viernes, 16 de julio de 2010

MIS PERROS Y YO

Cuando éramos niños, mis dos hermanos y yo no tuvimos perro, pese a que nos hubiera gustado mucho. Y que conste que insistimos (sobre todo mi hermano A. y yo, que somos los mayores), pero dentro de unos límites. Eran otros tiempos, y entonces cuando tus padres te decían “no” un par de veces empezaban a poner una cara que no invitaba precisamente a seguir con el tema, así que nos quedamos sin mascota. Puede que esta carencia afectiva explique alguno de mis traumas, pero ese tema mejor lo dejamos para otro día.

Sin embargo, cuando mi hermano C., el tercero en la línea sucesoria, tenía alrededor de 10 años, nuestros vecinos compraron un perro, y él se encaprichó. Mis padres repitieron la negativa que nos habían dado años atrás a los dos hermanos mayores, y los argumentos que la motivaban. Vivíamos en un piso, sin demasiado sitio para un perro, y menos una bestia parda como la que le gustaba al niño (el perro de los vecinos era una hembra de pastor alsaciano inmensa, con una capacidad infinita para perder toneladas de pelo, además), había que sacarlo a pasear,... Mi hermano, no obstante, insistió, y justo cuando A. y yo estábamos pensando “ahora es cuando le sueltan la bofetada”, y frotándonos las manos ante el previsible espectáculo con todo el amor fraternal del que éramos capaces, mis padres, en un vergonzoso ejercicio de discriminación filial, no sólo no le sacudieron la merecida torta sino que incluso le prometieron que, en cuanto tuviéramos espacio suficiente compraríamos un perro. Supongo que esas son las ventajas de ser el hermano pequeño: los padres van experimentando, perdiendo el miedo; los mayores vamos ablandando las defensas; el pequeño de la casa llega, ve y triunfa.

El caso es que poco tiempo después nos mudamos a un adosado, y ahí la excusa de la falta de espacio ya no tenía sentido. Mi hermano puede ser cargante, pero no es tonto: en cuanto vio que la ocasión era propicia volvió a la carga. Entre eso, y que para mi padre lo prometido es deuda, tuvimos perro. Perra, para ser exactos. Ni siquiera hizo falta comprarla: un amigo se la regaló a mi padre con apenas 15 días de vida, y nosotros nos encontramos de repente con una bolita de peluche, con ojos asustados y gimiendo lastimeramente. Sin la más mínima idea de qué hacer con ella.

Lo primero fue ponerle nombre. No hubo muchas dudas al respecto. La perra de nuestros antiguos vecinos, que fue la que motivó el capricho de mi hermano, se llamaba Yeni, y por lo visto tenía también el nombre asociado a la obsesión por el perro, así que nuestra nueva mascota venía ya, prácticamente, con nombre asignado.

Yeni era un pastor belga de variedad groenendael. Parecida a un pastor alemán, pero en negro, y con el pelo un poquito más largo. Bueno, al principio se parecía más a un osito de peluche. Con ella todo fue una experiencia nueva (era la primera vez que teníamos un bicho en casa) y fuimos aprendiendo juntos, acostumbrándonos a ella mientras ella se acostumbraba a nosotros. Desde el principio fue juguetona, tímida y cariñosa. Según el momento, predominaba una de las tres características. Le gustaba (y a nosotros también) jugar en el patio trasero, y podía pasarse horas tumbada panza arriba mientras la acariciabas en la barriga. Recuerdo pasar tardes enteras en ese patio, en verano, leyendo en una tumbona con los pies encima de Yeni, acariciándola. Y recuerdo esas tardes con muchísimo cariño.

Pero cuando de verdad disfrutaba era cuando salíamos a pasear. Entonces era cuando se transformaba: todo lo que en casa era tranquilidad, fuera se convertía en una fuerza de la naturaleza desatada. No paraba de correr, de husmear, de traerte palos para que se los lanzaras,… era una delicia verla así. Le encantaba pasar mucho tiempo fuera de casa, así que pronto se convirtió en una rutina el alternarse para sacarla a pasear. A veces te apetecía más y a veces menos, sobre todo en invierno. Curiosamente, mi hermano C., el impulsor del asunto, y legalmente el dueño del bicho (era su nombre el que figuraba en los papeles de la perra), después de los primeros meses de novedad pasó tres pueblos de Yeni y creo que fue el que menos tiempo dedicó a pasearla. En cambio mi hermano A. se pasó horas por el monte con ella. A los dos les encantaba pasear, y a los dos les gustaba esa sensación de soledad que sólo se tiene paseando por el monte, así que congeniaron rápidamente. De hecho, en cuanto lo veía por el patio y escuchaba el tintineo de las llaves se ponía como loca: comenzaba a dar saltos, a hacer ruidos raros, y se colocaba junto a la puerta, consumida por la impaciencia mientras mi hermano acababa de calzarse las botas. En esos momentos, daba igual lo que le ofrecieras: ella pasaría olímpicamente de tí, porque prefería salir a pasear con mi hermano sobre todas las cosas. Yo diría que se entendían bien.

Yo la sacaba algo menos, pero también eché mis horas. Sobre todo en verano, cuando solía salir a correr, me la llevaba conmigo. Era menos rato que cuando paseaba con mi hermano, y ella lo sabía, así que nunca demostró el mismo entusiasmo por salir conmigo que por salir con él. Sin embargo, se lo pasaba (nos lo pasábamos) bien. Sin entusiasmo, pero bien.

Cuando salíamos por la ciudad, en cambio, era otra historia. Los coches, la gente, el ruido…. Se desquiciaba, y comenzaba a tirar de la correa y a jadear de una manera angustiosa. Al principio solíamos insistir, para que se acostumbrara, pero no hubo manera. Así que acabamos por desistir, y la práctica totalidad de los paseos de Yeni fueron por el monte (teníamos la ventaja de que vivíamos en las afueras, y con cinco pasos nos plantábamos lejos de la civilización y el asfalto). Y cuando no había otra opción que ir al centro (léase ir al veterinario) el viaje se convertía en una especie de experimento científico para ver qué era más resistente: su cuello, la correa o mi brazo.

Y así pasó el tiempo. Llegamos a conocernos bien. Nosotros a ella, con su carácter, sus costumbres y sus rarezas, y ella a nosotros, sabiendo perfectamente con quién podía permitirse según que alegrías y con quién no. Aunque, de todas formas, siempre se portó bien. Que yo recuerde, sólo hizo dos trastadas en su vida: una, a los pocos meses de estar en casa, cuando le dio por afilar los dientes en una sábana que estaba tendida a secar; la otra, más surrealista, cuando se entretuvo mordisqueando las zapatillas de mi padre mientras éste dormía la siesta en el patio…¡con las zapatillas puestas! (no sé si esto dice más de la sutileza de la perra o de las profundidades abisales del sueño de mi padre).

Hace ya más de 6 años que Yeni murió. Murió de vieja, y quiero pensar que vivió feliz con nosotros. Eran las Navidades de 2003. Yo había ido a casa para pasar las fiestas, y recuerdo el día que me despedí de ella sabiendo que no volvería a verla. Estaba tumbada en el patio (ya apenas podía caminar), me acuclillé junto a ella y le dije adiós. Entonces me miró, con esa mirada que sólo un buen perro puede tener, y no me quedó otro remedio que llorar. Yo, que no soy de lágrima fácil, precisamente. A los dos días, mis padres me llamaron, y me dijeron que ya estaba todo hecho. Me alegré del fin de sus sufrimientos, y deseé entonces, y todavía deseo, que esté pasándoselo bien en el paraíso que a buen seguro tienen los perros en alguna parte (porque, no lo duden, si algún animal se lo merece, son ellos).

Pero mis padres decidieron con buen criterio que aunque el vacío de Yeni sería difícil de llenar, al menos tenían que intentar llenar el espacio físico y el tiempo que ella ocupaba, y qué mejor que con otro bicho de su especie. Quizá habían oído eso de que cuando uno se cae de un caballo lo mejor es volver a montar cuanto antes, y pensaron que lo que vale para un caballo vale para un perro. Así que pasaron un par de meses buscando aquí y allá hasta que trajeron a Lola.
Después de comprobar el carácter afable del pastor belga, querían otro, y, la verdad, aunque Lola no es de pura raza (está cruzada con pastor alemán, y, de hecho, su aspecto es más parecido al alemán que al belga) es también una perra alegre y tranquila. De hecho, es más obediente que su antecesora. Lola llegó a casa cuando era una bola de pelo, con aspecto de osito, pero nunca tuvo la mirada asustada de Yeni. Desde el primer día sus ojos fueron curiosos, alegres, y también desde el primer día Lola se mostró juguetona y feliz. Es una completa payasa, y también es bastante menos tímida que Yeni. También le encantan los paseos largos, interminables, que se pega con mi hermano A., aunque no tiene problema en pasear por la ciudad. Supongo que la experiencia de conocer a los perros tiene algo que ver, y que por eso la hemos educado mejor (sobre todo mi padre, que es el que más tiempo pasa con ella). De hecho, puedes llevarla por cualquier sitio sin correa, y te obedece instantáneamente las órdenes que le des. Algo que, al recordar mis peleas con Yeni y su correa, me parece asombroso.

Lola tiene algo que nunca tuvo Yeni: no ha perdido el carácter de cachorro. Una vez que creció, Yeni se transformó en lo que tenía que ser: un perro. Quiero decir que, incluso dentro de su carácter tranquilo y educado, siempre mantuvo un punto salvaje, siempre tenía su instinto animal cerca de la superficie. En ocasiones daba la sensación de que te respetaba por lealtad, porque tenía claro que eras su amo, cuando lo que de verdad le dictaba su instinto, lo que le pedía el cuerpo, era morder, atacar. Nunca lo hizo, pero podías percibirlo. Con Lola no pasa eso. A pesar de que ahora es ya un perrazo de más de 20 kg, sigue siendo un cachorro. Es vivaracha inquieta, pero nunca te transmite la sensación de estar delante de un animal. Es más bien como jugar con un niño. O con un peluche. Es gamberra, eso si, y a pesar de estar bien educada, hay cosas superiores a ella, como destrozar a mordiscos los cojines que se le ponen en su caseta a modo de cama (lo ha hecho infinitas veces… y me temo que lo seguirá haciendo).

En cualquier caso, es una más de la casa. Como lo fue Yeni. Y es que, una vez que te acostumbras a tener perro, descubres, a nada que lo trates como se merece, que te has ganado un amigo, en toda la extensión de la palabra. Descubres lo que es la lealtad. Descubres que ellos pueden expresar con una mirada cosas que nosotros somos incapaces de explicar con palabras, o con imágenes, y mucho menos con los ojos. Descubres lo reconfortante que es la alegría de tu perro cuando vuelves a casa. Sin condiciones. Sin pedir nada a cambio.

Ahora ya no tengo perro. La casa de mis padres ya no es mi casa, y sus perros ya no son mis perros. Veo a Lola cuando vamos de visita, los fines de semana. Ella nos reconoce, nos identifica como miembros del clan. Juega con los niños, que la adoran (aunque a veces se pone celosa si ve que los achuchas y no hay mimos para ella), y cuando sale de paseo con ellos siempre está atenta y vigilante (ay de aquel que se acerque a los críos con aire sospechoso). Le gusta que la acaricie… pero yo sé que no es mi perro, y ella sabe que no soy su amo. Y hay ocasiones en las que echo de menos esa sensación.

Eran buenos perros, en cualquier caso. Con una estampa muy bonita. Tranquilos y leales. Mejores que muchas personas que conozco, yo incluido.

Creo que echo de menos tener perro. Aunque tal vez sólo las añore a ellas.


La de la foto es Lola. De Yeni no he encontrado una que le haga justicia, así que prefiero no poner ninguna. Pero, créanme, era preciosa.

1 comentario:

Babunita dijo...

Buenas Cazurro:

Dice mamy que menuda llorera le ha dado con tu narración de la subida de Yeni al paraiso de los perros y que alegria con Lola, porque es bien conocido que el mejor amigo del hombre es el perro, a mucha distancia de cualquier otro hombre...