jueves, 19 de agosto de 2010

LA ÚLTIMA VEZ QUE LA ACARICIÉ

Siempre es de temer ese instante en el que el destino llama a tu puerta. Ese instante en el que sientes que ha salido tu número, y que por fin te ha tocado pagar la factura. La vida es avara con los bienes que nos dispensa, y cuando nos concede un año de alegría, podemos estar seguros de que, tarde o temprano, nos pasará la cuenta. Para equilibrar. Porque la naturaleza, si algo aborrece, es la felicidad.

Y nunca podemos estar seguros de cuando llega ese momento, ese instante decisivo. Es mucho más fácil verlo a posteriori. En retrospectiva. En esos momentos, cuanto más duro sea el golpe, más impredecible puede ser la reacción. Habrá quien silbe, quien cante, quien llore, quien maldiga a los dioses… pero poca gente podrá mantenerse fría, ecuánime, con la cabeza despejada. Pocos podrán darse cuenta de que es el momento en el que la vida cambia, en el que la línea recta de tus planes se desvía definitivamente, hacia no se sabe dónde.

Creo que, en mi caso, fue una tarde de un domingo de Febrero cuando el destino decidió cobrarse alguna deuda. Es curioso cómo el destino puede encarnarse en cualquier cosa. Puede ser un terremoto, un accidente aparatoso, un edificio que se viene abajo, un conductor borracho,….. o algo menos espectacular, más insidioso. Como una llamada de teléfono, por ejemplo. Como una mujer diciéndote, entre lágrimas: me han encontrado un bulto. Naturalmente, en ese preciso momento no me di cuenta de nada. En primer lugar, entrenado desde siempre para desechar la intuición y valorar solo los hechos, los números, los resultados, aquello podía no ser nada. No quería, no podía preocuparme hasta que aquello fuera algo. Sin embargo, lo sabía. No hice caso, pero lo sabía… Por otro lado, no tenía sentido la rebelión, la lucha, la desesperación: ella me necesitaba, y es tan absurdo luchar contra una llamada de teléfono…

Acudí, naturalmente. Soy bueno en momentos de crisis. Un buen soporte, un tipo sólido, siempre con la voz tranquila, un razonamiento tranquilizador, lógico, lejos de los dramatismos…. Estaba asustado, pero hacía mi papel, y lo hacía bien. En la vida, cada uno tenemos un personaje que interpretar, y lo menos que se puede esperar es que lo hagamos bien. En realidad, eso es todo lo que cabe esperar. Acudí a la llamada y entré en escena, y me convertí a la vez en actor y en público de la historia. Lo primero es el miedo, sutil, ligero, filtrándose por cualquier rendija, mordiendo las horas de vigilia, posándose sobre el ánimo como una sábana fría. Te desorienta, porque acelera tus pensamientos, tu razón, hasta que todo gira tan rápido que eres incapaz de aislar una única idea, un único deseo… Después vienen las dudas, la incertidumbre… Pero lo peor es la rabia. Cuando el miedo se transforma en algo espeso, amargo, pesado… en algo que te acompaña en todo momento, a todas partes. Cuando te transforma en otra persona distinta, sin esperanza, sin ganas de luchar. Cuando te hace odiar a todos los que no han tenido la mala fortuna de ser elegidos por el destino, a todos los que no están pasando por lo que tú estás pasando. Es en ese momento cuando al fin te das cuenta de que la vida es así. Cuando comprendes que no hay manera de cambiarla, aunque no te guste. Y cuando comprendes, al fin, que no queda sino batirse.

Y nos batimos, claro que sí. Nos sometimos a toda la batería de pruebas necesarias. Algunas dolorosas, otras humillantes, todas aterradoras…. Sólo sirvieron para confirmar las peores sospechas. Era grave. No extremadamente grave, quizá se había detectado a tiempo, y eso abría una puerta a la esperanza, pero sí lo suficiente para que la posibilidad de que saliera mal fuera palpable, cercana. Ninguno de los dos estábamos preparados para convivir con esa posibilidad. Nadie está preparado a los 30 años para mirar a la muerte a los ojos, para tenerla como compañera inseparable en el día a día.

Sin embargo, lo hicimos bastante bien, dadas las circunstancias. Mantuvimos el tipo, animamos a los demás, padres, hermanos y amigos, y nos animamos entre nosotros, procurando tener siempre una palabra de aliento, o un gesto de tranquilidad, cada vez que intuíamos que el otro la necesitaba. Es una situación extraña, la de espiar constantemente al otro, en busca de alguna señal que delate una inminente caída, una crisis, un momento de debilidad. Te sorprendes a ti mismo mirándola con espíritu médico, con el celo de un doctor que vigila el avance de la enfermedad. Te esfuerzas por escudriñar su ánimo, como un psicólogo en busca de los primeros síntomas de depresión. Y, cuando ella te mira, te esfuerzas en disimular, porque crees que es mejor aparentar normalidad. ¿Normalidad? No puede haber nada menos normal que mirar a la mujer que quieres como un doctor, y no como un amante; nada más lejos de la normalidad que espiarla en busca de su dolor y no de sus ilusiones. Pero para cuando comprendes que la vida ha abandonado todo vestigio de normalidad, de lógica, ya te has acostumbrado. Eso es lo malo: uno se acostumbra a todo.

El estudio concluyó que el tratamiento indicado era quimioterapia. Muy agresivo, y muy desagradable. Con muchos efectos secundarios. Pero era lo que había que hacer, así que lo hicimos. Los miércoles, cada dos semanas, íbamos al hospital, a recibir aquellas inyecciones de esperanza, de curación, y a la vez que dábamos un paso más hacia la salvación de su cuerpo, bajábamos un peldaño más, inexorablemente, hacia la perdición de nuestra inocencia. Porque en aquel hospital dejamos de ser jóvenes para siempre. En aquel departamento, una especie de semisótano, como si hubiesen reservado el sitio a propósito para reunir allí, lejos de las miradas de los demás, a todos los apestados, nos dimos cuenta de que fuera cual fuera el resultado de aquella lucha, la vida nunca volvería a ser como antes.

Porque nadie puede volver a ver el mundo con los mismos ojos después de haber pasado por aquel sótano. Nadie pude pensar igual después de haber pasado tantas horas, tantas mañanas de miércoles entre aquellas paredes, con olor a hospital, rodeado de seres vencidos, destrozados, con la mirada perdida. Te sorprendes odiando a la gente a la que ves sana. Te descubres un día valorando, con ojo experto, la evolución que ha seguido aquella chica, apenas una niña, a la que conoces ya de tantos miércoles, a la que has visto ir transformándose de un ser alegre y luminoso, con una sonrisa incontenible, en un despojo humano, sin la más mínima chispa de energía en sus gestos, sin el mínimo deseo de vivir en sus ojos.

Y te da por hacer cambalaches, trueques sin sentido, por ofrecer sacrificios estúpidos e irracionales a un dios en el que ni siquiera crees. Te da por pensar, de repente, cuando un miércoles no encuentras a uno de los habituales, y las miradas de todos los demás te dicen que ya no lo volverás a encontrar, que es una buena señal. Que ese dios en el que no crees ha decidido llevarse a otro, y que quizá se conforme con eso. Cada nueva baja, cada nueva muerte te parece algo bueno, necesario, productivo. Te parece un paso más hacia tu salvación, y te alegras por ello. Quizá sea eso lo peor de la enfermedad, después de todo. La manera tan cruel que tiene de destruir la endeble naturaleza humana, esa forma de despojarte de toda dignidad, en pos de la supervivencia, para que sólo te quede una inmensa vergüenza de ti mismo. Porque intentas ser amable, desde luego. Y solidario. Pero la solidaridad, la amabilidad, la ayuda… todo eso deja paso, cuando estás a solas contigo mismo, en las horas interminables de la madrugada en las que el sueño te rehúye, a la certeza fría y nítida de saber que tu humanidad se ha evaporado, posiblemente para siempre. La sensación de vergüenza, asfixiante, pegajosa, que te queda cuando te ves forzado a reconocer (no tiene sentido mentirse a uno mismo) que deseas la muerte de aquella chica, apenas una niña, porque intuyes que eso te dará alguna posibilidad más. Que deseas que desaparezcan todos, uno tras otro, que incluso los matarías con tus propias manos, con tal de seguir un día más formando parte de los afortunados supervivientes.

Ella siempre fue más optimista que yo, y esperaba que todo fuera bien, Así que, cuando las cosas empezaron a ir bien, no fue una sorpresa para ella. Para mí si. Una sorpresa que, además, no me acababa de creer. Es la maldición del pesimista, siempre esperando lo peor, siempre dispuesto a creer lo peor, siempre desechando cualquier indicio de esperanza, dispuesto a hacer caso omiso de cualquier signo de mejora. Todas las pruebas, todo el seguimiento, todos los controles mostraban que el tratamiento funcionaba. La evolución era buena. La enfermedad remitía. Ella era feliz. Yo tenía miedo. Y cuanto mejor iba todo, más miedo tenía. Es fácil ser valiente cuando no tienes nada que perder. Pero cuando empecé a sentir que había esperanzas, que podíamos empezar a vislumbrar una lucecita al final de aquella oscuridad, toda mi valentía se reveló ficticia, postiza. Después de todo, en aquel sótano iba a aprender algo acerca de mi propia naturaleza, de mi propio carácter. Ya sabía que era capaz de odiar a los que no habían enfermado, a los que mostraban indiferencia por nuestro dolor. Sabía también que podía alegrarme por el dolor de los demás, como si una desgracia ajena pudiera suponer, de alguna forma, un leve remedio que mitigara la nuestra. Me quedaba averiguar, tan solo, si después de sentir tanta vergüenza de mí mismo, después de sentir tanto miedo, de ver tan de cerca la fea cara de la realidad, podría recuperar algún día la sensación de vivir sin miedo. En aquellos momentos, hubiera jurado que era imposible. Una vez que has conocido ese miedo, ¿cómo es posible olvidarlo, pasar siquiera un día sin pensar que todo ese infierno puede repetirse en cualquier momento?

Pero, como dije antes, uno se acostumbra a casi todo. Y la vida sigue, contigo o sin ti, así que no te queda otra solución que seguir adelante. Disfrutar de los pequeños momentos en los que consigues olvidar la espada que cuelga sobre tu cabeza, y apretar los dientes el resto del tiempo. Poco a poco, consigues diseñar una rutina en la que encaja tu estado de ánimo con las cosas que tienes que hacer, con la intendencia diaria. No te olvidas del dolor, ni del miedo, pero te acostumbras: el dolor está ahí, casi constantemente, y aprendes a vivir con él. Hacíamos cosas normales, salíamos, íbamos a pasear, hacíamos la compra, seguíamos con el trabajo (el mío, al menos; lo cual supuso una gran ayuda para no volverme loco). También hacíamos el amor. Y todo, especialmente esto último, todo lo hacíamos de una manera especial, intensa, íntima. Cada acto de normalidad, por simple que fuera, suponía apretar más el lazo que nos unía, hacía más sólida aquella unión entre nosotros, que, a fin de cuentas, nos sentíamos como dos cachorrillos apaleados, abandonados por la fortuna. Cada instante de cotidianidad, cada cosa que hacíamos juntos, era un supremo acto de rebeldía contra el destino. Contra aquel injusto destino, contra aquella sensación de parias, de víctimas de algo superior a nosotros, irracional, primitivo.

Fue duro. Había días de aparente tranquilidad, en los que todo discurría sin sobresaltos, sin que nada nos recordara que estábamos viviendo de prestado. En libertad condicional. Luego, de repente, aparecía algo que nos devolvía bruscamente a la cruda realidad. Una mañana con nauseas, vomitando hasta el agotamiento. Recuerdo la sensación que tenía mientras le sujetaba la cabeza, inclinada sobre el baño, y le acariciaba el pelo, intentando tranquilizarla. Recuerdo haber pensado: qué distinto de la ayuda prestada en las borracheras de hace tiempo, cuando éramos jóvenes, cuando éramos inconscientes, cuando estábamos a salvo de la realidad y nos sentíamos fuera del alcance del destino. Ahora estoy aquí de nuevo, ayudándola a vomitar, acariciándola, y ya no es divertido. Ya no estamos a salvo de nada.

Otros días eran sudores por la noche, provocados a medias por la enfermedad, por el tratamiento y por el miedo al futuro. Noches en vela, el uno junto al otro, en la cama, en silencio. Compartiendo el miedo, que es, quizá, la experiencia compartida que más puede unir a dos personas. Y, cada dos miércoles, la visita obligada a aquel sótano en el que se encontraba a la vez nuestra esperanza y nuestra agonía. Aquellas miradas de derrota, aquel ambiente de resignación, aquellas imágenes de cuerpos maltratados por la enfermedad…. Todos estos detalles te abofeteaban de vez en cuando, algunas veces cuando menos te lo esperabas, sin previo aviso, y otras avisando su presencia, con lo que la espiral de los pensamientos aterrorizados empezaba con antelación. Todos estos detalles llegaron a formar parte de nuestra rutina. A todos estos detalles nos acostumbramos.

Pero hubo un detalle que no soporté jamás. No pude. Se trataba de su pelo. Al principio nos habían hablado del tema. Nos habían dicho que uno de los efectos secundarios del tratamiento, inevitable, era la caída del cabello. Bueno, en aquellos momentos uno lo acepta, no es lo peor de lo que te dicen, así que piensas, vale, está bien, podré con ello. Sin embargo, no pude. Cuando comenzaron a aparecer sus cabellos por todas partes, en la almohada, en sus blusas, en mis camisas,…. no lo soportaba. Eran un recordatorio permanente de la batalla en la que estábamos metidos. Eran un truco sucio del destino, con el que pretendía crisparnos los nervios, acogotarnos, encogernos el ánimo, no darnos ni un solo momento de tregua… En mi caso, el truco funcionaba muy bien.

Aquellos cabellos comenzaron a ser omnipresentes. A diario, yo me iba al trabajo y no veía la almohada, pero, aún así, durante todo el día tenía la sensación de encontrarme su pelo en cualquier parte. En mi ropa. En el coche. En todos lados. Alguna vez encontré su pelo en mi cazadora, en mitad de un bosque de castaños por el que tenía que hacer pasar una carretera, y no pude contener las ganas de llorar. Era ridículo. Me encontraba a 30 kilómetros de ella, en mitad de un bosque, llorando como un niño sin que nadie me viera… todo por haber encontrado un pelo en mi cazadora.

Su pelo siempre me había gustado. Era muy fino. Suave, con un tacto perfecto. La más leve brisa era suficiente para alborotarlo. Era rubio, sin exagerar, con reflejos de distintos tonos, y solía cambiar a lo largo del año, como un indicador de la variación de las estaciones. En los meses de verano, con más sol, se volvía mucho más claro. Más brillante. Nunca antes había pensado en su pelo como aquellos meses. Y nunca después.

Un día ella llegó a casa con un nuevo corte de pelo. Mucho más corto, con un pequeño flequillo sobre la frente. Estaba muy guapa. Sus ojos tenían un velo de interrogación cuando me miraron. Una pregunta silenciosa. Un deseo de aprobación, de que yo le demostrara que podía ser fuerte, que ella tendría alguien en el que apoyarse cuando lo necesitara. Sus ojos mostraban todo eso, y no pude negárselo. Me tragué lo que sentía, hasta dejarlo bien dentro de mí, en un sitio a donde nadie pudiera llegar, y traté de sonreír. Ella me sonrió, también, no sé si porque se creyó mi expresión o porque, a pesar de no creerla, supo por qué intentaba engañarla. Nos abrazamos, y supimos que podríamos con aquello. O, más exactamente, que ella podría, y que yo trataría de seguirla, de estar a su lado.

Poco a poco, su pelo se volvió más frágil, quebradizo. Los cabellos en la almohada pasaron a ser mechones. En la ropa, en el coche, por casa, en el baño… ningún lugar estuvo a salvo de aquel lúgubre recordatorio de su enfermedad. Y una tarde, en Mayo, ella me miró, y eso fue todo. De alguna manera, supe lo que ella me quería decir antes incluso de que pronunciara la primera palabra. Está bien, le dije a ese dios en el que no creía, está bien; si tiene que ser así, así será. Si ella puede, yo también podré. Y la acompañé al baño en el que, aunque yo todavía no lo sabía, iba a tener lugar el momento más duro de mi vida, hasta ese momento. El más especial, también. El que más recuerdo, sin duda.

Cuando cogí la vieja máquina de cortar el pelo me entretuve en comprobar su funcionamiento, el deslizamiento de la cuchilla, el contacto, el aceitado… cualquier cosa, por innecesaria que fuera, hasta que conseguí reunir el valor necesario para mirarla a los ojos. Ella me miró, de nuevo, y a continuación se sentó, dándome la espalda. Se quitó la camisa, lentamente, en silencio, y esperó a que yo comenzara lo que tenía que hacer. Así que comencé. Conecté la máquina, y con pasadas lentas, suaves, cuidadosas, comencé a cortar su pelo. A librarla de aquel pelo maravilloso que ya sólo se había convertido en una molestia. Y seguí haciéndolo, una y otra vez, hasta que su cabeza quedó apenas cubierta por una pelusa escasa, corta, casi transparente. Ninguno de los dos dijo nada. El suelo se había llenado de su pelo, de montoncitos suaves, leves. El suelo se había llenado de aquel pelo que era como un símbolo de nuestra derrota. De aquel pelo que era, al mismo tiempo, el símbolo de nuestra esperanza. La prueba definitiva. Lo que nos iba a demostrar a nosotros mismos que siempre podríamos estar juntos, en cualquier situación, en cualquier circunstancia. Creo que los dos los sentimos así, a pesar del silencio. A pesar de las lágrimas que pugnaban por salir y no salieron.

Cubrí su cabeza con espuma, y tomé una cuchilla nueva del armario. Lentamente, con mucho cuidado, fui afeitando aquella pelusa suave, aquel último vestigio de normalidad, de inocencia. Y continué haciéndolo hasta que la espuma desapareció por completo, y su cabeza se convirtió en una superficie lisa y suave. Recuerdo haber descubierto una mancha roja en la parte posterior de su cabeza. Era pequeña, ligeramente alargada. Intenté adivinar alguna forma en el diseño de aquella mancha, pero no se parecía a nada. Sin embargo, contemplar aquel nuevo detalle de su cuerpo me hizo sentir como si la hubiera visto desnuda por primera vez. Me trajo aquella sensación, casi olvidada, mezcla de miedo, admiración y gratitud. Y le apreté ligeramente la nuca, intentando transmitirle lo que yo sentía. Ella tomó mi mano y se la llevó a los labios, y la besó. Apenas un roce, un gesto exquisito y delicado. Eso fue todo. Y fue suficiente.

No sé cuánto tiempo pasamos así, en silencio, yo a su espalda, sin vernos la cara. Con mi mano en la suya, cerca de su boca. Noté que tenía algo atrancado en el pecho. Algo que venía de muy adentro, algo ancestral, primitivo, maravillosamente humano, doloroso. Algo que no había sentido antes. Algo que todavía hoy recuerdo. Una caricia intensa, especial, íntima. Una caricia que no supe nunca dónde nacía, ni dónde acababa. Una caricia que nunca más he vuelto a sentir, desde entonces, desde aquel día. Desde la última vez que la acaricié de aquella forma, sintiendo su miedo, su dolor, su esperanza.

Desde que comprendí que la quería, y que no podría vivir sin ella.






6 comentarios:

112 dijo...

Es el primer relato escrito en primera persona y parece tener tan pocas licencias literarias que estremece; porque casi todos conocemos, aunque sea de oidas, algun caso similar.
Me gusta como te ha quedado, suena real y duro... y a la par bonito, tierno. Diria que llega bien y transmite muy bien los hechos y sentimientos al lector.

Estoy segura de que, despues de todo eso, ella tampoco querria vivir sin el.

112 dijo...

Corrijo segundo relato ( el otro es el de la locura)y ambos me gustan

Anónimo dijo...

Muy bonito

Anónimo dijo...

Lo he leído dos veces,la primera vez no estaba sola y me contuve...pero a estas horas sí ¡¡he llorado como una tonta!!

Enhorabuena pq es PRECIOSO, se te queda cara de lela, limpiándote con el dorso de la mano las lagrimillas y el moquillo pensando...¡ay,q bonito, como la quiere, como se quieren!

Vecina47

Pd: Menos mal q has vuelto.Todos los dias abriendo esto a ver si habias escrito algo y nada,se me han hecho largas tus vacaciones.

Cazurro dijo...

112, me alegro de que te guste.

Vecina47, gracias. Para que veas que las fantasías enfermeriles son compatibles con sentimientos puros y hermosos. Por cierto, aprovechando que te veo con la guardia baja, ¿me perdonas lo de salir a bailar? Anda, porfa.

Anónimo dijo...

No, de eso nada, no mezclemos las cosas...¡¡EL BAILE NO SE PERDONA!!

El único riesgo que corres es q lo pruebes, te apasione y no puedas dejarlo más. Eso y que tu próxima publicación se titule...¿Pero q hacía yo los viernes en el sofá?

Vecina47