lunes, 10 de mayo de 2010

RESTAURANTES

Lo reconozco: no tengo demasiada experiencia en restaurantes de alto standing. De hecho, creo que he visitado más tascas y restaurantes de carretera que sitios caros y elegantes. A lo mejor es por eso que no acabo de acostumbrarme a ciertos rituales que se estilan en esos ambientes, y, claro, cuando me toca ir a uno, me salen los complejos y la falta de costumbre, y no disfruto.
Pese a no ir a menudo, tengo una bonita colección de traumas relacionados con la cosa de la restauración. Sin ir más lejos, mi banquete de bodas se celebró en un sitio elegantón, con un menú diseñado por un gurú de la nueva cocina. No fue algo de libre elección, podríamos decir, porque era el único sitio disponible y no quedaba otra que hacerlo allí. Así que, mientras mi por entonces futura mujer estaba encantada de la vida, yo afronté el tema con evidentes reticencias.

Para empezar, el primer día, cuando fuimos a informarnos nos plantearon las distintas alternativas para el menú, y se me vino el mundo encima: no sabía lo que eran más de la mitad de los platos. Así vamos mal, pensé, pero vi que mi contraria estaba relajada y disfrutando del tema, así que traté de disimular. El segundo día la cosa mejoró: el catálogo de platos tenía fotos, y daba para hacerte una idea de qué cojones te estaban hablando. Aún así, yo seguía con dudas, pero al final, entre mi mujer y la gerente del sitio decidieron un menú que, al menos en las fotos, parecía comestible.

Y después vino una sorpresa agradable: nos dieron una cita para probar el menú. Entonces si que pensé que aquello era un detalle: una cena por la gorra no estaba mal (tampoco es que se fueran a arruinar con el tema, pero, ya que nos clavaban una estocada considerable y que hubiéramos pagado religiosamente sin pedir nada a cambio, era de agradecer). Pero aquello no fue una cena: fue un muestrario de miniplatos, de versiones miniaturizadas de lo que el artista de los fogones podía ofertarnos. A partir del 6º o 7º entrante yo ya no recordaba el 1º, así que dejé de prestar atención y me dejé llevar. Total, si estaba dispuesto a casarme, ¿por qué no iba a dejar que otros decidieran por mí lo que tenía que comer?
Y así la cosa fue avanzando hasta llegar a los postres. Ahí ya si que no pude más: aquellas cosas parecían una performance de arte moderno, y ni siquiera sabían dulces. Así que después de probar 3 postres insípidos y de una estética cercana al expresionismo abstracto, y mientras el jefe de cocina nos glosaba las virtudes de la fusión de sabores y el contraste de texturas no me contuve y le pregunté si tenía algo con azúcar. Una chocolatina, un bollicao,... no sé, algo dulce. El tipo se lo tomó a mal, pero en su favor hay que decir que mantuvo la compostura.

Aquello me costó mi primera bronca con mi mujer (o la última con mi novia, según se mire), que llegó a amenazarme con variadas represalias si no me comportaba como es debido. Supongo que debí hacerlo, porque la cosa llegó a buen puerto. Incluso recuerdo que aquel día llegué a disfrutar del banquete (seguramente el vino influyó lo suyo).

Después de aquello, y aunque ya digo que no frecuento esos sitios de perdición, he visitado restaurantes alguna que otra vez. Las suficientes para tener claras algunas de las cosas que no me gustan de esos sitios. Por ejemplo, otro tema que me jode es la manera de redactar las cartas: cada plato tiene un nombre que ocupa aproximadamente 3 renglones y que no sirve absolutamente para nada porque después de leerlo acabas sin tener ni puta idea de lo que aquello quiere decir. Esto provoca que el camarero te pegue unas conferencias del copón para explicarte lo que debería explicar la carta, con lo cual te encuentras con que, pongamos por caso, has invitado a tu pareja a uno de esos antros para disfrutar de una velada romántica, en un ambiente íntimo y tranquilo, esperando tener una agradable conversación, y acabas hablando más con el camarero que con tu acompañante. Con el agravante, además, de que te explican las cosas como con chulería, y te van creando la sensación de ser un ignorante gastronómico que merecería que le echaran la comida en un cubo (lo cual puede ser verdad, no lo niego, pero, coño, si te van a fusilar 70 eurazos por barba lo menos que podían hacer es fingir que te respetan).

Y luego está el tema de los jefes de sala que se empeñan en que comas lo que a ellos les salga de los cojones. Esos me provocan un pánico atroz. Tú vas, por ejemplo, y pides lubina. Y de repente llega el hombre, pone cara de complicidad y de sentirlo mucho y te suelta:

-La lubina no se la recomiendo. Pruebe el mero.

Joder, si la lubina está incomestible, o se os ha terminado, adviértelo antes de que la pida, coño. Que luego tengo que recomponer el pedido sobre la marcha, y con lo lento que soy procesando la información me aturullo. Con lo cual acabo siempre haciendo caso de lo que dice el tipo, y como lo que él quiere hacerme comer.
Ídem con el vino: me paso 10 minutos estudiando la carta, buscando uno que conozca (y que pueda pagar), y cuando al fin se lo comunico al camarero y este se va en busca de mi botella, veo que es interceptado en mitad de la sala por el maître. Eso me mosquea, pero cuando veo que éste, tras interpelar al camarero, comienza a mover la cabeza reprobatoriamente y se dirige hacia la mesa, ahí ya me entra el pánico, directamente.

-Me permito sugerirle al señor que cambie el vino tal por el cual. No se arrepentirá.

No me arrepentiré, no me arrepentiré… A esas alturas me estoy arrepintiendo hasta de haber entrado en el local, y daría mi brazo derecho por estar en un McDonald’s. Pero mi capacidad de resistencia ya es prácticamente nula, así que le digo que muy bien, que lo que el diga (si me ha elegido la comida, ¿por qué no me va a elegir el vino?), y mientras le veo comunicar al camarero el cambio de planes siempre lamento no tener el valor de decirle que no, que se olvide del vino y que me traiga una coca cola. Con pajita. Y que piense lo que quiera.

Y luego, para colmo de males, cuando ya te has resignado a comer y beber lo que le salga de los huevos a un tío del que sospechas, además, que se está descojonando de ti mientras comenta la jugada con sus compañeros, viene el terrible momento en el que se acercan, curiosos y solícitos, y te preguntan si estás disfrutando. Ahí siempre me veo asaltado por la tentación de contestarle: “tú sabrás, que eres el que ha escogido el menú”, pero hasta la fecha he podido contenerme. Aunque no consigo evitar la sensación de que eso es demasiado cachondeo, la verdad. Que todo tiene su límite.

Aunque hay sitios en los que no acaba ahí la cosa, no se crean. Cuando ya has liquidado la comida y te estás tomando el café, vienen y te preguntan si te apetece un licor. Venga, dices tú, que llegados a esas alturas y habiéndote empujado una botella de Rioja (o de lo que él haya querido) ya estás resignado a cualquier cosa. Y entonces… ¡el tío se pira! ¡Ni siquiera te pregunta qué quieres beber! Vamos, que se ha crecido tanto que seguramente piensa que, si te ha elegido todo el menú no es cuestión de que le chafes la actuación a última hora pidiendo un Soberano o un solisombra. Así que vuelve al cabo de un rato con un líquido del que ni siquiera te dice nombre, graduación ni posibles efectos secundarios, en dos posibles presentaciones: bien un vaso minúsculo lleno hasta los bordes, bien un vaso enorme en el que el licor apenas cubre el fondo.

Como tú ya has dejado el orgullo para mejores ocasiones, te bebes aquello (sea lo que sea) rapidito, pides la dolorosa y te dispones a escapar lo más rápido posible de aquella humillación pública. Pero no. Aún queda lo mejor. Lo adivinarán, supongo. Es cuando el maître te intercepta, camino de la salida, para preguntar, sonriente, confiado, qué tal ha ido la cosa. Lo cual (aparte de que me recuerda sospechosamente a la típica pregunta postcoital de qué tal he estado) me sugiere inevitablemente variadas y poco diplomáticas respuestas, que generalmente podrían resumirse en:

-Carta: incomprensible, mal redactada, homenaje al absurdo. Debería ir con fotos.
-Comida: sabor excelente, presentación horrorosa. Carísima.
-Bebida: sensacional, estupenda. Carísima.
-Complementos: platos demasiado grandes, cubertería de diseño que obvia lo ergonómico y lo utilitario a favor de… nada.
-Personal: camareros sin término medio, excesivamente solícitos o excesivamente autistas. Maître excesivamente chulo y provocador.

Como no estoy seguro de poder expresar todo esto de manera que sea encontrado por el aludido poco ofensivo, suelo callarme. Lo cual me cuesta un triunfo, porque me resulta duro reprimir una frase ingeniosa cuando se me ocurre (pasa tan pocas veces…).

Sin embargo, aunque siempre salgo jurando que nunca mais, sorprendentemente, acabo reincidiendo. Para mí que le ponen algo al vino. No le encuentro otra explicación.

En fin. El próximo viernes mi mujer me lleva de cena. Ya estoy temblando.

sábado, 8 de mayo de 2010

HABITACIÓN 101

En mis tiempos mozos me tragué una buena dosis de literatura de terror, un entretenimiento como otro cualquiera, hasta que di por casualidad con una novela que me acojonó de verdad. Se trata de 1984, de George Orwell. Ya sé que oficialmente no es una novela de terror, pero tiene algunos detalles que asustan mucho. Al menos a mi.

Quizá por lo que sea más conocida la novela sea por el famoso Gran Hermano, esa entidad que todo lo ve, que te quiere y que se preocupa por ti, y que vela por tu higiene mental y la salvación de tu alma. Puede que Orwell cargara un poco las tintas, pero tampoco inventó nada: a lo largo de la historia todos los gobiernos, religiones, clanes tribales y demás organizaciones jerárquicas se las han apañado, mejor o peor, para mantener a sus acólitos sometidos al reglamento de régimen interno que tocara, sin escatimar medios. No es eso lo que me asusta de la novela. De hecho, el GH me caía más simpático que el protagonista, que me parece un triste del copón.

Tampoco los chanchullos de trucar fotos, manipular noticias, rehacer los hechos históricos y demás actividades del Ministerio de la Verdad me sorprende mucho, lo admito. No me parece demasiado original el hecho de que el gobierno (o el lobby correspondiente) retuerza los acontecimientos pasados y presentes para extraer las consecuencias que mejor se amolden a sus intereses, o para generar en la opinión pública el estado de ánimo que más le convenga. ¿Les suena la frase de que la historia la escriben los vencedores? ¿Han leído la misma noticia en dos periódicos de ideologías enfrentadas y han tenido la sensación de que hablaban de cosas distintas? Pues eso: nihil novum sub sole.

Lo que de verdad me parece desasosegante es la Habitación 101. Para los que no hayan leído el libro, era la dependencia del Ministerio del Amor (Orwell, como buen inglés, gastaba una ironía importante) en la que los desafectos al GH eran enfrentados a sus peores miedos hasta que cedían, renunciaban a sus ideales y se convertían en seres a la deriva. La celda en la que no tenías ninguna posibilidad de victoria, porque el enemigo eras tú mismo. Era el lugar, el momento, en el que descubres que siempre hay algo más fuerte que tú. Que por muy feliz que seas, sólo te separa una puerta de la desgracia más absoluta, más devastadora.

Lo que me asusta es la certeza de que todos tenemos nuestra Habitación 101 esperándonos en alguna parte. Repleta de temas que no sabemos afrontar, de miedos que son más fuertes que nosotros. De nuestros propios y personales demonios. Nunca sabes lo que hay dentro de tu Habitación 101, pero sabes que existe.

Esto me viene a la cabeza porque recientemente, por motivos que no vienen al caso, he tenido ocasión de meditar sobre qué cosas son importantes en mi vida y qué cosas son esenciales. Una distinción tan sutil que a veces tiene que sobrevenir un periodo de crisis para tener las cosas claras. Y me ha servido para darme cuenta de que sólo hay una cosa cuya pérdida no podría afrontar: mi mujer.

Así que ahora ya sé lo que se esconde tras la puerta de mi Habitación 101: la idea de vivir sin ella. De enfrentarme yo solo a la perra vida.

Porque todo sería más triste.

Porque yo volvería a ser la persona que fui, y que dejé de ser gracias a ella.

Porque todavía me emociona el recuerdo de los momentos que hemos ido viviendo juntos. Porque todavía disfruto de volver a casa todas las tardes y verla nada más entrar. Porque todavía me ilusiona pensar en el futuro que nos espera.

Porque me parecía imposible ser feliz poniendo tu vida en manos de otra persona, mostrándote tan absolutamente vulnerable, tan sinceramente transparente. Y ella me demostró que estaba equivocado.

Porque con ella la realidad supera a la ficción, y es posible construir puentes al infinito.

Porque ella es la mejor persona que conozco. Porque es brillante.

Porque me quiere.

Porque la quiero.

Y porque sé que, sin ella, los molinos volverían a transformarse en gigantes.

Ahora tengo mucho más claro lo que hay en mi Habitación 101. Y me sigue dando miedo, por supuesto, porque la vida es retorcida, y nunca sabes cuándo le puede dar por ponerse chistosa y gastarte una broma pesada.

Pero ahora también tengo claro que no seré yo mismo el que se meta en la habitación, la cierre y tire la llave.

Es lo bueno de las crisis: cuando no te matan, te hacen más fuerte.


Para J.



viernes, 7 de mayo de 2010

HISTORIAS DE LA PUTA MILI (II): LA CARGA DE LA BRIGADA LIGERA

Hoy tengo el día tonto, y no sé por qué me vienen a la cabeza constantemente algunas de las grandes estupideces de la historia. Entre ellas, mis preferidas son las que tienen que ver con la cosa militar, y tampoco sé por qué esa fijación con lo marcial.

En cualquier caso, en mi top ten de estupideces bélicas está desde siempre, en un lugar destacado, la acontecida en Balaklava en aquellos lejanos días de 1854 en los que los rusos se pegaban con el resto del mundo en la península de Crimea. No lo puedo evitar, me molan los clásicos.

Vamos a ponernos en antecedentes, brevemente. En aquella época, el Imperio Otomano comprendía, entre otras muchas cosas, lo que hoy es el territorio de Israel. El imperio turco se encontraba, además, entre las potencias europeas por un lado y el Imperio Ruso por el otro. En virtud de algunos tratados diplomáticos bastante enrevesados que venían del siglo anterior, Francia tenía la función de defensora de los cristianos católicos del imperio otomano, y Rusia era la encargada de defender a los cristianos ortodoxos (a mi no me miren, yo tampoco tengo ni puta idea de lo que quiere decir eso). El caso es que algunos monjes de las dos facciones empezaron a ponerse tontorrones por la posesión de la basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, y por un quítame allá esta iglesia la cosa se fue liando hasta que metieron baza Francia y Rusia.


El Zar ocupó con sus ejércitos algunos territorios del Imperio Turco, y el Sultán Otomano, que no se había visto en otra así, corrió a pedir ayuda a su amigo francés. Los ingleses, a los que en principio no les iba gran cosa en el envite, se apuntaron al baile al lado de los gabachos para defender a sus amigos-de-toda-la-vida los turcos. Y es que los ingleses, cuando ven la ocasión de joderle la marrana a alguien, ya se sabe.

Inciso: también pudo influir que los rusos buscaran una salida al mediterráneo a través del Bosforo, y eso no les gustara mucho al resto de contendientes, ya que les chafaba los chanchullos comerciales que tenían montados por aquella zona. Pero a mi me mola más pensar que la guerra se hizo por ideales, y no por dinero (estamos hablando de Inglaterra y Francia, por Dios, y no de los USA).

Total, que empezaron a darse palos unos a otros a la ribera del Mar Negro, en la península de Crimea. Y así fue pasando el tiempo: una batallita para ti, una batallita para mi… Lo normal en cualquier guerra civilizada.

Hasta que el 25 de octubre de 1854 tuvo lugar la batalla de Balaklava. Los aliados anglo-franco-otomanos estaban asediando la ciudad de Sebastopol, en manos rusas. A los rusos, por lo que se ve, la cosa no les hacía demasiada gracia, así que decidieron a su vez asediar el puerto marítimo de Balaklava, por el que se abastecían los aliados. Como estos tampoco encontraron el detalle excesivamente simpático, se pidieron cita en un descampado cercano y decidieron solucionarlo como verdaderos gentlemen: a tiros.

Esta batalla pasó a la historia, principalmente, por dos proezas en las que los soldados derrocharon huevos y los oficiales poco cerebro. ¿Les suena lo de la delgada línea roja? Pues la expresión viene de un regimiento de infantería británica en el que, ante la escasez de personal, en lugar de montar una formación de 4 o 5 tíos unos detrás de otros, tuvieron que conformarse con una línea de 2 de fondo para contener una carga de caballería rusa. Fue una escabechina, pero la cosa tuvo su mérito. Hasta los rusos hubieran aplaudido, si no hubieran tenido las manos ocupadas despachando súbditos de Su Graciosa Majestad (por si no lo han pillado, los uniformes británicos en aquella época eran rojos).

El otro hecho destacable, que es el que a mi me mola, es la archifamosa Carga de la Brigada Ligera. Un auténtico desastre que los ingleses han sabido vender como un ejemplo de valor y sacrificio, cuando en realidad no fue más que un despropósito de algunos oficiales empeñados en demostrar quién meaba más lejos.

La cosa fue más o menos así: la zona formaba un valle en fondo de saco (una especie de U) en el que los rusos habían tomado posiciones en las faldas de las colinas y los ingleses estaban en el llano. En un momento dado, el comandante en jefe de las tropas británicas, Mariscal Lord Raglan, dio la orden de avanzar para capturar una batería de artillería rusa. Así que un oficial de Estado Mayor, el capitán Nolan, le transmitió la orden al jefe de la Caballería británica, General Lord Lucan. Éste no vio muy clara la cosa, pero, ya se sabe, órdenes son órdenes, así que llamó a su subalterno, el General Lord Cardigan, al mando de la Brigada de Caballería Ligera, y le dijo lo que había (sé lo lque están pensando;en efecto, yo también creo que había demasiados Lores para que de todo aquello saliera algo bueno). El caso es que, pese a lo insensato del plan, Lord Lucan le debió plantear al otro el tema en términos de “a que no hay huevos”, o el equivalente inglés de la expresión, y el otro, que para algo era Lord, se calentó y no midió bien las consecuencias de sus actos.

Así que montó en su caballo, al frente de la Brigada (unos 600 hombres en total), y se fueron contra la artillería rusa del fondo del valle, aproximadamente a 1500 metros de distancia. Cuentan las crónicas inglesas que la Brigada, pese a ser batida desde el primer momento por fuego de fusilería y descargas de metralla procedente de las lomas de las colinas, a ambos lados del valle, respetó escrupulosamente los tiempos y las formas que prescribían los manuales para eventos de este tipo: primero con los caballos al paso, después al trote, para no cansarse demasiado pronto y llegar agotados al objetivo, y por último, recorrían los metros finales al galope, lanzas en ristre. Todo esto, háganse cargo, mientras les estaba cayendo la del pulpo. No es extraño que las crónicas rusas reflejaran la impresión que tuvieron sus tropas: que los ingleses habían abusado del agua de fuego y no sabían lo que hacían.

Total, que allá que se fueron los Dragones, Lanceros y Húsares, a su cita con la gloria, recordando, supongo, la maldita hora en la que se alistaron voluntarios con los casacas rojas (“apúntate en la caballería, te dicen”). Sorprendentemente, lograron recorrer aquel kilómetro y medio y llegar a tomar contacto con la artillería rusa, aunque ya rotas las filas, en una carga desordenada. Después de pegar un par de mandoblazos, Lord Cardigan vio que aquello no tenía demasiado futuro y ordenó la retirada, así que lo poco que quedaba de la brigada volvió a recorrer los 1500 metros en sentido contrario (“verás mundo, te dicen”), para alegría y alborozo de los tiradores rusos apostados en las colinas, que estaban pasando el rato más entretenido de toda la guerra.

La Brigada Ligera perdió casi la mitad de sus efectivos (más de 250 bajas entre muertos y heridos), aunque eso, la verdad, no habla muy bien de la puntería de las tropas rusas. Los franceses, que mantenían sus posiciones por allí cerca, sin moverse, alucinaban en colores, pensando que con aliados como aquellos no iban a llegar muy lejos. Y los rusos celebraron el día como una gran victoria, aunque, técnicamente, la batalla acabó en empate (no pudieron tomar el puerto, y el asedio a Sebastopol continuó).

Cuando la cosa se supo en la Gran Bretaña, se montó la de Dios es Cristo:.

1-Los periódicos exigían responsabilidades de la chapuza.

2-Lord Raglan le echaba la culpa a Lord Lucan, afirmando que su orden era tomar una batería cercana, no atacar la artillería del fondo del valle.

3-Lord Lucan declinaba toda responsabilidad; durante un tiempo, y aprovechando que el mensajero, el capitán Nolan, había muerto en acción y no podía defenderse, intentó colar la idea de que éste había transmitido mal las órdenes, pero echarle la culpa a un muerto era de mal gusto hasta para los stándares británicos, así que cambió de opinión y le echó el asunto encima a su subalterno, Lord Cardigan.

4-Y este pobre hombre decía que él era un mandado y que a ver qué cojones querían que hiciera. Que lo de desobedecer órdenes directas estaba muy mal visto en aquellos ambientes, que por algo así le podían dar una pluma de avestruz, y eso sí que no.

Total, que estuvieron un mes echando balones fuera mediante cartas publicadas en la prensa, para entretenimiento de los hooligans en aquella época en la que todavía no tenían partidos de fútbol con los que desfogarse, hasta que la cosa, que amenazaba con enquistarse y exigir un duelo al amanecer para depurar las responsabilidades (ya se sabe que con el honor de un Lord no se juega), acabó resolviéndola quien menos podía esperarse.

En diciembre de aquel mismo año, el poeta Tennyson, después de haber leído la descripción de aquella carnicería en la prensa, escribió su poema La carga de la Brigada Ligera, en la que glorificaba el heroísmo de la caballería británica, ensalzaba el valor inglés y venía a sugerir, en pocas palabras, que aquello no había sido un error, como pensaba todo el mundo, sino una fina maniobra táctica para demostrarle al mundo el simpar tamaño de los testículos de los súbditos de Su Graciosa Majestad.

Y, bueno. Ya saben cómo son los ingleses para estas cosas. La opinión pública, hasta entonces tan hostil a los responsables del asunto, tuvo un espectacular cambio de rumbo y empezó a hacer la ola. Cómo sería la cosa que los generales que estaban al mando de la caballería acabaron condecorados y ascendidos a mariscales.

¿Se imaginan que hubiera pasado una cosa así en el ejército español? Yo prefiero no hacerlo, la verdad.

Aunque consuela un poco constatar que los ingleses también pueden llegar a ser, a poco que se lo propongan, tan chapuceros como cualquier raza mediterránea. Y, si se esmeran, más.

jueves, 6 de mayo de 2010

TORPES

Siempre he sentido curiosidad por los suicidas. No es que me intrigue el hecho en sí, porque soy lo suficientemente misántropo como para encontrar razones para eso todos los días en todos los sitios. Es más bien curiosidad por los detalles prácticos del asunto. Por el mecanismo que lleva a la gente a decidir utilizar la pistola del abuelo, el cuchillo de trinchar el pavo, hacer puenting sin cuerda desde la azotea o ver pasar el tren desde los mismos raíles. Por la intendencia del suicidio, podríamos decir.

Supongo que hay situaciones en las que las circunstancias invitan claramente a decantarse por una opción: si eres farmacéutico, por ejemplo, lo tienes a huevo, todo el día rodeado de pastillas; ídem si trabajas como antenista, o como domador de leones, o cosas así. Pero estoy pensando más bien en la gente corriente, normal, con trabajos en los que no está presente ningún artefacto que sea sugerente para el propósito que nos ocupa. Si no quieres hacerte mucha pupita, tienes vértigo y te mareas al ver la sangre, el tema se complica. Y, como cualquier cosa que deba ser bien hecha, requiere un mínimo de habilidad. Unas aptitudes mínimas. No es algo al alcance de todo el mundo. Resumiendo: no se suicida el que quiere, sino el que puede.

Recientemente, hablando del tema con un amigo todavía más raro que yo, me contó una anécdota que venía al caso e ilustra perfectamente que hay gente muy torpe desparramada por el mundo.

Piensen en un tipo normal, de esos que vemos todos los días por la calle. Con un trabajo normal, en una oficina normal; con una familia normal, con su mujer, sus hijos, su perro,…. Imaginemos que nuestro hombre asiste un buen día, atónito, a la revelación de que su vida no tiene sentido y que lo mejor es ponerle punto y aparte, y adiós muy buenas. La convicción es tan fuerte, la certeza tan abrumadora, que no le queda más remedio que rendirse a la evidencia: la vida es una mierda, y cuanto antes se acabe, mejor.

Como nuestro tipo es un poco impaciente, encuentra que con 40 tacos esperar a que venga la parca por sus propios medios le queda un poco lejos (aunque se ponga a fumar como un carretero y coma grasas monoinsaturadas por un tubo), así que decide aligerar el trámite poniendo de su parte, y comienza a pensar en el suicidio.

Pero, claro, nuestro hombre es un tío sensible, y tampoco quiere darle un mal trago a la familia, así que darse matarile en su casa queda descartado inmediatamente: no quiere que el domicilio familiar sea, en adelante, fuente de recuerdos trágicos para sus deudos. Como no tiene pistola, no quiere alterar los horarios de los trenes y le da pereza hacer cola en la Seguridad Social esperando una receta de barbitúricos, decide que la electricidad es su opción.

Así que se va a un hotelito barato pero decente, se pide una habitación y se dispone a preparar su última performance. Llena la bañera de agua, se desnuda, y busca en su maleta (ha ido bien pertrechado, con todo lo que pueda necesitar) un radiocasete. Se mete en la bañera, enchufa el aparato y, sin más ceremonia, lo deja caer en el agua. Resultado: una leve quemadura en la pierna, los plomos a tomar por saco y el hotel sin luz.

Pero nuestro hombre es un tipo de recursos, así que, inasequible al desaliento, vuelve cojeando hasta su maleta y extrae el aparato con el que contaba como plan B: un pavoroso cuchillo eléctrico, con las pilas recién puestas y afilado a tope. Su sola contemplación infunde temor. Justo en ese instante se da cuenta de que el cuchillo no tiene punta, pero supone que su filo será suficiente, y más teniendo en cuenta que se mueve con una velocidad aterradora. Pero, en el último momento, descubre que en el cuello le hace cosquillas y en las muñecas le da mucha grima, aparte de que no quiere poner todo perdido de sangre. Así que se decide por hacerse un buen tajo en el vientre, en plan hara kiri (nuestro hombre tiene una sólida cultura, y es un tío muy viajado). Pero aquello no va. El cuchillo le prepara una carnicería, y duele un montón, pero al cabo de unos minutos se convence de que así no se va a morir ni de coña.

Como es un tipo de recursos (¿lo habíamos dicho ya?) mira a su alrededor y da con la solución: el sofá. Coloca el cuchillo en el sofá, con el mango entre dos asientos y el filo hacia arriba, coge carrerilla y, tras una leve vacilación, se lanza hacia el sofá a toda la velocidad que le permiten su maltrecha pierna y la herida en la panza y se arroja sobre el cuchillo. Adiós, mundo cruel.

Pero ni por esas. Con la emoción del momento ha calculado mal el impulso y se pasa de frenada, con lo cual el cuchillo tan sólo le hace un tajo de consideración en el muslo (el de la pierna buena; hoy no es su día). Después de jurar en arameo, decide que esto no puede seguir así. Se dirige a la ventana dispuesto a lanzarse al vacío (pese al respeto que le dan las alturas, un día es un día), sólo para descubrir que la habitación está en un primer piso, y desde esa altura no ve muy claro que el óbito esté asegurado. Así que, ya que está decidido a hacerlo, decide hacerlo bien: sale por la ventana, se agarra al canalón que baja por la pared y comienza una penosa ascensión, tratando de ganar la altura suficiente para que el negocio tenga más posibilidades. El tipo se esfuerza, echa mano de sus últimas energías, se aferra al endeble canalón como si en ello le fuera la vida (o la muerte), y avanza lentamente, centímetro a centímetro.

Hasta que la estructura, que no está diseñada para soportar sus ochentaypico kilazos, se desprende bruscamente de la pared y nuestro héroe acaba dando con sus huesos en el suelo. Bueno, más exactamente sobre unas cajas de cartón que alguien ha dejado en la acera, y que amortiguan notablemente la caída.

Así que para cuando llegan los servicios de urgencias se encuentran a nuestro hombre hecho un eccehomo: en pelotas, cubierto de sangre de la cabeza a los pies, con una quemadura en la pierna izquierda, un tajo descomunal en la derecha, la tripa hecha un filet mignon y un pie doblado en un ángulo muy extraño (fractura del maléolo). Lo único que acierta a decir, exhausto, es una frase que debería pasar a los anales de la historia de la imbecilidad humana:
Esto de matarme me está quitando la vida”.

¿Increíble, verdad? Pues sucedió de verdad. Palabrita del Niño Jesús. Sé que cuesta creer que haya un tipo tan torpe. Es casi un descubrimiento científico, un bucle en la teoría de la evolución, un ente tan poco adaptado al medio que ni siquiera es capaz de borrarse del censo. Si se piensa con calma, la cosa tiene su interés. Pero, por otra parte, no me digan que no es estresante esto del suicidio. Como para que se le quiten las ganas a cualquiera, la verdad.

De hecho, cuando me lo contó, y dado que yo también soy bastante torpe, acabé de convencerme de que el suicidio no es lo mío: puestos a afrontar retos difíciles y estresantes, fuera de mis posibilidades, es mucho mejor intentar convertir el plomo en oro, descubrir vida inteligente en el espacio (visto que en la Tierra está difícil; yo lo iría descartando, la verdad), o, por qué no, ligarme a Mónica Belucci.

Y si no lo consigo, al menos no se descojonarán de mi en el hospital.

miércoles, 5 de mayo de 2010

HACE FRÍO


Por tierras leonesas llevamos una semana pelando un frío importante. Con un viento huracanado, además, y chubascos ocasionales en los que el agua viene en horizontal, y contra los que no hay refugio posible, salvo quedarse en casita. Como mi empresa no se muestra muy partidaria de esa opción, no queda otra que salir de casa por las mañanas y afrontar el temporal.

Pero hay un problema: que no soporto el frío. Me pone de un mal humor espectacular. Quizá mi aversión a las bajas temperaturas venga del tiempo en el que trabajé por minas y canteras, al aire libre, época en la que en invierno podía tirarme perfectamente entre 8 y 10 horas por debajo de los 0º. Una delicia. O quizá sea genético, porque mi madre también es muy friolera. En cualquier caso, llevo unos días que muerdo.

Y eso es peligroso. Sobre todo para los que me rodean, pero también para mi, porque a veces me rodea el jefe, y, claro, no es muy inteligente descargar el mal humor contra el que te paga religiosamente todos los meses. Pero, en cualquier caso, mi fama de tío afable y tranquilo, incapaz de matar una mosca, se está viendo seriamente dañada.

Ayer, sin ir más lejos, después de pasar dos horas a la intemperie, a pie firme, me fui a la cafetería con un compañero, y hasta entonces amigo, para tomar un brebaje caliente que sale de una máquina y al que algunos optimistas llaman café. Yo estaba de muy mala hostia, porque además del frío el trabajo había ido de puta pena, pero es que la máquina tampoco colaboró, y empezó a ponerse creativa: que me pides un café con leche, te doy un té con limón; quieres un capuchino, pues toma un café solo; que lo quieres amargo, te pongo extra de azúcar. Y, claro, aquello degeneró en una sarta de juramentos que me llevarán de cabeza al infierno, el día que toque repartir los sitios para el descanso eterno.

En un momento dado mi compi, quizá abrumado por mi lírica, intentó contemporizar, y metió el típico dato gilipollas que prolifera en las tertulias desde que la información meteorológica del telediario parece un tesis de doctorado de físicas: “No es el frío, hombre. Es la sensación térmica.” Y se quedó tan ancho. El muy insensato.

Ante semejante conjunción de factores irritantes (el frío, la gilipollez, que no me dejen jurar a gusto cuando se me calienta la boca, etc) me saltó el automático y el objetivo de mi injusta cólera viró bruscamente del clima hacia mi inocente, gilipollas y sin duda bien intencionado compañero: le llamé de todo, desde analfabeto hasta subnormal, pasando por pijo de mierda (llevaba una camisita de Lacoste, y mi cerebro, en caliente, hace algunas asociaciones de ideas por su cuenta, sin que yo intervenga) y muerdealmohadas (ya me dirán, un tipo de 33 tacos de calendario al que no se le conoce ni ha conocido mujer…. algo tiene que haber).

Afortunadamente él tuvo el buen sentido de callarse y no atizar más el asunto, porque aquello podía haber acabado en tragedia. Se fue, haciéndose el digno y el ofendido (bueno, tal vez lo estaba en realidad, y no tuvo que hacérselo, no sé; hay gente que se ofende por poca cosa) y no volví a verle en todo el día.

Por la noche, con el calor y la suavidad de mi cama y mi mujer, me fui tranquilizando. Y comprendí que a lo mejor me había pasado un poco. Incluso pensé en pedirle disculpas al día siguiente.

Pero es que esta mañana, en el camino al curro, he pinchado y he tenido que cambiar la rueda con un frío de 3 pares de huevos (los dedos no han recuperado la circulación hasta una hora después; el color normal todavía tendrá que esperar, aunque el tono morado queda bonito); he llegado tarde a una reunión, el jefe me ha pedido por 3ª vez (según él) un informe que no me había pedido (según mi versión); el radiador eléctrico que me había agenciado el lunes para hacer mínimamente habitable la oficina (en Mayo la calefacción central se desconecta, y en Octubre se vuelve a enchufar, independientemente de la temperatura exterior) había desaparecido, y en su lugar me he encontrado una nota de un compañero (otro) diciendo: “me lo he llevado yo, espero que no te importe” (¿Importarme? No, que va. ¿Cómo va a importarme que me quites la única fuente de calor del edificio precisamente hoy que vengo helado? No, hombre, no. Eso si, devuélvemelo cuando pase el frío, por si quiero tomarme una sauna en la oficina. No te jode)

Así que ya no he podido más. Me han dado ganas de ponerme a gritar aquello de “a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar frío”, pero he recordado que soy ateo y no se me ha ocurrido nada más que decir, así que me he quedado callado, a mitad de camino entre el cabreo y las ganas de llorar.

Eso sí, las disculpas al meteorólogo vocacional se las pediré en Julio, si eso.

martes, 4 de mayo de 2010

GUAPOS

De un tiempo a esta parte estoy teniendo serias dudas acerca de algunos conceptos. No es nada preocupante, porque son cosas de andar por casa, poco trascendentes. Pero antes las tenía claras, y eso de que me anden moviendo las certezas me jode un poco.


Uno de los temas a los que estoy volviendo de manera recurrente en los últimos tiempos es el de los tíos que les resultan guapos a las mujeres. Fuente de sorpresa inagotable, este de los gustos femeninos.


Verán, a lo largo de mi vida he llegado a tener claras pocas cosas, pero una de las más importantes es que con las mujeres no se puede tener nada claro. Y menos cuando hablan de hombres. Ellas son así, férreas en su determinación de no seguir una lógica, volubles en sus afectos y sus tendencias, implacables en sus odios. Incomprensibles.


Así que, después de estar toda la vida pensando que ellas nos agrupaban en dos categorías, como nosotros a ellas (me la tiraría/no me la tiraría), y que la principal diferencia era que para nosotros ellas están casi siempre en la primera categoría y para ellas nosotros casi siempre en la segunda, hete aquí que no. Nada de eso, señores. Atribuirle a la especie Mujer Sapiens una simplificación de ese calibre sería casi ofensivo, seguramente ilegal, y, al paso que van las cosas, probablemente dentro de unos años sea inconstitucional. No. Ellas funcionan de otra manera.


Para empezar, ni siquiera nos clasifican en guapos y feos, qué va. Ellas gastan una variedad de adjetivos y perífrasis que no hay quién se aclare. Y la graduación es tan sutil, tan solapados los conceptos en algunas ocasiones, que determinar lo que quieren decir cuando dicen lo que dicen se convierte en una tarea detectivesca de primer orden.


Porque, vamos a ver, ¿cuántos de los aquí presentes podrían predecir con exactitud quién tiene más probabilidades de cepillarse a una señora: aquel que ella clasifica como “guapo”, otro etiquetado como “mono”, un tercero catalogado como “simpático”, o el último espécimen, al que ella alude como “atractivo”? Como hombres, supondremos que cuando dicen simpático están queriendo decir lo mismo que nosotros queremos decir cuando decimos simpática (es decir, fea como un pecado: es lo que dices cuando ibas borracho, no sabías lo que hacías y no pudiste evitar que te vieran con ella; o bien la necesidad apretaba mucho, bajaste el listón y, una vez vuelta la calma, tu ego exige alguna autojustificación para evitar el suicidio). Pero, de los demás términos, ni puta idea.


Si consideramos, además, que entran en juego sinónimos (majo, guay), superlativos (monísimo, buenísimo), modernismos (cool, in) y expresiones de significado incierto (tener morbo), el resultado es un galimatías que provoca que, a la hora de meter ficha, los hombres no acertemos a calcular hacia donde vamos, ni sepamos prever con antelación si al final del camino nos encontraremos los placeres del amor o una hostia como un piano.


Así que uno, astutamente, decide no ceñirse únicamente a la teoría, y apoyarse en un concienzudo estudio de campo, observando las reacciones de un grupo representativo de mujeres (pongamos n=1, que tampoco es cuestión de hacer excesos), tratando de descubrir una pauta, un signo, algo. Intentando arrojar un poco de luz sobre el tenebroso mundo de los gustos del mujerío en cuestiones de hombres.


Pues ni de coña. Acaba uno peor que al principio. Porque uno se da cuenta de que ellas no se aclaran. Que tan pronto se vuelven por la calle para mirar a un tipo que, en tu modesto entender, tiene una pinta de bujarra que tira de espaldas, como a un tipo con aspecto de comer piedras y look camionero años 70, camisa desabotonada y palillo en la boca incluidos. Que se cansan de pedir comprensión, empatía, sensibilidad, un hombre que sea capaz de escuchar, que las entienda (es decir, una mujer con pito), pero después comienzan a salivar en cuanto se echan a la cara un tío con buena carrocería (literal o metafóricamente).


Total, que todo esto ha provocado en el macho, en los últimos años, unos vaivenes estéticos de cierta consideración. Por un lado, los hay que se han decantado por potenciar su lado femenino, sin miedo a mostrarse débiles, vulnerables, amigos de sus amigas,… Otros han decidido apostar por la cosmética, compitiendo con ellas en suavidad de cutis, aroma, gasto en peluquería y depilación, etc. Un subgrupo ha pasado del tema, y van a su bola, como siempre han sido (es decir, que los que nacen guapos no hacen por afearse, y los que nacen feos no intentan embellecerse, en la creencia, ambos, de que la naturaleza es sabia, cuando tan sólo es injusta o, como mínimo, aleatoria). Y, por último, un sinfín de tribus urbanas han interpretado la variedad imperante como una licencia para lucir los atuendos más estrafalarios, dejar de lado la higiene más elemental o hacer bandera de sus rarezas (lo que sería útil si las mujeres estuvieran buscando mascota; la eficacia en el caso de las que busquen una relación romántica es más dudosa, pero hay gente para todo).


Así que nunca la oferta masculina había tenido tanta variedad: en cuanto al aspecto, en cuanto a la mentalidad, en cuanto a los valores, en cuanto a cualquier cosa que se nos ocurra, las mujeres nunca habían tenido tantas oportunidades de elegir su modelo de hombre ideal, dentro de las limitaciones del diseño original, claro está: quede claro que estamos hablando de simples mejoras estéticas, que no afectan a las diferencias esenciales entre ambas especies….entre ambos sexos, quiero decir.


Pero, después de todo esto, ¿qué nos encontramos? Pues que les siguen poniendo los tíos que les han puesto toda la vida: hombres con aspecto de hombres, voz grave, barba, ademanes masculinos. Que animalotes como Gerard Butler, Russel Crowe, Hugh Jackman, Eric Bana y gente así, masculina hasta la nausea , con aire canalla y pinta de salir de farra hasta que se les caiga el hígado a trocitos o hasta que se les convierta en paté (lo que pase antes) son el modelo ideal que el 99 % de la población femenina elegirían para darse un homenaje. Que todas tienen un gran número de amigos con los que hablar de cremas, peinados, estilistas, depilaciones y demás torturas cosméticas, pero que, a la hora de la verdad, los que las ponen tiernas son los que tienen pinta de limpiarse con las cortinas al acabar. Y que un gran número de hombres, habiendo sacrificado su dignidad y su aspecto en aras de un supuesto incremento de sus posibilidades de apareamiento, se encuentran ahora con que no sólo éstas no han aumentado, sino que van por la vida con unas pintas a medio camino entre un dibujo manga y una niña el día de su primera comunión.


Conclusión: más vale no comerse demasiado la cabeza buscando la piedra filosofal que nos haga más atractivos (cabe consolarse pensando que los feos cumplimos una gran labor social: hacemos destacar a los guapos, por comparación, cosa que, por cierto, ellos nunca nos agradecen). Rebelarse contra la naturaleza y la genética de cada uno es, por una lado, inútil; por otro, una muestra de desagradecimiento al legado de nuestros padres; y, sobre todo, una lamentable pérdida de tiempo, dinero y respeto por uno mismo.


Y es que, gracias a Dios, todos tenemos nuestra cuota de mercado. Porque, al final, ellas tienen el mismo criterio que nosotros: me lo tiraría/no me lo tiraría. Sólo que les gusta dar más rodeos.









lunes, 3 de mayo de 2010

PUBLICIDAD

La publicidad no es hacer que la gente quiera lo que tú tienes. Es hacer que lo necesite. Mucha gente puede pasar sin las cosas que desea, pero casi nadie puede pasar sin lo que necesita. Y ahí entran en juego los publicistas, a los que, si algo hay que reconocerles, es que saben hacer bien, en la mayoría de los casos, su trabajo de encantadores de serpientes.

Como en todas las profesiones, los publicistas tienen sus castas. Hay agencias de esas prestigiosas, con glamour, con nombre, que hacen de su inutilidad una etiqueta elitista: cuanto menos se entienden sus campañas, mejores son, y más viruta le tarifan al cliente. Suelen ser campañas de productos y marcas exclusivos, elegantes,… en una palabra, caros. Nadie los entiende, pasan por las cabezas de la masa consumidora sin mayores consecuencias y nadie los recuerda cuando dejan de emitirse.

También están los publicistas conceptuales, los que hacen anuncios alegóricos, artísticos, con un fondo de arte y ensayo que deja una duda existencial: ¿realmente se gana esta gente la vida así? Probablemente no es la duda que ellos deseaban crear en el inconsciente colectivo, pero, al menos, se sentirán reconfortados por sacudir mínimamente nuestras almas. Sorprendentemente, sus mensajes calan entre la gente, prosperan, y se quedan para no irse nunca. Acaban convertidos en frases que la gente usa como símbolo del absurdo (“¿a qué huelen las nubes?”), como reafirmación personal (“porque yo lo valgo”), o demostración de que uno tiene una rica vida interior y se plantea preguntas de hondo calado intelectual (“¿te gusta conducir?”).

Otros lo tienen claro y apelan sexo y/o al humor. Te enseñan un ejemplar lucido y de buen ver, del sexo que proceda, o te cuentan un chiste, que generalmente no tiene nada que ver con lo que intentan vender, y se quedan tan anchos. Tú te relames, o te ríes, olvidas inmediatamente lo que estaban anunciando pero recuerdas el anuncio. Supongo que a cualquiera de las cabezas pensantes que contratan una campaña de este tipo les subirá la tensión arterial cuando oyen por la calle comentarios del tipo “¿has visto el anuncio que van dos en coche, se quedan sin gasolina, y uno camina hasta una granja, y en vez de gasolina compra unos sobaos, y entonces…?” o “¿has visto el anuncio en el que sale una tía vestida de bailarina, pero en rosa y enseñando las tetas?” en lugar de decir, simplemente “¿has visto el nuevo anuncio del colacao?”. O quizá no les sube nada: el metabolismo de los ejecutivos de élite es algo tan misterioso como sus procesos mentales.

Y luego están los que lo tienen más claro todavía. Saben lo que tienen que hacer para estar en boca de todo el mundo, que es de lo que se trata (lo importante es que hablen, aunque sea bien): meter cizaña. Ahora se dice crear polémica, que queda más moderno, pero es algo más viejo que la orilla del río. Y no sé cómo funcionará el tema allende las fronteras, pero en este país el mecanismo va como un reloj. Sólo hay que tratar determinados temas con un poco de ironía y un mucho de sentido común para que inmediatamente salten un montón de aludidos y aludidas que consideran que el anuncio en cuestión atenta contra los principios fundamentales de la civilización occidental en general y de su gremio en particular, y montan un pifostio que multiplica por diez el impacto de la campaña. Con lo que los responsables de la misma esperan un plazo prudencial, para que el mensaje cale y la polémica se extienda, antes de comparecer, muy dignos y apenados, pidiendo disculpas y afirmando que no era su intención ofender a nadie, que por supuesto retirarán el anuncio, y que lamentan profundamente lo ocurrido. Todo mientras, naturalmente, están planificando ya la siguiente vuelta de tuerca, que provocará una polémica todavía mayor.

Hasta ahora, nada que objetar. Toda profesión tiene sus mercenarios, y lo único que cabe exigirles es que hagan bien su trabajo, sin consideraciones morales. Si venden lo que tienen que vender, pues olé sus cojones. Incluso aunque no lo vendan, siempre que el cliente que les ha contratado quede satisfecho.

Pero existe también una subespecie de publicistas que no tienen ni puta idea de hacer su trabajo, y, cuando el cliente viene diciendo "esto no es lo que habíamos hablado" acaban echándole siempre la culpa al empedrado. Si las ventas no han aumentado, la culpa se le puede echar al público, por su falta de sensibilidad, al botones porque pasaba por allí o al maestro armero. Nunca a la campaña, por Dios.

Me viene a la cabeza la campaña publicitaria que pide (no, mejor aún, exige) sacar tarjeta roja a los maltratadores de mujeres. La primera vez que la vi no supe bien lo que me querían vender. Después de varios visionados más, lo tuve claro: vendían buen rollito. Y ya lo veo venir: si las cifras de buen rollito no se disparan (o las cifras de mujeres tundidas no bajan, que viene a ser lo mismo) será que la sociedad es demasiado obtusa para captar el evidente mensaje, o pervierte sus valores, pero no de la estética del engendro (sobria, elegante, discreta), de sus ejecutantes (caras famosillas, de confianza, buena gente), ni siquiera de su guiño de complicidad con ese opio del pueblo que es el fútbol (esa afinidad entre la tolerancia cero para los maridos/novios/compañeros con la mano/navaja/garrote demasiado ligera y la tarjeta roja para los futbolistas demasiado ardorosos). No. La campaña es un producto de primera, bien concebido, mejor diseñado y ejecutado de manera brillante. Si el mensaje no cala, dirán sus perpetradores, será por la cantidad de cavernícolas que andan sueltos por el patio.

Aunque, bien pensado, los responsables de paridas semejantes son los verdaderos artistas de su oficio: capaces de prosperar y ganarse la vida sin hacer una sola campaña publicitaria no ya exitosa, sino siquiera decente. El único producto que saben vender bien es su trabajo. En realidad, poseen un enorme poder de convicción, la capacidad de embaucar a cualquiera. Solo que la emplean contra sus clientes, contra la gente que les afloja la pasta, en lugar de embaucar y estafar al público, que es para lo que se les contrata.

La mala noticia es que esas campañas chorras suelen estar pagadas por la cosa pública, con la plata de todos. La buena (buena según se mire, claro) es que todavía no se ha linchado públicamente a ningún publicista, por sinvergüenza, por gilipollas o por las dos cosas a la vez, así que debe ser que nos estamos volviendo más tolerantes. Que ya era hora.