Tengo que confesarlo: el otoño no es mi época favorita del año. Me deprime un poco ver cómo el verano da sus últimos coletazos y acaba de despeñarse por el precipicio de unos días cada vez más cortos, más oscuros y más fríos. Cómo la luz y el calor comienzan a ser un recuerdo demasiado lejano.
Sin embargo, de alguna manera retorcida e insana, también tiene su encanto. Hay menos luz, pero la poca que hay consigue llenarse algunos días de unos colores espectaculares. Y el olor de las hojas en el suelo, mojadas… es difícil de explicar, pero incluso el otoño tiene su punto. Aunque tal vez sólo sea una terapia un poco extravagante y masoquista, esto de chapotear en el ambiente nostálgico de estos días. Esto de dejarse ir un poco. De resbalar sin saber muy bien hacia dónde.
Sin embargo, de alguna manera retorcida e insana, también tiene su encanto. Hay menos luz, pero la poca que hay consigue llenarse algunos días de unos colores espectaculares. Y el olor de las hojas en el suelo, mojadas… es difícil de explicar, pero incluso el otoño tiene su punto. Aunque tal vez sólo sea una terapia un poco extravagante y masoquista, esto de chapotear en el ambiente nostálgico de estos días. Esto de dejarse ir un poco. De resbalar sin saber muy bien hacia dónde.
Hay una cosa que me gusta sobre las demás, en cualquier caso: ver llover tras los cristales de casa. A veces con furia, a veces con calma, otras casi con desgana. Mirar un rato la vida pasar, la calle con luces reflejándose en el asfalto mojado, la gente apresurándose entre un mar de paraguas. Escuchar de fondo una canción desencantada. Y partirme en dos: uno afortunado por poder estar tras el cristal; el otro, irremediablemente triste.
Porque los cristales sólo me protegen de la lluvia, pero no de todo lo demás. No del mundo que me rodea. Y es en esos días de lluvia otoñal en los que soy más plenamente consciente de que vivo en un mundo que jamás he llegado a comprender del todo. Curiosamente, una conclusión que, siempre dentro de la desilusión, tiene sus matices, relacionados de alguna manera con la lluvia: a un aguacero furioso y desatado le corresponde un escalofrío, la sensación de derrota inminente, el miedo; en cambio, a una lluvia plácida le suele acompañar una extraña opresión en el pecho, un barullo en la cabeza y unas ganas de llorar que sólo a duras penas puedo reprimir.
No soy el único, supongo. De hecho, me consta que hay más gente que ha llorado esta semana. Y supongo también que tiene una explicación científica (menos luz, menos síntesis de neurotransmisores, el cerebro que se atasca un poco cambiando el ritmo… esas cosas), pero son dos detalles que no ofrecen demasiado consuelo, la verdad. Más bien al contrario. Porque cuando me siento así, pequeño y débil, no me ayuda encontrarme mujeres que lloran sin saber por qué, y que a veces quisiera consolar sin saber cómo hacerlo. Pero, en fin. No divaguemos.
En cualquier caso, no quiero que esto suene como una queja, porque no lo es, y si lo fuera no tendría sentido. Es, simplemente, una reflexión en voz alta. Una análisis lo más objetivo posible, a tecla alzada. Esto es lo que hay. Ya volverá la primavera, con sus oscuras golondrinas, pero, por el momento, nos toca contemplar el arpa, callada, muda. Abandonada, digna y solitaria. Es otoño. El momento de abandonarse, digno y solitario, en un rincón.
Porque los cristales sólo me protegen de la lluvia, pero no de todo lo demás. No del mundo que me rodea. Y es en esos días de lluvia otoñal en los que soy más plenamente consciente de que vivo en un mundo que jamás he llegado a comprender del todo. Curiosamente, una conclusión que, siempre dentro de la desilusión, tiene sus matices, relacionados de alguna manera con la lluvia: a un aguacero furioso y desatado le corresponde un escalofrío, la sensación de derrota inminente, el miedo; en cambio, a una lluvia plácida le suele acompañar una extraña opresión en el pecho, un barullo en la cabeza y unas ganas de llorar que sólo a duras penas puedo reprimir.
No soy el único, supongo. De hecho, me consta que hay más gente que ha llorado esta semana. Y supongo también que tiene una explicación científica (menos luz, menos síntesis de neurotransmisores, el cerebro que se atasca un poco cambiando el ritmo… esas cosas), pero son dos detalles que no ofrecen demasiado consuelo, la verdad. Más bien al contrario. Porque cuando me siento así, pequeño y débil, no me ayuda encontrarme mujeres que lloran sin saber por qué, y que a veces quisiera consolar sin saber cómo hacerlo. Pero, en fin. No divaguemos.
En cualquier caso, no quiero que esto suene como una queja, porque no lo es, y si lo fuera no tendría sentido. Es, simplemente, una reflexión en voz alta. Una análisis lo más objetivo posible, a tecla alzada. Esto es lo que hay. Ya volverá la primavera, con sus oscuras golondrinas, pero, por el momento, nos toca contemplar el arpa, callada, muda. Abandonada, digna y solitaria. Es otoño. El momento de abandonarse, digno y solitario, en un rincón.
Es otoño. Un buen momento para sentirse un héroe. Un héroe cansado y vencido, claro. Derrotado. Hablo de los héroes que a mí me gustan. Hablo de adoptar, siquiera por un instante, esos aires de tipo duro e indiferente, brillante y cínico, que ya no existe, o que tal vez nunca existió fuera de algunas películas en blanco y negro. Porque de igual modo que nada hay más obsceno que un cobarde victorioso, pocas cosas hay más hermosas que un héroe vencido. Y qué mejor momento para sentirse héroe que un otoño triste, en una época en la que ya nadie cree en héroes.
Es otoño. Toca dejar correr el tiempo. Dejar que el invierno me pase por encima sin hacerme demasiado destrozo. Mirar la vida desde detrás de una ventana, escuchando canciones que quizá no me convengan. El juego es simple: el que aguanta, gana. Así que vamos a aguantar. A esperar. Volverá la primavera. Y volveré a despertar.
Así que, con su permiso, me retiro. Abandono la batalla, pero con una sonrisa burlona, como sólo un héroe cansado puede hacerlo. Perdiéndome en la niebla de un aeropuerto mientras pienso en la promesa de una nueva amistad. Y mientras escucho canciones como esta.
Y es que ya no quedan héroes como los de antes.
Ya nada es como antes.
Salvo el otoño.
Es otoño. Toca dejar correr el tiempo. Dejar que el invierno me pase por encima sin hacerme demasiado destrozo. Mirar la vida desde detrás de una ventana, escuchando canciones que quizá no me convengan. El juego es simple: el que aguanta, gana. Así que vamos a aguantar. A esperar. Volverá la primavera. Y volveré a despertar.
Así que, con su permiso, me retiro. Abandono la batalla, pero con una sonrisa burlona, como sólo un héroe cansado puede hacerlo. Perdiéndome en la niebla de un aeropuerto mientras pienso en la promesa de una nueva amistad. Y mientras escucho canciones como esta.
Y es que ya no quedan héroes como los de antes.
Ya nada es como antes.
Salvo el otoño.
5 comentarios:
Bueno, yo lo que peor llevo es lo de los días más cortos y... el cambio de hora al que todavía no me he acostumbrado. El calor del verano es asfixiante, llevo mejor el fresco!
A mí este otoño me ha puesto muy blandita. Normalmente no soy consciente de que me pase esto pero este año tengo la lágrima fácil.
Stormy weather me gusta mucho.
Me quedo sin duda con la de los carpenters.
A mi me gusta la lluvia, mucho.
He conseguido aguantar la lágrima hasta la de los Carpenters, curiosa selección musical.
Suena como a despedida...muy mal suena...eso es que esta muy bien escrito
Publicar un comentario