martes, 9 de noviembre de 2010

PROCELOSAS PERIPECIAS EN EL PARQUE

El fin de semana me trajo alguna experiencia novedosa. Por ejemplo, salir con los niños al parque, cosa que no suelo hacer, y que me ha hecho valorar muchísimo más la labor que a diario desarrolla su santa madre. Porque si ya aguantar a los churumbeles es una tarea laboriosa, aguantar las interacciones con otros de su misma especie, y las posteriores reacciones de los padres de los otros críos puede ser una tarea de titanes, directamente. El camino más corto al infierno. La ruleta rusa en versión relaciones sociales.

Exemplia gratia. Sábado por la tarde. Un carpintero ha tomado posesión de mi casa para hacer algunas reformas. No es que sean gran cosa, pero exceden con mucho mis habilidades madereras, así que decido huir. Mi mujer se queda para darle, al mismo tiempo, instrucciones y conversación. H1 se queda porque cualquier trabajo con herramientas mecánicas le chifla. Si son ruidosas, más. Y si encima levanta polvo, ensucia y/o es peligroso (o lo parece, que la sugestión también influye), ya ni te cuento, así que cuando le planteo la disyuntiva de quedarse a ver al carpintero hacer la ñapa o venir con su hermano y conmigo al parque me mira con cara de estar pensando que la pregunta tiene trampa. Vale, me piro al parque con H2.

Hace un frío de narices, pero como el niño se jarta de correr y es feliz saboreando la libertad, parece no notarlo. Yo no corro, y estoy ya muy desengañado para que salir al parque me parezca ser libre, por lo que sí lo noto. Además, mis dedos morados se encargan de recordármelo, por si acaso. El caso es que H2 empieza a correr con su moto, a coger castañas, a subirse en los columpios, a bajar por el tobogán… En fin, a disfrutar. Yo soporto el frío, y también disfruto, pensando que cada minuto que pasa falta un minuto menos para volver a casa. El tiempo es mi aliado. No soy nadie yo, buscándome aliados.

En un momento dado, H2 está haciendo una montañita con las castañas que ha ido recogiendo, aquí y allá. De repente, un mayor (unos seis años, cuando H2 no llega a tres) pasa por allí, decide que le apetece darle una patada al montón de castañas de H2, y se las manda a tomar por saco. El niño, a falta de otra cosa, tiene coraje, así que se va a por el mayor y le llama de todo. El mayor le recuerda que le puede comer los higadillos, así que mejor que se ande con ojo. Yo contemplo la escena desde una distancia prudencial, resignado a que a H2 le partan la cara, pero consolándome al pensar que quizá acierte a extraer de todo esto alguna enseñanza valiosa, algo del tipo “no meterme con gente que me saca la cabeza”.

Pues no, oigan. Por algún misterioso mecanismo que a mí se me escapa, a los dos minutos del encontronazo, no sólo no le habían partido la cara a mi hijo, sino que el mayor, y de paso toda su pandilla, habían rehecho el montón de castañas, mientras H2, imperial él, organizaba los trabajos de todo el personal sin pegarle un palo al agua. Ya les digo, para mí es un misterio cómo se lo monta este niño. Debe ser que tiene carisma, o algo.

Mientras mi cabeza se pierde en la soñadora visión de H2 convertido en un precoz empresario triunfador que saca a su padre del arroyo, el juego evoluciona hacia una variante otoñal de la maldición de Sísifo. El crío se las ha apañado, de nuevo no sé muy bien cómo, para organizar a una pandilla de seis niños, todos mayores que él, de manera que todos se afanan en construir una montaña con la hojarasca presente en el parque para que, una vez alcanzada una altura considerable, H2 la embista con su moto, les desparrame el material, y vuelta a empezar. Una manera como otra cualquiera de forjar la personalidad, supongo: hay quien nace para dar, y quien para recibir.

A cinco metros escasos de la escena, los padres y madres (sobre todo madres) de los esclavos de mi hijo pasan olímpicamente de las actividades de sus retoños. Algo que entra dentro de lo normal, porque tampoco son niños de pecho, ni están haciendo malabares con cócteles molotov. Me cruzan un par de comentarios invitadores, como tendiéndome la mano. Ven y únete a nosotros, y disfrutarás de los placeres de una charla adulta, parecen decirme. Sin embargo, mis instintos asociales prevalecen, y me mantengo a una distancia prudente. Cuando escucho de refilón un comentario de las últimas declaraciones de Belén Esteban, aumento la distancia de seguridad unos cinco metros. Puestos a sufrir torturas, el salvajismo infantil me parece una alternativa infinitamente mejor.

El juego de hacer-para-deshacer evoluciona: después de cada embestida de H2, desparramando las hojas por el suelo, los demás se lanzan sobre ellas, retozando alegremente hasta que mi hijo les convence para que vuelvan al trabajo (me está empezando a acojonar el poder de convicción que tiene este niño, de verdad). El caso es que a mí el juego, además de incomprensible, me parece un poco salvaje, con una probabilidad entre media y alta de que alguno salga malparado. Intento que las pequeñas bestias se moderen un poco, pero pasan de mí tres pueblos. Valoro la posibilidad de imponerme por la fuerza y decretar el toque de queda, pero la desecho por dos razones: no creo tener la suficientemente autoridad (moral ni física) para someter con éxito a la marabunta, y H2 se mantiene al margen, con lo cual, de haber daños, serán ajenos. Al fin y al cabo, los padres de las criaturas están delante y no dicen ni mu, así que ellos sabrán.

Finalmente, la ley de las probabilidades hace su trabajo, y en uno de los revolcones sobre el lecho foliar uno de los críos se zampa un coscorrón de cierta importancia. Su cara golpea contra la cabeza de uno de sus correligionarios, produciendo un ruido sospechosa y grimosamente parecido al que se escucha al cascar una nuez. Mi naturaleza de tahúr hace una apuesta: como mínimo, un labio y dos dientes al carajo (fallé por un diente, pena). El lesionado sale disparado hacia el grupo de fans de la princesa del pueblo, en busca de maternal consuelo, y, quizás, de algo con lo que contener la hemorragia, y es entonces cuando por fin las madres se movilizan, alarmadas por la sangre y los berridos del infante. Pero no sólo se movilizan, sino que, como cualquier Pokemon que se precie, evolucionan. Todo lo que antes era indiferencia se transforma ahora en dolor desgarrado ante el sufrimiento del hijo. Y en afán de justicia, sospecho, porque comienzan a lanzarme miradas cargadas de odio. Como si yo fuera responsable del desaguisado. Lo siento por el crío, pero ignoro las miradas sin mayor problema, hasta que del grupo de madres surge un comentario, así como al azar, preguntándose cómo es posible que YO les haya permitido jugar así, a lo bruto. Estoy a punto de contestar que:

a- Llevan jugando así casi media hora (más o menos, el tiempo que ellas llevan comentando las novedades de la prensa rosa), y en todo este tiempo no ha habido ninguna objeción por parte del grupo maternal.

b-Yo estoy a la misma distancia de los juegos que ellas, así que lo de permitir o dejar de permitir es un concepto, cuando menos, discutible.

Pero como, en un ramalazo de lucidez, desconfío de mi capacidad para decir todo eso en un tono que no suene demasiado mal, en el último momento me contengo. Haya paz. Sin embargo, noto mi tensión arterial subir peligrosamente (uno ya tiene una edad, y esas cosas hay que cuidarlas), y cuando empiezo a pensar que el esfuerzo de callarme me va a costar entre diez y quince años de vida, H2, que por lo visto no es partidario de la orfandad prematura, decide velar por mi salud y me lo pone a huevo:

-¿A que ese niño era muy bruto, papá?

No me pude resistir:

-No, hijo, la culpa es de su mamá, que no lo cuida bien.

Por suerte o por desgracia, creo que no me oyeron. O hicieron como que no. Pero me quedé como Dios.

Cómo mola el parque.

PS: Cuando le conté la historieta, mi mujer me miró raro, y me prohibió bajar al parque con los niños en unos meses. No supe si alegrarme o apenarme. Ahora que le estaba cogiendo el gusto…

7 comentarios:

pseudosocióloga dijo...

Juas, juas, juas....historias del parque....y te lo querías perder.

El niño desgraciaíto dijo...

Ten cuidado con malmeter con las madres del parque porque luego pueden ser de la asociación de padres y alguna vez puede que tengas que pedir un favor...

Respecto a los niños huérfanos de los parques... a mí me alucina que sus madres no se preocupen para nada de ellos. Hay veces que estás viendo como se menten o pegan a otros niños y te dan ganas de decirles cuatro cosas, pero parece que no es cosa tuya...

Por cierto, eso de no ir al parque no está nada bien, aquí a sufrir padre y madre...

Doctora Anchoa dijo...

¡H2 for president! Cazurro, este chico te saca de trabajar seguro. Y oye, sigue probando lo de bajar al parque, que así luego nos lo puedes contar...

ANITA dijo...

Yo soy de la opinión de que las cosas de niños las tienen que arreglar los niños, siempre que la sangre no llegue al río, claro (y nunca mejor dicho). Solo faltaba que me tenga yo que mosquear con una amatxu con la que me tomo las cañitas porque a nuestros retoños les da por no ser amigos hoy.

Cazurro dijo...

Pseudosocióloga, ya ves. Mi capacidad de disfrute es tan grande que nunca dejo de sorprenderme a mi mismo.

Niño, está todo controlado: son de otro colegio.
Me parece muy respetable que alguna gente pase de sus niños en el parque. Pero si lo hace, que sea con todas las consecuencias, y si luego le vienen mal dadas al chaval que no monten un cristo tremendo, caray.
Su madre va más al parque que yo por una mera cuestión de horario. Cada uno sufrimos a nuestra manera.

Doctora, Dios te oiga. Pero lo de bajar al parque me lo pensaré. Y si luego no tengo nada que contar, me lo invento, tranquila.

Anita, yo soy de la misma opinión. Los niños se enfandan y hacen las paces con una velocidad pasmosa, y se supone que los padres tenemos el suficiente sentido común para tomarnos esas cosas como parte normal de la educación de los chavales. Lamentablemente, en muchos casos eso es suponer demasiado.

NáN dijo...

Para empezar, ¡jodo!, cuando en León hace frío no estamos hablando de ¿me pongo la rebeca debajo de la cazadora?

Bien por H2, alguna vez le darán un mamporro, pero eso va en el contrato.

Los pamadres de niños de 6 están ya curados de espanto. Te malmetieron por no haberte unido al grupo. Por orgulloso. Y también para quedar bien delante del hijo y poder contarlo. Ni caso.

Vamos, creo yo.

Gonzalo Viveiró Ruiz dijo...

Yo creo que los niños con seguridad en si mismos, o con personalidad, vamos, acojonan a muchos que "les sacan la cabeza". Pero el tuyo tiene madera.