lunes, 10 de mayo de 2010

RESTAURANTES

Lo reconozco: no tengo demasiada experiencia en restaurantes de alto standing. De hecho, creo que he visitado más tascas y restaurantes de carretera que sitios caros y elegantes. A lo mejor es por eso que no acabo de acostumbrarme a ciertos rituales que se estilan en esos ambientes, y, claro, cuando me toca ir a uno, me salen los complejos y la falta de costumbre, y no disfruto.
Pese a no ir a menudo, tengo una bonita colección de traumas relacionados con la cosa de la restauración. Sin ir más lejos, mi banquete de bodas se celebró en un sitio elegantón, con un menú diseñado por un gurú de la nueva cocina. No fue algo de libre elección, podríamos decir, porque era el único sitio disponible y no quedaba otra que hacerlo allí. Así que, mientras mi por entonces futura mujer estaba encantada de la vida, yo afronté el tema con evidentes reticencias.

Para empezar, el primer día, cuando fuimos a informarnos nos plantearon las distintas alternativas para el menú, y se me vino el mundo encima: no sabía lo que eran más de la mitad de los platos. Así vamos mal, pensé, pero vi que mi contraria estaba relajada y disfrutando del tema, así que traté de disimular. El segundo día la cosa mejoró: el catálogo de platos tenía fotos, y daba para hacerte una idea de qué cojones te estaban hablando. Aún así, yo seguía con dudas, pero al final, entre mi mujer y la gerente del sitio decidieron un menú que, al menos en las fotos, parecía comestible.

Y después vino una sorpresa agradable: nos dieron una cita para probar el menú. Entonces si que pensé que aquello era un detalle: una cena por la gorra no estaba mal (tampoco es que se fueran a arruinar con el tema, pero, ya que nos clavaban una estocada considerable y que hubiéramos pagado religiosamente sin pedir nada a cambio, era de agradecer). Pero aquello no fue una cena: fue un muestrario de miniplatos, de versiones miniaturizadas de lo que el artista de los fogones podía ofertarnos. A partir del 6º o 7º entrante yo ya no recordaba el 1º, así que dejé de prestar atención y me dejé llevar. Total, si estaba dispuesto a casarme, ¿por qué no iba a dejar que otros decidieran por mí lo que tenía que comer?
Y así la cosa fue avanzando hasta llegar a los postres. Ahí ya si que no pude más: aquellas cosas parecían una performance de arte moderno, y ni siquiera sabían dulces. Así que después de probar 3 postres insípidos y de una estética cercana al expresionismo abstracto, y mientras el jefe de cocina nos glosaba las virtudes de la fusión de sabores y el contraste de texturas no me contuve y le pregunté si tenía algo con azúcar. Una chocolatina, un bollicao,... no sé, algo dulce. El tipo se lo tomó a mal, pero en su favor hay que decir que mantuvo la compostura.

Aquello me costó mi primera bronca con mi mujer (o la última con mi novia, según se mire), que llegó a amenazarme con variadas represalias si no me comportaba como es debido. Supongo que debí hacerlo, porque la cosa llegó a buen puerto. Incluso recuerdo que aquel día llegué a disfrutar del banquete (seguramente el vino influyó lo suyo).

Después de aquello, y aunque ya digo que no frecuento esos sitios de perdición, he visitado restaurantes alguna que otra vez. Las suficientes para tener claras algunas de las cosas que no me gustan de esos sitios. Por ejemplo, otro tema que me jode es la manera de redactar las cartas: cada plato tiene un nombre que ocupa aproximadamente 3 renglones y que no sirve absolutamente para nada porque después de leerlo acabas sin tener ni puta idea de lo que aquello quiere decir. Esto provoca que el camarero te pegue unas conferencias del copón para explicarte lo que debería explicar la carta, con lo cual te encuentras con que, pongamos por caso, has invitado a tu pareja a uno de esos antros para disfrutar de una velada romántica, en un ambiente íntimo y tranquilo, esperando tener una agradable conversación, y acabas hablando más con el camarero que con tu acompañante. Con el agravante, además, de que te explican las cosas como con chulería, y te van creando la sensación de ser un ignorante gastronómico que merecería que le echaran la comida en un cubo (lo cual puede ser verdad, no lo niego, pero, coño, si te van a fusilar 70 eurazos por barba lo menos que podían hacer es fingir que te respetan).

Y luego está el tema de los jefes de sala que se empeñan en que comas lo que a ellos les salga de los cojones. Esos me provocan un pánico atroz. Tú vas, por ejemplo, y pides lubina. Y de repente llega el hombre, pone cara de complicidad y de sentirlo mucho y te suelta:

-La lubina no se la recomiendo. Pruebe el mero.

Joder, si la lubina está incomestible, o se os ha terminado, adviértelo antes de que la pida, coño. Que luego tengo que recomponer el pedido sobre la marcha, y con lo lento que soy procesando la información me aturullo. Con lo cual acabo siempre haciendo caso de lo que dice el tipo, y como lo que él quiere hacerme comer.
Ídem con el vino: me paso 10 minutos estudiando la carta, buscando uno que conozca (y que pueda pagar), y cuando al fin se lo comunico al camarero y este se va en busca de mi botella, veo que es interceptado en mitad de la sala por el maître. Eso me mosquea, pero cuando veo que éste, tras interpelar al camarero, comienza a mover la cabeza reprobatoriamente y se dirige hacia la mesa, ahí ya me entra el pánico, directamente.

-Me permito sugerirle al señor que cambie el vino tal por el cual. No se arrepentirá.

No me arrepentiré, no me arrepentiré… A esas alturas me estoy arrepintiendo hasta de haber entrado en el local, y daría mi brazo derecho por estar en un McDonald’s. Pero mi capacidad de resistencia ya es prácticamente nula, así que le digo que muy bien, que lo que el diga (si me ha elegido la comida, ¿por qué no me va a elegir el vino?), y mientras le veo comunicar al camarero el cambio de planes siempre lamento no tener el valor de decirle que no, que se olvide del vino y que me traiga una coca cola. Con pajita. Y que piense lo que quiera.

Y luego, para colmo de males, cuando ya te has resignado a comer y beber lo que le salga de los huevos a un tío del que sospechas, además, que se está descojonando de ti mientras comenta la jugada con sus compañeros, viene el terrible momento en el que se acercan, curiosos y solícitos, y te preguntan si estás disfrutando. Ahí siempre me veo asaltado por la tentación de contestarle: “tú sabrás, que eres el que ha escogido el menú”, pero hasta la fecha he podido contenerme. Aunque no consigo evitar la sensación de que eso es demasiado cachondeo, la verdad. Que todo tiene su límite.

Aunque hay sitios en los que no acaba ahí la cosa, no se crean. Cuando ya has liquidado la comida y te estás tomando el café, vienen y te preguntan si te apetece un licor. Venga, dices tú, que llegados a esas alturas y habiéndote empujado una botella de Rioja (o de lo que él haya querido) ya estás resignado a cualquier cosa. Y entonces… ¡el tío se pira! ¡Ni siquiera te pregunta qué quieres beber! Vamos, que se ha crecido tanto que seguramente piensa que, si te ha elegido todo el menú no es cuestión de que le chafes la actuación a última hora pidiendo un Soberano o un solisombra. Así que vuelve al cabo de un rato con un líquido del que ni siquiera te dice nombre, graduación ni posibles efectos secundarios, en dos posibles presentaciones: bien un vaso minúsculo lleno hasta los bordes, bien un vaso enorme en el que el licor apenas cubre el fondo.

Como tú ya has dejado el orgullo para mejores ocasiones, te bebes aquello (sea lo que sea) rapidito, pides la dolorosa y te dispones a escapar lo más rápido posible de aquella humillación pública. Pero no. Aún queda lo mejor. Lo adivinarán, supongo. Es cuando el maître te intercepta, camino de la salida, para preguntar, sonriente, confiado, qué tal ha ido la cosa. Lo cual (aparte de que me recuerda sospechosamente a la típica pregunta postcoital de qué tal he estado) me sugiere inevitablemente variadas y poco diplomáticas respuestas, que generalmente podrían resumirse en:

-Carta: incomprensible, mal redactada, homenaje al absurdo. Debería ir con fotos.
-Comida: sabor excelente, presentación horrorosa. Carísima.
-Bebida: sensacional, estupenda. Carísima.
-Complementos: platos demasiado grandes, cubertería de diseño que obvia lo ergonómico y lo utilitario a favor de… nada.
-Personal: camareros sin término medio, excesivamente solícitos o excesivamente autistas. Maître excesivamente chulo y provocador.

Como no estoy seguro de poder expresar todo esto de manera que sea encontrado por el aludido poco ofensivo, suelo callarme. Lo cual me cuesta un triunfo, porque me resulta duro reprimir una frase ingeniosa cuando se me ocurre (pasa tan pocas veces…).

Sin embargo, aunque siempre salgo jurando que nunca mais, sorprendentemente, acabo reincidiendo. Para mí que le ponen algo al vino. No le encuentro otra explicación.

En fin. El próximo viernes mi mujer me lleva de cena. Ya estoy temblando.

1 comentario:

112 dijo...

jajajajaja!!!!tranquilo hombre que si despues de todo te da para un post, disfrutaste del banquete de boda y del vino, y la comida está rica en las otras ocasiones... y tu mujer sigue contigo, igual es que tiene buen gusto y te lleva a McDonals.