jueves, 19 de mayo de 2011

COOPERACIÓN INTERNACIONAL

Dicen que una de las cosas que define cuánto sabes de algo es la capacidad de explicarle ese algo a alguien que no sabe nada de ese algo. Si después de tu explicación ese alguien ha entendido algo de ese algo que tú has expuesto, es que sabes de lo que hablas. Como comprenderán, no es mi caso, porque ni sé de nada ni me explico demasiado bien, como acabo de dejar patente con este párrafo. Sin embargo, a pesar de esa indudable y acreditada minusvalía, me voy a conceder permiso para contarles una historieta. ¿Por qué?, se preguntarán ustedes. ¿Y por qué no?, responderé yo. Y así podríamos seguir hasta el infinito, así que sean buenos y no empiecen con preguntas absurdas, que hay más cosas que hacer, y el infinito queda muy lejos.




De todos modos, y por buscarle el lado positivo al asunto, esta vez la historieta es el más difícil todavía. Un triple mortal sin red. Un ocho mil sin oxígeno. Ligar con una top model sin ser millonario. La recaraba, vamos. Porque les voy a demostrar, ni más ni menos, que por una vez en la Historia los ingleses y los alemanes unieron sus fuerzas (sin darse cuenta, es cierto, y así como sin querer, pero las unieron) para legarle al mundo algo distinto de una guerra mundial. Lo sé, parece increíble, pero, ¿qué quieren que les diga? La Historia es así.



A pesar de la seriedad del tema tratado, nuestra historieta comienza con un sospechoso aire de chiste malo: esto eran dos alemanes y un inglés. El primer alemán se llamaba Franciscus Sylvius, fue un famoso médico del siglo XVII que vivió toda su vida en Holanda, estudiando el cerebro humano y dando clases de anatomía en la Universidad de Leiden, la más antigua y prestigiosa de los Países Bajos. El tío Paco, al que los herejes neerlandeses llamaban Franz De Le Boe, se hizo famoso por descubrir algunos detalles anatómicos de la sesera humana a los que le puso su nombre. Y como se ve que la cosa le hizo ilusión, para celebrarlo se le antojó tomarse un copazo de ginebra. Se encontró entonces con un pequeño problema: que la ginebra no existía. Pero el buen doctor era un tipo de recursos y no se arredró ante tan leve inconveniente: la inventó, se tomó su copa, y siguió con lo suyo. En los años sucesivos, mientras él seguía experimentando (literalmente), en cabezas ajenas, la ginebra se convirtió en un bebedizo con mucha aceptación en aquellas frías tierras del Norte. Aunque los holandeses, empeñados como siempre en no llamar a nada por su nombre, la llamaban jenever.



Por una de esas casualidades de la vida, poco tiempo después, al otro lado del mar del Norte, los ingleses andaban descontentos con el rey que les había tocado en suerte. No sé si hicieron un casting, montaron un concurso, una oposición o qué, pero el caso es que al final cambiaron a Jacobo II por Guillermo de Nassau, que era, qué cosas, holandés, y que acudió a las islas para tomar posesión del cargo llevando consigo la ya famosa jenever. Se produjo entonces una dramática confrontación entre la tradicional reticencia de los británicos hacia cualquier cosa que les llega del continente (excepto los reyes, que han tenido monarcas daneses, holandeses, y, pásmense, incluso uno español) y su todavía más tradicional tendencia a jarrearse sin piedad. El resultado, como era de prever, fue que la jenever se extendió rápidamente. Sólo que los britanos, que tampoco son mucho de llamar a las cosas por su nombre, la bautizaron como gin. Por cierto, que todo este asunto figura en los libros (me refiero al cambio de rey, no a lo de la ginebra) como la Revolución Gloriosa (1688).



Avanzamos ahora al siglo siguiente, el XVIII cuando un inglés, de nombre Joseph Priestley, comenzó a estudiar para clérigo. Pero el hombre era un espíritu inquieto y la teología no colmaba sus afanes, así que le dio por meterse en campos afines a la cosa espiritual, como las matemáticas y (atención, todo el mundo en pie) la química. Y es que los ingleses son así: a pesar de las indudables tentaciones que ofrecen las tardes de invierno en los páramos de Yorkshire, prefieren quedarse en casa y ponerse a descubrir cosas. Hay gente pa tó.



Una de las más acusadas características del señor Priestley fue su sentido de la oportunidad, notable por inexistente. En una época en la que comenzaba a gestarse la revolución química, Priestley descubrió el oxígeno, pero le dio como pereza hacerlo oficial y se dejó pisar la patente por Lavoisier, que se llevó todos los honores y pasó a la historia como padre de la química moderna. Pero al bueno de Joseph no le importó demasiado, porque para aquel entonces andaba algo ocupado, el hombre. Concretamente, escapando de una multitud sedienta de sangre que intentaba lincharlo por apoyar públicamente la independencia de las colonias de América del Norte, algo que, por decirlo suavemente, no acababa de ser bien visto por aquellos días en Inglaterra. Joseph Priestley acabó sus días exiliado en los Estados Unidos, cuya independencia había apoyado, no sin antes haber tenido tiempo para inventar otra cosita que, de nuevo, se olvidó de patentar (ah, la generosidad inglesa…): el agua con gas. El mundo, desagradecido como siempre con los grandes hallazgos, pasó varios pueblos del invento del cura renegado.



Pero no todo el mundo permaneció impasible ante el nuevo prodigio. En Suiza, concretamente en la ciudad de Ginebra (no podía ser en otra), hubo un tipo que supo ver la luz donde todos los demás sólo veían sombras y burbujas. Se llamaba Johann Jacob Schweppe, alemán de origen, joyero de profesión y oportunista vocacional, que pasaría a la historia no por tener el apellido con mayor ratio consonantes/vocales de todos los tiempos, sino por haber patentado el agua con gas (ah, el pragmatismo alemán…).



Schweppe fundó una compañía, y prosperó tanto con el negocio de las burbujas que dejó totalmente lo de las joyas y se trasladó a Londres, capital del mundo mundial en aquella época. Añadiendo jugos de fruta al agua con gas amasó una fortuna, mientras Priestley se comía los mocos en Pennsylvania (ya ven que no todo es inventar cosas en este mundo). Pero, a pesar de que la compañía del señor Schweppe iba viento en popa, ya se sabe cómo son estos capitalistas: nunca tienen suficiente. Así que nuestro querido alemán decidió ampliar el alcance del negocio aprovechando una feliz coyuntura de la época: la expansión del Imperio (del Imperio Británico, cabe precisar, porque siempre hay algún imperio expandiéndose por ahí, y si no se aclara el tema uno puede hacerse un lío).



En aquellos años, los ingleses estaban cumpliendo su particular unidad de destino en lo universal. Conquistando el mundo, para entendernos. Aunque se encontró con un pequeño inconveniente: las partes del mundo que molaban ya estaban ocupadas, así que les tocó conquistar sitios insalubres como África, Australia, India y otros así, sofocantes, llenos de mosquitos y enfermedades… un asco, vamos. Sin embargo, los súbditos de la Queen no se arredraron por esas pequeñas contingencias, y se establecieron por esos andurriales como si nada. Pagando un alto peaje por ello, eso sí: la malaria se llevaba por delante cada año un porcentaje considerable del personal de las dotaciones británicas destacadas en los trópicos. Cosas que pasan.



Aquí es donde entra nuestro amigo Schweppe, que tuvo la feliz ocurrencia de fabricar un tónico con burbujas para ayudar al glorioso ejército imperial a sobrellevar las inclemencias tropicales. Su receta: añadir quinina en cantidades industriales al agua con gas. El invento recibió el nombre de agua tónica, o, más brevemente, tónica. Se suponía que aquello ayudaría con lo de la malaria[1] (para temas menores, como los indígenas, los casacas rojas se apañaban estupendamente sin ayuda de nadie).



El éxito de la profilaxis debió ser espectacular, porque incluso el ejército dispuso en sus ordenanzas que todos los integrantes de las fuerzas británicas destacadas en la India tuvieran su ración de tónica regularmente. Los casos de malaria se redujeron en la misma medida que los ingresos del señor Schweppe aumentaban. Todos contentos: el ejército sanote como una manzana y el fabricante haciéndose rico.



Sin embargo, la tónica tenía un grave defecto: un sabor tan amargo que resultaba desagradable incluso para paladares forjados en el duro mundo de la gastronomía británica. Así que hubo que buscar una solución. Por suerte, los ingleses nunca viajan por el mundo sin sus productos de primera necesidad, y también en la India disponían de algunas fábricas que elaboraban todo lo que un caballero británico necesita para sentirse como en casa. Concretamente, una de sus fábricas más queridas estaba instalada en Bombay. Adivinen lo que producía. Si han dicho que ginebra, o gin, o jenever, o como coño quieran llamarla, han acertado (lo que no me sorprende, porque son ustedes muy listos, y la adivinanza tampoco era muy difícil, la verdad). El caso es que la tropa, haciendo gala de un extremado afán por la salud preventiva a la vez que honrando la ancestral tradición alcohólica del ejército británico, comenzó a mezclar la tónica con ginebra. Por mejorar el sabor, ya saben.



Y, oigan, el brebaje en cuestión (que ellos dieron en llamar, en un sublime despliegue de talento descriptivo, tonic&gin) se popularizó una barbaridad. Tanto que incluso alcanzó a la metrópoli, que pronto adoptó aquella manera de castigarse el hígado importada de las colonias. Desde allí se extendió a todo el mundo, convirtiéndose, con el tiempo, en uno de los bebedizos más famosos del planeta (que levante la mano el que no lo haya probado alguna vez).



Y es que estas cosan suelen pasar: cuando la gente se pone a cooperar por una buena causa (curar la malaria, hacerse millonario, conquistar el mundo… cosas así), los resultados de sus obras acaban trascendiendo a sus autores.



Porque los imperios pasan, pero el gintonic, a Dios gracias, permanece.





[1] Su eficacia para controlar la malaria sigue intacta a través de los siglos: hagan una gráfica y verán que las zonas con mayor consumo de gintonics per cápita son las que presentan una menor incidencia de la enfermedad. Que no es que lo diga yo, oigan, que los datos están ahí.




viernes, 6 de mayo de 2011

VENIMOS DEL MONO (POR PARTE DE MADRE)

Han pasado ya unos días desde el final del megaclásico Real Madrid- Barcelona, elevado a la cuarta potencia. Por si no lo sabían, a mi me gusta mucho el fútbol. Verlo, jugarlo y comentarlo. Y en las tres cosas soy muy bueno, modestia aparte. Para que se hagan una idea, soy tan bueno que podría ganar a cualquiera, mi hijo pequeño sin ir más lejos, con una mano atada a la espalda. Y si le ato las dos, hasta de golearlo. Así que, en principio, iba a escribir algo relacionado con La Madre de Todos Los Clásicos, pero he pensado que mejor no. Pueden estar tranquilos, que esto no va de fútbol.


Porque, a pesar de la indudable trascendencia del evento que marca, año tras año, el devenir de la humanidad toda y de algunos tertulianos cuya pertenencia al género Homo no está del todo claro, y pese a que alguna gente, forofa ella, me ha estado metiendo el dedo en la boca para que escribiera algo de la trifulca (porque fútbol, lo que es fútbol, no ha habido una mierda), no acababa de decidirme. Las reflexiones en caliente las carga el diablo, así que prefería dejar pasar un tiempo prudencial para que los ánimos se serenasen. Sin embargo, los ánimos, lejos de serenarse, andan cada vez más revueltos. Por lo menos el mío, que desde que me he entregado al insano vicio de ver algunos programas de variedades (información deportiva, lo llaman; la gente es una cachonda) en los que ahora, por lo visto, a las coristas les exigen la carrera de periodismo, anda debatiéndose, el pobre, entre el descojone que produce escuchar algunos razonamientos indignos de un repetidor de la LOGSE (si tal cosa existe) y la depresión de constatar que la estulticia humana no tiene límites (o sí, pero muy lejos). Así que paso de hablar más del tema.


De todas formas, como soy un tío positivo, he intentado extraer conclusiones constructivas de la reyerta. Y así, a bote pronto, se me ocurre una: que los recientes cruces de declaraciones que hemos disfrutado (es un decir) a raíz del rally de clásicos podrían usarse en algunas ponencias como la más clara evidencia jamás hallada de que el hombre y el mono se hallan íntimamente relacionados (lo que no queda claro es si el homo sapiens es una evolución o una regresión, pero yo ahí no me meto, que doctores tiene la iglesia). Conclusión que me ha llevado automáticamente a recordar otra célebre enganchada que, en su tiempo, no tuvo nada que envidiarle a la protagonizada estos últimos días por Josep Guardiola I de Catalunya, aka El Filósofo y Jose Espesialguán Mourinho, aka Lagrimita de Setúbal. Resumiendo: que les voy a contar una historieta.


Una historieta científica, para más señas. O pseudocientífica, porque tampoco tengo muy claro el concepto de lo que es científico y lo que no. Algo he oído del método científico. Ensayo-error, o algo así. Si se trata de errores, yo sería un científico estupendo, sin ninguna duda. Dado que no lo soy (científico; estupendo sí), supongo que hay algo más que se me escapa. En fin, tampoco me voy a ceñir escrupulosamente a definiciones demasiado estrictas, así que podemos obviar el detalle y dejarlo en historieta, a secas.


En 1859, Charles Darwin publicó un librito al que le puso el modesto título de Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida (El Origen para los amigos), en el que planteaba la simpática teoría de la selección natural como motor de la evolución de los seres vivos. Pero el bueno de Darwin fue a elegir un lugar (Inglaterra) y una época (la victoriana) en la que la gente quizá carecía del sentido del humor necesario para apreciar la gracia del asunto. Esto, unido a que a lo largo de la historia, en cualquier tiempo y lugar, la gente siempre ha tendido a coger el rábano por las hojas, dio lugar a que el personal hiciera una simplificación un poco heavy de la teoría: el hombre venía del mono. Y, claro, hasta ahí podíamos llegar. Que estamos hablando de gentlemen, oigan. No jodamos la marrana.


El caso es que a finales de Junio de 1860, se montó una especie de velada de boxeo dialéctico en el Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford. La excusa era que venía un norteamericano, John William Draper, a soltar un ladrillo titulado Sobre el desarrollo intelectual de Europa, considerado como referencia de las ideas del Sr. Darwin y otros de que la progresión de los organismos viene determinada por una ley (ríanse ahora del título de la obra de Darwin, si tienen huevos; a todo hay quien gane, ya ven). Aprovechando la visita del yanqui, se citaron algunos de los más insignes detractores de las ideas evolucionistas con un par de los primeros y fervientes defensores de las mismas, que por aquel entonces estaban comprendiendo cómo se habían sentido los cristianos en la antigua Roma, cuando eran utilizados como barritas energéticas para los leones del circo. El objetivo, a nadie escapaba, era darles un revolcón a estos nuevos herejes, que se atrevían a poner en tela de juicio la honorabilidad de los caballeros británicos comparándolos con un vulgar mono.


En la esquina de los ortodoxos, el campeón, con calzón rojo, un peso de 80 kg y un record de… qué sé yo, muchas victorias, todas por KO, el reverendo padre Samuel El Jabonoso Wilberforce, a la sazón obispo de Oxford, y reputado orador. Favorito en las apuestas. En el rincón contrario, el papel de saco de los golpes iba a ser desempeñado por el insigne zoólogo Thomas Henry Bull-Dog Huxley, que contaba como segundo con el botánico Joseph Hooker, muy conocido en su casa a la hora de comer.


Huxley, defensor de la evolución (aunque con matices), había declarado en los días previos en una entrevista que lo realmente importante para un científico era conocer la verdad, y si ésta le demostraba que uno de sus antepasados había sido, por ejemplo, un gorila, eso no supondría un problema para él. Así que cuando sonó el gong, el obispo Wilberforce, frotándose las manos en honor a su apodo de Soapy Sam, comenzó un monólogo en el que, combinando sabiamente algunos argumentos científicos con eficaces apelaciones a la emotividad del respetable, no dejó títere con cabeza. Pero, al finalizar, y recordando las declaraciones previas de Huxley, el obispo no pudo contener una última maldad y se dirigió al zoólogo con una pregunta maliciosa: ¿Preferiría el señor Huxley descender de un mono por parte de su abuelo o de su abuela?


A mí, la verdad, la pregunta tampoco me parece para tanto. Pero se ve que para los victorianos, por si fuera poco todo el asunto del mono, cualquier alusión a la capacidad reproductora de la mujer era considerado sumamente grosero, así que calculen el impacto de la insinuación de que la abuela de Huxley era la mona Chita. Aquello era una declaración de guerra en toda regla.


Sin embargo, cuentan las crónicas que Huxley, flemático él, tomó la palabra para responder a la afrenta sin perder las formas. La leyenda afirma que antes de levantarse le comentó a su compañero de asiento aquello de “El Señor lo ha puesto en mis manos”, lo que no deja de ser paradójico (uno esperaría que el Señor tomara partido por un obispo, aun anglicano, antes que por el tipo que inventó la palabra agnóstico; misterios). Y después soltó un gancho de derecha que dio con el obispo en la lona: Preferiría descender de un honrado mono que de un hombre talentoso que utilizara sus habilidades para destruir la verdad. Un passing shot de libro. Punto, set y partido para el evolucionismo (joder con las metáforas deportivas, ya; voy a tener que quitarme del Marca una temporada).


En cualquier caso, la respuesta de Huxley armó la de Dios es Cristo: revuelo, gritos, exclamaciones, damas que se desmayan, obispos que no saben qué decir…. Y la ciencia y la verdad triunfantes, una vez más, contra las fuerzas del mal. Fundido en negro. Música de violines. The End.


La anécdota es (relativamente) famosa, y reconocida universalmente como el punto de partida del eterno debate entre ciencia y religión, aún presente en nuestros días. Es una historia que sienta muy bien las bases del conflicto: buenos muy buenos en inferioridad de condiciones, y malos muy malos que llevan todas las de ganar pero acaban perdiendo para que resplandezca la verdad. Mola. Todo muy bonito. De hecho, demasiado bonito.


Si les gustan las historias con finales perfectos, les advierto que deberían dejar de leer ya mismo. Porque ahora lo que viene es una versión de la misma anécdota un poco menos canónica, pero probablemente mucho más ajustada a la verdad.


La anécdota ha pasado a la historia en su forma actual debido, en gran parte, a que fue el propio Huxley el que se encargó de contársela, varios años después del suceso, al hijo de Darwin, que fue quien la popularizó. Cuando ya la evolución era una teoría mucho más sólida y aceptada por todos (gracias, en gran parte, a algunos trabajos de investigación de anatomía comparada del propio Huxley, al césar lo que es del césar), y a todo el mundo le parecía simpático dejar en ridículo a los fanáticos religiosos y apuntarse a lo del mono, que era como más moderno. Para entonces, Wilberforce había muerto debido a la conmoción cerebral que le produjo una caída de su caballo, inspirando a Huxley uno de sus habituales y ácidos comentarios: “Por primera vez en su vida, su cerebro y la realidad entraron en contacto, y el resultado fue demasiado para él” (lo que demuestra que ser un gentleman victoriano y un notable científico no está reñido con ser un cabrón con pintas, en mi opinión). El caso es que la anécdota se popularizó cuando nadie podía rebatir ya la versión de Huxley.


Sin embargo, algunos estudios recientes han descubierto en la correspondencia de algunos de los presentes en el célebre debate ciertos testimonios que afean un poco la leyenda. Porque, al parecer (en esto hay coincidencia entre todos los testigos presenciales, algunos de ellos evolucionistas de pro, libres de toda sospecha) el obispo Wilberforce fue considerado el apabullante ganador del debate. También hay coincidencia en que a Huxley apenas se le oyó, y que su supuesta y brillante réplica pasó desapercibida. Y en que posteriormente tomó la palabra un tercero en discordia, el botánico Joseph Hooker, que fue el único capaz de plantear algunos argumentos para enfrentarse a las tesis de Wilberforce.


Así que, como casi siempre, tenemos una realidad algo menos lucida que la leyenda. Una historia en la que Wilberforce le dio sopas con honda a los evolucionistas (como era lógico, dado que la teoría de Darwin era relativamente reciente, todavía poco conocida y sin demasiado arraigo, y el obispo, además de pastorear almas, también era un reputado naturalista; para los cánones de la época, tan científico como Huxley, o más, y mucho mejor orador). Huxley ha pasado a la historia como un orador brillante y un feroz defensor de las tesis evolucionistas (“el Bull-Dog de Darwin”), pero en 1860 todavía era un tierno cachorrito, más propenso a ir agarrándose a las piernas que a arrancarlas de un mordisco. Así que lo que conocemos es la versión de años después, modelo batallita del abuelo, del propio Huxley, en la que él aparece como el defensor de la verdad, ocurrente, arrojado, brillante, y al obispo lo pintamos como un inquisidor oscurantista y faltón, echando espumarajos por la boca y buscando las cerillas de quemar herejes, que eso siempre viste mucho. Et voila, tenemos una leyenda cojonuda (no me digan que no).


Una lástima que, como casi siempre, la verdad se encargue de estropear una historia tan bonita. De hecho, fíjense que hasta me gustaría ser periodista, a veces, para poder soslayar este pequeño inconveniente. Y es que, ya se sabe: Si e ben trovato, (posiblemente) non e vero.


Y colorín colorado….





Nota del autor: Ningún mono ha sido dañado durante la realización de este post.

jueves, 5 de mayo de 2011

MI PRIMERA VEZ

Fue con mi mujer, naturalmente. ¿Por quién me habían tomado? Soy un tipo serio, como dicen todos los que me quieren (los que me conocen dicen, más bien, que soy soso; podemos dejarlo en que soy formal, ni para ti ni para mi). El caso es que fue con ella, y que fue, a pesar de los nervios, y del miedo a lo desconocido, una experiencia maravillosa.





La verdad es que los dos teníamos ganas, pero tampoco teníamos muy claro dónde nos estábamos metiendo. Tuvimos, al menos, el buen sentido de escoger un sitio adecuado, agradable y cómodo, aunque con demasiada gente para mi gusto (además de sociópata, soy un poco tímido y en general huyo de las muchedumbres, mucho más para según qué cosas). En realidad, todo fue un gran error: los dos creíamos que íbamos allí a otra cosa, y sólo en el último momento nos dimos cuenta de lo que iba a pasar. Pero ya no había solución, así que… ¿Cómo es eso que suele decirse? Si no puedes escapar, relájate y disfruta, ¿no? Pues más o menos fue así.



Pero, como tantas otras veces, todo fue sorprendentemente bien. Les confesaré que, en principio, yo era bastante reacio a probar. Tenía un montón de prejuicios y de razonamientos perfectamente sólidos acerca del tema, que, en mi opinión, estaba muy sobrevalorado. Ya saben, la música de violines, la piel de gallina, las emociones que se descontrolan y todo eso. No creía que fuera para tanto. Porque, además de formal y tímido, soy un tipo duro, yo. Cuidado conmigo (aquí iba una especie de gruñido viril, para reafirmar la hombría y esas cosas, pero es que la transcripción de onomatopeyas no es lo mío).



La cosa es que los dos nos sentimos cómodos desde el principio. A pesar de las reticencias y los nervios iniciales, pronto nos relajamos. Y menuda sorpresa, oigan: aquello era mucho mejor de lo que nos habíamos imaginado. Porque nunca hubiéramos pensado (al menos, yo) que el movimiento de los cuerpos pudiera producir tanta belleza, tanta emoción, tanta ternura. Tanto placer. Incluso llegamos a oír violines, figúrense (y timbales, y platillos…. aquello fue la caraba).
No me lo podía creer. Así que era esto, me repetía. Y acto seguido me reprendía a mí mismo por apartar la mente siquiera un segundo de aquello. A lo que estás, me decía. Ya habrá tiempo luego para analizar el tema y, si se tercia, contarlo. Pero volvía una y otra vez aquella sensación de asombro. Así que era esto.



Acabamos extasiados. Mi mujer con los ojos como platos [1] y la felicidad instalada en la cara. Yo, que soy más contenido en lo que a expresividad se refiere, no podía evitar una ligera sensación de vértigo al pensar en todo aquel universo de maravillosas sensaciones que acababa de abrirse ante nosotros. Al sentir la certeza de que aquel había sido uno de esos momentos que se recuerdan para toda la vida. Y tenía razón, porque todavía hoy lo recuerdo perfectamente. Como si hubiera sido ayer.



Claro que, en realidad, fue ayer. Naturalmente, me refiero a la versión para ballet de La Traviata que la compañía del bailarín Iñaki Urlezaga presentaba ayer en el Auditorio Ciudad de León, y que tuve el privilegio de disfrutar en compañía de mi mujer. Representación a la que acudí, todo hay que decirlo., engañado: creía que iba a ver la versión original de la ópera, y no me enteré de que era un espectáculo de danza (¡¡yo, viendo un espectáculo de danza clásica!!, ¡¡yo!!) hasta que llegamos al auditorio; cosas que pasan… (sobre todo cuando es mi mujer la que las organiza).



Sin embargo, pocas veces me he alegrado tanto de haber sido engañado. Porque fue toda una experiencia, un espectáculo bellísimo y conmovedor, y disfruté muchísimo.



A pesar de ser mi primera vez.

Por cierto, son todos ustedes unos malpensados.



[1] Supongo que en parte por la emoción, en parte por la sorpresa y en parte por dos horas mirando sin pestañear el culo a los bailarines (cosa digna de ser mirada, hay que reconocer).




lunes, 2 de mayo de 2011

AMERICAN WAY OF LIFE

En el día de hoy, Barack Obama, Presidente de los Estados Unidos de América por la gracia de Dios y Premio Nobel de la Paz por una de esas casualidades un poco difíciles de comprender, ha anunciado que, por fin, se han cargado a Osama Bin Laden. Les ha llevado su tiempo (casi diez años), un par de guerras y algún que otro manejo poco claro, pero las cosas ya están otra vez donde debían, y la armonía reina de nuevo en este rincón de la galaxia.


Pero, por favor, entiéndanme bien. Esto no es una crítica. Ni siquiera una reconvención (¿quién soy yo para reconvenir a un Premio Nobel de la Paz, o a un presidente elegido más o menos democráticamente por millones de personas?). Ni, mucho menos, una reflexión acerca de la moralidad de algunas actuaciones. Estamos hablando de política exterior, y no creo que la moral tenga demasiada cabida en la política exterior (ni en la interior, ya puestos). Esto no tiene nada de crítica, ni de reflexión, ni de juicio moral. Es, solamente, el pie para una historieta de las mías.


Porque, visto con un poco de perspectiva, la noticia parece confirmar reveladoramente el papel que los Estados Unidos se han reservado para sí mismos en la historia mundial. Al menos para mí, aunque ya saben que yo tiendo bastante a ver las cosas de una manera peculiar, y estoy muy lejos de ser un experto en las cosas de ese país. A pesar de que hay un viejo proverbio que dice que alguien es un gran conocedor de un país cuando ha vivido en el más de veinte años o menos de dos días, yo nunca he pisado la tierra de las oportunidades, así que creo que el proverbio no me aplica. A cambio, he leído bastante, y he visto muchas películas. Tendrán que conformarse con eso, me temo.


El caso es que algunas de las cosas que he leído (lo que no haga el aburrimiento…) tratan de las bases sobre las que Estados Unidos han asentado su papel en el mundo. Generalmente se habla de dos ideas, su Destino Manifiesto (teoría sospechosamente parecida al Lebensraum alemán, aunque esa es otra historia), y la Doctrina Monroe, sintetizada en la célebre frase América para los americanos, que los useños tienden a interpretar con cierta amplitud de miras (quien dice América…). Sin embargo, hay un episodio menos conocido que refleja perfectamente el talante de la política exterior norteamericana en los últimos tiempos (pongan unos cien años, más o menos). El verdadero American Way of Life.


Estamos en 1904, en el reinado (perdón, la presidencia) de Theodore Roosevelt. Es entonces cuando entra en escena el protagonista marginal de esta anécdota, Ion Perdicaris. El amigo Perdicaris era un niño de papá de origen griego, aunque nacionalidad estadounidense. Su padre había nacido en Grecia, emigrado después a los Estados Unidos y se había convertido en un próspero terrateniente (por el expeditivo método del braguetazo, desposando a una joven de buena familia de Carolina del Sur), y posteriormente en un próspero hombre de negocios (fundador de la compañía del gas de New Jersey), con algún episodio de representación diplomática, como su época de cónsul en Grecia (los orígenes tiran mucho, ya se sabe). El hijo, Ion, creció como un bon vivant, y uno de sus mayores esfuerzos fue viajar a Grecia para tratar de recobrar la nacionalidad griega durante la guerra civil estadounidense, para evitar así que sus propiedades en Carolina fueran confiscadas por la confederación (las propiedades de los extranjeros estaban a salvo de tal contingencia). Después de solucionar el asunto, se ve que el hombre le cogió gusto a la buena vida mediterránea, y acabó construyéndose una mansión en Marruecos, donde se instaló, según cuentan las crónicas, fascinado por la cultura marroquí.


Aunque pueda sorprendernos, Marruecos no era en aquellos tiempos la balsa de aceite, faro de la democracia y tranquilo destino turístico que es hoy en día. Por el contrario, había tensiones, disputas territoriales y bastantes bandos o tribus a la greña por el control de distintas zonas o provincias del país. Precisamente una de estas bandas, encabezada por Mulai Ahmed El Raisuli, secuestró a Mr. Perdicaris el 18 de Mayo de 1904, exigiendo al sultán de Marruecos a cambio de su liberación una considerable cantidad de dinero y el control de dos provincias del territorio marroquí.


Cuando Roosevelt conoció la noticia, decidió que su gobierno no podía permanecer impasible ante el hecho de que un ciudadano estadounidense fuera utilizado como moneda de cambio en tales asuntos, así que despachó rápidamente una flota hacia Marruecos, con varias compañías de marines. No es que tuviera muy claro lo que iba a hacer, pero el tema requería determinación. El honor de los Estados Unidos estaba en juego (y, aunque se trate de un detalle menor, también la reelección: Roosevelt estaba en plena campaña).


Con los barcos ya en camino, y con Roosevelt tratando de involucrar a Francia y Gran Bretaña (las potencias europeas con intereses en el país) en una acción militar para rescatar a Perdicaris, alguien cayó en la cuenta de que Perdicaris había abjurado de las barras y estrellas cuarenta años atrás, y que los Estados Unidos estaban montando un pifostio considerable por el secuestro de un ciudadano griego. Pero con los marines en mitad del Atlántico, la campaña electoral a medias, y después de haber mareado a los gobiernos inglés y francés, Roosevelt decidió que no se iba a echar atrás, y justificó su decisión argumentando que El Raisuli había secuestrado a Perdicaris considerando que era ciudadano americano, y que su gobierno tenía perfecto derecho de ignorar el hecho de que Perdicaris hubiera preferido quemar el pasaporte estadounidense y considerarlo también súbdito yanqui a todos los efectos, en la que, probablemente, ha sido la única vez de la historia en la que un político ha admitido públicamente seguir la línea argumental de un bandido ( “si El Raisuli lo considera americano, yo no voy a ser menos”).


Así las cosas, y viendo venir a los marines, Francia y Gran Bretaña comenzaron a presionar al sultán marroquí para una pronta resolución del conflicto. En realidad, sólo llegaron a desembarcar alrededor de una docena de marines, para acompañar a la mujer de Perdicaris y sus hijos al consulado estadounidense, pero la situación estaba tensa, y el mensaje norteamericano resultó lo bastante intimidante. El 21 de Junio, un mes después de su secuestro, el sultán accedió a las pretensiones de El Raisuli y Perdicaris fue liberado.


Pero, claro, siempre puede haber malpensados que interpreten la solución del conflicto como lo que parecía: que se había pagado un rescate por la liberación de un ciudadano estadounidense (a pesar de que el ciudadano no era estadounidense y de que el rescate lo pagaban los marroquís). Y eso era un concesión intolerable (sobre todo para un candidato), por lo que Roosevelt intentó darle un aire un poco más épico a la cosa, y aprovechó la Convención Nacional del partido republicano para presentar el asunto como un éxito de su política decidida. Así, informó a los presentes de que, habiéndose producido el secuestro de un estadounidense por unos bandidos extranjeros, se había enviado a una flota de guerra con una consigna breve e inequívoca: El Gobierno quiere a Perdicaris vivo o a El Raisuli muerto.


La anécdota, en resumen, pasó a la historia de una forma bastante más pinturera que la prosaica realidad. Y resultó bastante trascendente, las cosas como son. Más allá de favorecer la reelección de Roosevelt y de inspirar alguna película como El viento y el León (aunque presenta la historia un poco distorsionada y con bastante almíbar; Hollywood es así), el incidente Perdicaris convenció a los Estados Unidos de la legitimidad y, sobre todo, de la eficacia de usar su fuerza militar como un argumento más (en ocasiones, el único argumento) en cualquier conflicto internacional. El mensaje estaba claro: cualquiera que se enfrentase a los intereses estadounidenses (o pseudoestadounidenses, como era el caso), a título personal o nacional, individual o colectivo, se enfrentaba a la justa cólera los marines. Es la tierra de la libertad. El hogar de los valientes. Y los valientes, ya se sabe, no se andan con chiquitas: el que la hace, la paga.


El incidente Perdicaris, en definitiva, les abrió los ojos a los Estados Unidos. Tenían fuerza, y tenían la decisión suficiente para usarla, sin complejos. Ya habían cumplido su Destino Manifiesto. Ya habían comprobado el éxito de la Doctrina Monroe. Ahora, Teddy Roosevelt, el viejo Rough Rider, viniéndose arriba, había desarrollado aún más la doctrina, ampliando el campo de aplicación de la misma. América era la elegida, y el mundo era suyo.


Y en esas siguen. Aunque solucionar algunos asuntillos les lleve diez años.


God bless America.