jueves, 1 de julio de 2010

HOMBRES, MUJERES Y CAMIONES

Llevaba días con algo rondándome por la cabeza, pero no acababa de concretarse. Era una sensación incómoda, como cuando tienes algo en la punta de la lengua pero no acabas de dar con la palabra exacta. Hasta que ayer por la tarde, por fin, caí en la cuenta de lo que era: un ejemplo más de lo distintos que somos los hombres y las mujeres a la hora de comportarnos.

Verán, en la empresa donde trabajo recibimos todos los días un buen número de camiones. La mayoría de los conductores son hombres, a pesar de los denodados esfuerzos de la Ministra Aido, esa paladina (¿se podrá decir paladina? …mmm…bueno, seamos modernos y supongamos que sí) de la igualdad entre especies. Pero no todos. Hay un camión pilotado por una mujer que nos visita con cierta frecuencia. Ayer tocó. Ya la había visto antes, pero ayer, por razones que no hacen al caso, tuve que estar en su radio de acción un buen rato, así que me dio para fijarme un poco más. Y supe al fin lo que me había estado haciendo cosquillas en el subconsciente. Porque les aseguro que si les pongo delante una fila de 20 camiones, todos ustedes podrían adivinar, sin ningún género de dudas, cual de ellos pertenecía a esta mujer.

Pero vayamos por partes. Para empezar, hay que admitir que la subespecie camionero presenta una gran variabilidad, tanto en forma y tamaño como en usos y costumbres. Pero, aún así, hay ciertos rasgos que pueden considerarse denominadores comunes. Por ejemplo, casi todos llevan la cabina del camión decorada en estilo cañí, con banderines de equipos de fútbol y fotos de señoras con poca (o ninguna) ropa. Los extranjeros suelen llevar, además, banderas de su país de origen, lo que es muy útil a la hora de predecir con qué camioneros no vas a ser capaz de entenderte ni a tiros. Los ejemplares autóctonos, en cambio, se decantan más por aditamentos específicos de sus gustos y aficiones: ahora unas banderillas en el salpicadero, ahora una pegatina chistosa acerca de las prestaciones sexuales del conductor del vehículo, ahora un tanga morado en el centro exacto del parabrisas,… lo normal. Hay alguno que tiene, en la parte posterior de la cabina, bien visible, un póster del Cristo del Buen Morir, supongo que en recuerdo de los años pasados en la Legión. Un detalle piadoso que sería mucho más entrañable si no estuviera colocado al lado de la foto de una rubia con menos ropa que el Cristo, en una actitud y con una postura, digamos, … bueno, mejor no digamos nada.

Luego está el resto de cosas que tienen en la cabina, que sin ser estrictamente elementos decorativos, contribuyen a darle al habitáculo un aire más personal. Un Marca atrasado en el salpicadero, un rollo de papel tirado de cualquier manera, una navaja oxidada, un mechero que no enciende, discos de música desparramados, algún simpático peluche colgando del techo, cosas así. Otro tipo de complementos podrían ser los pequeños electrodomésticos que cada uno añade al equipamiento que el camión trae de serie: un ventilador pegado al parabrisas, una tele portátil, un GPS, una neverita,…

En cuanto al atuendo, la mayoría se deciden por un look informal, cómodo, desenfadado: camisetas, bermudas y chancletas en verano; zapatillas, vaqueros y cazadora en invierno. Todos llevan ropa de trabajo en la cabina (un mono), pero ninguno se lo pone, salvo cuando llevan fuera de casa mucho tiempo y se han quedado sin ropa limpia. En las camisetas, prevalece el tipo de prenda que aprovecha el espacio para enviarle al mundo mensajes acerca del credo o la filosofía vital del portador: algunos de tipo étnico (“Los de San Apapucio de Arriba somos la pera limonera”), otros de tipo nutricional (“Con fabes y sidrina no hace falta gasolina”), realistas (“La camiseta no ha encogido: es que yo he engordado”), resignados (“Hoy he follado el doble que ayer: nada de nada”) o alguno en plan consultorio de salud (“Evite la resaca: manténgase bebido”) que acojona un poco, la verdad, teniendo en cuenta que esto lo sostiene un tipo que maneja un bicho de tropecientas toneladas y te puede poner mirando a Triana en cualquier cambio de rasante. En fin, como les decía, todo un mundo.

Respecto al comportamiento, sin embargo, hay mucha menos variación. Como, por regla general, les toca esperar un buen rato antes de pasar por el pesaje y entrar en la zona de carga y descarga, suelen hacer todos lo mismo: bajan del camión, echan un cigarro, intentan ligar con la chica de la báscula (con escaso éxito en todos los casos registrados hasta la fecha), charlan de fútbol, se quejan del precio del gasoil, se quejan de las multas, se cuentan las mejores rutas para evitar radares y patrullas de la Guardia Civil, se descubren unos a otros los mejores sitios para comer y… ejem… cubrir otras necesidades básicas, y suelen acabar enzarzados en discusiones acerca de quién la ha armado más gorda (“yo tengo trucado el disco”, “yo no llevo limitador”, “yo tengo avisador de radares”, “pues yo una vez di 1,5 en un control de alcoholemia”, etc).

Comparen ahora con nuestra amiga la camionera. Ayer llegó por la tarde, vestida con unos pantalones piratas y una camiseta de tirantes, todo de color blanco (para los malpensados, debo decir que es joven y bien parecida), se dirigió a la báscula, pidió el ticket por favor y dio las gracias al recibirlo, y como había bastante tráfico, se dispuso a esperar, pero a su manera. Una manera muy distinta a la de sus congéneres masculinos. En primer lugar, subió a la cabina y se puso a limpiar el salpicadero y el parabrisas. Supongo que por aburrimiento, porque estaba todo impecable. Ni una mota de polvo, oigan. Y les aseguro que me fijé, porque el contraste con lo que viene siendo el aspecto típico de los camiones que nos visitan era notable: ni un póster, ni una pegatina, ni un papel fuera de sitio. Sólo un pequeño ramo de rosas en el centro del salpicadero. Como se lo cuento.

No contenta con eso, bajó provista de un limpiador y un trapo y dejó los faros del camión en perfecto estado de revista. Al acabar la tarea se puso a leer el ¡Hola! (también como se lo cuento) para hacer tiempo, y cuando la fila avanzó y fue llegando su turno, se preparó como Dios manda: se puso unas botas de trabajo, guantes y un mono, en una especie de striptease inverso que, curiosamente, puso al público masculino allí presente, mayoritariamente colegas de la susodicha, bastante nervioso (supongo que pasan mucho tiempo solos, al volante, y la cabeza a veces hace asociaciones de ideas bastante particulares). Se dirigió a su lugar de descarga, quitó el toldo ella solita y tuvo un detalle encantador cuando el operario encargado de descargar se ofreció a ayudarla (algo que no hace con los camioneros masculinos ni de coña: los mensajes de paridad todavía no han calado demasiado en nuestra plantilla, por lo que se ve): ella se negó, con cara de haber hecho eso mismo (rechazar una ayuda que no necesitaba) miles de veces, pero con una breve sonrisa. Acabó su trabajo, volvió a colocar el toldo y se fue. Antes de subir a la cabina se quitó las botas y el mono, que dobló cuidadosamente, y se compuso el peinado en el espejo del camión.

A partir de este breve episodio de etología aplicada, se abren dos posibilidades, dado el escaso número de sujetos estudiados: que el ejemplar sea representativo de su grupo o que no lo sea. Personalmente, desearía que lo fuera, por varias razones. En primer lugar, porque es lo que yo siempre he pensado, y me mola que la realidad me dé la razón de vez en cuando. Y en segundo, porque los días que me levanto optimista me gusta creer que hay esperanza para el mundo, y si me dicen que esta señora es una excepción y el resto de su especie se comporta igual que nosotros los hombres, lo de la esperanza va a estar chungo.

Pero no me decido. No es mi campo, y como doctores tiene la Iglesia, después de esta experiencia, y tras meditar el asunto profundamente durante unos 3 segundos, me he hecho una promesa a mí mismo: la próxima vez que venga tengo que acordarme de grabarla en vídeo y mandar una copia al Ministerio de Igualdad. A la atención de la Ministra Aido.

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