Una vez hubo un hombre que desafió la ley de la gravedad, al destino y el miedo escénico, todo a la vez. Y ganó todos los desafíos. Se llamaba Michael Jeffrey Jordan, y yo tuve el privilegio de verle jugar en directo. Un privilegio, y a la vez una maldición. Porque después de ver a Jordan, no queda otro remedio que reconocer el baloncesto ya no tiene (no puede tener) mucho más que ofrecernos.
Y eso que lo de Jordan no era baloncesto. Él jugaba a otra cosa. Cuando los demás se afanaban en un torpe juego de saltos, empujones, rebotes y cosas así, tan prosaicas, él planeaba majestuoso sobre el parqué, llegaba hasta el aro y convertía una canasta en algo diferente, tan estético que no parecía el mismo deporte. Estaba dotado de unas facultades físicas portentosas: era ágil, fuerte, tenía una capacidad de salto prodigiosa y una altura que le convertía en un verdadero enigma para los contrarios (era demasiado alto para la gente rápida y demasiado rápido para la gente alta). Pero eso no era todo. Por encima de cualquier otro condicionante, Jordan fue un capricho del baloncesto. Como si el deporte de la canasta, después de casi un siglo de evolución, hubiera decidido darse un homenaje a sí mismo, y hubiese reunido en un solo hombre las mejores características de los mejores jugadores de todos los tiempos. Agresividad, espectacularidad, elasticidad, competitividad, deseo de ganar, técnica depurada, mala leche, capacidad de improvisación, defensa,… no se me ocurre alguna virtud que Jordan no tuviera, la verdad.
Recuerdo la primera vez que lo vi jugar, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en el 84. Formaba parte de un equipo de universitarios (eran los años en los que el COI todavía consideraba que las Olimpiadas eran territorio exclusivo para amateurs; claro que también influía el hecho de que los yankees iban sobrados incluso con equipos de imberbes mozalbetes, porque cuando el resto del mundo empezó a mojarles la oreja, corrieron a pedir ayuda a los hermanos mayores de la NBA y el COI, casualmente, decidió que ya estaba bien de amateurismo). Jordan acababa de ganar el campeonato de la NCAA con su universidad, North Carolina, anotando además el tiro definitivo en la final, una suspensión desde 5 m. De hecho, fue elegido el mejor jugador universitario del año (aunque ni siquiera era el jugador más importante de su equipo: los Tar Heels de N. Carolina orbitaban en torno a, pónganse en pie, James Worthy). Los comentaristas hablaban de él como un jugador espectacular, destinado a ser una figura. Y ya en el torneo olímpico dejó muestras de su capacidad atlética con algunas jugadas que quedaban completamente fuera de las posibilidades físicas del resto de jugadores.
Después de colgarse aquel oro olímpico, Jordan pasó a la NBA. En el draft de aquel año, fue elegido en el nº 3 por los Bulls de Chicago. El nº 1 correspondía a Houston, que escogió a Olajuwon, uno de los mejores pívots de la historia; nada que objetar; el nº 2 fue para Portland, que escogió a Sam Bowie (no haré comentarios; simplemente vean esto y comprenderán por qué en Oregón todavía están llorando). El caso es que Jordan llegó a un equipo que nunca había ganado nada, y que, por muy bueno que fuera el novato, parecía destinado a seguir sin ganar nada durante unos añitos más. Así fue, en efecto.
Pero la historia no sólo se escribe con las victorias y las derrotas. Algunos jugadores van más allá, y son elegidos para cambiar el destino de su deporte. Este fue el caso de Michael Jordan. Sus primeros años en la NBA no permitieron adivinar lo que vendría después. Estaba en un equipo sin opciones reales de ganar el campeonato, y eran los años de la dictadura de los Lakers de Magic y los Celtics de Bird (y todavía faltaban por llegar los Bad Boys de Detroit), así que Jordan tuvo que conformarse con pulverizar todos los records individuales habidos y por haber. Fue elegido el mejor novato del año en 1985. Y, aunque al año siguiente se perdió casi toda la temporada por lesión, a partir de 1987 siguió alucinando al mundo fabricando proezas todas las noches. Consiguió que los Bulls fueran asiduos en los Play-offs todas las temporadas, pero solían ser eliminados en primera ronda. Como mucho, en la segunda. Era evidente que pese a los estratosféricos números de Jordan (que acababa las temporadas con una media de puntos por partido rondando los 35, una salvajada como no he visto otra en mi vida), el equipo necesitaba jugadores que le echasen una mano.
Estos llegaron en 1989. Scottie Pippen y Horace Grant comenzaron a darle mayor solidez al equipo, que llegó a las finales de la Conferencia Este para chocar contra ese muro de hormigón armado que fueron los Detroit Pistons de Chuck Daly y sus angelitos. La frustración de Jordan crecía. Sus promedios de anotación, también.
Al fin, ya con Phil Jackson en el banquillo, la filosofía zen dio sus resultados y en 1991 los Bulls consiguieron eliminar a Detroit, para encontrarse en la final con los Lakers de Magic, que estaban dando los últimos coletazos de sus días de gloria. El resultado fue de 4-1 para los chicos de Jordan. Una perfecta escenificación del relevo generacional. La antorcha del triunfo había cambiado de manos.
A partir de ahí, los Bulls encadenaron 3 campeonatos seguidos, y Jordan se convirtió definitivamente en una leyenda. Pero ser una leyenda todavía no era suficiente para el mejor, y Michael decidió rizar el rizo.
Al finalizar la temporada 1993, Jordan anunció su retirada del baloncesto. Su padre había sido asesinado ese verano, él había ganado ya todo lo que podía ganar (incluyendo su segundo oro olímpico, como integrante del mejor equipo de baloncesto de todos los tiempos, en Barcelona 92), y la presión de los medios de comunicación aumentaba (rumores de adicción al juego, denuncias de su despotismo en el vestuario, líos de faldas,…), así que decidió retirarse del mundanal ruido. Relativamente, claro, porque si bien se alejó de los focos, tampoco se contentó con el anonimato, y probó fortuna en el baseball. Con escaso éxito, cabe decir.
Pero, después de casi dos años, en la primavera de 1995, comenzaron los rumores acerca de la vuelta del genio. Los periódicos se convirtieron en pura especulación, y la NBA se frotaba las manos ante la perspectiva del regreso del hijo pródigo (el primer año de ausencia de MJ el mundo padeció la que probablemente haya sido la serie final más aburrida de la historia, Houston- New York). Al fin, en marzo, Jodan protagonizó la rueda de prensa más famosa y más breve del deporte mundial. Simplemente dijo: I’m back (He vuelto). Y el baloncesto se tambaleó.
Sin embargo, los dos años de inactividad le pasaron factura, y los Bulls fueron eliminados antes de la final por Orlando Magic. Jordan había cambiado su tradicional número 23 (estaba ya retirado por el equipo, colgando del techo del United Center) por el 45, y el cambio no le trajo suerte. Tuvo un pobre papel, perdiendo algunos balones clave. Algunos de sus rivales, con el cerebro pequeño y la boca muy grande, se apresuraron a certificar, con cierto cachondeo, el definitivo ocaso del astro. Eso sólo tuvo un efecto: aumentar las ganas de competir de Jordan hasta un nivel que nunca antes había tenido. El resultado se vería en la siguiente temporada, la 1995-96.
Ese año, los Bulls batieron el record de victorias en una temporada, dejándolo en 72 victorias por sólo 10 derrotas (el anterior estaba en poder de los Lakers de Jerry West, con 69-12, desde el 71). Llegaron a la final, contra Seattle, y consiguieron su cuarto título. El asombro se apoderó del mundo del baloncesto: nunca antes alguien había llegado a las 70 victorias, y nunca antes alguien había conseguido volver a la NBA después de una retirada para ganar el campeonato. Eran proezas destinadas a pasar a la historia. Chicago se convirtió en los IncrediBulls. Un equipo invencible, comandado por el mejor jugador de todos los tiempos.
La cosa no acabó ahí. Al año siguiente, de nuevo rozaron las 70 victorias (69-13) y consiguieron su quinto título, esta vez ante Utah Jazz. Y al año siguiente, de nuevo en la final ante los Jazz, culminaron una de las hazañas más portentosas del deporte mundial: ganaron el sexto título, en el segundo Three-peat. Nunca antes. Y, posiblemente, nunca después.
Por encima de los números, sin embargo, Jordan tuvo un impacto descomunal. Sus primeros años en la liga fue un portento físico. Penetrando una y otra vez a canasta, saltando entre 2 o 3 armarios de más de 2 m y 120 kg, aguantando en el aire, rectificando varias veces,… Impresionante. La sensación de ser imparable que transmitía Jordan durante esos años fue, sencillamente, indescriptible. Pero después mejoró su tiro de una manera tremenda, y se convirtió en un jugador mucho más peligroso, si cabe. A lo largo de su carrera, Jordan cambió para siempre el baloncesto. Dejando, de paso, algunas momentos para la historia.
Como sus 63 puntos en el Boston Garden (que hicieron exclamar a Larry Bird: “Hoy Dios se ha disfrazado de Michael Jordan”), sus 55 en el Madison Square Garden, sus mates desde la línea de tiros libres, sus vuelos con la lengua fuera (una especie de marca de fábrica), sus tiros imposibles (memorable el que le clavó a Cleveland, en el 89, sobre una defensa impecable de Craig Elho; se le conoce como The Shot), el mítico partido con fiebre, en las finales del 97, en el que anotó 38 puntazos cuando ni siquiera se tenía en pie, o el romántico colofón a su carrera, en el último segundo de su último partido, en las finales del 98, cuando se jugó un 1 contra 1 ante Byron Russel (sí, Enrique, ya sé lo que me vas a decir; sí, yo también creo que Jordan hace falta en ataque, pero obviemos el detalle en pro del final feliz) que finalizó con una suspensión inmaculada desde la cabeza de la zona. El balón entró limpiamente, y supuso el sexto título. Habría sido el perfecto final para una carrera perfecta…
… si no fuera por la desdichada costumbre, común a muchos genios, de no saber elegir el momento para el punto y final. Porque Jordan, que se había retirado en el 99, aprovechando el cierre patronal (lock out) con el que la liga hizo frente a las exigencias de los sindicatos de jugadores, no pudo controlar el gusanillo y volvió al mundo del basket en 2001. Primero como directivo de los Whasington Wizards, y más tarde, como jugador. Jugó hasta el final de la temporada 2003, y entonces, con 40 tacos, colgó las zapatillas. Incluso en esos dos años tuvo tiempo de realizar alguna proeza, a modo de canto del cisne (como enchufar más de 40 puntos en un partido, el único jugador de más de 40 años que lo ha conseguido). Personalmente, hubiera preferido que su última canasta hubiera sido la de Utah. Pero él pareció disfrutar esas temporadas. Ya sin la presión aplastante que tuvo en Chicago, se concedió dos años para jugar por el puro placer de jugar. Y, de paso, por el reto que suponía para él medirse a jugadores a los que le sacaba 20 años (y a los que más de una vez consiguió dejar en evidencia). Durante la temporada de 2003, con su retirada definitiva ya anunciada, Jordan recogió los homenajes de todas las canchas que visitaba. Como pueden imaginar, la ovación en Chicago fue apoteósica.
Y como dicen que una imagen vale más que mil palabras, aquí tienen una pequeña muestra de lo mejor que el baloncesto puede ofrecer. Con todos ustedes, His Royal Airness, Michael Jordan.
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