jueves, 19 de mayo de 2011

COOPERACIÓN INTERNACIONAL

Dicen que una de las cosas que define cuánto sabes de algo es la capacidad de explicarle ese algo a alguien que no sabe nada de ese algo. Si después de tu explicación ese alguien ha entendido algo de ese algo que tú has expuesto, es que sabes de lo que hablas. Como comprenderán, no es mi caso, porque ni sé de nada ni me explico demasiado bien, como acabo de dejar patente con este párrafo. Sin embargo, a pesar de esa indudable y acreditada minusvalía, me voy a conceder permiso para contarles una historieta. ¿Por qué?, se preguntarán ustedes. ¿Y por qué no?, responderé yo. Y así podríamos seguir hasta el infinito, así que sean buenos y no empiecen con preguntas absurdas, que hay más cosas que hacer, y el infinito queda muy lejos.




De todos modos, y por buscarle el lado positivo al asunto, esta vez la historieta es el más difícil todavía. Un triple mortal sin red. Un ocho mil sin oxígeno. Ligar con una top model sin ser millonario. La recaraba, vamos. Porque les voy a demostrar, ni más ni menos, que por una vez en la Historia los ingleses y los alemanes unieron sus fuerzas (sin darse cuenta, es cierto, y así como sin querer, pero las unieron) para legarle al mundo algo distinto de una guerra mundial. Lo sé, parece increíble, pero, ¿qué quieren que les diga? La Historia es así.



A pesar de la seriedad del tema tratado, nuestra historieta comienza con un sospechoso aire de chiste malo: esto eran dos alemanes y un inglés. El primer alemán se llamaba Franciscus Sylvius, fue un famoso médico del siglo XVII que vivió toda su vida en Holanda, estudiando el cerebro humano y dando clases de anatomía en la Universidad de Leiden, la más antigua y prestigiosa de los Países Bajos. El tío Paco, al que los herejes neerlandeses llamaban Franz De Le Boe, se hizo famoso por descubrir algunos detalles anatómicos de la sesera humana a los que le puso su nombre. Y como se ve que la cosa le hizo ilusión, para celebrarlo se le antojó tomarse un copazo de ginebra. Se encontró entonces con un pequeño problema: que la ginebra no existía. Pero el buen doctor era un tipo de recursos y no se arredró ante tan leve inconveniente: la inventó, se tomó su copa, y siguió con lo suyo. En los años sucesivos, mientras él seguía experimentando (literalmente), en cabezas ajenas, la ginebra se convirtió en un bebedizo con mucha aceptación en aquellas frías tierras del Norte. Aunque los holandeses, empeñados como siempre en no llamar a nada por su nombre, la llamaban jenever.



Por una de esas casualidades de la vida, poco tiempo después, al otro lado del mar del Norte, los ingleses andaban descontentos con el rey que les había tocado en suerte. No sé si hicieron un casting, montaron un concurso, una oposición o qué, pero el caso es que al final cambiaron a Jacobo II por Guillermo de Nassau, que era, qué cosas, holandés, y que acudió a las islas para tomar posesión del cargo llevando consigo la ya famosa jenever. Se produjo entonces una dramática confrontación entre la tradicional reticencia de los británicos hacia cualquier cosa que les llega del continente (excepto los reyes, que han tenido monarcas daneses, holandeses, y, pásmense, incluso uno español) y su todavía más tradicional tendencia a jarrearse sin piedad. El resultado, como era de prever, fue que la jenever se extendió rápidamente. Sólo que los britanos, que tampoco son mucho de llamar a las cosas por su nombre, la bautizaron como gin. Por cierto, que todo este asunto figura en los libros (me refiero al cambio de rey, no a lo de la ginebra) como la Revolución Gloriosa (1688).



Avanzamos ahora al siglo siguiente, el XVIII cuando un inglés, de nombre Joseph Priestley, comenzó a estudiar para clérigo. Pero el hombre era un espíritu inquieto y la teología no colmaba sus afanes, así que le dio por meterse en campos afines a la cosa espiritual, como las matemáticas y (atención, todo el mundo en pie) la química. Y es que los ingleses son así: a pesar de las indudables tentaciones que ofrecen las tardes de invierno en los páramos de Yorkshire, prefieren quedarse en casa y ponerse a descubrir cosas. Hay gente pa tó.



Una de las más acusadas características del señor Priestley fue su sentido de la oportunidad, notable por inexistente. En una época en la que comenzaba a gestarse la revolución química, Priestley descubrió el oxígeno, pero le dio como pereza hacerlo oficial y se dejó pisar la patente por Lavoisier, que se llevó todos los honores y pasó a la historia como padre de la química moderna. Pero al bueno de Joseph no le importó demasiado, porque para aquel entonces andaba algo ocupado, el hombre. Concretamente, escapando de una multitud sedienta de sangre que intentaba lincharlo por apoyar públicamente la independencia de las colonias de América del Norte, algo que, por decirlo suavemente, no acababa de ser bien visto por aquellos días en Inglaterra. Joseph Priestley acabó sus días exiliado en los Estados Unidos, cuya independencia había apoyado, no sin antes haber tenido tiempo para inventar otra cosita que, de nuevo, se olvidó de patentar (ah, la generosidad inglesa…): el agua con gas. El mundo, desagradecido como siempre con los grandes hallazgos, pasó varios pueblos del invento del cura renegado.



Pero no todo el mundo permaneció impasible ante el nuevo prodigio. En Suiza, concretamente en la ciudad de Ginebra (no podía ser en otra), hubo un tipo que supo ver la luz donde todos los demás sólo veían sombras y burbujas. Se llamaba Johann Jacob Schweppe, alemán de origen, joyero de profesión y oportunista vocacional, que pasaría a la historia no por tener el apellido con mayor ratio consonantes/vocales de todos los tiempos, sino por haber patentado el agua con gas (ah, el pragmatismo alemán…).



Schweppe fundó una compañía, y prosperó tanto con el negocio de las burbujas que dejó totalmente lo de las joyas y se trasladó a Londres, capital del mundo mundial en aquella época. Añadiendo jugos de fruta al agua con gas amasó una fortuna, mientras Priestley se comía los mocos en Pennsylvania (ya ven que no todo es inventar cosas en este mundo). Pero, a pesar de que la compañía del señor Schweppe iba viento en popa, ya se sabe cómo son estos capitalistas: nunca tienen suficiente. Así que nuestro querido alemán decidió ampliar el alcance del negocio aprovechando una feliz coyuntura de la época: la expansión del Imperio (del Imperio Británico, cabe precisar, porque siempre hay algún imperio expandiéndose por ahí, y si no se aclara el tema uno puede hacerse un lío).



En aquellos años, los ingleses estaban cumpliendo su particular unidad de destino en lo universal. Conquistando el mundo, para entendernos. Aunque se encontró con un pequeño inconveniente: las partes del mundo que molaban ya estaban ocupadas, así que les tocó conquistar sitios insalubres como África, Australia, India y otros así, sofocantes, llenos de mosquitos y enfermedades… un asco, vamos. Sin embargo, los súbditos de la Queen no se arredraron por esas pequeñas contingencias, y se establecieron por esos andurriales como si nada. Pagando un alto peaje por ello, eso sí: la malaria se llevaba por delante cada año un porcentaje considerable del personal de las dotaciones británicas destacadas en los trópicos. Cosas que pasan.



Aquí es donde entra nuestro amigo Schweppe, que tuvo la feliz ocurrencia de fabricar un tónico con burbujas para ayudar al glorioso ejército imperial a sobrellevar las inclemencias tropicales. Su receta: añadir quinina en cantidades industriales al agua con gas. El invento recibió el nombre de agua tónica, o, más brevemente, tónica. Se suponía que aquello ayudaría con lo de la malaria[1] (para temas menores, como los indígenas, los casacas rojas se apañaban estupendamente sin ayuda de nadie).



El éxito de la profilaxis debió ser espectacular, porque incluso el ejército dispuso en sus ordenanzas que todos los integrantes de las fuerzas británicas destacadas en la India tuvieran su ración de tónica regularmente. Los casos de malaria se redujeron en la misma medida que los ingresos del señor Schweppe aumentaban. Todos contentos: el ejército sanote como una manzana y el fabricante haciéndose rico.



Sin embargo, la tónica tenía un grave defecto: un sabor tan amargo que resultaba desagradable incluso para paladares forjados en el duro mundo de la gastronomía británica. Así que hubo que buscar una solución. Por suerte, los ingleses nunca viajan por el mundo sin sus productos de primera necesidad, y también en la India disponían de algunas fábricas que elaboraban todo lo que un caballero británico necesita para sentirse como en casa. Concretamente, una de sus fábricas más queridas estaba instalada en Bombay. Adivinen lo que producía. Si han dicho que ginebra, o gin, o jenever, o como coño quieran llamarla, han acertado (lo que no me sorprende, porque son ustedes muy listos, y la adivinanza tampoco era muy difícil, la verdad). El caso es que la tropa, haciendo gala de un extremado afán por la salud preventiva a la vez que honrando la ancestral tradición alcohólica del ejército británico, comenzó a mezclar la tónica con ginebra. Por mejorar el sabor, ya saben.



Y, oigan, el brebaje en cuestión (que ellos dieron en llamar, en un sublime despliegue de talento descriptivo, tonic&gin) se popularizó una barbaridad. Tanto que incluso alcanzó a la metrópoli, que pronto adoptó aquella manera de castigarse el hígado importada de las colonias. Desde allí se extendió a todo el mundo, convirtiéndose, con el tiempo, en uno de los bebedizos más famosos del planeta (que levante la mano el que no lo haya probado alguna vez).



Y es que estas cosan suelen pasar: cuando la gente se pone a cooperar por una buena causa (curar la malaria, hacerse millonario, conquistar el mundo… cosas así), los resultados de sus obras acaban trascendiendo a sus autores.



Porque los imperios pasan, pero el gintonic, a Dios gracias, permanece.





[1] Su eficacia para controlar la malaria sigue intacta a través de los siglos: hagan una gráfica y verán que las zonas con mayor consumo de gintonics per cápita son las que presentan una menor incidencia de la enfermedad. Que no es que lo diga yo, oigan, que los datos están ahí.




4 comentarios:

112 dijo...

Oye ,oye... qué cosas!.
No está mal explicado (creo), hasta yo lo he cogido (creo tb)estando saliente.

El niño desgraciaíto dijo...

Oh!! Cuántas cosas que desconocía de mi bebida favorita!! Puedo añadir que la quinina también tiene una historia curiosa que involucra a los españoles...

pseudosocióloga dijo...

No estoy de acuerdo con la máxima que el que sabe mucho sea el que mejor se explique, pero lo que si ha quedado claro es que lo hemos entendido todo ...."ergo" te explicas bien.
Yo, la ginebra G-vine(francesa) y la tónica 1724(andina)...llámame "snob".

Anónimo dijo...

Gloriosa explicacion, es usted un genio.