martes, 31 de agosto de 2010

LA BODA

El pasado sábado tuve una boda (creo que ya lo había comentado por aquí antes). Si ya normalmente las bodas me apetecen poco, ésta en concreto, en plena ola de calor y sin conocer a nadie más allá de mi suegra, mi mujer y mis dos cuñados (es decir, los miembros de la familia que no tuvimos a mano una excusa convincente para librarnos del sarao), me resultaba especialmente poco atractiva. Pero, en fin, como no nos quedó otra solución, intentamos afrontar el trance con el ánimo elevado. Porque nunca se sabe, y esto de la juerga es como lo que decía Picasso de la inspiración y el trabajo: la diversión puede llegar cuando menos te lo esperas; lo importante es que te pille con el ánimo dispuesto para recibirla como se merece.

Pero vayamos por partes, y comencemos por los preparativos. Por un lado, mi mujer ya tenía su vestido preparado (probado y colgado para evitar arrugas de última hora), los zapatos a punto y los complementos decididos. Todo OK. Así que yo, para que no me dijera aquello de que lo dejo todo para última hora, decidí hacer lo propio el viernes por la tarde, con el tranquilizador margen del sábado por la mañana para solucionar posibles imprevistos.

Que haberlos, los hubo, oigan. Para empezar, al probarme el traje comprobé que he adelgazado mucho desde la última vez que me lo puse. De hecho, parecía un niño probándose el traje de su padre para parecer mayor. Hacía una pinta rara, la verdad, pero, dado que ya no tenía tiempo para comprar y arreglar uno nuevo, decidí que no valía la pena preocuparse por el tema del traje. El único problema sería lo que pudiera decir mi mujer, pero la conozco, y sabía que ante la alternativa de ir en vaqueros cualquier traje le parecería buena solución. Así que, con el tema del vestuario solucionado, me fui a dormir tan tranquilo.

El sábado por la mañana decidimos aprovechar que los niños estaban con sus abuelos, y nos tomamos la cosa con tranquilidad: un paseo, unas compras, lavar el coche, unos vinos, comida de picoteo (había que hacer sitio para la cuchipanda de la noche), una siestecita después de comer… vamos, tranquilidad a raudales. Esas pequeñas cosas que aprecias mucho más desde que escasean (es decir, desde que tienes hijos). Y es que uno no se da cuenta de lo que incordian los niños hasta que no los pierde de vista (ya sé que esto transmite muy poco sentimiento paternal, pero es lo que hay. Para qué mentir).

Hasta que llegó la hora de ponerse guapos (o, en mi caso, de disfrazarme). Mientras mi mujer monopolizaba el lavabo para sus ritos femeninos (nunca he sabido muy bien qué hacen las mujeres en el baño, cuando se meten allí para arreglarse; y, la verdad, prefiero seguir sin saberlo), yo comencé a pelearme con el traje. Bueno, la camisa también me quedaba amplia, así que conjuntaba con el resto de la indumentaria. Un problema menos. La chaqueta me sobraba bastante, pero llevándola suelta se notaba menos, así que con tenerla abotonada el menor tiempo posible, solucionado. Y el pantalón, esclavo de la gravedad, tendía a deslizarse hasta mis tobillos a la menor oportunidad, pero para eso inventó Dios los cinturones. Todo controlado.

La única pega fue que al probarme el cinturón caí en la cuenta de que éste también necesitaba un pequeño retoque, porque no tenía agujeritos suficientes para conseguir que el pantalón se mantuviese en su sitio. Pues nada, se imponía un poquito de artesanía. Valoré las opciones: o hacer más agujeros, o desmontar el cinturón y cortar un pedazo por la otra parte, la que está fijada a la hebilla. Desconfiando de mi habilidad para hacer agujeros estéticamente aceptables, me decanté por la segunda opción. Desmontar el cinturón no fue problema, pero las tijeras de la costura no podían cortar el cuero. Mierda. Vale, que no cunda el pánico. Me voy a por las de la cocina. Mierda, éstas tampoco cortan. Bueno, a grandes males, grandes remedios: tiré de cuchillo jamonero. El resultado: el cinturón de la medida correcta (aunque el corte no fue lo limpio que la ocasión requería, quedaba oculto por la hebilla, así que no hubo problema) y que la próxima vez que queramos cortar jamón tendremos que utilizar la navaja de afeitar, porque el cuchillo no quedó para más.

Con el rollo del cinturón me puse tan acelerado que no me salía el nudo de la corbata. Cinco intentos antes de acertar, cuando la corbata comenzaba ya a presentar un estado lamentable. Pero al final, para cuando mi mujer salió del baño, yo había conseguido estar ya preparado, e incluso había tenido tiempo para componer esa cara tan típica de los maridos de “por fin estás, no sé en qué has echado tanto tiempo”. Aunque, la verdad, no me debe salir muy bien, porque mi mujer pasó de mí y de mi cara sin mayor problema.

Pues, hala, ya vestiditos y guapetones, al coche. Viaje de 60 km hasta la iglesia. Cumplimos con el protocolo, saludando al novio, a sus padres, esperando a la novia, etc. Caía un sol de justicia, pero, por una vez, yo iba preparado: la ropa holgada resulta tremendamente apropiada para estas circunstancias. Por fin llega la novia. Muy guapa, y aparentemente tranquila. Todos para la iglesia.

Y allí, uno de los momentos gloriosos de la jornada. Un cura, que debe estar en el cargo porque no han encontrado sustituto (ahora escasean las vocaciones, ya saben) de lo más parecido al papel que interpretaba Mr Bean en Cuatro bodas y un funeral. Espectacular. La verdad es que desde donde yo estaba casi no se le oía, pero las pocas veces que acertaba a colocar el micrófono cerca de la boca y se hacía audible su discurso me costaba un huevo contener la risa: no se sabía los nombres de los novios, les hablaba de sus respectivos ex, contaba anécdotas absurdas y les hacía recomendaciones para su vida de casados, cuando menos, cuestionables (mucho más si tenemos en cuenta que venían de un lego en la materia de convivir con una señora… supongo). En resumen, una de las más memorables ceremonias que puedo recordar. La cosa empezaba a animarse.

Al final, Mr. Bean declaró a los novios marido y mujer, materializando de esa manera lo que es la esencia de todos los matrimonios: el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Aplausos, fotos, y todos para fuera en estampida, porque la temperatura en la iglesia rondaba los 40º.

Claro que afuera el panorama no mejoraba demasiado, porque el sol seguía apretando. Además, a la puerta esperaban emboscados los amigos de los contrayentes, provistos de un gracioso saquete de 25 kg de arroz. Como por lo visto era gente de gatillo fácil y les estaba cundiendo la espera (la ceremonia duró más de hora y cuarto, que se dice pronto), ya no le hacían ascos a nada, y cualquiera que asomaba por la puerta era recibido con una despiadada granizada de arroz. Mi mujer, mis cuñados y yo, que somos tipos de acción, aprovechamos la pantalla que nos brindaba una señora de cierto tonelaje para escapar de la iglesia sin demasiados problemas. Mi suegra no tuvo tanta suerte, pero ya se sabe que en todas las batallas hay daños colaterales. Nuevo periodo de espera, hasta que los novios acaban con las fotos y salen como valientes para recibir una tremenda lluvia de arroz. Mi mujer felicita a la novia (“Bienvenida al club”), que responde con una sonrisa que no le cabe en la cara; yo hago lo propio con el novio (“Bienvenido al club”), que me mira con una expresión extraña. Como si yo tuviera la culpa, coño, que lo hubiera pensado antes.

Después de la sesión de abrazos, besos y enhorabuenas preceptiva, vuelta al coche para ir al lugar del banquete (otros 40 km). No nos vino mal, después de la sofoquina que llevábamos acumulada, poder disfrutar un ratito del aire acondicionado. Como, además, somos gente insociable y previsora, no habíamos quitado las sillitas de los niños de los asientos traseros para eliminar la posibilidad de un encargo de última hora (“podíais llevar a Fulanito, que no tiene coche, y a Menganita, que se marea en el autobús”) y pudimos disfrutar de un rato íntimo y tranquilo.

Llegamos al local. Cóctel de bienvenida (en realidad, cóctel de espera a los novios mientras los fotógrafos los secuestran durante hora y media para hacerles un millón de fotos) en un jardín chulo, amplio y sin una mínima sombra. Más sofoquina, a pesar de ser las 9 de la tarde/noche. La gente pasa de la comida y se dedica a asaltar a los camareros que circulan con las bandejas repletas de bebidas. Y cuando digo asaltar quiero decir exactamente asaltar: después de cinco minutos no vemos a ningún camarero. Es fácil imaginárselos, escondidos en el interior, asustados, diciéndole al encargado “a enfrentarse con esa panda de locos sedientos va a salir tu padre”. No puedo reprochárselo, yo hubiera hecho lo mismo. El resultado: una tropa de invitados sedientos.

Además de esperar a los novios y asaltar a los camareros, mi cuñado y yo, que somos gente insociable y previsora (¿lo había dicho ya?), nos dedicamos a estudiar la distribución de las mesas e inspeccionar a escondidas el salón. Nos ha tocado a los cinco en una mesa de 15 personas, a las que ninguno conocemos. Cunde el pánico. Por fortuna, la mesa no es redonda (lo que hubiera dificultado mucho el escaqueo), sino alargada, así que rápidamente establecemos un plan: en cuanto abran las puertas, nos lanzamos sobre los sitios de la esquina. Mi mujer y mi cuñada, que no saben estarse calladas, en los extremos. Mi suegra, que habla con cualquiera de lo que haga falta, nos cubrirá un flanco. Yo me encargaré del otro, dotado como estoy para aguantar en silencio el tiempo que sea necesario, ante quien haga falta. Con esa estrategia, bien ejecutada, debería bastar para mantener la interacción con otros invitados a un nivel mínimo y poder hablar de nuestras cosas. Y, oigan, está feo decirlo, pero lo hicimos de lujo. Con rapidez y eficacia, no exenta de buenos modales (tampoco se crean que nos abrimos paso a codazos), nos apropiamos de los asientos previstos, y convertimos la cena en algo así como una reunión familiar con público.

Y, la verdad, nos echamos unas risas. A pesar de que los camareros tenían una marcada tendencia a derramar sobre tus hombros parte del contenido de cada plato, a pesar de que acabé la cena sin saber cómo se llamaba el tipo que se sentaba a mi derecha (con el que, no obstante, me compenetré muy bien para llamar regularmente a los camareros, ahora tú, ahora yo, solicitando más vino), nos lo pasamos muy bien. Hablamos, reímos, y nos sorprendimos con las ocurrencias de algunos de los invitados a la hora de hacer combinaciones y permutaciones en los consabidos cánticos de “que se besen”, porque aquello fue el no va más: novio-novia, novio-madrina, novio-padrino, padre del novio-madre de la novia, novio-camarera, novia-camarero,…. lo nunca visto. Una prueba de fuego para la fidelidad de los contrayentes, así, en frío, apenas casados. Si sobreviven a eso, no se divorciarán jamás.

Al final, después de perseguir a los novios por todo el salón para hacernos una foto de recuerdo con ellos (idea de mi suegra) y de darnos cuenta, una vez que los teníamos con nosotros, de que no habíamos traído cámara (hubo que llamar a toda prisa a la hermana del novio, única persona con cámara de la que conocíamos el nombre), estábamos incluso de humor para acercarnos a la barra libre y disponernos a esperar cómodamente a que alguien se fuera para poder escapar (nuestro lema es no ser los primeros en irse, que queda feo). Así fue pasando el tiempo, con mi suegra insistiendo para que bailáramos y nosotros acochinados en tablas, aguantando los envites y tomando copas. Hasta que el DJ, a traición, puso esta canción y me tocó el punto flaco. Me lancé a la pista, arrastrando a los demás, y ya no hubo forma de parar. Después de eso, ya sea porque habíamos cogido el ritmo, bien porque ya teníamos suficiente octanaje en sangre, nos atrevimos con cualquier cosa que pusieran (y puedo asegurarles que pusieron de todo).

Pero el cuerpo tiene sus limitaciones, y nosotros ya vamos teniendo una edad, así que llegó el momento en el que, cansados y viendo que la gente comenzaba a desertar, bastaron un par de miradas cómplices para estar todos de acuerdo en poner punto y final a la noche. Nos despedimos de novios, padres de novios y, aprovechando que el alcohol nos había puesto cariñosos, alguna gente que circulaba por allí pero que no sabíamos muy bien quién era, y nos embarcamos de nuevo en los coches (antes de que se nos tache de imprudentes, aclaro que los conductores de los mismos no habían bebido), para la vuelta a casa.

Y así nos volvimos. Con una sensación gloriosa, hecha de triunfo, de reto superado, de libertad. Y de sorpresa, por que no decirlo.

Porque, contra todo pronóstico, nos lo habíamos pasado muy bien.
Por cierto, espero que sean muy felices.


5 comentarios:

112 dijo...

Quedan claras varias cosas:
- O bien te compras traje nuevo o empiezas a comer como un hombre casado; pero no puedes salir de casa estilo " cariño he encogido a los niños".
- El cura no tiene precio quedaos con su cara para proximos eventos.
- La estrategia es fundamental y en su defecto, el alchol ayuda mucho.
- La familia que sufre y rie unida es que se lleva bien.
- La esperanza y la experiencia... que gran frase!.

Me alegra que lo pasases bien. Ojala a los contrayentes les vaya bien en el club.

Anniehall dijo...

A mí me ha encantado también lo de 'el triunfo de la esperanza sobre la experiencia'.

Me apunto la estrategia.

El niño desgraciaíto dijo...

Entretenida narración.

Te recomiendo que eches un vistazo al blog de Peter y su serie personajes en un boda es muy divertido.

Nosotros tenemos una boda en León en Octubre. Ya te preguntaremos por sitios para la noche anterior.

Anónimo dijo...

Yo no digo nada, pero te recuerdo, de In & Out, esta escena:

http://www.youtube.com/watch?v=jt6OlzvtsP8&feature=related

bueno, allá tú.

Cazurro dijo...

Annie, como dice 112, la estrategia es fundamental.

Niño, me ha gustado el blog de Peter. Gracias.
Respecto a vuestra visita a León, estoy a vuestra disposición.

WWM, cielos, había olvidado esa escena. Yo también llevaba la camisa por dentro. Me temo que la conclusión está clara. A ver cómo se lo explico a mi mujer y a mis hijos...