lunes, 3 de mayo de 2010

PUBLICIDAD

La publicidad no es hacer que la gente quiera lo que tú tienes. Es hacer que lo necesite. Mucha gente puede pasar sin las cosas que desea, pero casi nadie puede pasar sin lo que necesita. Y ahí entran en juego los publicistas, a los que, si algo hay que reconocerles, es que saben hacer bien, en la mayoría de los casos, su trabajo de encantadores de serpientes.

Como en todas las profesiones, los publicistas tienen sus castas. Hay agencias de esas prestigiosas, con glamour, con nombre, que hacen de su inutilidad una etiqueta elitista: cuanto menos se entienden sus campañas, mejores son, y más viruta le tarifan al cliente. Suelen ser campañas de productos y marcas exclusivos, elegantes,… en una palabra, caros. Nadie los entiende, pasan por las cabezas de la masa consumidora sin mayores consecuencias y nadie los recuerda cuando dejan de emitirse.

También están los publicistas conceptuales, los que hacen anuncios alegóricos, artísticos, con un fondo de arte y ensayo que deja una duda existencial: ¿realmente se gana esta gente la vida así? Probablemente no es la duda que ellos deseaban crear en el inconsciente colectivo, pero, al menos, se sentirán reconfortados por sacudir mínimamente nuestras almas. Sorprendentemente, sus mensajes calan entre la gente, prosperan, y se quedan para no irse nunca. Acaban convertidos en frases que la gente usa como símbolo del absurdo (“¿a qué huelen las nubes?”), como reafirmación personal (“porque yo lo valgo”), o demostración de que uno tiene una rica vida interior y se plantea preguntas de hondo calado intelectual (“¿te gusta conducir?”).

Otros lo tienen claro y apelan sexo y/o al humor. Te enseñan un ejemplar lucido y de buen ver, del sexo que proceda, o te cuentan un chiste, que generalmente no tiene nada que ver con lo que intentan vender, y se quedan tan anchos. Tú te relames, o te ríes, olvidas inmediatamente lo que estaban anunciando pero recuerdas el anuncio. Supongo que a cualquiera de las cabezas pensantes que contratan una campaña de este tipo les subirá la tensión arterial cuando oyen por la calle comentarios del tipo “¿has visto el anuncio que van dos en coche, se quedan sin gasolina, y uno camina hasta una granja, y en vez de gasolina compra unos sobaos, y entonces…?” o “¿has visto el anuncio en el que sale una tía vestida de bailarina, pero en rosa y enseñando las tetas?” en lugar de decir, simplemente “¿has visto el nuevo anuncio del colacao?”. O quizá no les sube nada: el metabolismo de los ejecutivos de élite es algo tan misterioso como sus procesos mentales.

Y luego están los que lo tienen más claro todavía. Saben lo que tienen que hacer para estar en boca de todo el mundo, que es de lo que se trata (lo importante es que hablen, aunque sea bien): meter cizaña. Ahora se dice crear polémica, que queda más moderno, pero es algo más viejo que la orilla del río. Y no sé cómo funcionará el tema allende las fronteras, pero en este país el mecanismo va como un reloj. Sólo hay que tratar determinados temas con un poco de ironía y un mucho de sentido común para que inmediatamente salten un montón de aludidos y aludidas que consideran que el anuncio en cuestión atenta contra los principios fundamentales de la civilización occidental en general y de su gremio en particular, y montan un pifostio que multiplica por diez el impacto de la campaña. Con lo que los responsables de la misma esperan un plazo prudencial, para que el mensaje cale y la polémica se extienda, antes de comparecer, muy dignos y apenados, pidiendo disculpas y afirmando que no era su intención ofender a nadie, que por supuesto retirarán el anuncio, y que lamentan profundamente lo ocurrido. Todo mientras, naturalmente, están planificando ya la siguiente vuelta de tuerca, que provocará una polémica todavía mayor.

Hasta ahora, nada que objetar. Toda profesión tiene sus mercenarios, y lo único que cabe exigirles es que hagan bien su trabajo, sin consideraciones morales. Si venden lo que tienen que vender, pues olé sus cojones. Incluso aunque no lo vendan, siempre que el cliente que les ha contratado quede satisfecho.

Pero existe también una subespecie de publicistas que no tienen ni puta idea de hacer su trabajo, y, cuando el cliente viene diciendo "esto no es lo que habíamos hablado" acaban echándole siempre la culpa al empedrado. Si las ventas no han aumentado, la culpa se le puede echar al público, por su falta de sensibilidad, al botones porque pasaba por allí o al maestro armero. Nunca a la campaña, por Dios.

Me viene a la cabeza la campaña publicitaria que pide (no, mejor aún, exige) sacar tarjeta roja a los maltratadores de mujeres. La primera vez que la vi no supe bien lo que me querían vender. Después de varios visionados más, lo tuve claro: vendían buen rollito. Y ya lo veo venir: si las cifras de buen rollito no se disparan (o las cifras de mujeres tundidas no bajan, que viene a ser lo mismo) será que la sociedad es demasiado obtusa para captar el evidente mensaje, o pervierte sus valores, pero no de la estética del engendro (sobria, elegante, discreta), de sus ejecutantes (caras famosillas, de confianza, buena gente), ni siquiera de su guiño de complicidad con ese opio del pueblo que es el fútbol (esa afinidad entre la tolerancia cero para los maridos/novios/compañeros con la mano/navaja/garrote demasiado ligera y la tarjeta roja para los futbolistas demasiado ardorosos). No. La campaña es un producto de primera, bien concebido, mejor diseñado y ejecutado de manera brillante. Si el mensaje no cala, dirán sus perpetradores, será por la cantidad de cavernícolas que andan sueltos por el patio.

Aunque, bien pensado, los responsables de paridas semejantes son los verdaderos artistas de su oficio: capaces de prosperar y ganarse la vida sin hacer una sola campaña publicitaria no ya exitosa, sino siquiera decente. El único producto que saben vender bien es su trabajo. En realidad, poseen un enorme poder de convicción, la capacidad de embaucar a cualquiera. Solo que la emplean contra sus clientes, contra la gente que les afloja la pasta, en lugar de embaucar y estafar al público, que es para lo que se les contrata.

La mala noticia es que esas campañas chorras suelen estar pagadas por la cosa pública, con la plata de todos. La buena (buena según se mire, claro) es que todavía no se ha linchado públicamente a ningún publicista, por sinvergüenza, por gilipollas o por las dos cosas a la vez, así que debe ser que nos estamos volviendo más tolerantes. Que ya era hora.

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