martes, 26 de abril de 2011

VACACIONES Y PESIMISMO

Les voy a contar un secreto: aunque no se lo crean, soy pesimista. Pero pesimista de pata negra, de los de verdad. De los que tienen superado lo de la botella medio vacía y piensan que está siempre llena hasta los topes de Agua Mineral de Fukushima, o algo peor. Y, como además soy un poco tozudillo, me gusta buscarle las vueltas a las frases que intentan demostrar(me) que no hay razón para el pesimismo, que la vida es maravillosa y que vivimos en un mundo nuevo y maravilloso ("Oh, que mundo nuevo y magnífico, el que contiene tales gentes").


Esta semana, no me pregunten el motivo, le ha tocado al señor Ernest Hemingway. Este tipo con pinta de Santa Claus en su día de descanso escribió una vez que el mundo es un buen lugar por el que merece la pena luchar. Opinión por opinión, ahí va la mía: a pesar de su Premio Nobel, eso es una completa estupidez.

Pero, claro, descalificar por descalificar es muy fácil, y lo correcto es dar alguna razón de por qué uno piensa lo que piensa (aunque el señor Hemingway tampoco dio demasiadas razones para soltar semejante parida). Así pues, veamos los motivos por los que este mensaje no acaba de convencerme, que son principalmente dos, a saber: el mundo no es bueno, ni malo. Es como es. A ratos estás bien, y a ratos no tanto, pero no creo que nadie pueda (podamos) entender demasiado bien el mundo en el que vive (vivimos), así que tampoco creo que colgarle etiquetas cualitativas a ese mismo mundo sea demasiado oportuno.


La segunda razón es que luchar o no luchar no es una opción: es lo que hay. Es algo tan inherente al mundo, y a la vida, que no tiene sentido hablar de que merezca la pena. Es algo obligatorio. Y, cuando haces algo por obligación, se necesita un calzador de considerable calibre para introducir el razonamiento de que ese algo merece la pena. Cuando decimos que algo merece la pena estamos sugiriendo que ese algo es una opción por la que decantarse, y ese no es el caso de la lucha.¿Podrías vivir sin luchar? Pues eso.



Si alguien quisiera una tercera razón, podría sugerirle que quizá estemos perfectamente legitimados para dudar de una sentencia tan optimista si reparamos en el pequeño detalle de que el autor de la misma celebró su ocurrencia pegándose un tiro. Lo que, estarán conmigo, no deja de ser un poco incoherente. Que sí, que ya sé que todos tenemos nuestras incoherencias, aunque generalmente no lleguen al calibre de la de Hemingway (calibre 12, concretamente), pero muchas veces las perdemos de vista, y eso es un fallo importante: las incoherencias ayudan a contextualizar según qué cosas.

Pero, después de entregarme al intenso placer de justificar razonadamente mi pesimismo, o mi falta de optimismo, o como ustedes quieran llamar a este carácter que me ha tocado en suerte, me asalta la duda. Y es que lo de dudar es un vicio, ¿saben? Comienzas dudando de un Premio Nobel cualquiera, y acabas por dudar hasta de ti mismo. ¿Y si, después de todo, hay cosas que merecen la pena?


Porque hay veces en las que las cosas, de repente, encajan, y todo es como siempre debería ser. Hay ocasiones en las que un día es mucho más que 24 horas. Ocasiones en las que el tiempo comienza a moverse lo suficientemente lento para que las cosas sucedan sin atropellarse, y simplemente se deslizan, al ritmo justo. Son esas ocasiones en las que, sin saber muy bien por qué, disfrutas de todo y de todos.


Pueden creerme (aunque si prefieren dudar de mi palabra, después de lo que he dicho antes de lo saludable que es la duda no se lo voy a echar en cara): esos momentos existen. La pasada semana viví cuatro de esos días. Estuve con mi familia a orillas del mar, y todo fue bien. O mejor. De hecho, yo diría que fue tan bien que llegó a ser incluso aterrador: una de esas sensaciones que te dan miedo, porque sabes que no son eternas, y que te hacen comenzar a sufrir su pérdida mientras todavía las estás disfrutando. Aunque a lo mejor eso sólo me pasa a mí (que tampoco me extrañaría mucho: soy un tipo complicado).


En cualquier caso, hubo un momento en la playa, mientras mis hijos jugaban con la arena y probaban a mojar los pies en las heladas aguas cantábricas, en el que me asaltó la idea de que tal vez sí haya cosas por las que merezca la pena luchar. Por ejemplo, por recordar instantes como esos. O por hacer que mis hijos crezcan todavía unos años ajenos a la certeza de que el mundo no es un lugar tan bonito como podría ser, como debería ser.


Cuando nos íbamos, me asaltó otra idea (sé que me repito, pero es que me pasa con frecuencia; pensar no pienso mucho, pero me asaltan ideas muy a menudo, y casi siempre me encuentran dispuesto: soy un chico fácil). Esta vez era una idea sorprendente, innovadora, extraña: la idea de que hay veces en las que incluso mi pesimismo se va de vacaciones.









viernes, 15 de abril de 2011

PONGÁMONOS A ESCRIBIR

Si yo fuera de esa gente que tiene sueños, anhelos y otras enajenaciones mentales de ese estilo, creo que mi sueño, si descartamos acertar primitivas, ser deportista de élite, temas clasificados para mayores de 18 años y otras cosas así de prosaicas, sería escribir. O, mejor dicho, ser escritor. Que no es lo mismo.


Pero tengo un problema: que no sé por dónde empezar. Algún ingenuo podrá pensar que lo elemental sería empezar por escribir, pero no es tan fácil. Escribir, ¿de qué? ¿En qué estilo? ¿Cultivando qué género? Está claro que lo primero parece ser una sesuda reflexión, así que esto empieza mal.


Pero hagamos el esfuerzo, que es por una buena causa, y pensemos por un momento en el género que más se adaptaría a mis habilidades (no se rían; es sólo una forma de hablar).


-Poesía: Yo lo descartaría, la verdad. Las veces que lo he intentado he estado a punto de provocarme lesiones cerebrales al tratar de leer unas cosas que deberían haber sido versos pero en realidad estaban más cerca de ser la transcripción de un mal viaje con alguna droga aún por inventar. Si eso, esperaré a que el rollo beat se ponga otra vez de moda.


-Libros de viajes: Vade retro. Dada mi aversión a los viajes, que últimamente está derivando en incapacidad física de sobrevivir más de ocho horas alejado de mi sofá, esta variante queda descartada. Al menos hasta que desaparezcan algunos estúpidos prejuicios y la gente deje de mirarte mal cuando describes lugares en los que no has estado.


-Ensayos: Una vez lo intenté. Estuve a punto de hundir la industria farmacéutica, sección somníferos. Desde entonces recibo llamadas amenazadoras a medianoche. No tengo vocación de mártir, así que paso de meterme con lobbys tan poderosos.


-Libros de historia: Esa sería una opción interesante si no fuera por algunos detalles sin importancia como:


a)Escribir de historia exige documentarse, y eso es algo que


da pereza.


b)Todo el mundo sabe el final, lo que reduce mucho la posibilidad de crear suspense.


c)No tengo ni puta idea de historia, lo que unido al apartado a) podría llegar a ser un inconveniente, si no insalvable, sí de cierta importancia.


-Memorias: Sería una opción estupenda si tuviera 80 años, hubiera llevado una vida llena de aventuras y repleta de anécdotas interesantes, y el Alzheimer me respetara lo suficiente como para recordarlas. Afortunadamente, el tercer supuesto se da (por el momento), pero, desgraciadamente, no así los dos primeros.


-Otras variantes: Prospectos de medicamentos, proyectos urbanísticos, memorias de actividades económicas, cartas de suicidio… sí, ya sé que hay muchas posibilidades, pero ninguna acaba de convencerme. En el tema de los prospectos, la temática tiende a la monotonía y el estilo al encorsetamiento, y no me veo capaz de revolucionar el sector, la verdad. Redactar proyectos urbanísticos y cosas así mola, pero me falta el detalle de tener algún conocido en ministerios (ni un triste concejal en la familia, oigan). Escribir memorias de actividades económicas quizá me gustara, si supiera lo que son. Y encuentro que el género de las cartas de suicidio adolece de una cierta falta de feed-back entre el autor y su público. Lo que les digo, que ninguna me convence.


Qué nos queda? La ficción. La siempre fiable ficción. Cuanto más lo pienso, más ventajas le veo. No necesito documentarme: si escribo de algo que no conozco (lo más probable), basta con no dar detalles. Los personajes pueden ser todo lo increíbles, disparatados, absurdos y espantosos que se quiera, y aún así tener la seguridad de que se quedarían cortos en la comparación con algunos de los personajes de carne y hueso que todos vemos a diario. Y la trama puede ser como uno quiera: creíble o increíble, lógica o ilógica, continua o a saltos, interesante o aburrida, buena o mala… cualquier cosa vale. El dominio del lenguaje tampoco es requisito indispensable, porque puedes escribir como te salga del cimbel y justificarlo después como un ejercicio estilístico de inmersión en el lenguaje y la jerga choni, taleguera, policial, juvenil, botellonera o esquizofrénica, y no faltará quién se lo crea. En fin, ya les digo, todo ventajas. Así que está decidido: la ficción será mi elección. Y como la brevedad no está entre mis pocas virtudes, los relatos quedan automáticamente descartados. Será, pues, una novela.


Pero, lejos de terminar con esta decisión, mis problemas no han hecho sino comenzar. Ahora toca elegir el estilo y la temática. Oh, cielos, como si no hubiera uno pensado suficiente ya esta semana. Pero, en fin, ya puestos, tentemos a la suerte, sigamos pensando (y esperemos que no pase nada; por si acaso, el último que apague la luz).


En principio, parece lógico que el tema debe ser entretenido, interesante y atrayente para un buen número de personas, potenciales compradores de la novela no nata. Así que pensemos. ¿Qué le interesa a la gente? La respuesta es obvia, pero me temo que escribir de sexo no se me daría bien, dada mi escasa experiencia en el tema y mi natural vergonzoso .Una pena, pero mejor asumir las propias limitaciones desde el principio y no llevarse un desengaño más tarde.


Otro tema podría ser el deporte, pero la competencia de la prensa especializada en el sector deporte (y ficción, ya puestos) es tan brutal que habría que luchar con uñas y dientes para hacerse un hueco. Una opción improbable.


Los temas esotéricos parecen haber pasado de moda, para escribir novelas románticas no doy el tipo (no soy una cincuentona británica con cara de… cincuentona británica escritora de novelas románticas), así que las posibilidades se agotan.


Tendrá que ser una novela policiaca, entonces. Y que sea lo que Dios quiera (donde no llegue el talento, que llegue el orgullo: no voy a ser menos que un número infinito de monos, caramba).


De momento, ya tengo los dos primeros capítulos. Les mantendré informados.



jueves, 14 de abril de 2011

RUMBO A ABILENE

Ahora que parece que el sol se deja ver con cierta continuidad y potencia calorífica, anunciando el fin del largo y tortuoso invierno, me da por (volver a) pensar cosas raras. Esto puede significar que vuelvo a mi estado normal, aunque tampoco descarto que sean delirios por el abuso de lecturas, cosas de la edad o algún síntoma de una astenia primaveral de esas que va por mal sitio. El caso es que como me han entrado ganas de escribir, y dado que últimamente me siento identificado con la corriente filosófica de no reprimir los instintos (hedonismo, me parece que se llama), creo que no voy a aguantármelas, no sea que me vaya a dar un ataque o algo. Si eso, ustedes disimulen y hagan como que no pasa nada.

El caso es que, después de tanto tiempo, me falta costumbre. De pensar y de escribir. No es que me haya pasado varios meses sin pensar, o sin ganas de escribir, pero lo cierto es que cuando he tenido una cosa me ha faltado la otra. Qué le vamos a hacer si soy así de complicado. Eso sí, como persona complicada, me gusta echar un vistazo de vez en cuando a las contradicciones y paradojas de los demás, por aquello de no sentirse un bicho (demasiado) raro. Cada uno es como es, y el que no se consuela es porque no quiere.

Inciso: siempre que hablo del consuelo me viene a la cabeza la respuesta de un brillante sexólogo a uno de sus pacientes cuando éste, casado y afecto de impotentia coeiundi, le preguntó si era posible, de alguna forma, realizar el acto sexual sin tener una erección. “No, pero piense en la cantidad de solteros que tienen una erección cada día y tampoco es capaz de realizar el acto sexual.” A eso se le llama ser positivo, y lo demás son tonterías. Cosas como ésta (pensar que tengo algo que no me gusta ni necesito, pero que otro está deseando y no tiene) me animan un montón en mis días malos, y me hacen sentir poderoso en mis días buenos. Sí, además de complicado soy un poco ruin, a veces. Fin del inciso, que no sé muy bien a qué venía (llevo mucho tiempo sin escribir, ¿qué querían?).

A lo que íbamos, que me desnorto. Este invierno, mientras mis neuronas plantígradas invernaban y desistían de escribir cualquier cosa decente, me ha dado por leer cosas. Mayormente en libros, aunque también me he empollado algún prospecto de jarabe para la tos (cosas de tener niños en casa, ya saben). Precisando más, podríamos decir que han sido libros raros. He leído un par de novelas, en la que lo más emocionante ha sido acabarlas y poder cerrar el libro de una puta vez, así que háganse una idea. Pero no vamos a hablar mal de Pérez-Reverte, que luego todo se sabe. En fin. Como comprenderán, después del asedio al que me sometió semejante despropósito (no sé si han captado el ingenioso juego de palabras… el asedio… ¿lo pillan?), mi instinto de conservación, tan poderoso como según algunos injustificado me impelió a preservar lo que quedara o quedase de mi salud mental sumergiéndome en lecturas de filosofía y divulgación científica. Cosas aburridas y poco glamurosas, pero fiables a carta cabal. Un valor seguro.

Y, oigan, en estas lecturas hay ocasiones en las que uno se encuentra cosas que hacen pensar. Lo que, en mi caso, no sé si es bueno o malo, pero es lo que hay. Verbigracia: la paradoja de Abilene. ¿Cómo? ¿Qué no les suena? Tranquilos, que yo les pongo en antecedentes.

Allá por los felices años 70, cuando la gente de bien de los Estados Unidos de Norteamérica del Norte dedicaba las neuronas que el LSD y similares les había dejado disponibles a tareas productivas de lo que sea que produzcan en aquellas tierras (Coca Cola, supongo, y otros pilares fundamentales de la cultura occidental), un tipo que debía ser de los que menos había fumado se dio cuenta de que, en ocasiones, los grupos de personas humanas se portaban de una manera extraña. Para ser más concretos, en contra de sus gustos e intereses. Me podrán decir, con toda la razón del mundo, que a ver qué tiene esto de extraño, porque todos hacemos a diario un montón de cosas contra nuestros deseos (por ejemplo, levantarnos de la cama) y contra nuestros intereses (por ejemplo,… levantarnos de la cama). Pero aquí estamos hablando de otra cosa: normalmente no siempre podemos hacer lo que queremos, o lo que mejor nos vendría, porque tenemos que hacer lo que debemos. Que es todo muy parecido, pero no es lo mismo.

Sin embargo, el señor este, que se llamaba Jerry B. Harvey y se dedicaba al honorable oficio de la administración de empresas (la reseña no dice si las administraba bien o mal, pero concedámosle el beneficio de la duda) se dio cuenta de que, en ocasiones, la gente actuaba al mismo tiempo contra sus gustos, contra sus intereses individuales y contra los intereses del grupo. Cosa que, la verdad, tiene su mérito, porque es como ser capaz de llevarle la contraria a todo el mundo a la vez. Algo del mismo nivel de dificultad de fallar todos los resultados en una quiniela (lo que es mucho más complicado que acertarlos todos, y el que no me crea que haga la prueba). Es decir, en determinadas circunstancias, la gente que forma parte de un grupo no escoge hacer lo que le gusta ni lo que debe, ni siquiera lo que le conviene (ni a él como individuo ni al grupo) y se limita a hacer lo que hace el resto del grupo que, a su vez, hace lo que le ven hacer a él, estableciendo un círculo vicioso de difícil resolución.

A pesar de que personalmente no puedo sentir demasiada confianza en lo que diga un tipo que se llama como un ratón de dibujos animados se ve que la gente allí tiene una cultura televisiva menos sesgada que la mía (cosas de tener niños en casa, ya saben), y se pusieron a pensar en ello. Y vieron que el amigo Jerry tenía razón. Así que le dijeron que la tenía, que muy bueno lo suyo, y el tipo se vino arriba, dejó de administrar empresas y se dedicó a escribir un libro en el que definió esta conducta con un ejemplo que le daba título: la paradoja de Abilene (bueno, en realidad el libro se llama La paradoja de Abilene y otras meditaciones acerca de la administración). Como el señor Harvey se explicaba mucho mejor que yo, y en aras de que todos ustedes consigan entender algo de todo este rollo, me voy a permitir tomar prestado su ejemplo para ilustrar el tema.

Erase una vez una familia que estaba jugando una partidita de cartas en el porche de su casa, en una sobremesa de inhumana calorina. Con su sombra, su té helado, su ejemplar mensual de la revista de la Asociación del Rifle…. la típica sobremesa del medio oeste americano, ya saben. En estas que el pater familias, viendo a sus huestes amodorradas, se sobrepone a su propia desidia y les propone una excursioncita hasta la cercana ciudad de Abilene (Texas), a disfrutar de los 45º a la sombra que caracterizan esos andurriales, y de la atractiva y animada vida social que se le puede suponer a una ciudad ganadera que figura en el tercer lugar del top de ciudades conservadoras de los USA (lo que en un ranking tan disputado tiene su mérito). El caso es que la excursión, teniendo en cuenta que el coche no dispone de aire acondicionado y que el viaje dura casi una hora (cuando he dicho cercana ciudad ha sido pensando en los estándares americanos, para los que cualquier cosa a menos de 500 km está ahí al lado) no le apetece lo más mínimo a ningún miembro de la familia. Ni siquiera al que lo propone. Pero, por alguna razón, nadie se atreve a decir claramente que esa idea es una tontería: comienzan a mirarse unos a otros, y a todos les parece que plantear objeciones o negarse al plan será desairar al ilusionado postulante, así que manifiestan su (falso)entusiasmo con el viaje, alimentando así cada uno la conducta de los demás. Resultado: nos vamos todos a Abilene.

Después de un viaje sofocante, ver en Abilene …, bueno, lo que haya que ver por allí, y volver a casa en otro viaje sofocante, los ánimos del personal ya están menos propicios a las mojigaterías y comienzan a despotricar: a mí no me apetecía, pero vi a papá tan ilusionado… pues a mí menos, pero como estabais todos tan convencidos… pero qué decís, si yo lo he propuesto porque os veía aburridos de la muerte… pues la próxima vez que nos veas aburridos te callas y te vas a probar tu rifle nuevo, ¿vale? Vale.

Hasta aquí la bibliografía. Comienza ahora la reflexión de todo a cien, porque me da que esta bonita anécdota podría servir para ilustrar el peligro de ser excesivamente respetuosos con las tonterías ajenas (aka corrección política).Ya saben, esa famosa teoría de la tolerancia y el buen rollito imperante hoy por todas partes (de cara al público, que en privado la cosa cambia bastante) y que se resume en el delirante eslogan de que todas las opiniones son respetables. Pues no señores. O aquí ha habido un error de traducción o alguien no sabe de lo que habla, porque las cosas no son así, ni de lejos. No todas las opiniones o las propuestas son respetables. Lo que deberíamos respetar es el derecho de los demás a decir lo que les parezca (y eso como mucho, que hay gente que está mucho más guapa callada), pero de ahí a dejarles creer que lo que han dicho es respetable media un abismo. Que no es por no escuchar, que si hay que escuchar, se escucha. Pero después, una vez hemos valorado el discurso de nuestro ponente, cuando hemos llegado a la ineludible conclusión de que lo que dice es una meada fuera del tiesto, lo verdaderamente correcto no es poner cara de “vamos a pensar en ello, porque tiene parte de razón”, sino darle una palmadita en la espalda al interfecto (disimular la compasión que nos produce no es obligatorio; ni siquiera recomendable) y decirle que se ponga por ahí, donde no estorbe, que descanse un rato y que aproveche para pensar en la siguiente tontería. Y si se ofende, que se ofenda. La vida es así de ingrata. El problema es que, como en la entrañable familia tejana del ejemplo, me parece que nadie se atreve a decir esta boca es mía, y el primero que dice cualquier gilipollada se lleva el perrito piloto. Premio para el caballero, por incomparecencia del rival. Y así nos va.

Alguien dijo una vez que cada minuto nace un tonto. Eso siempre me ha parecido algo así como la paradoja de Fermi (otra paradoja, hoy estoy que las vendo), pero en pobre. Porque, verán, a pesar de que mi mirada dista bastante de ser la de alguien confiado en la bondad intrínseca del ser humano, no me parece ver a mi alrededor a tanto imbécil. Vale, hay muchos, pero menos de los que podríamos pensar, dada una tasa de natalidad tan espectacular. Si cada minuto nace uno, ¿dónde se han metido los tontos?

Hoy, por fin, he encontrado la respuesta a la paradoja (a la de los tontos; la de Fermi tendrá que esperar algún rato de inspiración, a una afortunada casualidad, o a que le hagan un análisis de ADN a Messi): nadie los ve porque están todos en Abilene.

Estamos, quise decir. Ustedes perdonen, que me falta práctica en esto de escribir.