaban los marroquís). Y eso era un concesión intolerable (sobre todo para un candidato), por lo que Roosevelt intentó darle un aire un poco más épico a la cosa, y aprovechó la Convención Nacional del partido republicano para presentar el asunto como un éxito de su política decidida. Así, informó a los presentes de que, habiéndose producido el secuestro de un estadounidense por unos bandidos extranjeros, se había enviado a una flota de guerra con una consigna breve e inequívoca: El Gobierno quiere a Perdicaris vivo o a El Raisuli muerto.


La anécdota, en resumen, pasó a la historia de una forma bastante más pinturera que la prosaica realidad. Y resultó bastante trascendente, las cosas como son. Más allá de favorecer la reelección de Roosevelt y de inspirar alguna película como El viento y el León (aunque presenta la historia un poco distorsionada y con bastante almíbar; Hollywood es así), el incidente Perdicaris convenció a los Estados Unidos de la legitimidad y, sobre todo, de la eficacia de usar su fuerza militar como un argumento más (en ocasiones, el único argumento) en cualquier conflicto internacional. El mensaje estaba claro: cualquiera que se enfrentase a los intereses estadounidenses (o pseudoestadounidenses, como era el caso), a título personal o nacional, individual o colectivo, se enfrentaba a la justa cólera los marines. Es la tierra de la libertad. El hogar de los valientes. Y los valientes, ya se sabe, no se andan con chiquitas: el que la hace, la paga.


El incidente Perdicaris, en definitiva, les abrió los ojos a los Estados Unidos. Tenían fuerza, y tenían la decisión suficiente para usarla, sin complejos. Ya habían cumplido su Destino Manifiesto. Ya habían comprobado el éxito de la Doctrina Monroe. Ahora, Teddy Roosevelt, el viejo Rough Rider, viniéndose arriba, había desarrollado aún más la doctrina, ampliando el campo de aplicación de la misma. América era la elegida, y el mundo era suyo.


Y en esas siguen. Aunque solucionar algunos asuntillos les lleve diez años.


God bless America.