De un tiempo a esta parte estoy teniendo serias dudas acerca de algunos conceptos. No es nada preocupante, porque son cosas de andar por casa, poco trascendentes. Pero antes las tenía claras, y eso de que me anden moviendo las certezas me jode un poco.
Uno de los temas a los que estoy volviendo de manera recurrente en los últimos tiempos es el de los tíos que les resultan guapos a las mujeres. Fuente de sorpresa inagotable, este de los gustos femeninos.
Verán, a lo largo de mi vida he llegado a tener claras pocas cosas, pero una de las más importantes es que con las mujeres no se puede tener nada claro. Y menos cuando hablan de hombres. Ellas son así, férreas en su determinación de no seguir una lógica, volubles en sus afectos y sus tendencias, implacables en sus odios. Incomprensibles.
Así que, después de estar toda la vida pensando que ellas nos agrupaban en dos categorías, como nosotros a ellas (me la tiraría/no me la tiraría), y que la principal diferencia era que para nosotros ellas están casi siempre en la primera categoría y para ellas nosotros casi siempre en la segunda, hete aquí que no. Nada de eso, señores. Atribuirle a la especie Mujer Sapiens una simplificación de ese calibre sería casi ofensivo, seguramente ilegal, y, al paso que van las cosas, probablemente dentro de unos años sea inconstitucional. No. Ellas funcionan de otra manera.
Para empezar, ni siquiera nos clasifican en guapos y feos, qué va. Ellas gastan una variedad de adjetivos y perífrasis que no hay quién se aclare. Y la graduación es tan sutil, tan solapados los conceptos en algunas ocasiones, que determinar lo que quieren decir cuando dicen lo que dicen se convierte en una tarea detectivesca de primer orden.
Porque, vamos a ver, ¿cuántos de los aquí presentes podrían predecir con exactitud quién tiene más probabilidades de cepillarse a una señora: aquel que ella clasifica como “guapo”, otro etiquetado como “mono”, un tercero catalogado como “simpático”, o el último espécimen, al que ella alude como “atractivo”? Como hombres, supondremos que cuando dicen simpático están queriendo decir lo mismo que nosotros queremos decir cuando decimos simpática (es decir, fea como un pecado: es lo que dices cuando ibas borracho, no sabías lo que hacías y no pudiste evitar que te vieran con ella; o bien la necesidad apretaba mucho, bajaste el listón y, una vez vuelta la calma, tu ego exige alguna autojustificación para evitar el suicidio). Pero, de los demás términos, ni puta idea.
Si consideramos, además, que entran en juego sinónimos (majo, guay), superlativos (monísimo, buenísimo), modernismos (cool, in) y expresiones de significado incierto (tener morbo), el resultado es un galimatías que provoca que, a la hora de meter ficha, los hombres no acertemos a calcular hacia donde vamos, ni sepamos prever con antelación si al final del camino nos encontraremos los placeres del amor o una hostia como un piano.
Así que uno, astutamente, decide no ceñirse únicamente a la teoría, y apoyarse en un concienzudo estudio de campo, observando las reacciones de un grupo representativo de mujeres (pongamos n=1, que tampoco es cuestión de hacer excesos), tratando de descubrir una pauta, un signo, algo. Intentando arrojar un poco de luz sobre el tenebroso mundo de los gustos del mujerío en cuestiones de hombres.
Pues ni de coña. Acaba uno peor que al principio. Porque uno se da cuenta de que ellas no se aclaran. Que tan pronto se vuelven por la calle para mirar a un tipo que, en tu modesto entender, tiene una pinta de bujarra que tira de espaldas, como a un tipo con aspecto de comer piedras y look camionero años 70, camisa desabotonada y palillo en la boca incluidos. Que se cansan de pedir comprensión, empatía, sensibilidad, un hombre que sea capaz de escuchar, que las entienda (es decir, una mujer con pito), pero después comienzan a salivar en cuanto se echan a la cara un tío con buena carrocería (literal o metafóricamente).
Total, que todo esto ha provocado en el macho, en los últimos años, unos vaivenes estéticos de cierta consideración. Por un lado, los hay que se han decantado por potenciar su lado femenino, sin miedo a mostrarse débiles, vulnerables, amigos de sus amigas,… Otros han decidido apostar por la cosmética, compitiendo con ellas en suavidad de cutis, aroma, gasto en peluquería y depilación, etc. Un subgrupo ha pasado del tema, y van a su bola, como siempre han sido (es decir, que los que nacen guapos no hacen por afearse, y los que nacen feos no intentan embellecerse, en la creencia, ambos, de que la naturaleza es sabia, cuando tan sólo es injusta o, como mínimo, aleatoria). Y, por último, un sinfín de tribus urbanas han interpretado la variedad imperante como una licencia para lucir los atuendos más estrafalarios, dejar de lado la higiene más elemental o hacer bandera de sus rarezas (lo que sería útil si las mujeres estuvieran buscando mascota; la eficacia en el caso de las que busquen una relación romántica es más dudosa, pero hay gente para todo).
Así que nunca la oferta masculina había tenido tanta variedad: en cuanto al aspecto, en cuanto a la mentalidad, en cuanto a los valores, en cuanto a cualquier cosa que se nos ocurra, las mujeres nunca habían tenido tantas oportunidades de elegir su modelo de hombre ideal, dentro de las limitaciones del diseño original, claro está: quede claro que estamos hablando de simples mejoras estéticas, que no afectan a las diferencias esenciales entre ambas especies….entre ambos sexos, quiero decir.
Pero, después de todo esto, ¿qué nos encontramos? Pues que les siguen poniendo los tíos que les han puesto toda la vida: hombres con aspecto de hombres, voz grave, barba, ademanes masculinos. Que animalotes como Gerard Butler, Russel Crowe, Hugh Jackman, Eric Bana y gente así, masculina hasta la nausea , con aire canalla y pinta de salir de farra hasta que se les caiga el hígado a trocitos o hasta que se les convierta en paté (lo que pase antes) son el modelo ideal que el 99 % de la población femenina elegirían para darse un homenaje. Que todas tienen un gran número de amigos con los que hablar de cremas, peinados, estilistas, depilaciones y demás torturas cosméticas, pero que, a la hora de la verdad, los que las ponen tiernas son los que tienen pinta de limpiarse con las cortinas al acabar. Y que un gran número de hombres, habiendo sacrificado su dignidad y su aspecto en aras de un supuesto incremento de sus posibilidades de apareamiento, se encuentran ahora con que no sólo éstas no han aumentado, sino que van por la vida con unas pintas a medio camino entre un dibujo manga y una niña el día de su primera comunión.
Conclusión: más vale no comerse demasiado la cabeza buscando la piedra filosofal que nos haga más atractivos (cabe consolarse pensando que los feos cumplimos una gran labor social: hacemos destacar a los guapos, por comparación, cosa que, por cierto, ellos nunca nos agradecen). Rebelarse contra la naturaleza y la genética de cada uno es, por una lado, inútil; por otro, una muestra de desagradecimiento al legado de nuestros padres; y, sobre todo, una lamentable pérdida de tiempo, dinero y respeto por uno mismo.
Y es que, gracias a Dios, todos tenemos nuestra cuota de mercado. Porque, al final, ellas tienen el mismo criterio que nosotros: me lo tiraría/no me lo tiraría. Sólo que les gusta dar más rodeos.
El Rey Imprudente – Geoffrey Parker
Hace 3 días
1 comentario:
El orden sería:atractivo-guapo masculino- simpatico y por ultimo, ultimo: mono (obviamente).
No veo yo que sea tan difícil, ésto lo sabe cualquiera.
Otra cosa es que despues el mercado da para lo que da.
Yo, sin ir mas lejos, tengo a Russel Crowe todos los dias y no voy buscando nada más.
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