viernes, 31 de diciembre de 2010

ADIOS, 2010

Así, como sin querer, nos hemos plantado en el 31 de Diciembre. El día en el que esta bolita (achatada por los polos) compuesta por tierra, agua y detritos variados completa una nueva revolución alrededor del Sol. Para el viaje ha necesitado 365 días (y algunas horas, pero redondeemos), el periodo que los humanos llamamos un año. Este que hoy acaba, concretamente, hace el número 2010 desde que a alguien se le ocurrió empezar a contarlos tomando como punto de inicio el nacimiento de un niño en Galilea, en unas desafortunadas condiciones de saturación hotelera (ridículo, sí, pero por algún sitio hay que empezar a contar).

Ha sido el año en el que España, para asombro de propios y extraños, ha ganado el Mundial de Fútbol, lo que resulta tan espectacularmente incomprensible que supongo que bastará para recordar este año para siempre. Pero ha sido también el año de la crisis, de ver como muchas cosas se derrumbaban alrededor, de locales cerrados, de los parados (gente paseando, con las manos en los bolsillos, con cara de circunstancias). Ha sido el año del miedo (al futuro, al presente) y de la rabia (por un pasado estúpido, por aquellos polvos que ahora traen estos lodos). Ha sido el año en el que todos hemos perdido la poca inocencia que pudiera quedarnos. Aunque, por supuesto, nos queda todavía un poco de esperanza. Ya saben, es lo último que debe perderse.

En lo personal, ha sido un año peculiar. Ha sido el año en el que descubrí los blogs, e incluso me decidí a abrir uno (sé que he llegado con cierto retraso al mundo blog, pero mi vida se podría resumir como llegar perpetuamente tarde, a todo; en cualquier caso, no hay que llegar primero, hay que saber llegar). Ha sido un año en el que me he aburrido, me he asustado, me he peleado con el mundo y conmigo mismo, me he agobiado, me he estresado, me he vuelto a aburrir, me he vuelto a estresar… Pero acabo el año bien, equilibrado, sin (mucho) estrés, sin aburrimiento. Con las cosas más claras que hace 365 días. En paz conmigo mismo (el mundo tendrá que esperar). Y moderadamente feliz. Así que no me quejo, porque podría haber sido mucho peor.

Por eso, pese a todo, pese a todo lo que ha pasado este año, estoy de buen humor. Así que voy a desconectar por unos instantes mi habitual misantropía para desearles a todos que el próximo año sea mejor (mucho, infinitamente mejor) que el que hoy acaba. Para todos, y en todos los sentidos, por pedir que no quede.

Disfruten de la próxima vuelta alrededor del sol. Abróchense los cinturones.
Y crucen los dedos, porque no hay salidas de emergencia, el piloto está borracho y los controladores en rebeldía.

Feliz 2011.

viernes, 17 de diciembre de 2010

A NUEVOS TIEMPOS, NUEVOS LEMAS

Al hilo de lo que contaba el otro día respecto a la diferencia entre contar cosas (narrar) y contar cosas (ya saben, uno, dos, tres…), me ha venido a la cabeza una reflexión (las reflexiones son así, atacan sin avisar, en cuanto te ven despistado), una duda, una inquietud: ¿para qué coño sirven los homónimos [1]?

Y es que, si lo piensan, son una cosa curiosa, los homónimos. Siempre me ha fascinado esa cabezonería por llamar de la misma manera a dos cosas totalmente distintas. Como si no hubiera nombres suficientes en el mundo. O como si no se pudieran inventar nombres nuevos, caso de ser necesario (o incluso sin serlo, véase el ataque de creatividad que les ha dado a los académicos de la lengua últimamente, por ejemplo). Y, para acabar de arreglar las cosas, tenemos los sinónimos, por si nos apetece llamar a la misma cosa de mil formas distintas. Alegría.

Lo malo es que uno empieza con una reflexión así de simple, y luego la cosa se va liando. Porque llevaba varios días con el tema de los académicos en la cabeza, pensando si decir algo o callarme para siempre, pero he llegado a la conclusión de que si no lo digo reviento, y como la sangre sale muy mal de las paredes, pues lo digo: ¿a qué viene cambiar los nombres de las letras, eliminar tildes diacríticas, etc? ¿Es una maniobra para amoldar los conocimientos al nivel de la gente, visto que la gente no está por la labor de amoldar su nivel a los conocimientos?

No es que el tema me afecte muy directamente, porque no me gano la vida escribiendo, y una tilde de más o de menos no me va a cambiar la vida, pero la verdad es que me jode. Para qué negarlo. En el colegio, tiempo ha, tuve una profesora de lenguaje firme defensora del método del palo y la zanahoria. Pero por lo visto el día que explicaron lo de la zanahoria ella no había ido a clase, o no cogió apuntes, o vaya usted a saber, y eso se tradujo en que aprender a escribir correctamente me costó mis buenos capones, pero al final conseguí redactar (más o menos) y a escribir sin faltas de ortografía, al menos de manera sistemática (paralelamente, y supongo que por un mecanismo de adaptación al medio, desarrollé también un extraordinario grosor en los huesos de la cabeza y una considerable resistencia al dolor, pero ese es otro tema y no viene al caso). Hasta hoy, yo había dado por bien empleados aquellos capones, pero, claro, ahora la cosa cambia. Porque si dentro de nada el corrector de Word me va a llenar la pantalla de rojo en cuanto se me escapen las palabras escritas como siempre las he escrito, no puedo evitar pensar que para este viaje no hacían falta semejantes alforjas. Cambiar los hábitos, la manera en la que he escrito toda la vida, va a ser muy difícil. Así que, encima de la cara de tonto que se me ha quedado, voy a acabar pasando por un rebelde gramatical, como si fuera un anarquista semántico (sección María Moliner, columna Lázaro Carreter). Y nada más lejos de la realidad, oigan, que soy de naturaleza más bien dócil.

Pero esto es a título personal. Cosas mías. Sin embargo, me asaltan unas dudas más o menos razonables: ¿qué va a pasar con los libros que se editen a partir de ahora? ¿Y con los ya editados? ¿Pasarán a ser rarezas, incunables, objetos de estudio para paleolexicógrafos y otros eruditos? ¿Acabaremos hablando un lenguaje cada vez más alejado del canon, o tendremos que volver a estudiar las reglas gramaticales para evitar que el castellano del siglo XXII se parezca al actual como un huevo a una castaña?

Y lo divertidas que van a ser las clases de lenguaje, a partir de ahora (porque todavía enseñan eso en las escuelas, ¿verdad?). Porque entre el actual clima de relajo disciplinario (por llamarlo de alguna manera) existente en las aulas y el comprensible rebote que se puede pillar cualquier alumno en las presentes circunstancias (oiga, que ayer esta palabra estaba bien y hoy me la ha puesto mal, a ver si nos aclaramos), no se extrañen si más de un profesor de lenguaje acaba medio linchado por una turba de alumnos vociferantes cuando estos vean frustradas sus ansias de conocimientos por esta arbitraria variabilidad de criterio. Al tiempo.

En cualquier caso, ole los cojones de los señores académicos, digan que sí, que cuando uno está en racha (recuerden el ritmo que llevan poniendo cosas raras en el diccionario, desde bluyín a cederrón, pasando por cultureta) hay que aprovecharla. Que la inspiración es muy suya, y una vez que se va, a saber cuándo vuelve.

La única pega es que habrá que cambiar el lema del sitio, porque lo de Limpia, fija y da esplendor no casa bien con la política actual de la institución. Vale que a estas alturas lo de fijar nada estuviera jodido, lo de limpiar no te cuento y de dar esplendor mejor ni hablemos, no se vaya a molestar alguna minoría susceptible, pero, coño, si los académicos se aburren podían buscar otro entretenimiento y dejar de vacilar con el diccionario. En fin, a lo que íbamos, que desde mi humilde púlpito propongo como nuevo lema la vieja consigna de Si no puedes con tu enemigo, únete a él.

Hala, ya lo he dicho.
[1] Gracias por la corrección, Niño. Un lapsus mental (habitual en mí, por otra parte: ya te puedes hacer idea de la cantidad de capones que tuve el placer de disfrutar en mis años colegiales).

miércoles, 15 de diciembre de 2010

PONGA UNA CRISIS EN SU VIDA

Tuve una vez un profesor que nos decía que un hombre sensato es aquel que trata de adaptarse al mundo, y que, por el contrario, un hombre insensato es el que intenta que el mundo se adapte a él. Así pues, concluía mi querido profe (valga el oxímoron), el progreso se debe a los hombres insensatos. Luego, cuando en los exámenes yo cometía alguna insensatez que él, por lo visto, consideraba poco progresista, me clavaba un suspenso y se quedaba tan ancho. Pero no le guardo demasiado rencor: una incoherencia la tiene cualquiera. En cualquier caso, esto no tiene nada que ver con el tema del que yo quería hablar, que es la crisis. La nunca suficientemente valorada crisis.


Algún ente de los que tengo por compañeros en el curro (no lo tengo identificado, porque, acertadamente, ha preferido cometer la tropelía desde la comodidad del anonimato), ha puesto en el tablón de anuncios de la oficina un papelote en el que sale una foto del señor Albert Einstein, de profesión sus genialidades, al lado de un discursito que el susodicho supuestamente dijo en su día acerca de la crisis y que a mi, me van a perdonar, me parece una completa soplapollez. Pasen y vean:


No pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo.
La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países porque la crisis trae progresos.
La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura.
Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar 'superado'.
Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones.
La verdadera crisis es la crisis de la incompetencia.
El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones.
Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos.
Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia.
Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo.
En vez de esto trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora que es la tragedia de no querer luchar por superarla.

Aunque reconozco la buena voluntad de intentar animar a la tropa y convencer al personal de que la crisis es “una bendición”, y no puedo sino valorar los tremendos huevos que hacen falta para poner algo semejante en un nido de mileuristas hipotecados como nuestra oficina, la verdad es que Einstein nunca escribió semejante gilipollada (creo, que tampoco me he leído todo lo que escribió y dijo este señor). Lo único que escribió Alberto el Despeinado que se le podría parecer mínimamente (echándole mucha voluntad, cierto es) fue una pequeña reflexión, en su ensayo The world as I see it, en la que ponderaba lo bien que le había sentado centrar su vida en cosas como el esfuerzo y la búsqueda de la verdad antes que en la fácil complacencia de la felicidad. O sea, esto:

Nunca he visto la comodidad y felicidad como fines en sí mismos —a esta base crítica la llamo el ideal de la pocilga. Los ideales que han iluminado mi camino, y una vez tras otra me han dado valor para enfrentarme a la vida con alegría, han sido Amabilidad, Belleza y Verdad. Sin el sentimiento de parentesco con hombres de mente similar, sin la ocupación con el mundo objetivo, en lo eternamente inalcanzable en el campo de los esfuerzos artísticos y científicos, la vida me hubiese parecido vacía. Los objetivos banales de los esfuerzos humanos —posesiones, éxito exterior, lujo— me han parecido siempre deleznables.

De todos modos, si quieren que les sea sincero, tampoco me hubiera extrañado que el genial físico hubiera proferido semejante desatino, porque no conviene olvidar que la genialidad rara vez abarca la totalidad de la existencia de un hombre (sin ir más lejos, ni siquiera yo soy perfecto en todo), de manera que se puede ser un físico estupendo y un completo indocumentado cuando uno se mete a hablar de lo que no sabe. Incluso, puestos a ser críticos, se podría hasta cuestionar la trayectoria científica del personaje en cuestión, que siendo muy jovencito formuló una teoría que luego se pasó toda la vida intentando refutar (sin éxito). Ole la coherencia.

En cualquier caso, alguien ha hecho una interpretación muy libre del mensaje de Einstein, la ha transformado en la sandez correspondiente y nos la ha vendido por internet firmada por el tío Alberto. Que ya se sabe que todas las opiniones son respetables, pero, dependiendo de quién las haya dicho, unas son mucho más respetables que otras. Y si lo dice Einstein, cómo no va a ser verdad: si quiere usted progresar y realizarse, ponga una crisis en su vida.

Pero, qué quieren que les diga. A mí me parece que las cosas no son así. Que la indolencia es el estado natural del ser humano, y que las crisis sólo son una putada considerable que nos obligan a apretar el culo mientras esperamos que escampe para poder volver a nuestra indolencia habitual. Que no digo que unos glúteos firmes no sean un beneficio a tener en cuenta en algunos casos, entiéndanme, pero que, así en términos generales, a mí las crisis no me compensan.
Así que, con su permiso, voy a desaprovechar esta bendita oportunidad de superación personal que la banca internacional, la incompetencia gubernamental y la malvada estupidez humana, ex aequo, me brindan tan gentilmente, y voy a aprovechar, en cambio, para ciscarme en la crisis y en todos sus putos muertos.

Y para rogarles a los banqueros ninjas, a los ministros de economía y trabajo, y, en general a todos los que han hecho (por acción u omisión) de la especulación salvaje y del trabajar en negro una manera de vivir, que en lo sucesivo intenten preocuparse un poco menos por mi realización personal y profesional (si ven que se aburren, que jueguen al Monopoly, hagan sudokus o practiquen el sexo tántrico, que tiene pinta de ser muy entretenido). Porque, aunque les parezca mentira, yo no necesitaba esta maravillosa crisis para ser feliz.

Será que soy conformista.

Qué le vamos a hacer.

sábado, 27 de noviembre de 2010

HOY HACE SEIS AÑOS...

… hacía mucho frío. Era un sábado luminoso, con sol y buen tiempo, pero terriblemente frío. Sin embargo, a pesar de ser sábado, y de lo poco que me gusta el frío, no pude remolonear en la cama porque tenía que ir a una boda. A la mía, concretamente. Y ya se sabe que una boda sin novio queda un poco rara. No tanto como sin novia, desde luego, pero creo que al final (muy al final) se hubiera acabado notando mi ausencia.

Ustedes se preguntarán, con toda la razón del mundo: ¿a quién se le ocurre casarse el 27 de Noviembre? Pues he aquí la respuesta: a mi mujer. Esperar hasta encontrar una fecha de presunto buen tiempo suponía dos años, y no queríamos esperar tanto. Y, por otro lado, ella siempre ha tenido suerte, y sabe utilizarla (es de las que siempre, siempre, siempre encuentra un sitio para aparcar; como por casualidad, pero siempre lo encuentra, riéndose a la cara de zonas azules, horas punta y demás criaturas demoníacas). Para mí que el destino, si exceptuamos la jugarreta que le hizo al ponerme en su vida, la adora.
Pero, a lo que íbamos, ella estaba convencida de que todo iba a salir bien. Yo le hablaba de la probabilidad de chubascos, de nieve, del apocalipsis… y ella contestaba: ¿y por qué va a llover precisamente ese día? Pues por la humedad, la época del año, el frío, porque estamos en Astorga y es lo normal, contestaba yo. Ella me miraba extrañada, y acababa preguntando: ¿pero cómo va a llover si es el día de mi boda? Como les digo, hizo un día radiante, y yo dejé de creer para siempre en las predicciones meteorológicas.

Ella lo organizó todo: excepto mi traje, se encargó absolutamente de todos los detalles del evento. Escogió el restaurante, las invitaciones, el menú… todo lo escogible. Hasta a mí. Yo participé en el proyecto con derecho a veto, pero sin voz para proponer alternativas (lo que, en el fondo, me encantaba, porque se me da mucho mejor encontrar defectos que soluciones), pero tampoco recuerdo que tuviera que cambiar alguna de sus decisiones (salvo los postres, tema sagrado para mí, y que me costó un desencuentro de cierta consideración con el cocinero del banquete; al final me impuse, que, oigan, el novio era yo; más tarde me enteré que era un chef de prestigio, con premios internacionales y todo, no vean qué vergüenza). Y, como no podía ser de otra forma, todo salió perfecto.

El hecho de que fuese ella la que se ocupase en exclusiva de los temas organizativos resulta menos extraño si comenzamos la historia por el principio. Porque fue ella la que me pidió en matrimonio. Siempre ha sido más decidida que yo, y supongo que a aquellas alturas ya me conocía lo suficiente como para saber que si quería boda, tendría que pedirla ella misma. Yo, quizá sorprendido por la propuesta, pero en cualquier caso haciendo gala del romanticismo que me caracteriza (y que tanto se presta a malas interpretaciones), contesté: Vale. Y ella no sólo no me partió la cara, sino que… ¡incluso pareció ilusionada! ¿Quién entiende a las mujeres?

Fue una boda estupenda. Todos nos lo pasamos bien. Ella iba muy guapa (yo, simplemente, iba; y, créanme, no fue poco), las madres lloraron un poquito, los amigos montaron una juerga importante, comimos como si lo fueran a prohibir, bebimos varias cosechas y acabamos a altas horas de la madrugada, unos pocos irreductibles, cerrando los escasos bares que encontrábamos abiertos. No llegamos a desayunar chocolate con churros de empalmada, pero por poco.

Fue un gran día. Por todo esto, y por muchas más cosas, pero por una sobre todas las demás: porque me casé con ella.

Y aunque a veces me parece que ha sido un parpadeo, resulta que han pasado seis años ya. Los mejores seis años de mi vida.

Así que, aprovechando que todavía nos soportamos y nos gusta estar juntos, nos vamos a celebrarlo como es debido, con un fin de semana sin niños, nosotros solitos, en plan novios, donde nadie nos conozca. En un sitio bonito, tranquilo y acogedor, donde podamos pasar una tarde entera leyendo, o jugar al ajedrez, como hacíamos antes (¿te acuerdas?), o dar un paseo cogidos de la mano, si el tiempo lo permite. O emborracharnos, si se tercia. O, simplemente, quedarnos dormidos juntitos, uno al lado del otro, pensando que, entonces sí, estamos en el mejor lugar del mundo.

Donde podamos, en definitiva, dedicarnos a hacer ganas de pasar otros seis años juntos.
Y luego otros. Y luego... todos.

jueves, 18 de noviembre de 2010

EL BLOG MALDITO

Vaya, de entrada, una aclaración: no soy supersticioso. Principalmente, porque trae mala suerte, pero el caso es que no creo en fenómenos paranormales, brujas, encantamientos, maldiciones y procesos de ese estilo. Sin embargo, tengo que reconocer que hay ocasiones en las que es muy difícil explicar las cosas que pasan sin recurrir a fuerzas extrañas.

Por ejemplo, mi blog. Les voy a confesar algo, y no se rían, que es una cosa seria: mi blog está maldito. Desde que empecé a escribir en él, comencé a detectar algunos sutiles indicios de que algo iba mal. De que el destino conspiraba contra mí. Al principio pensé que eran cosas mías, pero cada vez se me hace más difícil sostener que sean sólo casualidades. Una vez, puede ser. Dos, sería una coincidencia espectacular. A partir de la tercera, está claro que algo raro pasa, por muy bien que quieras pensar. Y aunque ya sé que resulta un poco paranoico eso de la manía persecutoria, y la teoría de la conspiración está muy desacreditada en los últimos tiempos, no es menos cierto que también los paranoicos pueden ser perseguidos, y que las conspiraciones siguen existiendo.

Vean, si no, algunos ejemplos. En su día hablé de auditorías, concluyendo confiadamente que todo se solucionaba siempre con buena voluntad y un paripé más o menos resultón. Pues no. Eso fue un escupitajo hacia arriba en toda regla, y adivinen dónde me cayó. Ahí, exactamente. En todo el ojo.

Posteriormente, hablé también del frío, y sobrevino una ola de temperaturas polares hasta bien entrado Mayo (concretamente, hasta el cuarenta de Mayo; se ve que como también algunas veces me meto con la sabiduría popular…) El calentamiento global puede esperar. Al menos en León.

También me quejé amargamente de las obras en mi ciudad. Ahora tengo una obra a la salida de mi casa. Todas las mañanas sorteando camiones y maquinaria variada para ir al trabajo. No quería obras, pues dos tazas.

Cuando presenté en sociedad a la pandi (ya saben, los tipos con los que llevo comiendo, día sí y día también, los últimos cuatro años), fue mentar la bicha. Reestructuración al canto, y ahora varios de los aludidos tienen puestos de mucho viajar, y no se les ve el pelo. Las comidas ya no son lo mismo, la verdad. Si es que estoy más guapo callado.

Y cuando hablé de que las enfermeras habían perdido (casi) toda su capacidad de establecer en mi mente ciertas asociaciones no demasiado elegantes, me encontré de repente con un colectivo soliviantado, sin fantasías y con una deuda que mi honor de caballero me impulsa a pagar (y cuyo pago mi alma de truhán me hace diferir, de momento con éxito).

No sé si estos ejemplos bastan para convencerlos de que hay algo en mi blog, que lo de la conspiración, en plan Todos contra Cazurro, no son imaginaciones mías. Que la cosa va tomando naturaleza de expediente X. Pero, por si acaso, no se vayan todavía, que queda lo mejor.

Porque, también en el blog, en el blog maldito (o el maldito blog) hablé de mi fobia a los viajes. Y también dije que me gusta contar cosas. Pues, hale hop, acto seguido, y por la misma reestructuración de la que hablaba antes, me han clavado nuevas funciones que implican… exacto, lo han adivinado de nuevo: viajar por un tubo. La ironía final (hay que reconocer que el destino tiene a veces un retorcido sentido del humor, y le da por jugar con los sinónimos) es que estas funciones tienen bastante qué ver con el control de entradas, existencias y salidas, con lo cual me voy a hartar de contar y recontar, aunque no exactamente de la manera que a mí me gustaría. Así que ya ven: me espera un futuro de viajero contador de cosas (que cualquiera pensaría en literatura de viajes, al estilo del siglo XIX, pero no).

Ahora díganme que alguien no le ha echado un mal de ojo al blog, o algo.

Que, oigan, haberlas, haylas.

martes, 16 de noviembre de 2010

MI AMIGO EL FOTÓGRAFO

Lo conocí cuando ambos estudiábamos en la universidad, aunque hicimos carreras distintas. Él era unos años mayor que yo. Era también todo lo que yo nunca he sido: popular, dinámico, interesante y seguro de sí mismo. Uno de esos tipos que al entrar en un sitio hace que todas las cabezas (sobre todo las femeninas) se vuelvan hacia él. Pero, por alguna razón que nunca he acertado a entender, congeniamos. O quizá es que me adoptó como una especie de mascota, el chico tímido y torpe que a todo el mundo le da pena. El caso es que nos hicimos amigos. Y cuando empezamos a hablar, descubrimos una cosa curiosa: nuestras diferencias nos unían mucho más que nuestras semejanzas.

Teníamos cosas en común, desde luego. A ambos nos gustaba mucho el baloncesto, y supongo que por ahí fue por donde empezamos a conocernos. También nos gustaba el cine, y la música. Y ambos teníamos una facilidad para la ironía un poco por encima de la media (aunque él no tenía reparos en manifestarla, y yo me callaba todas las tonterías irónicas que se me ocurrían). Y… punto. A partir de ahí, todo eran diferencias.

Sin embargo, de alguna manera, nuestras diferencias resultaron ser complementarias. A él le gustaba hablar conmigo, y yo adoraba escucharle. Creo que, en aquella época, más que un amigo era para mí un ídolo, una referencia, alguien al que parecerme. Alguien de quien aprender.

Una de sus pasiones, aparte del baloncesto, era (es) la fotografía. Concretamente, la fotografía de insectos (le chiflan los escarabajos; cada uno tiene sus rarezas), aunque tampoco le hace ascos a cualquier otro tema que en un momento dado le brinde una imagen sugerente o espectacular. Y tiene un talento impresionante. Algunas de sus fotos son, sencillamente, indescriptibles. Siempre he pensado que podría haberse dedicado profesionalmente a la fotografía, pero nunca se decidió a dar el paso. Ha hecho algunas exposiciones, con bastante éxito, pero prefiere mantenerlo como una afición, simplemente. En mi opinión, es mucho más que eso: es una pasión, un vicio, su única forma de ver la vida. Porque cuando no tiene una cámara en la mano siempre parece angustiado, temeroso de que se le presente una de esas imágenes que duran sólo un segundo (y que generalmente sólo él puede ver) y no pueda plasmarla para siempre en papel. Pero, en fin, cada uno gestiona sus pasiones como quiere, o como puede, y él ha optado por seguir haciéndolo como siempre: cargando con su cámara en los ratos libres, sobre todo en excursiones al monte (le encanta la montaña) y disparando aquí y allá para luego pasarse horas y horas en el laboratorio, revelando los carretes, comprobando los resultados. Yo le acompañé en algunos de aquellos ratos de laboratorio. Me encantaba el ritual del revelado, el tranquilo proceso de la impresión, el peregrinar del papel de cubeta en cubeta hasta ese instante mágico en el que una imagen aparece de la nada. Y me encantaba ver cómo lo hacía él, porque en esos momentos siempre tuve la impresión de estar viendo a un genio en acción. Aunque luego, por joder, le dijera que más que un fotógrafo era un encantador de escarabajos (un mal chiste, relacionado con una película que vimos juntos y nos gustó a ambos).

Aquellos ratos de laboratorio, mitad a oscuras (y cuando digo a oscuras quiero decir sumergidos en la negrura más absoluta) y mitad bañados por la luz roja que aún hoy tengo asociada a su recuerdo, nos dieron para muchas confidencias. Algunas más profundas que otras (todo lo profundas, en cualquier caso, que pueden ser las confidencias a los 18 o 20 años). Y también nos dieron para conocernos. Teníamos tiempo, teníamos sueños, y disfrutábamos estando juntos. Porque juntos nos reímos mucho, y es el único amigo con el que he llorado sin que me importara que me viera hacerlo (a cambio, creo que soy la única persona a la que permite tocar su tesoro: una cámara Leyka del año la pipa que tiene en el lugar de honor del salón de su casa). No sé si alguna vez llegó a saber cuánto lo admiraba.

Pero si tengo algún pecado que haya de condenarme, ese es la pereza. Y la pereza hizo que perdiéramos el contacto. Él acabó su carrera, yo la mía, y nos fuimos a buscarnos la vida, cada cual por su camino. Esto pasó una época en la que los teléfonos móviles no eran algo tan corriente como ahora, pero no fue esa la causa de que no supiéramos nada uno del otro durante varios años. Por su parte, él tuvo una excusa: extravió la pequeña agenda en la que tenía apuntadas todas las direcciones y números de teléfono. Por mi parte, a falta de excusas, yo tenía mi naturaleza perezosa. Ya saben, esa que hace que vayas dejando pasar los días, las semanas, los meses, sin encontrar nunca el momento para una llamada o una carta. Hasta que llega el momento en el que empiezas a dudar de si tendrá sentido llamar, después de tanta ausencia, después de tanto tiempo.

Afortunadamente, él lo solucionó. En una mudanza, organizando trastos en casa de sus padres, localizó mi número de teléfono (es decir, el número de teléfono de mis padres, porque yo ya no vivía en casa), y no dudó en llamar. Ya les digo que es muy distinto a mí. Mis padres le dieron mi número de móvil, y me llamó. Unos ocho o nueve años después de haber hablado por última vez. Y, aunque sé que suena a tópico, fue como si hubiéramos estado hablando el día anterior. Una sensación extraña, sin duda, pero muy agradable. Era un miércoles por la noche. Mi mujer (que por aquel entonces todavía no lo era) y yo acabábamos de cenar. Recuerdo incluso que ella me acercó el móvil desde el salón, y el lugar exacto del pasillo en el que contesté la llamada de aquel número desconocido. También la primera palabra que escuché de su boca después de ocho o nueve años (repollo; siempre me ha llamado así, porque sabe lo mucho que me jode). No sé muy bien por qué recuerdo todos esos detalles. Quizá porque en aquel momento sentí que algo encajaba de nuevo en mi vida.

Desde entonces, nos vemos de vez en cuando. No muy a menudo, desde luego. Ni siquiera nos llamamos con demasiada frecuencia, pero mantenemos el contacto. Ha estado en mi casa, estuvo en mi boda, conoce a mi mujer y a mis hijos, y se lleva bien con ellos. Cada vez que viene a visitarnos, prefiere comer en casa a salir por ahí, y le encanta contarle a mi mujer alguna de las muchas anécdotas de nuestros años de estudiantes descerebrados que sabe que me avergüenzan (detalles como este son los que hacen que mi mujer le adore, hasta un punto en el que si yo fuera celoso empezaría a preocuparme). Y cada vez que vamos a visitarlo a Pucela nos organiza una sesión de diapositivas con las fotografías que sigue haciendo en sus excursiones. Algunas de sus fotos siguen impresionándome. O quizá es él el que sigue (siempre seguirá) impresionándome. Ahora le toca rendir visita a León, pero se ha echado novia, y su agenda se ha complicado un poco (supongo que habrá que perdonárselo, aunque esa chica me está empezando a caer fatal), así que su visita lleva aplazándose ya mucho tiempo.

Como últimamente lo tenía un poco abandonado, ayer lo llamé. Hacía meses que no hablábamos, pero cuando descolgó (hombre, repollo, qué tal), volvió a ser como si hubiéramos estado hablando cinco minutos antes. Y, como siempre, me puso contento hablar con él de nuevo. Y comprobar que todo va bien. Que es feliz, y que se alegra de que yo lo sea, como yo me alegro por él. Sigue siendo alguien a quien admiro, alguien en quien mirarme en muchos aspectos. Sigue siendo mi amigo.

Cada vez nos vemos menos, y lo lamento. Aunque puede que la nuestra sea una de esas amistades raras, lentas y duraderas, que se alimentan tanto de silencio como de palabras, tanto de gestos como de ausencias. Una de esas relaciones en las que basta pensar en el otro, y saber que existe, para sentir que el mundo es un lugar un poquito menos feo.

En cualquier caso, espero que no tengan que pasar de nuevo varios meses para volver a hablar con él. Claro que también espero que se decida a revelar de una puta vez las fotos que hizo en mi boda (va para seis años), y ya ven.

En cualquier caso, como sé que no leerá nunca este blog, voy a atreverme a poner por escrito lo que creo que nunca le he dicho a la cara: que lo quiero mucho, y que me siento orgulloso de poder considerarme amigo suyo.

Un abrazo, encantador de escarabajos.

viernes, 12 de noviembre de 2010

NOVEMBER RAIN- Guns N' Roses




Hoy no tengo ganas, ni tiempo, de escribir nada.

Pero quiero poner esta canción, por varios motivos: estamos en Noviembre, esta semana ha llovido mucho, y me encantan los solos de guitarra eléctrica en general, y éste en particular.

Espero que la disfruten. Yo lo hago.

Buen fin de semana.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

VISITAS, PALEONTOLOGÍA Y PASIONES

Uno de mis hobbies involuntarios es aburrir a la gente hablándo de geología y/o paleontología. Quiero decir que me gusta hablar de este tema, y la parte involuntaria es que, sorprendentemente, ellos se aburren. Pero, qué quieren, cada uno tiene sus rarezas, así que sigo insistiendo. Por alguna extraña razón, además, tengo cierta preferencia a contarle historietas de este tipo a las señoras. Como la perseverancia se ve recompensada en algunas ocasiones, hay veces que, incluso para mi sorpresa, la táctica funciona y encuentro alguna dispuesta a hacerme caso. Cuestión de probabilidades, supongo: con la cantidad de tarados/as que circulan por el mundo, era cuestión de tiempo que algún espécimen fuera de sexo femenino y coincidiera conmigo en las coordenadas espacio-temporales adecuadas. Pero no se hagan ideas raras, que tampoco desprecio a los hombres que se prestan como oyentes.

Sin ir más lejos, hoy he tenido el último ejemplo de que hablar de cosas raras puede ser una técnica exitosa para quedar como un experto. Es condición sine qua non que sea en alguno de esos temas totalmente inútiles que, no sé muy bien por qué, acaban pareciendo superimportantes. Tú hablas de fútbol, de política, de economía o de gastronomía y te encuentras automáticamente y por definición gente que sabe más que tú. Es jodido impresionar a la gente con esos temas, porque todos somos expertos y tenemos un mínimo de quince soluciones universales para arreglar el mundo. En cambio, hablas de entomología, de propedéutica bovina o de la construcción de clepsidras y es probable que quedes como un ser cuyo conocimiento trasciende este mundo (también es probable, dicho sea de paso, que quedes como un pedante del calibre doce, pero ese es un riesgo que hay que correr). Pues con la paleontología pasa lo mismo, y para muestra un botón.
Esta mañana hemos recibido a una visita que venía a ver a alguien que no quería ser visto, y yo he sido encomendado por el Ser Supremo Que Nos Paga La Nómina Cada Mes (en adelante, y por simplificar, el jefe) para pegarle el capotazo reglamentario. El caso es que me he disculpado hablando durante diez minutos sin decirle nada (¿ven cómo son útiles las frases hechas?) y, cuando me disponía a rematar la faena (por seguir con el símil taurino) acompañándola a la puerta, ella (sí, era mujer, casualmente) hizo un comentario acerca de lo curiosas que son las piedras que forman el suelo a la entrada de las oficinas, y ahí vi la ocasión para lucirme.

-Es caliza de Griotte- le dije. En el norte de León es bastante abundante.

Ella, que hasta entonces me había mirado con cara de mala hostia, tan consciente como yo de que aquello había sido un paripé de cuidado, pareció de repente interesada.

-Pues es muy curiosa. Con esos colores… y esos bultitos. Se queda una mirando y parece que de un momento a otro va a encontrar fósiles.

Por un momento pensé que me estaba vacilando, pero decidí que no. Mi lado pedante me poseyó.

-Es que eso es justo lo que pasa. Este tipo de piedra está repleto de fósiles. Por ejemplo... (hice una pausa para localizar algún ejemplar), aquí. Y allí tenemos otro. Y este otro, que se ve mucho mejor… Sólo es cuestión de saber mirar.

Y entonces ella sufrió el proceso que he visto tantas y tantas veces: la incredulidad. Porque todo el mundo tiene asociada a los fósiles la imagen de los dinosaurios, como mínimo: huesos enormes, criaturas mastodónticas, dientes terribles y cosas así. Y cuando le pones delante de los ojos una cosa de dos centímetros y le cuentas que eso es un fósil, te mira como pensando que les estás tomando el pelo. Afortunadamente, existe un remedio infalible para eso: la nomenclatura científica.

Me lancé a una explicación acerca del origen de la roca en cuestión, desde su génesis hasta su presencia en las montañas, pasando por los procesos sedimentarios y metamórficos intermedios. Le hablé después de la naturaleza de los bichitos que estábamos viendo encastrados en su tumba rosa desde hacía más de 300 millones de años, y le fui recitando algunos nombres raros, los pocos que todavía recuerdo: crinoideos, nautiloideos, ammonites, belemnites, braquiópodos… El resultado fue el esperado: la incredulidad dejó paso a una cara de asombro, y al posterior entusiasmo de estar visitando un museo de historia natural en el lugar en el que menos se puede uno esperar (¿quién iba a pensar que en un aparcamiento…?).

Después de cinco minutos de conferencia (en parte porque no quería pasarme, en parte porque el muestrario de fósiles que teníamos a la vista era reducido, pero principalmente porque ya había dicho todo lo que sabía del tema), nos despedimos amablemente. Tuve la sensación de que no se iba tan disgustada por no haber encontrado al personaje objeto de su visita.

Por mi parte, me quedé más feliz que una perdiz, oigan. Recordando aquellos lejanos tiempos en los que estudiaba esas cosas y era capaz de memorizar listas inmensas de nombres impronunciables, y en los que me enfrentaba a una montaña con el espíritu de un detective ante un crimen, investigando hasta esclarecer su origen, su composición y los procesos que la habían hecho ser como era ahora. La época en la que sorprendía a mis profesoras (todas fueron mujeres; quizá de ahí viene mi fijación por hablar de estos temas con las féminas) pidiéndoles más y más libros para leer sobre el tema, hasta el punto de que agoté sus reservas de bibliografía en español y tuvieron que comenzar a dejarme algún texto en inglés (obviamente, dejé de pedirles libros; en la lengua de Shakespeare me costaba un montón, y la cosa no era tan divertida).

Recordando, también, aquellas salidas al campo para poner en práctica lo que estudiábamos en clase. Salidas a la zona del embalse de los Barrios de Luna, por la que tantas veces había pasado sin saber que era un auténtico viaje en el tiempo. Aquellas caminatas con un martillo y una lupa, descubriendo aquí y allá algún detalle que te permitía identificar una formación, o una estructura en concreto, y sintiéndote un Indiana Jones de la geología hasta que veías, diez metros más allá, a un alemán haciendo un estudio paleomagnético con un equipo que costaba más pasta de la que veré junta en toda mi vida, y se te caía el entusiasmo a los pies.

Recordando también las innumerables horas perdidas (o invertidas) discutiendo acerca de hipótesis sobre las explosión del Cámbrico, o sobre la extinción del Pérmico, o sobre si el ciclo de Wilson justificaría algunos de estos procesos. Cosas todas ellas que creía olvidadas… hasta hoy.

Y me di cuenta de que recordaba muchas más cosas de las que yo creía. Es curioso cómo funciona la memoria. No recuerdo lo que desayuné esta mañana (probablemente lo de siempre, ya saben que soy un tío de costumbres), pero puedo recordar todas estas cosas inútiles sobre las que no había vuelto a pensar en años. En muchos años.

Supongo que la pasión con la que se viven las cosas tiene mucho que ver en lo que uno recuerda, y lo que no. Y como cada uno se apasiona con lo que puede, a mí me tocó la paleontología.

Pero me consuelo pensando que de vez en cuando me da para entretener a alguna visita.

Y que podría haber sido peor: imagínense la filatelia.

martes, 9 de noviembre de 2010

PROCELOSAS PERIPECIAS EN EL PARQUE

El fin de semana me trajo alguna experiencia novedosa. Por ejemplo, salir con los niños al parque, cosa que no suelo hacer, y que me ha hecho valorar muchísimo más la labor que a diario desarrolla su santa madre. Porque si ya aguantar a los churumbeles es una tarea laboriosa, aguantar las interacciones con otros de su misma especie, y las posteriores reacciones de los padres de los otros críos puede ser una tarea de titanes, directamente. El camino más corto al infierno. La ruleta rusa en versión relaciones sociales.

Exemplia gratia. Sábado por la tarde. Un carpintero ha tomado posesión de mi casa para hacer algunas reformas. No es que sean gran cosa, pero exceden con mucho mis habilidades madereras, así que decido huir. Mi mujer se queda para darle, al mismo tiempo, instrucciones y conversación. H1 se queda porque cualquier trabajo con herramientas mecánicas le chifla. Si son ruidosas, más. Y si encima levanta polvo, ensucia y/o es peligroso (o lo parece, que la sugestión también influye), ya ni te cuento, así que cuando le planteo la disyuntiva de quedarse a ver al carpintero hacer la ñapa o venir con su hermano y conmigo al parque me mira con cara de estar pensando que la pregunta tiene trampa. Vale, me piro al parque con H2.

Hace un frío de narices, pero como el niño se jarta de correr y es feliz saboreando la libertad, parece no notarlo. Yo no corro, y estoy ya muy desengañado para que salir al parque me parezca ser libre, por lo que sí lo noto. Además, mis dedos morados se encargan de recordármelo, por si acaso. El caso es que H2 empieza a correr con su moto, a coger castañas, a subirse en los columpios, a bajar por el tobogán… En fin, a disfrutar. Yo soporto el frío, y también disfruto, pensando que cada minuto que pasa falta un minuto menos para volver a casa. El tiempo es mi aliado. No soy nadie yo, buscándome aliados.

En un momento dado, H2 está haciendo una montañita con las castañas que ha ido recogiendo, aquí y allá. De repente, un mayor (unos seis años, cuando H2 no llega a tres) pasa por allí, decide que le apetece darle una patada al montón de castañas de H2, y se las manda a tomar por saco. El niño, a falta de otra cosa, tiene coraje, así que se va a por el mayor y le llama de todo. El mayor le recuerda que le puede comer los higadillos, así que mejor que se ande con ojo. Yo contemplo la escena desde una distancia prudencial, resignado a que a H2 le partan la cara, pero consolándome al pensar que quizá acierte a extraer de todo esto alguna enseñanza valiosa, algo del tipo “no meterme con gente que me saca la cabeza”.

Pues no, oigan. Por algún misterioso mecanismo que a mí se me escapa, a los dos minutos del encontronazo, no sólo no le habían partido la cara a mi hijo, sino que el mayor, y de paso toda su pandilla, habían rehecho el montón de castañas, mientras H2, imperial él, organizaba los trabajos de todo el personal sin pegarle un palo al agua. Ya les digo, para mí es un misterio cómo se lo monta este niño. Debe ser que tiene carisma, o algo.

Mientras mi cabeza se pierde en la soñadora visión de H2 convertido en un precoz empresario triunfador que saca a su padre del arroyo, el juego evoluciona hacia una variante otoñal de la maldición de Sísifo. El crío se las ha apañado, de nuevo no sé muy bien cómo, para organizar a una pandilla de seis niños, todos mayores que él, de manera que todos se afanan en construir una montaña con la hojarasca presente en el parque para que, una vez alcanzada una altura considerable, H2 la embista con su moto, les desparrame el material, y vuelta a empezar. Una manera como otra cualquiera de forjar la personalidad, supongo: hay quien nace para dar, y quien para recibir.

A cinco metros escasos de la escena, los padres y madres (sobre todo madres) de los esclavos de mi hijo pasan olímpicamente de las actividades de sus retoños. Algo que entra dentro de lo normal, porque tampoco son niños de pecho, ni están haciendo malabares con cócteles molotov. Me cruzan un par de comentarios invitadores, como tendiéndome la mano. Ven y únete a nosotros, y disfrutarás de los placeres de una charla adulta, parecen decirme. Sin embargo, mis instintos asociales prevalecen, y me mantengo a una distancia prudente. Cuando escucho de refilón un comentario de las últimas declaraciones de Belén Esteban, aumento la distancia de seguridad unos cinco metros. Puestos a sufrir torturas, el salvajismo infantil me parece una alternativa infinitamente mejor.

El juego de hacer-para-deshacer evoluciona: después de cada embestida de H2, desparramando las hojas por el suelo, los demás se lanzan sobre ellas, retozando alegremente hasta que mi hijo les convence para que vuelvan al trabajo (me está empezando a acojonar el poder de convicción que tiene este niño, de verdad). El caso es que a mí el juego, además de incomprensible, me parece un poco salvaje, con una probabilidad entre media y alta de que alguno salga malparado. Intento que las pequeñas bestias se moderen un poco, pero pasan de mí tres pueblos. Valoro la posibilidad de imponerme por la fuerza y decretar el toque de queda, pero la desecho por dos razones: no creo tener la suficientemente autoridad (moral ni física) para someter con éxito a la marabunta, y H2 se mantiene al margen, con lo cual, de haber daños, serán ajenos. Al fin y al cabo, los padres de las criaturas están delante y no dicen ni mu, así que ellos sabrán.

Finalmente, la ley de las probabilidades hace su trabajo, y en uno de los revolcones sobre el lecho foliar uno de los críos se zampa un coscorrón de cierta importancia. Su cara golpea contra la cabeza de uno de sus correligionarios, produciendo un ruido sospechosa y grimosamente parecido al que se escucha al cascar una nuez. Mi naturaleza de tahúr hace una apuesta: como mínimo, un labio y dos dientes al carajo (fallé por un diente, pena). El lesionado sale disparado hacia el grupo de fans de la princesa del pueblo, en busca de maternal consuelo, y, quizás, de algo con lo que contener la hemorragia, y es entonces cuando por fin las madres se movilizan, alarmadas por la sangre y los berridos del infante. Pero no sólo se movilizan, sino que, como cualquier Pokemon que se precie, evolucionan. Todo lo que antes era indiferencia se transforma ahora en dolor desgarrado ante el sufrimiento del hijo. Y en afán de justicia, sospecho, porque comienzan a lanzarme miradas cargadas de odio. Como si yo fuera responsable del desaguisado. Lo siento por el crío, pero ignoro las miradas sin mayor problema, hasta que del grupo de madres surge un comentario, así como al azar, preguntándose cómo es posible que YO les haya permitido jugar así, a lo bruto. Estoy a punto de contestar que:

a- Llevan jugando así casi media hora (más o menos, el tiempo que ellas llevan comentando las novedades de la prensa rosa), y en todo este tiempo no ha habido ninguna objeción por parte del grupo maternal.

b-Yo estoy a la misma distancia de los juegos que ellas, así que lo de permitir o dejar de permitir es un concepto, cuando menos, discutible.

Pero como, en un ramalazo de lucidez, desconfío de mi capacidad para decir todo eso en un tono que no suene demasiado mal, en el último momento me contengo. Haya paz. Sin embargo, noto mi tensión arterial subir peligrosamente (uno ya tiene una edad, y esas cosas hay que cuidarlas), y cuando empiezo a pensar que el esfuerzo de callarme me va a costar entre diez y quince años de vida, H2, que por lo visto no es partidario de la orfandad prematura, decide velar por mi salud y me lo pone a huevo:

-¿A que ese niño era muy bruto, papá?

No me pude resistir:

-No, hijo, la culpa es de su mamá, que no lo cuida bien.

Por suerte o por desgracia, creo que no me oyeron. O hicieron como que no. Pero me quedé como Dios.

Cómo mola el parque.

PS: Cuando le conté la historieta, mi mujer me miró raro, y me prohibió bajar al parque con los niños en unos meses. No supe si alegrarme o apenarme. Ahora que le estaba cogiendo el gusto…

sábado, 6 de noviembre de 2010

MIDNIGHT TRAIN TO GEORGIA- Gladys Knight & The Pips






Me encanta esta canción. El tren de medianoche a Georgia.


Habla de una huida. Es la historia de alguien que tuvo que empaquetar sus sueños maltrechos y volver a casa lamiéndose las heridas, pero con la chica a su lado. Y, no puedo evitarlo, a mí me encantan esas historias en las que los protagonistas pierden todas las batallas pero acaban ganando la guerra.


Pero también me gusta por otras muchas razones. Porque es una gran canción. Porque me encanta ver a los Pips haciendo el moñas. Porque la voz de Gladys Knight es sencillamente espectacular. Y porque no es una canción de amor convencional. De hecho, esta podría ser la continuación de cualquier canción de amor. Lo que las otras canciones no enseñan. Lo que pasa algunas veces, después del "contigo al fin del mundo", cuando el fin del mundo resulta estar demasiado lejos.


Y también me gusta, como no, porque me recuerda que si algún día la vida me supera y tengo que retirarme, escapando en un tren de medianoche hacia un lugar más sencillo, ella preferirá venir conmigo a vivir sin mi. Exactamente lo mismo que haría yo con ella (aunque, entre nosotros, lo más probable es que el que escape sea yo).

Que ustedes lo pasen bien.

Pero rápido, que ya queda menos para el lunes.


PS: No he podido resistirme a enseñarles esta curiosidad: Ben Stiller, Jack Black y Robert Downey Jr. haciendo una (mala) imitación de los míticos Pips (para que vean que incluso para hacer el moñas hay que valer). El sonido es mucho mejor que en el video anterior, y no deja de tener su gracia.

viernes, 5 de noviembre de 2010

FRASES HECHAS

La verdad, nunca me han gustado mucho las frases hechas. Me refiero a las frases hechas de andar por casa, porque las citas y los parafraseos de según qué personajes son una debilidad (algún día igual me animo y hablo de esto). Cada uno tiene sus contradicciones, qué le vamos a hacer.

En general, las frases hechas siempre me han parecido una manera de demostrar hablando que uno no tiene nada que decir. Un esfuerzo inútil, y dado que yo estoy firmemente posicionado en contra de los esfuerzos inútiles (de todos los esfuerzos, en realidad), procuro evitarlas siempre que puedo. Pero, cosas de la vida, el destino se empeña en ocasiones en llevarte por caminos por los que, en condiciones normales, no irías ni harto de cubatas de whisky de garrafón caducado. Ya se sabe que el hombre propone y Dios dispone, así que de vez en cuando te ves en situaciones en las que se dan las siguientes circunstancias:

1-No tienes nada que decir.

2-Ni siquiera tienes ganas de hablar.

3-No sabes de qué te están hablando.

4-Tienes que decir algo.

5-Cualquier cosa que digas podrá ser (y será) utilizada en tu contra.

A simple vista, parece un problema irresoluble, pero a poco vivo que sea uno (o, como es mi caso, después de llevarse una cantidad considerable de hostias literales y metafóricas por decir lo que no se debe), se acaba cayendo en la cuenta de que la solución está ahí, al alcance de nuestras cuerdas vocales: las nunca suficientemente valoradas frases hechas. Y ya comprenderán que en el mismo saco se pueden meter los refranes, los lugares comunes y cualquier manera de expresión que sirva para no expresar nada en absoluto.

Esas situaciones suelen darse con cierta frecuencia en el trabajo, donde me veo cada día hablando con gente que tiene la mala costumbre de hacer preguntas a las que no tengo respuesta, o para las que tengo una respuesta que sé que no les va a gustar ni un pelo. Así que, un poco a la fuerza, me he convertido en adicto a las frases hechas (lo que no deja de ser una cosa un poco contra natura, pero a estas alturas de la vida llevo hechas ya tantas cosas contra mi opinión, mi criterio y mis gustos que esto no era excesivamente difícil). Te pueden sacar de un montón de problemas.

Concretamente, me estoy especializando en hablar del tiempo. Es una cosa muy útil, sobre todo cuando tienes que entrevistarte con personal con el espíritu reivindicativo un poco subido. Ante todo, es imprescindible manejar un archivo lo suficientemente amplio de frases de este tipo, porque si dices siempre lo mismo el contrario acabará pensando (casi acertadamente) que lo estás vacilando, y la cosa puede degenerar. Pero casi tan importante como lo que se dice es cuándo se dice: la velocidad de reacción es fundamental. Si eres el primero en disparar, las posibilidades de que la conversación no derive hacia temas espinosos es considerablemente más alta.

Otro capítulo aparte son las frases de político. Ya saben, esas con las que los padres de la patria intentan explicar la marcha del país sin que se les note demasiado que no tienen ni puta idea de lo que hablan y que además les importa un huevo lo que pase o deje de pasar. Frases como estamos trabajando en ello, me alegra que me haga esa pregunta, es un tema que exige una reflexión profunda y el esfuerzo de todos, etc. Se recomienda utilizar con cara de comprensión y un tono de voz que haga creer al interlocutor que lo que está diciendo te preocupa casi tanto como el fin de los casquetes (polares; no me sean cochinos).

En determinadas circunstancias, el fútbol puede ser una tabla de salvación, a poco forofo que sea el contertulio, porque es un tema que desemboca con facilidad en encendidas polémicas, alejadas del tema original de discusión, y que casi nunca acaban en sangre, ya que hay una frase mágica capaz de zanjar cualquier debate de esta índole, una opinión con la que todo el mundo está de acuerdo: con lo que cobran esos cabrones…

Pero como les decía, poco a poco se va cayendo en la costumbre, y lo que inicialmente era una simple herramienta de supervivencia (como la versión verbal del hueso de los monos en 2001) se convierte en un hábito. Incluso en ocasiones (fíjense hasta donde se puede llegar una vez que se inicia la cuesta abajo) se puede hasta disfrutar con ello. Y llega el momento en el que se comprende que esto no puede seguir así. Porque, al fin y al cabo, uno tiene su conciencia, y unos padres que le enseñaron de pequeñito, entre otras cosas más o menos inútiles, que mentir está mal, ya sea de palabra, obra, omisión o por persona interpuesta. Y, claro, se van acumulando los remordimientos, y luego cuesta dormir.

Así que, después de meditarlo cuidadosamente, me he propuesto quitarme del tema de las frases hechas. Quiero aprovechar esta oportunidad que tan amablemente me brindo a mí mismo para decirles a todos ustedes que nunca mais. Que puedo prometer y prometo, y a Dios pongo por testigo, que nunca volveré a decir una frase hecha. Sé que me costará trabajo, pero el que algo quiere, algo le cuesta. Y no crean que esto va a ser uno de esos buenos propósitos que caen en el olvido al mediodía del uno de enero, porque pienso comenzar mañana mismo, bien prontito, que al que madruga, Dios le ayuda. Aunque igual es mejor comenzar a media mañana, porque ahora está empezando a refrescar al amanecer. Que ya estamos en Noviembre. Parece mentira cómo pasa el tiempo. Ya dentro de nada tenemos ahí el partido del siglo de cada seis meses, todo un Barça- Madrid. Y las elecciones catalanas, nada menos, todo el mismo día: anda que no vamos a tener temas de conversación. A poco que Messi tenga el día, le auguro un mal rato a los chicos de Mourinho. Claro que el portugués es un tío muy preparado, y es capaz de cualquier cosa. Yo ni siquiera descarto que aproveche su presencia en Barcelona el día de los comicios para presentarse como candidato por ERC, porque reúne todos los requisitos: pronuncia raro, no sabes muy bien si está hablando en broma o es así de verdad, y no le cae bien ni a los de su propio bando. Aunque, si les digo la verdad, mejor pasamos del tema, porque me estoy desviando, y además a mí el fútbol no me da de comer, la política tampoco, y encima acabo quemándome la sangre: con lo que cobran esos cabrones… (los dos).

Pero me estoy desviando del tema, que lo que les quería decir es que me voy a quitar del tema este de las frases hechas. Espero que no sea demasiado tarde.

Porque sé que estoy enganchado, sí, pero yo controlo.

Y lo puedo dejar cuando quiera.
PS: Por si acaso no se han dado cuenta, que ya supongo que sí, sigo con fiebre. No me hagan mucho caso.

jueves, 4 de noviembre de 2010

HISTORIAS DE LA PUTA MILI (VI): DUNKERQUE, 1940

Hoy estoy malito y tengo algo de fiebre, así que yo en su lugar no me tomaría esto demasiado en serio, que a mí la fiebre me sienta muy mal y no respondo de cualquier barbaridad que pueda poner por aquí. Pero el caso es que, a pesar de las calenturas, o quizá precisamente debido a ellas, hoy me ha dado por pensar en una de esas historietas bélicas que tanto me gustan. Como ya están advertidos, vamos a ello, sin más preámbulos.


Pongámonos en situación. Corría el invierno de 1939. Los alemanes, después de haber conquistado Polonia en un mes, se dedicaron a pasar el invierno brindando por lo bien que lo habían hecho (no era para menos: habían arrasado al todopoderoso ejército polaco, nada menos; sobreponiéndose, con esa típica tenacidad germana, a desventajas como luchar con tanques contra la caballería polaca, cuando todo el mundo sabe que los caballos son mucho más maniobrables que los carros blindados, dónde va a parar), mientras los aliados, que en virtud de unos cuantos tratados y alianzas bastante enrevesados habían tenido que declararle la guerra a Alemania, veían como el susto inicial se iba diluyendo. En la conquista polaca los alemanes habían comenzado a mostrar al mundo las posibilidades del uso conjunto de tropas blindadas, aviación e infantería (lo que comenzó a llamarse Blitzkrieg o guerra relámpago), pero después decidieron tomarse un respiro, a las puertas de Bélgica. Para distraerse, invadieron Dinamarca y Noruega, lo que no fue considerado especialmente preocupante por casi nadie (excepto, claro está, por los daneses y los noruegos). Ese invierno, algunos periodistas le cambiaron el nombre a la campaña germana, pasando a denominarla Sitzkrieg, o guerra de broma.


Sin embargo, con la llegada de la primavera, el ejército alemán decidió aprovechar el buen tiempo para darse un paseo por el norte de Francia, que en esa época del año está preciosa. Como no tenían suficientes VW disponibles, decidieron hacer el viaje a bordo de los Panzer, detalle éste que los franceses no se tomaron demasiado a bien. Para su defensa, Francia había construido la Línea Maginot, desde la frontera suiza a la zona boscosa de las Ardenas, en la frontera belga. Confiando en que los alemanes no podrían pasar ni a través del bosque ni a través de la línea fortificada, concentraron todas las tropas al norte, entre las Ardenas y el mar. Por desgracia para ellos y la Fuerza Expedicionaria Británica, que andaba por allí haciendo como que ayudaba a los franceses, el ejército alemán estaba inspirado, y en aquel mes de Mayo dejó para la historia uno de los mejores ejemplos de innovación estratégica de la Historia: Blitzkrieg en estado puro.


Combinando columnas de blindados con la aviación y la infantería, los alemanes atacaron por las Ardenas[1] (por lo visto, no sabían que era imposible). Como por allí nadie los esperaba, avanzaron sin más oposición que la orografía, y cortaron las defensas aliadas en dos: al sur quedaba la Línea Maginot, sin pintar nada, y al norte el grueso del ejército francés y la totalidad de las fuerzas británicas.


Los alemanes avanzaron de manera fulgurante, en un movimiento de pinza clásico (creo que esto lo había inventado Aníbal en la batalla de Cannas, pero, claro, no es lo mismo coordinar unos pocos elefantes y caballos en un campo de batalla pequeñito que tropecientos tanques y miles de tropas a lo largo de cientos y cientos de kilómetros de terreno). Después de romper el frente francés en Sedán, el ejército alemán giró hacia el norte. El 18 de Mayo (sólo 6 días después de atacar a través de las Ardenas), el legendario general alemán Erwin Rommel, al mando de su fiel y querida 7ª División Blindada (la División Fantasma) llegaba al Canal de la Mancha, cortando la retirada de las tropas aliadas situadas en la frontera belga. El cerco estaba cerrado, formando una bolsa con cerca de cuatrocientos mil soldados ingleses y franceses atrapados de espaldas al mar en un pequeño puerto hasta entonces poco conocido: Dunkerque. Un lugar en el que el destino de la guerra comenzó a cambiar.


Porque en aquel momento, a Hitler se le acabó la inspiración. Si durante la campaña de Polonia y la ofensiva a través de las Ardenas se había ganado la admiración del mundo, a partir de finales de Mayo de 1940 comenzó a encadenar una serie de decisiones que le hicieron ganarse el odio de buena parte de los generales de su ejército. Para empezar, cuando tenía a su merced a los ingleses en Dunkerque, ordenó detener el avance de los blindados alemanes, sin razón aparente. Sobre esto se ha especulado mucho y se han planteado distintos motivos para que el tío Adolfo hiciera lo que hizo: hay quien sostiene que Hitler detuvo el ataque para esperar a una división blindada de las SS (la Leibstandarte Adolf Hitler Division, su niña mimada), porque no quería que la Wehrmacht se llevase toda la gloria[2]; puede que no quisiese aniquilar a las tropas británicas para mantener abierta una posible vía de negociación con el gobierno inglés; aunque también es probable que tuviese un ataque de divismo y esperase que las tropas enemigas se le rindiesen en masa, aplaudiendo por la brillantez de la estrategia inicial. Quién sabe. El caso es que Hitler decidió detener el ataque blindado cuando los Panzer estaban a menos de 16 km de Dunkerque y los ingleses habían comenzado a rezar sus oraciones. Incluso ordenó detener los bombardeos de la Luftwaffe sobre las playas en las que se hacinaban los indefensos soldados aliados.


De cualquier forma, los ingleses no se pararon a preguntarse el por qué de aquel inesperado regalo y organizaron a toda prisa una plan de evacuación al que denominaron Operación Dynamo, que puso de relieve dos cosas: que los súbditos de su Graciosa Majestad tienen una suerte que no se la merecen, y que la definición inglesa de plan es muy elástica. Porque la Operación Dynamo era, en esencia, más simple que el mecanismo de un botijo: el plan consistía en llevar a la zona el mayor número posible de barcos de la Royal Navy, embarcar a los ingleses como pudieran y devolverlos a casa. Otros aspectos periféricos (aunque vitales) como la defensa antiaérea, las posibles maniobras de distracción para aliviar la presión sobre el cerco, apoyo aéreo a las tropas embolsadas y cosas así no se contemplaban en el plan (alguien debió pensar que, total, si era imposible que aquello saliera bien, para qué malgastar tiempo y neuronas pensando en detalles que no iban a tener ninguna importancia, a poco que los alemanes hicieran los deberes). Sin embargo, gracias al repentino ataque de soy-el-mejor-estratega-del-mundo-mundial de Hitler, la cosa pasó a la historia como una de las operaciones de evacuación más eficaces jamás realizadas por el ejército inglés. Del 27 de Mayo al 4 de Junio, más de trescientos treinta mil hombres regresaron a Inglaterra. El ejército inglés se había salvado. Aunque el costo fue alto (navíos hundidos y dañados, aviones derribados, toneladas de material abandonado en las playas...), aquello fue definido como un "bendito milagro" por el inefabable Winston Churchill.


Los alemanes, al margen de algunos cabreos históricos de generales como Guderian, Von Kleist, Von Bock o Rommel, que habían visto muy cerca la posibilidad de aniquilar a los ingleses, dejaron pasar Dunkerque sin ser demasiado conscientes de lo que significaba aquella oportunidad, y se dedicaron a hacer chistes acerca del curioso sentido de la lealtad que habían demostrado los británicos (la inmensa mayoría de los evacuados fueron ingleses, mientras que las tropas francesas se cayeron con todo el equipo, quedando en tierra y siendo hechas prisioneras por el ejército alemán): se popularizó un comentario, dirigido a los gabachos, en el que se afirmaba que “los ingleses están dispuestos a luchar hasta el último hombre… francés”. Es de suponer que a los franceses la cosa no les hizo demasiada gracia (sobre todo porque era verdad). Por lo demás, el ejército alemán tenía ante sí toda Francia, y no tenía más que ocuparla, así que, ¿a quién le importan trescientos mil soldaditos ingleses?


Lamentablemente, cuando tiempo después Hitler vio que por la vía de la negociación no iba a conseguir que Gran Bretaña firmase la paz y comenzó a plantearse el ataque a las islas, cayó en la cuenta de que la invasión por tierra iba a ser sumamente complicada debido, en gran parte, a los hombres evacuados de Dunkerque, que convertían el ejército inglés en algo a tener en consideración. Así que decidió hacerlo por aire, atacando a discreción. Por desgracia para él, los británicos demostraron que en el aire las cosas se les daban mejor, y lo de acabar con Inglaterra iba a tener que dejarlo para más adelante. Con lo cual tuvo que volver sus ojos hacia Rusia, desdeñando las enseñanzas de Napoleón, cien años antes, y se pegó el gran revolcón en el invierno ruso. En fin: los genios son así [3]


El caso es que visto con la ventaja de juzgar los hechos a posteriori, Dunkerque fue el primer gran patinazo (y acaso decisivo, en tanto motivó los siguientes) del ejército germano. Quizá no sea tan descabellado afirmar que Dunkerque fue, a la postre, el momento en el que se decidió el idioma oficial de Europa para la segunda mitad del siglo XX.


Por fortuna, no fue el alemán [4]


[1] Curiosamente, cuatro años después, cuando los americanos avanzaban arrolladoramente por Francia después del desembarco de Normandía, los alemanes realizaron un contraataque a través de una zona que los yanquis no habían reforzado, puesto que la consideraban infranqueable. Adivinen cual era esa zona. Si es que hay gente que nunca aprende…


[2] En Alemania había cierta competencia entre el ejército (Wehrmacht) y las unidades de las SS que habían sido militarizadas (Waffen SS). Algunas de estas últimas demostraron, a lo largo de la guerra, una gran lealtad al Fuhrer y un tremendo fanatismo. Dado que a Hitler le molaban esas cosas, es comprensible que, de vez en cuando, tuviera un detalle con estas unidades. Que sería un loco y un genocida, sí, pero también tenía su corazoncito.


[3] Decisiones como éstas pusieron de relieve que de estrategia andaba tan corto como sobrado de megalomanía. Pero si lo que pretendía era imitar las chapuzas perpetradas anteriormente por Felipe II o por Napoleón Bonaparte , la cosa le quedó resultona.


[4]Desde un punto de vista estrictamente fonético, por supuesto.


miércoles, 3 de noviembre de 2010

EL PEQUEÑO DRAGÓN

Finalmente, H1 ha sido apuntado a clases de artes marciales. Concretamente, de kárate. El tío necesitaba quemar energía, y lo de que le enseñen a pegarse con la gente le mola (todavía no ha pillado la filosofía del asunto; supongo que será cuestión de tiempo). Así que ha venido de las primeras clases más feliz que una perdiz, encantado de la vida.


Hasta ayer. Ayer no se le veía demasiado satisfecho. Así que tuvimos una conversación profunda. Ya saben, de hombre a hombre.


-Papá, no sé si esto del kárate me va a gustar.

-¿Por qué? Pero si los primeros días te habían gustado mucho.

-Ya, pero es que hoy vino la profesora nueva (los primeros días, las clases las había dado un profesor provisional, porque la titular de la plaza no podía incorporarse a tiempo).

-¿Y qué tal?
-Bien, pero…

-¿Qué pasa? ¿Te gustaba más Jonathan?

-Bueno…

-A ver, ¿cuál es el problema con la profe?

-Pues que voy a tener que dejar de ir a clase con ella.

-Venga, H1, no seas exagerado. ¿Qué te ha dicho la profe?

-Al principio nos dijo que todos los chicos de la clase íbamos a ser como un equipo.

-Bueno, eso está bien. ¿Qué más?

-Luego nos dijo que teníamos que ponerle un nombre al equipo. Cada uno tenía que decir un nombre, y al final escogeríamos el mejor.

-Vale, sigue.

-Yo dije dragón, y la profe dijo que era el mejor, y que nos iba a llamar los dragones.

-Bueno, eso mola (joder, qué imaginación tiene este crío. Me pregunto a quién ha salido. De hecho, a veces me pregunto si es hijo mío). Me parece un nombre chulo. Y os pega muy bien. No veo dónde está el problema.

-Pues que voy a tener que dejar de ir a clase, o ir con gafas de sol aunque en el gimnasio no haga sol.

-Ya (creo que ya sé por dónde van los tiros, pero espero a que se explique).

-Porque cuando nos llama para que hagamos un ejercicio, a mí me dice: A ver, ojos bonitos, haz esto; ojos bonitos, haz lo otro.

-Bueno, hombre, eso será porque no recordaba tu nombre, no es para tanto.

-SÍ ES PARA TANTO. ¿Por qué a mí no me llama dragón, como a los demás? ¿Eh, por qué?


Pensamiento 1: Supongo que puede llegar a ser desagradable escuchar tropecientas veces al día lo de los ojos bonitos (sobre todo a los cinco años), pero no consigo ponerme en su lugar: eso es algo que nunca me ha pasado.
Pensamiento 2: No sé qué decirle. Pero me temo que, como la profesora siga por ahí, tendremos que ir buscándole otra afición al niño.
Pensamiento 3: No te rías ahora, que la armamos.
Pensamiento 4: Deja de pensar y dile algo. Lo que sea.


-No te preocupes, el próximo día le decimos que te llame H1.

-O dragón. Mejor dragón.

-Vale (no te rías, no te rías, por Dios).

-Y como me vuelva a llamar ojos bonitos no vuelvo a clase, ¿eh?

-Vale.

Salgo al pasillo y me descojono, mientras pienso en lo que me espera en los próximos años.

Va a ser divertido ver crecer a un pequeño dragón.

viernes, 29 de octubre de 2010

STAY (FAR AWAY, SO CLOSE)- U2



Hay una sensación que creo que todos hemos conocido alguna vez: tener algo cerca, pero, al mismo tiempo, sentirlo lejos, inaccesible. Y es una sensación muy, muy frustrante.

Esta podría ser una buena banda sonora para esos momentos.

Tan lejos, tan cerca...

En cualquier caso, es una canción que me encanta. Espero que a ustedes también.

Buen fin de semana.

PS: El video también me gusta mucho (no podía ser de otra manera, saliendo mi adorada Nastassia Kinski). Y supongo que alguien se dará por aludido, teniendo en cuenta la película en la que se inspira...

jueves, 28 de octubre de 2010

SE FUE

¿Qué se puede decir de una chica que se fue?
Poca cosa. Puedes recordar cómo era. Los buenos momentos que pasaste con ella. Puedes hablar de sus manías (las manías siempre resultan entrañables cuando se habla de ellas en pasado). O puedes decir que te quiso, y que la quisiste. También puedes gritar que no es justo, que nadie debería morir a los 30 años. Pero todo esto no servirá de nada. Se fue, y ya está.

Se fue un domingo de Octubre, hace ya mucho tiempo. Años. O días. Quizá fue hace sólo unos minutos. ¿Qué más da? ¿Qué importancia tiene el tiempo, ahora? ¿Cómo se puede medir el tiempo transcurrido desde que tu vida dejó de existir? Cuando ella se fue, se lo llevó todo. Me dejó solo, y eso fue igual que no dejar nada. O quizá fue aún peor. Infinitamente peor que no dejar nada: me dejó un recuerdo. El recuerdo de su última tarde.

La habitación de hospital era triste. Las paredes tenían un extraño color gris que no hacía nada por elevar el ánimo de los internos y sus familiares. Ella estaba en la cama, en el centro de la habitación. Parecía minúscula y frágil. Sobre todo frágil. Aunque seguía siendo bella.

Sus padres habían insistido en intentarlo todo: los mejores médicos, aquella carísima clínica privada, consultas con especialistas, todo. Aquello les costó una pasta larga, supongo. La misma que le habían negado a su hija cuando decidió casarse conmigo. El destino es curioso, a veces. Puedes regatearle los fondos necesarios para la felicidad, pero tarde o temprano acabará haciéndote pagar. En cualquier caso, no sirvió para nada. En ocasiones, la enfermedad gana la partida, y no es cuestión de dinero. De cualquier modo, nunca pude sentirme agradecido. Nunca supe si considerar aquella tardía preocupación por la vida de su hija como un primer favor o como una última burla.

Porque es cierto que en aquel momento sus padres nos proporcionaron comodidades. Pero nos robaron algo mucho más importante. Nos robaron tiempo, intimidad. Nos quitaron algunos minutos, cuando nosotros ya sentíamos que cada instante tenía el infinito valor de las cosas infinitamente escasas. Sin embargo, ella insistió. Sabía que aquella era la única forma que sus padres tenían de intentar reparar errores, de hacer las paces. De pedir perdón. Ella siempre sabía perdonar. En eso, como en tantas otras cosas, éramos muy distintos: yo nunca he sabido.

De hecho, creo que ser tan tremendamente diferentes fue lo que nos hizo encajar. Nuestra historia fue extraña desde el principio: ella era una chica de buena familia, guapa, brillante, y con un extraordinario talento para el piano. Estaba destinada a triunfar. Hubiera debido encontrar un hombre como ella, enamorarse y ser feliz. Pero se enamoró de mí. De alguien que no podía darle la felicidad, ni una vida cómoda, ni un futuro seguro y confortable. Ella podía haber tenido a cualquier hombre, pero me eligió a mí. Nunca acerté a comprenderlo. Yo sólo podía quererla. Supongo que a ella le bastaba así.

A sus padres no, desde luego. Ellos lo vieron de otra forma. Seguramente más realista. Estás tirando tu vida a la basura, le dijeron. No esperes que te ayudemos a hacerlo. Él o nosotros. Ella no lo dudó. Salió de la casa de sus padres con un portazo, y entró de lleno en su propia vida. Conmigo. También era una chica valiente.

Nos casamos por lo civil, en una ceremonia sencilla a la que sólo asistieron cuatro amigos. Lo celebramos con un par de cervezas en un local cercano. Y no hubo viaje de novios. Todo muy austero. A juego con lo que sabíamos que iba a ser nuestra vida, al menos en los primeros tiempos. No nos importó. Comenzamos a vivir en un piso diminuto. Cuarenta metros cuadrados por los que pagábamos un alquiler astronómico que ella se encargaba de costear dando clases de piano en una academia cercana mientras yo me dedicaba a escribir. El resto del tiempo, lo dedicábamos a ser felices. Y la mayoría de las veces, lo conseguíamos.

De hecho, éramos tan felices que me daba miedo. Porque, a diferencia de ella, yo nunca fui valiente. Sólo me permití aparentar despreocupación cuando no tenía nada que perder, pero eso es fácil. Luego, la tuve a ella, y el miedo a perderla comenzó a infiltrarse en algún lugar oscuro de mi cabeza. Comenzó a susurrarme que estuviese alerta, porque aquello no podía durar: la felicidad nunca dura mucho tiempo. Desgraciadamente, en algunas ocasiones la paranoia es sólo una forma de sensibilidad más aguda. A veces, el miedo es sólo otra cara de la premonición. Yo tenía miedo de que algo me la arrebatase. Tenía tanto miedo de que algo fuera mal que sabía que algo iba a salir mal. Por una maldita vez en la vida, no me equivoqué.

Ironías del destino, cuando empezó a notar los primeros síntomas, creímos que estaba embarazada. Nos asustamos, nos ilusionamos. Luego, los médicos nos sacaron de nuestro error. La ilusión se fue para siempre, y el susto se transformó en el más absoluto terror. No estábamos preparados para eso.

Ella insistió en contárselo a sus padres. Al fin y al cabo, son mis padres. Yo no quería compartirla con nadie, y mucho menos con ellos, pero también había prometido hacer lo que fuera por ella. Lo único que podía ofrecerle era apoyarla, y estar junto a ella. Me tragué el orgullo, y asentí. Los llamamos para contárselo, y un instante después se presentaron en casa, incrédulos, destrozados. La abrazaron. Todavía la querían, a pesar de todo (es decir, a pesar de mí). Y ella se fundió con ellos en un abrazo interminable, todos deshechos en lágrimas. Recuerdo que al verlos a los tres allí, abrazados en nuestro minúsculo hogar, sentí que nunca como entonces había estado tan al margen de mi propia vida. Tan lejos del dolor, y a la vez tan cerca. Fue una sensación extraña.

Para ellos tampoco fue fácil. Nada volvió a ser fácil ya para nadie. La evolución de la enfermedad fue la peor posible. Fulminante. Dolorosa. Pese a los esfuerzos de sus padres, pese a todos los especialistas y todas las pruebas, nada funcionó. En menos de un año nuestro mundo se redujo a aquella habitación. A aquel color gris que reflejaba perfectamente la falta de esperanza en la que se había convertido nuestra vida.

Todos nos desvelamos por hacerlo lo mejor posible. Ella, sus padres, y yo. Lo hicimos lo mejor que supimos, y los médicos nos ayudaron como pudieron. Los tratamientos no funcionaban, y la ayuda médica se limitaba a darnos algo para el dolor. Pronto aquello tampoco sirvió. De todos nosotros, ella fue la que mejor se portó. No me extrañó, porque ella siempre fue buena en todo lo que hizo. Sus padres también estuvieron a la altura. Creo que el único que no dio la talla fui yo. Tampoco me extrañó.

Porque lo único que podía hacer era sentirme culpable. Por encima de todo, por encima incluso del dolor inmenso de verla morir lentamente, del miedo a saber con seguridad que iba a perderla, lo que me envolvía a todas horas, en cada momento, era una insufrible sensación de culpabilidad. No podía evitarlo. Lo único en lo que pensaba era en todo aquello a lo que ella había renunciado para estar conmigo. Había perdido su vida, su familia, su carrera en la música (hubiera sido muy buena, y hubiera llegado lejos). Había dejado de lado todo su mundo por mí. Puede que hubiera sido feliz conmigo, como yo lo fui con ella. Pero para mí estar con ella fue tocar el cielo con las manos, y la tuve gratis: yo no renuncié a nada. Ella, en cambio, había pagado un precio muy alto por aquellos pocos años de felicidad, y constantemente me preguntaba si habría valido la pena. Si lo que yo había hecho, en realidad, era robarle el poco tiempo que le quedaba. Si tal vez no hubiera sido mejor para todos haber seguido cada uno por su lado. Aquella sensación me atormentaba. Creo que entonces me di cuenta de que algunas veces no es posible saber si las decisiones que tomas son las correctas.

Viví en el hospital, con ella, durante meses. Sólo iba a casa de vez en cuando, una visita breve para cambiarme de ropa, y volvía enseguida a su lado. Saber que no quedaba mucho tiempo me hacía insoportable estar lejos de ella. Y entonces llegó Octubre.

Aquel domingo se hizo evidente que seguir así ya no tenía sentido. En realidad, era evidente desde hacía tiempo, pero fue aquel día cuando ella decidió que ya tenía bastante. Estuvo hablando con sus padres, a solas, mientras yo esperaba en la puerta, con la mirada perdida en la pared frente a mí. Luego, ellos salieron, con cara de estar hechos polvo, y su padre se dirigió a mí, sin mirarme, con una voz hueca y cansada.

-Quiere verte.

Entré en la habitación, y cerré la puerta detrás de mí. Me acerqué a su cama, me senté a su lado y le cogí la mano. Parecía dormir, pero abrió los ojos y me miró.

-Hola.

Sonrió. Su sonrisa tenía un extraño aspecto en aquel rostro demacrado. Le pedí fuerzas a un Dios en el que no creía para no echarme a llorar en ese mismo instante. Ahora no, Señor, ahora no. Si ella puede, yo debo poder. Por favor. Concédeme esto, al menos.

-Hola, niña.

-Sabes que esto es una despedida, ¿verdad?

No supe qué decir. Bajé la mirada.

-Mírame.

Quise gritar “No puedo”, pero no lo hice. Seguí en silencio. Sin mirarla.

-Mírame.

Entonces la miré. Y supe que estaba leyendo en mis ojos cómo me sentía. Me conocía bien, después de todo. Y ya he dicho que era una chica lista.

-No tienes la culpa de nada, ¿vale?

No respondí. Ella insistió.

-¿Vale?

-Vale.

-Todo eso que crees que me he perdido…. no ha sido nada. De verdad.

-No.

-En serio. No me has quitado nada. He tenido lo que quería. Lo demás no importa.

-Ya.

No debí sonar muy convencido, porque la sonrisa se borró de su cara.

-¿No me crees?

-No.

-Entonces vete.

La miré, y vi que lo decía en serio. Por si había dudas, insistió.

-Si no me crees, no te quiero a mi lado. En este momento no.

Entonces compré el derecho a permanecer junto a su lecho de muerte con una mentira. No era la primera, pero sí fue la última. Quizá la que más me dolió.

-Te creo.

Volvió a sonreir.

-Estarás bien, ¿verdad? Quiero decir, ahora que vas a ser un viudo alegre…

-No lo seré. Alegre, no.

-Lo serás. Quiero que lo seas, ¿vale?

-Vale.

-Ven aquí.

Me acosté a su lado, con cuidado de no atrapar bajo mi cuerpo alguno de los tubos que se habían encargado de mantenerla viva hasta entonces. La abracé con cuidado. Y permanecimos así hasta el final. Abrazados. Llorando. En silencio. Recuerdo que llovía. Nunca me ha gustado la lluvia, pero esa vez me pareció que era lo apropiado. Que encajaba con la situación. Después, ella se fue.

Cuando salí de la habitación, sus padres todavía estaban allí. Como yo, no tenían otro sitio a dónde ir. No pude decirles nada. Simplemente los miré un instante, y después me largué de allí.

Cuando salí del hospital, hacía frío. Comencé a caminar bajo la lluvia.

No sabía a dónde iba, pero no me importaba.

Ella se había ido.

miércoles, 27 de octubre de 2010

LA PANDI

Ya he hablado de ellos algunas veces, aunque apenas tangencialmente. Son mis compañeros de curro, aunque eso es quedarse muy corto. También son mis compañeros de mesa y mantel cinco días a la semana, lo que une bastante más que lo anterior. Y también, y por encima de todo, son mis amigos. Porque comerse la misma mierda día tras día une muchísimo más que cualquier otra cosa.


Cuando llegué a la empresa, previo pago de mi cláusula de rescisión (uno tiene su caché), la pandi ya estaba formada, aunque incompleta. En realidad, yo fui el primero de la nueva generación. Me tocó sustituir a uno de los socios fundadores, que se trasladaba a una nueva delegación de la empresa. Eso de ocupar el lugar de otro, exponiéndote a constantes comparaciones, tiene su peligro, y en general no se me da muy bien (casi siempre salgo perdiendo en las comparaciones), pero esta vez encajé. Seguramente gracias en mayor medida a su paciencia que a mis méritos, pero el caso es que encajé. Posteriormente, la empresa sufrió un proceso de expansión que la llevó a casi duplicar su plantilla. Esto motivó que la pandi viera incrementado su número en otros cuatro elementos. Más posteriormente todavía, dos de los miembros de la pandi fueron, digamos, invitados a irse a disfrutar de las inconmensurables ventajas del INEM (aún los extraño), lo que dejó el número de socios en siete. Cosas de la vida, y de la crisis. Y de las maneras de gestionar las crisis que tiene alguna gente, pero eso es otra historia.


El caso es que somos siete tipos bien avenidos. Considerando que pasamos más tiempo viéndonos nuestros respectivos caretos que en casa, esto es todo un punto. Además, nuestras actividades en la empresa, sin ser exactamente las mismas, están bastante relacionadas, con lo cual nos encontramos que en el día a día tenemos los mismos marrones por solucionar. Y, a la hora de solucionar marrones, la verdad es que es mejor tener al lado a alguien del que te puedas fiar, y no a alguien cuya principal preocupación, antes de solucionar nada, sea dejar claro que él pasaba por allí. Que haberlos, haylos.


Temas laborales al margen, solemos comer juntos todos los días. Una de esas costumbres que ya estaban establecidas cuando yo llegué y que nadie se plante siquiera que se puedan cambiar. ¿Para qué? Según los clásicos, las cosas que funcionan no se tocan. Y nosotros somos unos grandes admiradores de la sabiduría popular. El tiempo del comedor lo mismo nos sirve para hablar de trabajo (sin jerarquías, lo que aligera un montón cualquier trámite) que para olvidarnos completamente de cualquier cosa remotamente relacionada con él, según el día.


El líder de la pandi es LM. Socio fundador y miembro más antiguo de la misma. De hecho, es uno de los pocos que está en la empresa desde su nacimiento, veinte años ha, y es uno de esos tipos que sabe más por viejo que por demonio. Un encanto de tío, aunque tiene un pronto de lo más jodido que he visto en mi vida (y he visto bastante, créanme). Es un tipo vivido, divertido y listo. Puedes hablar con él de cualquier cosa, y la mayoría de las veces acabarás riéndote, aprendiendo algo nuevo, o ambas cosas a la vez. Eso sí, el resto de las veces desearías estar lejos de él, no haber sacado el tema o haber desaparecido de la faz de la tierra, directamente. Un tío del que puedes aprender mucho.


También está B. Es el segundo por antigüedad, y también es el segundo por edad. Está en la empresa desde poco después de su fundación, por lo que pertenece a la pandi desde su mismo inicio. Ha ido ascendiendo en el escalafón hasta ocupar un puesto de responsabilidad, y el hecho de haber arrancado desde abajo le da una perspectiva distinta a la que tenemos los demás. Esto se traduce en que es imposible meterle un gol, por bueno que seas. Él siempre sabe por dónde vas. Otro tío del que aprender mucho. Además, tiene un sentido del humor muy peculiar, y su manejo de la ironía es, cuando menos, magistral.


A continuación (siguiendo un criterio de edad) está F., la única chica del grupo. También está en la empresa desde el principio, y forma con los dos anteriores la vieja guardia de la pandi. Es una tía rara, demasiado masculina para ser una mujer, y demasiado femenina para ser un hombre (lo que, con los tiempos que corren, ya es ser femenina). Una cosa indefinible que nunca sabes muy bien por dónde puede salir. Sin embargo, es una parte imprescindible de la pandi. Supongo que sirve para poner un poco el contrapunto a tanta testosterona. Amplía la perspectiva del grupo.


Después estoy yo, pero a mi ya me conocen, así que no voy a extenderme. Simplemente diré que mi papel en la pandi es de enciclopedia de consulta, 24 horas al día. Si alguna vez surge una duda, hablando de lo que sea, acabarán preguntándome a mí. No sé muy bien por qué, pero el caso es que se fían de lo que yo les digo. Ellos sabrán.


Luego viene O. Llegó con las nuevas generaciones, como yo, en un periodo de expansión, y su enorme competencia lo ha aupado a uno de los puestos gordos. Trabajando es una fiera. En lo personal, sería encantador si no fuera por una irreprimible tendencia a hacerle putadas a todo el que esté cerca de él. Su naturaleza germánica la aplica sólo al curro. En el tiempo de asueto, es un cachondo mental. Además, es compañero de deportes varios, así que yo diría que congeniamos bastante (también ayuda el hecho de que yo soy el único al que no le gasta bromas pesadas, aunque no sé muy bien el motivo; será que impongo más respeto del que yo pensaba).


Casi a la vez llegó J. A éste lo conocía de la carrera, aunque allí no llegamos a confraternizar demasiado. Es un tío solvente, fiable, muy currante. Desgraciadamente (para él), es el blanco preferente de las bromas de O., y como los demás nos subimos más de una vez al carro, cachondearse de J. se ha convertido en una especie de tradición. Su vida no es fácil, en parte porque tiene un puesto muy desagradecido y en parte porque tiene que aguantarnos a diario, pero en su honor hay que decir que la mayoría de las veces lo lleva muy bien.


El benjamín del grupo es A. Tiene más antigüedad que yo en la empresa, pero ser el pequeño de la pandi y ser un freaky de los ordenadores lo ha convertido en una especie de mascota para los demás. Un tipo entrañable. Muy buena gente. En su debe, hay que anotar que cuenta unos chistes espantosamente malos (aunque los cuenta tan mal que te tienes que reir).


Como miembro supernumerario de la pandi, podríamos citar a C., mi antecesor en el cargo, que a veces nos visita desde su exilio en la Delegación Sureña de la empresa. Un tipo peculiar con el que acabas riéndote, hables de lo que hables. Y el único tío que conozco con la jeta de pedirle a la damisela a la que cortejaba, cuando vio que sus esfuerzos eran estériles, el reembolso del importe de la cocacola con la que había intentado ablandar su voluntad. Doscientas pelas de aquellos tiempos, que la aludida le devolvió con muy malos modos. Inexplicablemente, él se sorprendió.


Nuestra relación se basa en el trabajo, no cabe duda. De hecho, en algunos casos es lo único que tenemos en común. Sin embargo, va más allá. Supongo que tiene algo que ver con lo de compartir trinchera: las penalidades crean unos vínculos extraños, algunas veces. El caso es que nos llevamos bien, nos apoyamos, y nos divertimos. No sé muy bien cómo me ven ellos, pero les diré lo que ellos suponen para mí: la razón por la que más de un día (y más de dos) no he mandado el trabajo a la mierda, dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva. ¿Dónde iba a encontrar gente así?


Háganse cargo: no sólo compartimos trabajo. Compartimos mucho, mucho tiempo. Prácticamente, pasamos la vida juntos. Y, por si las horas de curro fueran pocas, algunas veces salimos juntos a cenar. Que viene a ser lo mismo que cuando comemos juntos a diario, pero en mejor. En ocasiones con nuestras respectivas, y en ocasiones solos, en plan machotes, sin que la presencia de F. sea ningún obstáculo (es difícil sacarle los colores, se lo aseguro) para hablar como legionarios y reforzar nuestro orgullo masculino. Incluso en Navidad hacemos una cena de amigotes, al margen de la oficial de la empresa, que, pueden creerme, es uno de los mejores ratos del año.


En fin, aquí los tienen. Ellos son la pandi. Mi pandi.


Una gran razón para venir a trabajar a diario.