Dado que almaceno en mi cabeza un número ingente de curiosas anécdotas de géneros y temas variados, y que contarlas contribuye sobremanera a aliviar mi proverbial aburrimiento, hay una de esas historietas que se me viene a la cabeza hoy (no me pregunten por qué; hace mucho tiempo que renuncié a comprender mis procesos mentales, y si quieren un consejo, deberían hacer lo mismo, así que callen y lean). Y como dispongo del tiempo necesario para contarla y del aburrimiento suficiente para que me apetezca, pues allá va.
Como todos los buenos cuentos, comenzaremos por poner en antecedentes al personal. Érase una vez un país en el que sus habitantes se encontraron, hacia 1860, con que tenían ciertas diferencias acerca de la manera de entender la economía, la igualdad de la gente de color negro y, en general, el libre mercado de mano de obra. La historia dio en llamarlos, a unos, Estados Unidos de América, conocida por los amigos como la Unión, el Norte, los Federales o, para los más preocupados por la estética, los del uniforme azul. A sus rivales se les conoció por Estados Confederados de América, la Confederación para los amigos, el Sur, los grises,… lo que ustedes prefieran.
Los dos clanes decidieron que sus diferencias no se iban a resolver discutiendo sobre una mesa, así que acudieron, como cualquier nación civilizada, al campo de batalla. Esto provocó un descenso de la oferta de varones jóvenes en el país, junto con un pingüe negocio para los madereros, enterradores y otros miembros del negocio de las pompas fúnebres. Vamos, lo que se viene llamando la Guerra Civil Americana, o guerra de Secesión. Dicho en plata, entre 1861 y 1865 los ciudadanos de los Estados Unidos, por aquel entonces menos unidos que nunca, dejaron de lado chorradas como cultivar algodón y fabricar cosas y se dedicaron a jornada completa a darse la del pulpo, como buenos hermanos (ah, las guerras civiles, con su pasión, su odio…). Y, sorprendentemente, el Sur, que partía como outsider, pronto se adelantó en el marcador, consolidando después su ventaja y amenazando con terminar el partido por la vía rápida. Esto era lo que menos le convenía al Norte, que, como buen favorito cuando es vapuleado contra pronóstico, comenzó con una táctica dilatoria de gran solera entre los militares de todas las épocas, conocida como “yo no sé nada, sólo pasaba por aquí”. Es decir, que comenzaron a echarse las culpas de las sucesivas debacles unos a otros, con lo cual el mando fue pasando de unas manos a otras, las ofensivas se paralizaban antes de empezar, los ejércitos tan pronto avanzaban como retrocedían y el sentimiento de derrota comenzó a asentarse firme y decididamente sobre el ánimo de las tropas federales.
En uno de estos vaivenes, el General Robert E. Lee, comandante en jefe de los ejércitos del Sur, decidió darse un paseo por el Norte, a ver cómo estaba el patio. Llegó hasta Pennsylvania (que es como decir que llegó hasta la puerta de la cocina), donde se encontró con el ejército Federal en el bonito pueblo de Gettysburg, famoso en su época por ser un importante nudo de enlace de ferrocarril, y en épocas posteriores por el pifostio que montaron entre el propio Lee y su homónimo de la parte Norte, el general George G. Meade. El caso es que a los del Sur la cosa de pegar tiros no se les daba mal, y los dos primeros días empezaron ganando, como solían. Hasta que arrinconaron a las fuerzas unionistas en una elevación a las afueras del pueblo, Cemetery Hill. Allí tendría lugar el desastre más grande de la guerra, para el Sur, cuando la infantería confederada, al mando del general George Pickett, cargó contra las posiciones del Norte en lo alto de Cemetery Hill, después de un tremendo bombardeo artillero que pretendía ablandar las defensas federales y que, sin embargo, no consiguió su objetivo. La consecuencia fue que los 14.000 hombres que protagonizaron la Carga de Pickett se encontraron con una defensa terrible, que los diezmó con fuego de artillería y fusilería, y que el ejército del Sur se dejó en aquella colina cerca de 7.000 hombres que no pudo reemplazar, lo que contribuyó de manera decisiva a decantar la balanza de la guerra hacia el norte.
Pero, ¿por qué la artillería sudista no destrozó la defensa norteña, o al menos no les causó más daño del que realmente les causó? La respuesta puede estar en una chapuza que hubiera firmado cualquier nacido entre Gibraltar y los Pirineos, de puro surrealista como resulta. Vamos a ello.
En aquella época la artillería utilizaba una especie de proyectil explosivo al que era preciso colocar una mecha que se encendía antes de cargar el proyectil en el cañón. Calculando la duración de la mecha, se podía ajustar el disparo para que el proyectil estallara sobre las posiciones enemigas, esparciendo la metralla y, digamos, haciéndoles desagradable la estancia en los parapetos. El ejército sudista tenía su producción de mechas para la artillería centralizada en un arsenal de Richmond (Virginia), la capital del Sur, que, casualmente, sufrió un serio incidente unos 4 meses antes de la batalla (una explosión o algo así; las fábricas de explosivos, ya se sabe…) Eso provocó que la producción de mechas se trasladara a un nuevo arsenal, en Charleston (Carolina del Sur), con nuevos maestros artilleros que produjeron, según su propia receta magistral, unas mechas de una duración distinta. De lo cual, por supuesto, informaron a alguien. Y ese alguien informó a alguien, y ese a otro alguien,….hasta que, en algún punto de la cadena, alguien se olvidó de informar al siguiente alguien, y la nueva duración de las mechas no llegó a conocimiento de los oficiales que mandaban la artillería en Gettysburg. Como consecuencia de la mayor duración, las mechas hicieron que los proyectiles sudistas sobrevolaran las defensas federales, para asombro y alivio de los soldados del norte, y fueran a explotar muy lejos a sus espaldas, donde no hicieron un daño sustancial.
Así que ahí tenemos al amigo Pickett y sus 14.000 seguidores, creyendo que van a avanzar sobre unas ruinas humeantes, cuando de repente se encuentran con que les viene encima una granizada de plomo que no la salta un torero. Sin nadie a quien protestar, a quien decirle “a ver, oiga, que aquí hay un error, los que les vamos a pasar por la piedra somos nosotros, hagan el favor de estarse quietos y no disparar”, lo mejor de la infantería del sur fue literalmente masacrada aquella tarde. Un pequeño detalle, un simple comentario de algún oficial de intendencia, algo así como “ah, por cierto, las nuevas mechas duran el doble en consumirse” pudo cambiar la historia de la guerra.
Pero nadie hizo ese comentario, y aquella tarde de Gettysburg desapareció para siempre la aureola de invencibilidad del General Lee. Y, con ella, el sueño del Sur.
Menos mal que esas cosas en España no pasan, verdad?
El Rey Imprudente – Geoffrey Parker
Hace 3 días
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