Conozco a una persona que usa mucho este término de pensamiento lateral. Concretamente, lo usa aplicado a sus procesos mentales, que, a partir de los mismos datos la lleva a conclusiones totalmente distinta de las del resto de los mortales. Como también me incluía a mí en lo de la lateralidad, se convirtió en una expresión por la que siento una extraña familiaridad, de manera que me hace activar las alertas cada vez que la escucho. Y eso me ha hecho darme cuenta de la cantidad de gente que habla del pensamiento lateral.
Pensamiento lateral es una expresión acuñada en los años 60 por Edward de Bono, un psicólogo inglés que introdujo el término en uno de sus múltiples libros. Por lo visto, es de esos profesionales, tan abundantes en su ramo, que no disfrutan escuchando los problemas de los demás y deciden crearlos, directamente. El señor de Bono es un prolífico escritor que ha popularizado términos como entrenamiento para pensar, etiquetas cognitivas, pensamiento lateral,… sin los cuales seguramente el mundo hubiera seguido girando y la gente de bien hubiera tenido menos motivos para odiar los libros.
Sin embargo, a pesar de ser un término más o menos popular, la mayoría de la gente no sabe qué es exactamente el pensamiento lateral. Y se suele poner, en muchas ocasiones, como alternativa al pensamiento lógico o racional. Nada más lejos de la realidad. El pensamiento lateral es, ni más ni menos, que un pensamiento creativo, que buscar soluciones alternativas, nuevos usos para los medios con los que contamos para la resolución de un problema. Pero siempre usando la lógica, no ignorándola o saltándola a la torera.
Un ejemplo que explica muy bien la esencia del pensamiento lateral viene dado por una anécdota, no sé si apócrifa, que algún gracioso anónimo colocaba con cierta frecuencia en el tablón de las notas de mi escuela de ingeniería. La historieta nos contaba que un profesor estaba decidido a suspender a un estudiante de física que en un examen había contestado de manera poco usual a la pregunta: ¿Cómo mediría la altura de un edificio muy alto con la ayuda de un barómetro?
La respuesta convencional, que era la que seguramente esperaba el profesor, era midiendo la presión atmosférica al nivel del suelo y en la azotea del edificio. Dado que la presión atmosférica decrece proporcionalmente a la altura sobre el suelo, la diferencia de presiones medidas nos daría la altura del edificio. Sin embargo, la respuesta que se encontró fue: “Se ata el barómetro a una cuerda y se deja bajar desde la azotea hasta tocar el suelo. Midiendo la longitud de la cuerda, sabremos la altura del edificio”. El estudiante sostenía que la respuesta era correcta; el profesor, que la respuesta no reflejaba ningún conocimiento de física, que era lo que trataba de probar el examen.
Después de un tira y afloja, se acordó darle otra oportunidad al estudiante. Debería responder a la misma pregunta de manera que quedase claro que poseía conocimientos de física. Después de pensárselo durante un breve instante, el estudiante expuso varios métodos distintos de medir la altura del edificio, todos aplicando principios físicos y fórmulas matemáticas, pero ninguno como el que su profesor esperaba:
-Proponía tirar el barómetro y medir el tiempo que tardaba en llegar al suelo para aplicar una fórmula sencillita y calcular la altura del edificio.
-Otra solución consistía en atar el barómetro a una cuerda suficientemente larga y hacerlo oscilar como un péndulo desde la azotea. Midiendo el periodo de oscilación, se podría conocer la longitud de la cuerda (y haciendo coincidir la longitud de la cuerda con la altura del edificio…)
-También proponía nuestro estudiante medir las sombras del edificio y del barómetro, y aplicando la semejanza de triángulos conocer la altura del edificio, que sería equivalente a la del barómetro en la misma proporción que la longitud de sus sombras.
-Y, la más ingeniosa de todas, aunque no tenía que ver con la física: acudir al conserje del edificio y plantearle la cuestión directamente. “Si me dice la altura del edificio le regalo este barómetro tan bonito”.
Ante semejante muestrario de recursos, el profesor no tuvo más remedio que aprobar al estudiante. Estaba claro que tenía conocimientos de física.
El nombre del estudiante era Niels Bohr, físico danés que recibió el Premio Nóbel de física en 1922 por sus aportaciones al conocimiento de la estructura del átomo. Y esta anécdota se cita muy a menudo como ejemplo de pensamiento lateral. Como ven, siempre hay más de un camino para llegar a la meta, y el pensamiento lateral nos ayuda a encontrarlos. Pero sin salirnos de las reglas del juego, que eso es trampa. El pensamiento lateral es creativo, pero sigue siendo lógico (unas veces más, unas veces menos).
Pues eso, que me mola mi pensamiento lateral.
P.S.: Para los que crean que el pensamiento lateral muestra alguna superioridad intelectual sobre el pensamiento convencional, conviene recordar que el señor Bohr acabó trabajando en Los Álamos para el gobierno de los Estados Unidos en el Proyecto Manhattan. O sea, la fabricación de la bomba atómica. Es decir, que aplicó sus habilidades para la resolución de problemas a resolver un problema (matar a gente) que llevaba milenios resuelto. A lo mejor es que no era tan listo…
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