miércoles, 19 de mayo de 2010

EL HOMBRE QUE NO VALÍA UN MILLÓN DE DÓLARES

Joseph Aaron Lieberman arrugó la nariz ante el olor que despedía la puerta abierta del vagón del metro. Sin embargo, después de un breve instante de vacilación se forzó a traspasar aquel umbral y se incorporó a la barahúnda de neoyorkinos que transitaban a aquellas horas en busca de Dios sabe qué. Eran las 6 y media de la mañana del 6 de Octubre de 1932, y Joseph se dirigía a su trabajo, como cada día, rodeado de toda la miseria que la ciudad era capaz de mostrar. El vagón olía a sudor y a vino barato, y Joseph destacaba en medio del aspecto desaliñado de la mayoría de sus ocupantes. Era un hombre menudo, bajo, y con unas gafas minúsculas que le daban el aire de un colegial despistado que se hubiera colado en las ropas de su padre. Su atuendo, excesivamente pulcro, no hacía nada por mitigar la sensación de irrealidad que transmitía el conjunto, aunque eso no parecía importarle. En cambio, no lograba acostumbrarse a las miradas desesperadas de todos los que lo identificaban, acertadamente, como uno de los pocos privilegiados con empleo.


Joseph vivía desde hacía mucho tiempo con la sensación incómoda de haber nacido en el tiempo y lugar equivocados. Concretamente desde la mañana de verano en que vio desde la ventana del metro un cartel en la pared mugrienta de la estación, prácticamente hecho jirones, apenas legible: “Usted vale un millón de dólares". Propaganda de alguna empresa, que posiblemente ya ni siquiera existía, exhortando a la gente a trabajar duro para hacer realidad el sueño de la riqueza y la vida fácil. Una burla cruel en aquellos tiempos en los que la gente dispuesta a trabajar duro se apiñaba en cualquier esquina, humillándose por unos pocos centavos, o formaba colas interminables ante cualquier ventanilla a la espera de algún miserable subsidio. “Usted vale un millón de dólares”. El mensaje le pareció tan evidentemente dirigido a él que sintió tentaciones de esconderse entre la multitud que abarrotaba el vagón, para escapar de los ojos acusadores de aquella figura de papel, de aquella cara que se burlaba de su fracaso. Joseph contempló su reflejo en el cristal y lo estudió con un interés impersonal, como si en lugar de examinar su propia figura estuviese ojeando la fotografía de algún desconocido. Tan sólo necesitó unos segundos para llegar a la conclusión de que él no valía un millón de dólares, y aquello lo acobardó más que cualquier otra cosa que le hubiera tocado vivir hasta entonces. Aquel mismo día, al llegar a casa, examinó su escaso guardarropa y se hizo el firme propósito de mejorar su aspecto. Desde entonces, impulsado por la constancia de un orgullo destrozado, se enfrentaba siempre al mundo parapetado tras una barrera de pulcritud y buenas maneras que era su única defensa contra la miseria.


Sin embargo, defenderse de la miseria era una tarea difícil en aquellos años en los que el mundo parecía un lugar a medio hacer. Camino del trabajo, Joseph pasaba cada día entre las obras de edificios paralizadas hacía ya tres años, y le era imposible no pensar en los esqueletos de alguna especie de monstruo que hubiera elegido Manhattan para morir ¿Acaso podía existir mejor lugar para eso? En su oficina, en la que trabajaba diez horas diarias por un sueldo miserable, Joseph se enfrentaba a diario con la miseria. En aquella oficina mugrienta la miseria adquiría un nombre y una cara. El señor Berkowitz, el señor Lowenstein, la señora Maier, el señor Fisher,…., todos acudían allí para conseguir algo más de tiempo, un poco más de dinero, algún atisbo de comprensión. Acudían allí, cada día con distintas caras y distintos nombres pero siempre con la misma historia, siempre con la misma expresión, con esa mirada vacía que te deja la vida cuando te zarandea hasta que el orgullo se marcha para no volver. Y siempre obtenían la misma respuesta. No hay más tiempo. No hay más dinero. No. No. La respuesta siempre era no, y siempre resonaba en los oídos de Joseph como un martillazo, el último clavo en la tapa de algún ataúd anónimo. El señor Abraham Stern, su jefe, se hacía inmensamente rico, y Joseph no podía evitar un leve estremecimiento cuando veía su figura encorvada paseando por la oficina como un buitre al acecho de su próxima víctima, pregonando a todo el mundo alguna de sus teorías. El señor Stern tenía teorías para todo. En los tiempos difíciles, solía decir, sólo los fuertes sobreviven, y únicamente los más fuertes prosperan. ¿Estaban ellos dispuestos a prosperar?, preguntaba a menudo a sus empleados antes de encargarles algún trabajo extra. Joseph nunca había podido saber con seguridad si él lo estaba, pero no se sentía con fuerza para comenzar a averiguarlo.


Hasta que un día cualquiera, de repente, encontró la respuesta a las voces que clamaban en el interior de su cabeza. Cansado de vivir huyendo de la certeza de que nunca valdría un millón de dólares, hastiado de esconderse tras una corbata demasiado usada y unas gafas de miope, decidió demostrarle al mundo que él, Joseph Aaron Lieberman, de Brooklyn, Nueva York, era fuerte, y era audaz, y estaba dispuesto a triunfar. Reunió sus escasos ahorros, y al comprobar que sólo alcanzaban 120 dólares y 35 centavos sintió una vaga punzada en algún lugar entre su pecho y su estómago, un deseo a duras penas controlable de comparar esa cifra con un millón de dólares y regodearse en lo ridículo del resultado. No lo hizo, y en lugar de eso salió a la calle armado con la determinación de saber que los problemas de toda una vida podían resolverse en un solo día cuando se es fuerte. Se compró un traje impecable en una tienda lujosa de Madison Avenue, se calzó unos zapatos tan inconcebiblemente suaves que tuvo que caminar varias manzanas mirando hacia abajo para asegurarse de que los llevaba puestos, y por último se regaló una cena en un restaurante con el que había soñado en silencio durante años. Después, cuando ya era noche cerrada, acudió a la tienda de su vecino, el viejo Isaac. Sabía que estaría abierta incluso a aquella hora, porque aquel usurero hubiera muerto antes de permitirse dejar pasar de largo la oportunidad de ganar un dólar. A Joseph tan sólo le quedaban 7 con 25 centavos, pero le bastaron para comprar un revólver viejo y sucio, chato, que lo miró con su único ojo negro e indiferente. El viejo Isaac le explicó que había pertenecido a un policía muerto en un tiroteo, y la viuda lo había empeñado cuando descubrió que la pensión no le llegaba para vivir. Joseph se preguntó si la mujer sabría que su marido el policía había valido un millón de dólares.


A la mañana siguiente, Joseph Aaron Lieberman, de 32 años, vecino de Brooklyn, Nueva York, entró en la oficina impecablemente vestido, con su traje nuevo, con sus zapatos. Con el aspecto de un hombre que sabe a dónde va. Colgó su abrigo y su sombrero en la percha, se dirigió al despacho de su jefe y sin mediar palabra sacó su revólver y le pegó seis tiros que resonaron en aquel pequeño espacio como cañonazos. En el espacio, mucho más pequeño, del interior de su cabeza, sonaron como martillazos, como cadenas que se rompían, como un millón de monedas de un dólar que caían desde diez pisos de altura. Recargó el revólver y salió tranquilamente al pasillo, donde ya se había organizado un tumulto considerable. Reconoció en una esquina al señor J.P. Walker, eminente banquero y socio del difunto Abraham Stern. Joseph levantó el brazo y disparó, y comprobó que J.P. Walker ya no valía un millón de dólares.


Supo que el tiempo se le acababa antes de verlos. Tres uniformes azules a su derecha, dos a la izquierda, en las escaleras. Voces. Amenazas. No hizo caso y levantó el arma. Joseph notó los impactos de las cinco balas del calibre 38 antes de oír los disparos, con una indiferencia que le sorprendió. No sintió dolor. Sólo una especie de abandono, y un cansancio infinito. Cayó al suelo, consciente de que era el final, pero sin que este hecho le importase lo más mínimo, como si fuese la vida de otro la que se estuviera apagando en ese momento. Notó que todavía tenía el revólver en la mano, y se aferró a él con todas las fuerzas que le quedaban. Tenía en la boca el sabor amargo de su propia sangre, y todo lo que podía ver era un techo sucio ante sus ojos. Los cerró y apretó el gatillo. Una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Hasta acabar las balas. Hasta el final. Quería que Nueva York se enterase de que él, Joseph Aaron Lieberman, valía 120 dólares con 35 centavos, y estaba dispuesto a gastar hasta el último de ellos. En el último instante, se preguntó qué diría el Times al día siguiente. ¿Qué se puede escribir en la necrológica de un hombre que sólo vale 120 dólares?


El último disparo todavía resonaba en el aire cuando Joseph se precipitó definitivamente en la oscuridad, en busca de un lugar donde los sueños no fueran tan caros.

1 comentario:

112 dijo...

Relato cargado de tragedia.Asfixia.
Me gusta el clima que recrea.No es mi estilo, pero está bien logrado.
Por lo que veo pasamos de la ironía y el sarcasmo a la tragedia mas cruda.¿hay más registros?