martes, 27 de julio de 2010

DONDE LOS SUEÑOS NUNCA MUEREN

Se despertó en un tren, sin saber muy bien dónde estaba. En el silencio de la noche, el monótono traqueteo resonaba en su cabeza como un desfile interminable de almas en pena. Se desperezó, y recordó por fin: volvía al pueblo.

Era un viaje que había hecho en sentido inverso hacía ya muchos años. Todavía lo recordaba: un viaje con toda la ilusión del mundo, creyendo que lo iba a conducir a una vida feliz, y que sólo lo llevó al lugar donde mueren todos los sueños. A un lugar en el que el mar apenas era un recuerdo en medio de un desierto gris. Ahora, a medida que se acercaba de nuevo al mar, en su pecho se agitaban emociones encontradas. La felicidad se presentía con el olor de la sal en el aire. A lo lejos se intuía de vez en cuando el resplandor de una tormenta lejana. El lo sintió como un recordatorio del motivo de su viaje: aquella tierra que él había abandonado hacía ya tanto tiempo no le permitiría olvidar que iba a un entierro.

Acabó de despejarse cuando el sol asomaba en un horizonte brumoso, tiñendo el paisaje con una luz irreal. Raquel había muerto. Su querida y vieja Raquel ya no estaría esperándolo en la estación con un abrazo entrañable y sincero, apretándolo con fuerza contra su pecho. Lo habían llamado a Madrid para decírselo, y él había sentido que el mundo dejaba de girar por un instante, aunque nadie más pudiera darse cuenta de ello, y que el tiempo comenzaba a caminar hacia atrás, hacia aquellos momentos que alguien, al otro lado de la línea, se empeñaba en decir que ya no se repetirían jamás. Después de aquella llamada, lo siguiente que supo fue que iba en aquel tren camino de un pueblecito de Santander, de su viejo pueblo. A medida que se aproximaba al final de su viaje se sentía cada vez más inquieto, con las viejas heridas palpitando de nuevo, con la cabeza llena de imágenes de un pasado feliz y ya irrecuperable. Se dejó arrastrar por la nostalgia y pensó por fin en aquello que había intentado esquivar durante todo el viaje. En aquel reencuentro que tendría lugar en el mismo pueblo que un día, hacía años, había sido el escenario de una despedida: iba a ver a Laura.

El tiempo gastado en el viaje le sirvió para reflexionar. El lento desfile del paisaje en la ventana marcaba el ritmo de sus pensamientos. Había dejado en Madrid una vida rota: una mujer a la que engañaba, dos hijas que adoraba a las que no había podido ver en el último mes, y un trabajo de profesor en la universidad, enfrentado todos los días a las caras soñolientas de los mismos alumnos aburridos. Una vida que nada tenía que ver con los sueños de antaño. Con aquellos sueños por los que valía la pena luchar. Todo se le había venido abajo, y nunca podría averiguar con certeza de quién había sido la culpa, aunque no podía evitar pensar que era su propia cobardía la que había comenzado a envenenar sus sueños. Alguien lo había convencido de que triunfar significaba aprender a vivir con la boca siempre llena del amargo sabor de la decepción, y él había escogido los caminos equivocados, uno tras otro. Hasta llegar a olvidar de donde venía. Hasta que aquella sangre joven y rebelde que bullía con el mar, con las montañas, con los sueños, se le fue adormeciendo. Con los años, había llegado a acostumbrarse a la infelicidad. Hasta que aquella llamada le había recordado que una vez fue feliz.

Su madre y su hermana lo esperaban en la estación. Con su cabeza todavía lejos de allí trató de corresponder a los saludos. Un beso quizá un poco frío, un abrazo tal vez demasiado breve y un paseo por el pueblo, en silencio, hacia casa. El pueblo había cambiado tanto que ya no lo reconocía como aquel lugar en el que había crecido y del que le había costado tanto trabajo separarse. También la casa parecía haber cambiado. Sólo su habitación permanecía igual. Se sintió en un santuario mientras recorría con la vista aquellas paredes. Sus ojos se posaron en el retrato que estaba sobre la mesilla, en el que aparecían Laura y él, jovencísimos, abrazados, mientras Raquel, tras ellos, los miraba. Dos chicos jóvenes, inocentes. Felices. Y la sonrisa de Raquel protegiéndolos del mundo. Había pasado mucho tiempo. Su madre subió cuando comenzaba a deshacer la maleta.

-¿Qué tal el viaje, hijo?
-Bien, mamá.
-¿Y Susana y las niñas?
-Están bien.
-¿Cómo es que no han venido?
-Nos hemos separado, mamá.
-¿Qué?
-Que nos hemos separado. Hace casi un mes que Susana se fue a casa de su madre.
-Pero… pero, ¿por qué? ¿Qué pasó?
-Tuvimos problemas, mamá. Las cosas ya no marchaban como al principio. No nos entendíamos. Y... bueno, había otra mujer. Y ella se enteró. Aunque supongo que eso fue sólo la gota que colmó el vaso. Ya nada era como antes.

-Pero,...¿y las niñas?
-Las niñas viven con ella. Todavía no saben nada, creo. Para ellas, lo único que sucede es que están pasando unas vacaciones con su abuelita.

Aquella mañana el ambiente en casa fue raro. Él no lograba identificar aquel caserón con el lugar que recordaba. Había sido el lugar de su infancia, en el que las voces de los niños resonaban en los muros de piedra durante todo el día. Pero él ya no era un niño, y sus ojos no eran los mismos. Ya no podían ver las cosas del mismo modo que antes. Sin ganas, le contó a su madre todos los detalles de la historia, mientras ella escuchaba a mitad de camino entre el asombro y la vergüenza. Le habló de Verónica, que era mucho más joven que él; le contó cómo Susana se había enterado sin sentirse ofendida, ni siquiera sorprendida; se oyó hablar a sí mismo dando unas explicaciones que nunca antes se había molestado en buscar. Tuvo que escuchar un buen sermón, exactamente como se había imaginado. Se sentía cada vez más incómodo. Mientras apuraba el desayuno aprovechó una pausa en el discurso materno para cambiar de tema.

-Mamá, ¿y Raquel?

Su madre se tomó unos instantes antes de responder. La evocación le llenó los ojos de lágrimas.

-Murió en la cama, la pobrecilla.
-¿Así, sin más?
-Si, así, de repente. Últimamente se quejaba de todo, pero hacía años que no tenía un mal catarro. Ya sabes cómo era.
-Si. Ya sé cómo era.

Su hermana los contemplaba en silencio, apoyada en la puerta. Cuando habló por primera vez, le echó encima un millón de recuerdos:

-Laura está destrozada, Javier. Tendrías que pasar a verla.

Su madre se quedó recogiendo la mesa. Él salió con su hermana a pasear por un camino retorcido entre pequeños prados verdes. El sol empezaba a calentar, y olía a hierba cortada. Se les fue la mañana evocando a la vieja Raquel, la mujer que los crió, que vivió en su casa tantos años, que les enseñó a ver el mundo a través de sus ojos azules, capaces de transformarlo todo en juegos y risas. Cada uno le contó al otro cosas que nunca antes le habían contado a nadie, recuerdos comunes que se habían transformado en propios con los años. Intercambiaron la imagen que cada uno tenía de Raquel, riendo y llorando. Él se dio cuenta, de repente, de cuánto había echado de menos a su hermana durante todo ese tiempo. Hacía años que no hablaba tanto con ella. Pensó que de haberla tenido a su lado, en Madrid, todo habría sido distinto.

-Al principio fue muy duro. Me acordaba mucho del pueblo, del mar. Pero no tenía a nadie con quien hablar. Nadie podía entender cómo me sentía.
-Además, Laura estaba aquí, ¿verdad?

Él la miró con una sonrisa triste, cansada. Era inútil tratar de engañar a su hermana respecto a eso. Ella lo conocía demasiado bien, y era la única persona que estaba al tanto de lo que había pasado entonces. De cómo Laura, la hija de Raquel, aquella niña que había crecido con ellos, en su misma casa, prácticamente como una hermana más, se había convertido en la primera pasión de la adolescencia de Javier. En el primer amor. Hacía casi veinte años de eso.

-No se te ha pasado, ¿verdad? Todavía no la has olvidado.

Él no contestó. Bajó la vista y contó los pasos hasta que llegaron a la playa. Veintisiete. Una brisa fresca le acarició la cara.

-Ella está casada, Javi. Y es como de la familia.

Él siguió callado. El sol ponía un punto de luz en las crestas del mar rizado. Su hermana suspiró:

-Supongo que hay sueños que nunca se olvidan.



Aquella tarde, en el entierro, todo el pueblo se congregó para despedir a Raquel. Ni siquiera cuando murió el padre de Javier, el médico del pueblo, se había reunido tanta gente. Él permaneció absorto la mayor parte del tiempo, con la vista fija en el ataúd tapizado de innumerables flores. Rosas rojas. Las preferidas de Raquel. Se cumplían sus deseos: la enterraban en tierra, sin mármol ni lápidas caras. Sólo una sencilla cruz de piedra con su nombre, y flores, muchas flores. El cura dijo un bonito sermón, recordando muchas anécdotas que nadie escuchó, porque todos repasaban en silencio sus propios recuerdos de Raquel. Vio a Laura de pasada, en medio del gentío, llorando apoyada en el hombro de su marido, con los ojos brillantes. No sintió nada especial al verla. En cierto modo, eso le sorprendió, pero no supo si alegrarse.


Se quedó allí, de pie, totalmente inmóvil, hasta mucho tiempo después de que se hubiera ido toda la gente. A solas con Raquel. No habló con ella. ¿Para qué? Como la propia Raquel decía, a los muertos no se les habla, se les llora. Así que lloró, aunque no sólo por Raquel. De camino hacia la salida pasó por la tumba de su padre, y dejó sobre el mármol frío y blanco una rosa. Una única rosa. Un intento tardío de expresar todas las cosas que hubiera querido decirle y nunca le dijo.


Al día siguiente, el tiempo cambió. Una fría llovizna puso en el paisaje una nota de gris, melancólico y tranquilo. Javier sacó de algún armario una vieja pelliza, se la echó por los hombros y salió a pasear por la playa. Las olas se rompían en una espuma sucia mientras él caminaba despacio por la arena, con el pelo mojado pegado sobre la frente. Se sentó en una roca, mirando al mar, y notó que alguien se acercaba.


-“Ángeles negros volaban por los aires de poniente. Ángeles de negras trenzas ….”


Él supo inmediatamente quién le recitaba aquellos versos. Los mismos con los que Raquel les espantaba los miedos a la oscuridad, muchos años atrás. Supo que se trataba de Laura antes de escucharse a sí mismo recitar el último verso:


-“….y corazones de aceite”
-Hola, Javier.
-Hola, Laura.
-Le gustaba mucho esa poesía, ¿te acuerdas?.

Permanecieron uno frente a otro, mirándose, sin saber muy bien qué hacer, hasta que se fundieron en un abrazo profundo, silencioso. Cuando por fin se separaron estaban llorando. Él no le dio el pésame, ni le dijo lo siento. A pesar del tiempo transcurrido, ella ya sabía todo aquello que él hubiera podido decir.

-La voy a echar mucho de menos, Javi.
-Yo también. En realidad, ya la he echado de menos todos estos años.
-Y ella a ti. No sabes cómo.
-¿Qué tal te va? Me han dicho que estás casada.
-Si.

Él temió haber tocado un tema incómodo, pero el silencio duró sólo un instante. Ella pareció recordar algo y sonrió brevemente.

-¿Recuerdas cuando éramos niños? Me prometiste que te casarías conmigo y me llevarías a Madrid.
-No te hubiera gustado Madrid.
-Supongo que no.
-Sabes que tuve que irme.
- Igual que yo tuve que quedarme. No pasa nada. Cada uno siguió su camino.
-Las cosas pudieron haber salido mejor.
-Supongo que sí. Pero salieron así. Y eso ya no se puede cambiar.

Ella se cogió de su brazo y comenzaron a caminar por la arena mojada. Había dejado de llover, y ellos comenzaron a hablar de los viejos tiempos, de lo mucho que había cambiado el pueblo, de Raquel. Él recuperaba aquellos pedazos de pasado con una mezcla de tristeza y esperanza. A ratos se sentía un niño otra vez. A ratos se sentía muy viejo. De vuelta al pueblo, ella soltó su brazo, pero siguieron caminando juntos, en silencio, sintiendo el sonido de sus pisadas sobre los charcos. Al separarse, ella dijo:

-Pasa por casa antes de irte. Mi madre dejó algo para ti.


Por la tarde llamó a Susana. La encontró cambiada. En su voz no estaba aquella ironía hiriente que él tanto odiaba. Los dos hablaron con precaución, con miedo a decir algo que doliera. Le contó lo que pensaba hacer, aunque él mismo no lo sabía todavía muy bien: tal vez se quedaría unos días en el pueblo, para recuperar amigos y paisajes olvidados. A ella le pareció bien. Después de hablar con las niñas volvió a ponerse Susana.


-¿Hasta cuándo va a durar esto, Susana?
-No lo sé.
-Siento mucho todo lo que pasó.
-Sentirlo no basta.
-No he vuelto a verla.
-Eso es lo de menos.
-¿Entonces…?
-No lo entiendes, ¿verdad? Me dolió que me engañaras, pero me duele mucho más la manera que tenemos de vivir, como extraños. En el último año, cada vez que hablábamos era para discutir. ¿De verdad querías seguir así?
-Podemos cambiar las cosas, Susana. Entre los dos.
-No estoy segura de eso.
-Por favor.


Silencio. Un instante. Una eternidad.


-Lo pensaré.


La comunicación se cortó. Se quedó quieto, respirando despacio. La lluvia bailaba sobre los cristales, con un ritmo misterioso. Y de repente, mientras miraba el teléfono, se sintió vacío por dentro.
(Continuará...)

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