viernes, 2 de julio de 2010

EL OLVIDO

Se dirigió al coche mientras un trueno retumbaba apagado en la lejanía. El aire se había vuelto pesado, anunciando tormenta. No tardaría en llover. Se sentó al volante y repasó mentalmente la lista de todo lo que debería llevar. Cuando estuvo seguro de que todo estaba en regla arrancó el motor. Las primeras gotas empezaban a caer.

Tomó la carretera secundaria. Sabía que la autopista estaría imposible a esa hora, y más con ese tiempo. Además, le gustaba aquella carretera. Era pequeña, tranquila, con árboles a los lados. En algunos tramos era como circular a través de un túnel por el que apenas se filtraba una luz leve y verdosa. Condujo en silencio un rato, mientras abandonaba la ciudad, y sólo cuando los edificios comenzaban a escasear se decidió a conectar el aparato de radio. Buscó una emisora que emitiera música, sin nadie que hablara.

Música intrascendente, la llamaba ella. Solían bromear con eso. Ella sostenía que había música para escuchar y música que sólo servía como banda sonora para una conversación. Ese tipo de música que no te gusta demasiado, pero tampoco te molesta para hablar. Música intrascendente. Sonrió al recordarlo. Ella tenía definiciones para todo.

Aquella música también servía para pensar. Al fin y al cabo, pensar es como conversar con uno mismo, así que quizá ella tenía razón, después de todo. Le gustaban aquellos ratos en el coche, con aquella música, con tiempo para pensar. Para recordar. Sabía que no necesitaba esforzarse. Bastaba con ser paciente, y los recuerdos vendrían. Alguien se lo había explicado una vez, hacía mucho tiempo. No busques, no desees. Espera y encontrarás. Probablemente había sido ella. Lo habría leído en algún sitio. Era una lectora increíble, en muchos sentidos, y uno de ellos era la cantidad de libros que era capaz de devorar. En todos encontraba algo, alguna frase, alguna idea. A pesar de conocerla y convivir con ella muchos años, él nunca había dejado de sorprenderse cuando la veía leer: se sentaba en su sofá, junto a la ventana, y el mundo simplemente desaparecía. A veces parecía leer con furia, mordisqueando una uña, frunciendo el ceño, concentrada. Otras, en cambio, leía con expresión relajada, y sostenía el libro con suavidad, como si temiera hacerle daño. Pero siempre abstraída, sumergida en su propio mundo, aquel al que la llevaban las páginas que devoraba. Un mundo al que él nunca había podido acompañarla, en el que tenía prohibida la entrada. Los libros eran su paraíso particular, y ella le había dejado siempre claro que no quería compartirlo. Al principio se había sorprendido sintiendo envidia de sus libros. ¿Podía sentirse envidia de un pedazo de papel? Ahora sabía que sí. Podía sentirse envidia de cualquier cosa que te arrebate, aunque sea por un breve periodo de tiempo, a la mujer que quieres.

Entonces vino el recuerdo. La había conocido, como no, en una biblioteca. Él buscaba un libro raro, y ella estaba paseando entre las estanterías, con aire distraído. Se cruzaron 3 o 4 veces, y acabó por fijarse en ella. Era guapa. Pelo moreno, bajita, delgada. Llevaba una espantosa bufanda de mil colores, y un gorro a juego. Y simplemente parecía caminar entre los estantes repletos de libros, sin apenas mirarlos. Cuando hubo localizado su libro y estaba dispuesto a irse, no pudo evitar ceder al repentino impulso de hablar con ella.

-Si no lo has encontrado todavía es que no está.

Ella lo miró sorprendida. Como si no lo hubiera visto hasta ese mismo instante.

-El libro que buscas. Llevas paseando un buen rato. Si todavía no lo has visto no puede estar aquí.

Se sintió un poco idiota teniendo que explicarse. Ella lo miró con una media sonrisa, apenas insinuada.

-No busco un libro.
-Esto es una biblioteca.
-Ya lo sé.

Hubo una pausa. Y él tuvo tiempo para pensar que aquella voz podía ser peligrosa para cualquier hombre: era una voz suave y sugerente. Era la voz de una niña buena. Pero, por encima de la impresión, prevaleció el desconcierto.

-¿Entonces?
-Estoy esperando que algún libro me llame- dijo ella, y volvió a sonreír.

¿Cómo resistirse a alguien así? ¿Quién hubiera podido dejar pasar la ocasión de invitarla a un café, de seguir charlando con ella? Él no pudo. La invitó a un café, y luego a otro. Y charlaron. Luego quedaron otro día. Y después otro. Empezó a conocerla. Poco a poco, sin prisas, sin apenas darse cuenta, comenzaron a convertirse cada uno en la rutina del otro.

La lluvia arreció, y la carretera resbaladiza exigió que su atención volviera al presente. Ahora dejaba los árboles atrás, y ante él se extendía un paisaje verde de praderas y colinas. Al fondo se intuía un claro entre las nubes. Aquello no era más que una tormenta pasajera, y pronto dejaría de llover.

Las gotas en el parabrisas le trajeron otro recuerdo. Un día como aquel, muchos años atrás. Una tormenta de Junio repicando en los cristales. Estaban juntos en su habitación, él estudiando para sus exámenes finales de derecho, ella enfrascada, como siempre, en un libro. Normalmente le bastaba estar así, tenerla cerca. Pero aquel día no. Aquel día algo lo impulsó a levantarse y tomarla de las manos. No podía estudiar. Ni siquiera podía hablar. Sólo quería besarla. Ella parpadeó, como siempre que volvía de su viaje al mundo de los libros, y supo lo que el quería decirle sin palabras.

-¿Y tu examen?
-Al diablo el examen.

Entonces se besaron. En aquel momento no lo sabían, pero aquel era uno de esos besos que marcan el comienzo de una vida. Uno de esos momentos en los que dos personas dejan de ser dos y se transforman para siempre en una sola.

Volvió al presente cuando vislumbró al fin la residencia, a lo lejos, en lo alto de una suave colina. Como siempre, un escalofrío le recorrió la espalda al ver el edificio. Mientras se acercaba, pensó que aquella mole gris y ostentosa era adecuada para cualquier cosa menos para aportar tranquilidad a alguien perturbado. Posiblemente habían tratado de dotar a la residencia de un aspecto solemne, pero el resultado conseguido se había quedado bastante lejos de eso. Aquella casona aislada en mitad del campo, con su fachada de columnas jónicas y sus caminos de grava sucia transmitía una sensación opresiva y triste. Un presentimiento de la soledad que albergaba entre sus muros, quizá.

Entró y se dirigió a la recepción, como siempre. Elisa le recibió con una sonrisa amable, también como siempre. Eran ya una par de años de visitas, y lo conocía de sobra. Todo el personal lo conocía, en realidad. Le dijo que ella lo esperaba en el salón de cristal. Como todas las tardes. No se ofreció a acompañarlo, porque sabía que él prefería recorrer a solas el pasillo que conducía a aquel minúsculo patio interior acristalado en el que los internos recibían a las visitas en los días en los que el clima no hacía posible salir al jardín.

Mientras caminaba por aquel pasillo, al encuentro con la decepción de todos los días, volvieron los recuerdos. Le sorprendió pensar lo rápido que se habían pasado los casi 30 años de matrimonio. Apenas los recordaba. Bueno, si se esforzaba podía recordar muchos detalles, por supuesto. Del día de la boda (en el que, por cierto, también había llovido; ¿a quién se le ocurre casarse en Noviembre?), de la luna de miel, y de todos y cada uno de los años que habían pasado juntos. Sin embargo, los únicos recuerdos que venían a su cabeza de manera constante en los últimos tiempos eran más recientes. Recuerdos de los dos años de pesadilla transcurridos desde que había tenido que aprender a vivir sin ella.

Al principio habían sido detalles sin importancia. No recordaba dónde había dejado las llaves, o el bolso. A todo el mundo le pasa eso, alguna vez. Pero empezó a pasar con más frecuencia. Él había intentado engañarse, y había ignorado los síntomas. Siempre se le había dado bien eso de esconderse de la realidad y esperar que los problemas se resolvieran solos. Pero esta vez no fue así, y nada se resolvió. La cosa fue a peor. Algunos días no recordaba lo que había hecho, y otros olvidaba lo que debía hacer. Cada vez más a menudo mezclaba fechas, confundía personas, inventaba historias,… hasta que llegó el momento en el que incluso él tuvo que reconocer que tenían un problema. Luego vinieron los médicos, y luego la separación.

Llegó al salón de cristal, y la vio a través de la puerta. Estaba sentada en la mesa de siempre. Su pelo había blanqueado, pero seguía siendo guapa. Se había vuelto menuda, y tenía un aspecto frágil. Respiró hondo y se dirigió a ella, consciente de lo que iba a pasar.

-Hola, Marta.

Ella lo miró, con aquel parpadeo suyo tan característico, como cuando leía y alguien la interrumpía. Por un momento, una chispa pareció brillar en sus ojos.

-Hola- dijo, y una media sonrisa se insinuó en su boca.

Como tantas veces antes, no pudo evitarlo, y volvió a creer en los milagros. Quizá esta vez fuera distinto. Quizá fuera ella de nuevo. Quizá volvieran a estar juntos, aunque sólo fuera por un instante. Quizá….

Y entonces la chispa pasó. Marta ya no estaba detrás de aquellos ojos verdes. Tal vez nunca hubiera estado, y aquel resplandor fugaz había sido una imaginación suya. O un deseo. Tras aquellos ojos ahora sólo había confusión, miedo. Sólo quedaba el olvido. La nada.

-¿Quién eres?

Suspiró, resignado a pasar otro día sin milagros, y cuando habló trató de que su voz sonara tranquilizadora, amistosa.

-Soy tu marido.

Ella volvió a mirarlo, asustada. Era una niña, y no lo comprendía. Rectificó.

-Alguien que te quiere. Te he traído libros.

Comprobó que ella se relajaba un poco. Que la curiosidad le ganaba la partida al miedo. Siempre había sido curiosa.

-¿Me gustan los libros?
-Claro. Te encantan.

Le tendió los libros que había llevado en la bolsa, y ella los tomó entre sus manos con cuidado. Los miró un instante, y luego volvió la cabeza, y sus ojos volvieron a fijarse en algo que estaba muy lejos de allí.

-¿Quieres que te lea un rato?
-Gracias. Eres muy amable.

Antes de abrir el libro, se concentró en reunir las fuerzas que necesitaba para dar comienzo al ritual de todos los días. Era la única forma que había encontrado de decirle que la quería sin perturbarla. Ella no lo comprendía, pero eso no importaba. Necesitaba decírselo. Respiró hondo.

-Empecemos por la dedicatoria. “A mi esposa, Marta, con todo mi amor”.

Ella sonrió.

-Marta. Como yo.

Él le devolvió la sonrisa. Y se dispuso a leer para ella durante una hora, como todas las tardes. Durante la única hora en la que podían volver a ser uno solo. La única hora en la que estaban a salvo del ladrón de recuerdos que los había separado.

A salvo del olvido.

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