jueves, 6 de mayo de 2010

TORPES

Siempre he sentido curiosidad por los suicidas. No es que me intrigue el hecho en sí, porque soy lo suficientemente misántropo como para encontrar razones para eso todos los días en todos los sitios. Es más bien curiosidad por los detalles prácticos del asunto. Por el mecanismo que lleva a la gente a decidir utilizar la pistola del abuelo, el cuchillo de trinchar el pavo, hacer puenting sin cuerda desde la azotea o ver pasar el tren desde los mismos raíles. Por la intendencia del suicidio, podríamos decir.

Supongo que hay situaciones en las que las circunstancias invitan claramente a decantarse por una opción: si eres farmacéutico, por ejemplo, lo tienes a huevo, todo el día rodeado de pastillas; ídem si trabajas como antenista, o como domador de leones, o cosas así. Pero estoy pensando más bien en la gente corriente, normal, con trabajos en los que no está presente ningún artefacto que sea sugerente para el propósito que nos ocupa. Si no quieres hacerte mucha pupita, tienes vértigo y te mareas al ver la sangre, el tema se complica. Y, como cualquier cosa que deba ser bien hecha, requiere un mínimo de habilidad. Unas aptitudes mínimas. No es algo al alcance de todo el mundo. Resumiendo: no se suicida el que quiere, sino el que puede.

Recientemente, hablando del tema con un amigo todavía más raro que yo, me contó una anécdota que venía al caso e ilustra perfectamente que hay gente muy torpe desparramada por el mundo.

Piensen en un tipo normal, de esos que vemos todos los días por la calle. Con un trabajo normal, en una oficina normal; con una familia normal, con su mujer, sus hijos, su perro,…. Imaginemos que nuestro hombre asiste un buen día, atónito, a la revelación de que su vida no tiene sentido y que lo mejor es ponerle punto y aparte, y adiós muy buenas. La convicción es tan fuerte, la certeza tan abrumadora, que no le queda más remedio que rendirse a la evidencia: la vida es una mierda, y cuanto antes se acabe, mejor.

Como nuestro tipo es un poco impaciente, encuentra que con 40 tacos esperar a que venga la parca por sus propios medios le queda un poco lejos (aunque se ponga a fumar como un carretero y coma grasas monoinsaturadas por un tubo), así que decide aligerar el trámite poniendo de su parte, y comienza a pensar en el suicidio.

Pero, claro, nuestro hombre es un tío sensible, y tampoco quiere darle un mal trago a la familia, así que darse matarile en su casa queda descartado inmediatamente: no quiere que el domicilio familiar sea, en adelante, fuente de recuerdos trágicos para sus deudos. Como no tiene pistola, no quiere alterar los horarios de los trenes y le da pereza hacer cola en la Seguridad Social esperando una receta de barbitúricos, decide que la electricidad es su opción.

Así que se va a un hotelito barato pero decente, se pide una habitación y se dispone a preparar su última performance. Llena la bañera de agua, se desnuda, y busca en su maleta (ha ido bien pertrechado, con todo lo que pueda necesitar) un radiocasete. Se mete en la bañera, enchufa el aparato y, sin más ceremonia, lo deja caer en el agua. Resultado: una leve quemadura en la pierna, los plomos a tomar por saco y el hotel sin luz.

Pero nuestro hombre es un tipo de recursos, así que, inasequible al desaliento, vuelve cojeando hasta su maleta y extrae el aparato con el que contaba como plan B: un pavoroso cuchillo eléctrico, con las pilas recién puestas y afilado a tope. Su sola contemplación infunde temor. Justo en ese instante se da cuenta de que el cuchillo no tiene punta, pero supone que su filo será suficiente, y más teniendo en cuenta que se mueve con una velocidad aterradora. Pero, en el último momento, descubre que en el cuello le hace cosquillas y en las muñecas le da mucha grima, aparte de que no quiere poner todo perdido de sangre. Así que se decide por hacerse un buen tajo en el vientre, en plan hara kiri (nuestro hombre tiene una sólida cultura, y es un tío muy viajado). Pero aquello no va. El cuchillo le prepara una carnicería, y duele un montón, pero al cabo de unos minutos se convence de que así no se va a morir ni de coña.

Como es un tipo de recursos (¿lo habíamos dicho ya?) mira a su alrededor y da con la solución: el sofá. Coloca el cuchillo en el sofá, con el mango entre dos asientos y el filo hacia arriba, coge carrerilla y, tras una leve vacilación, se lanza hacia el sofá a toda la velocidad que le permiten su maltrecha pierna y la herida en la panza y se arroja sobre el cuchillo. Adiós, mundo cruel.

Pero ni por esas. Con la emoción del momento ha calculado mal el impulso y se pasa de frenada, con lo cual el cuchillo tan sólo le hace un tajo de consideración en el muslo (el de la pierna buena; hoy no es su día). Después de jurar en arameo, decide que esto no puede seguir así. Se dirige a la ventana dispuesto a lanzarse al vacío (pese al respeto que le dan las alturas, un día es un día), sólo para descubrir que la habitación está en un primer piso, y desde esa altura no ve muy claro que el óbito esté asegurado. Así que, ya que está decidido a hacerlo, decide hacerlo bien: sale por la ventana, se agarra al canalón que baja por la pared y comienza una penosa ascensión, tratando de ganar la altura suficiente para que el negocio tenga más posibilidades. El tipo se esfuerza, echa mano de sus últimas energías, se aferra al endeble canalón como si en ello le fuera la vida (o la muerte), y avanza lentamente, centímetro a centímetro.

Hasta que la estructura, que no está diseñada para soportar sus ochentaypico kilazos, se desprende bruscamente de la pared y nuestro héroe acaba dando con sus huesos en el suelo. Bueno, más exactamente sobre unas cajas de cartón que alguien ha dejado en la acera, y que amortiguan notablemente la caída.

Así que para cuando llegan los servicios de urgencias se encuentran a nuestro hombre hecho un eccehomo: en pelotas, cubierto de sangre de la cabeza a los pies, con una quemadura en la pierna izquierda, un tajo descomunal en la derecha, la tripa hecha un filet mignon y un pie doblado en un ángulo muy extraño (fractura del maléolo). Lo único que acierta a decir, exhausto, es una frase que debería pasar a los anales de la historia de la imbecilidad humana:
Esto de matarme me está quitando la vida”.

¿Increíble, verdad? Pues sucedió de verdad. Palabrita del Niño Jesús. Sé que cuesta creer que haya un tipo tan torpe. Es casi un descubrimiento científico, un bucle en la teoría de la evolución, un ente tan poco adaptado al medio que ni siquiera es capaz de borrarse del censo. Si se piensa con calma, la cosa tiene su interés. Pero, por otra parte, no me digan que no es estresante esto del suicidio. Como para que se le quiten las ganas a cualquiera, la verdad.

De hecho, cuando me lo contó, y dado que yo también soy bastante torpe, acabé de convencerme de que el suicidio no es lo mío: puestos a afrontar retos difíciles y estresantes, fuera de mis posibilidades, es mucho mejor intentar convertir el plomo en oro, descubrir vida inteligente en el espacio (visto que en la Tierra está difícil; yo lo iría descartando, la verdad), o, por qué no, ligarme a Mónica Belucci.

Y si no lo consigo, al menos no se descojonarán de mi en el hospital.

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