Érase una vez un planeta llamado Tierra habitado por unos seres insignificantes que se aburrían a muerte. Esto los llevó a mirar al cielo, en noches despejadas, y se dieron cuenta de que había unos puntitos de luz muy graciosos, distribuidos más o menos al azar, a los que llamaron estrellas. La gente que más se aburría se dedicó a pensar en ello, y supusieron que las estrellas estaban fijas en algún tipo de cascarón esférico, en cuyo centro estaba, como no, la Tierra. De hecho, el modelo suponía un conjunto de esferas concéntricas, conteniendo cada una planetas, estrellas y demás cuerpos celestiales. Nadie se preguntaba por qué el cielo nocturno era oscuro (al parecer no se aburrían lo bastante).
Pero a partir del siglo XVI, más o menos, la cosa cambió, y alguna gente pensó que aquello no le parecía lógico. El modelo, la concepción del universo, cambió de ser una esfera (de radio muy grande, pero finito) con la Tierra en su centro, a tener como centro el Sol, y la Tierra como un planeta más girando a su alrededor. A la vez, comenzaron a aumentar las especulaciones sobre la infinitud del universo. Aunque al principio hubo gente poco abierta a semejante concepto (hay que entenderlos: infinito es algo muy grande, y no todas las cabezas están preparadas para aceptar algo así), la cosa fue prosperando.
Y así, con el modelo heliocéntrico más o menos aceptado, pero el tema de la infinitud todavía sin cuajar, llegamos al siglo XVII, cuando un tal Isacc Newton, de profesión sus cálculos, publicó un librito titulado Principia Mathematica en el que exponía las fórmulas y principios que explicaban el movimiento de los planetas, satélites, cometas y objetos que nos rodeaban,… el funcionamiento del universo, en fin. La teoría hacía predicciones fácilmente comprobables, como eclipses, periodos de cometas como el Halley y cosas así, que cuando se comprobaron la dotaron de un aura de credibilidad prácticamente impecable.
Pero había alguien que, por lo visto, se aburría todavía más que Sir Isaac. Nada menos que un reverendo inglés, que no teniendo bastante con pastorear las almas de sus fieles decidió que sería entretenido tocarle un poco los huevos al señor Newton, y le planteó una paradoja presente en su explicación del universo: si el universo era finito, en virtud de la ley de Gravitación Universal expuesta por Newton (todas las masas se atraen), las fuerzas gravitatorias atraerían los cuerpos celestes unos a otros hasta que colisionaran, formando una sola masa en el centro mismo del universo.
Como buen científico, Newton salió por la tangente, y resolvió el tema diciendo que el universo, puesto que no podía ser finito, era infinito (Perogrullo aplaudía desde su tumba). Y, además, que la materia estaba distribuida de forma tan absolutamente uniforme que cada cuerpo celeste estaría sometido a fuerzas atractivas iguales en todas las direcciones, de forma que se anularían y el universo permanecería estático. Con dos cojones.
De lo que no pareció darse cuenta Sir Isaac, por muy caballero que fuera, es de que su solución generaba una nueva paradoja: si el universo era infinito, poblado de infinitas estrellas, la luz que llegaría a la Tierra cada noche sería también infinita, con lo cual las noches no serían oscuras. Y como gente tocahuevos es lo que siempre ha sobrado, en cualquier época y rama del saber, rápidamente surgieron voces haciendo notar el detalle.
Uno de ellos fue el astrónomo Edmond Halley, que fue el primero en demostrar matemáticamente que en un universo infinito la luz que llegaría a la Tierra sería infinita. Pero luego le debió dar como cosa hacerle ese feo a su ídolo (dejaba a Newton un poco en mal lugar) y decidió que las noches eran oscuras debido a que la luz se comportaba de una manera caprichosa cuando recorría distancias largas, y que cuanto más se alejaba de su fuente emisora más despacio iba. Lo cual le pareció una chorrada incluso a sus contemporáneos.
Pero el ejemplo triunfó, la gente vio que había barra libre para decir lo primero que se les ocurriera y pronto surgió otro iluminado, Philippe de Cheseaux, suizo por más señas, que en lugar de dedicarse a fabricar queso o chocolate decidió que se inventaba una sustancia invisible, sin masa y sin nada (es decir, una sustancia insustancial) a la que llamó éter, que se encontraba por todo el universo y absorbía la luz emitida por las estrellas, con lo cual, lógicamente, ésta no llegaba a la Tierra en cantidad suficiente para que las noches fueran claras. Ole y ole la imaginación suiza.
La cosa no acabó ahí, porque a Cheseaux no le hicieron ni puto caso, pero poco después apareció en escena un astrónomo alemán llamado Heinrich Olbers, que vino a decir lo mismo que el suizo pero, vaya usted a saber por qué, a este sí le hicieron caso. De hecho, este intríngulis de por qué las noches en un universo infinito no son infinitamente luminosas se conoce como paradoja de Olbers, a pesar de que este no planteaba nuevas explicaciones, y se apuntó también a la solución del éter (ya se sabe que la imaginación no es el punto fuerte de los alemanes).
Desgraciadamente para Olbers y todos los anteriores, durante el siglo XIX a los físicos les dio por desarrollar, entre otras cosas, la termodinámica, una de cuyas consecuencias fue demostrar que cualquier materia (éter incluido) que absorbiera luz acabaría alcanzando un equilibrio termodinámico en el que emitiría radiación, en alguna longitud de onda. Es decir, que si el éter estaba distribuido uniformemente por todo el universo, absorbiendo luz sin parar, también debería emitir radiación. Una radiación que no se detectaba por ninguna parte. Por lo tanto, termodinámica 1- éter 0.
Puestas las así las cosas, la gente que se aburría siguió intentando explicar la paradoja inventándose teorías que no fueran demasiado delirantes, y empezó a cobrar popularidad (sólo entre este tipo de gente, claro; no se vayan a pensar que en aquella época estos temas provocaban debates en los bares como ahora) la idea de un universo finito formando una estructura llamada Galaxia que con un movimiento de rotación compensaría las fuerzas de atracción gravitatorias, impidiendo que toda la materia del universo colapsara. Además, la Galaxia sería aplanada, conteniendo toda la materia (es decir, todas las estrellas) en el mismo plano, lo que podría explicar que las noches fueran oscuras, porque eso supondría que las fuentes de luz no estaban distribuidas uniformemente. Bueno, aquello se aceptó, más o menos. Supongo que la gente empezaba a estar un poco cansada de marear la perdiz y hubieran aceptado pulpo como animal de compañía.
Y fue entonces cuando entró en escena nuestro héroe. ¿Un físico? ¿Un astrónomo? ¿Algún genio multidisciplinar? Nada de eso. Un escritor borrachuzo, putero, incestuoso y pendenciero llamado Edgar Allan Poe. Por lo visto, en el escaso tiempo libre que le dejaban las tajadas que solía pillar en busca de la inspiración, a Poe le dio por pensar en el tema, y escribió una obra en la que elucubraba entre otras cosas sobre la paradoja que tan entretenidas había tenido durante más de dos siglos a tantas mentes brillantes. En esta obra, titulada Eureka, Poe proponía una solución para el tema: que el universo era infinito, pero la velocidad de la luz no, y que la luz emitida por las estrellas más lejanas todavía no había llegado hasta nosotros. Una solución brillante.
Como es natural, nadie le hizo ni puto caso. Poe no era nadie para hablar de esas cosas, y además, su solución planteaba un nuevo problema (otro) que añadir a los anteriores: implicaba que el universo no era eterno. Si el universo hubiera existido desde siempre, la luz hubiera tenido tiempo para llegar a la Tierra incluso desde las estrellas más lejanas (aún situadas en el infinito: la luz habría tenido un tiempo infinito para llegar a nosotros). Como esto era lo que le faltaba a los físicos, astrónomos y demás gente de esa calaña, decidieron obviar la teoría, no fuera a ser que alguien les pidiera alguna explicación.
Sin embargo, a partir de ahí, todas la investigaciones fueron corroborando la idea expuesta por Poe. Se demostró, efectivamente, que la velocidad de la luz no era infinita, que las estrellas y las galaxias se alejaban unas de otras, como si hubiera habido una fuerza o una explosión que, en un principio, las hubiese impulsado, y ese impulso no hubiera cesado todavía. Lo que llevó a un sacerdote belga (otro sacerdote: se ve que lo de pastorear almas no da para entretenerse demasiado) Georges Henri Lemaître, a pensar hacia atrás y concluir que el principio del universo había sido una gran explosión. Otro físico, Gamow, le dio forma a la cosa y planteó 20 años después la teoría del universo en expansión a partir de una singularidad primigenia (lo que dicho en cristiano quiere decir que toda la materia del universo estaba condensada en un solo punto, explotó y los trocitos todavía están alejándose). Que es más o menos la teoría que está en vigor actualmente, aceptada por todos y avalada por las innumerables observaciones y experimentos realizados.
Como nota bizarra, cabe reseñar que la teoría, Big Bang para los amigos, recibió ese nombre de manos de un astrónomo británico firmemente empeñado en desacreditarla. Se llamaba Fred Hoyle, la idea no le convencía en absoluto (él era partidario de un universo estacionario) y la llamó Big Bang por joder (ese nombre viene a ser como si algún tipo al que Newton no le cayera demasiado bien hubiera denominado a la Ley de la Gravitación Universal, por ejemplo, la Ley-de-los-Planetas-Borrachos-que-no-hacen-otra-cosa-que-chocar-entre-sí, lo cual, claro está, le hubiera restado seriedad al asunto). Así que el amigo Hoyle sacó pecho, dijo en voz alta que lo de la explosión era una gilipollada como un piano, y unos años después se encontró con que no solo las observaciones demostraban la teoría de manera irrefutable sino que ésta se popularizaba con el nombre que él le había dado. Y no tuvo más remedio que llorar como un niño lo que no había sabido defender como astrónomo.
De todas formas, el episodio de Poe es algo a lo que los científicos no suelen darle, comprensiblemente, mucha publicidad. Como tampoco hacen hincapié en el hecho de que la teoría va sólo hasta el instante 0 sin poder explicar qué demonios había antes de la explosión. Así que supongo que tendremos que esperar a que otro escritor borrachín tenga una noche inspirada y plantee una solución.
Ah, no me digan que la ciencia no es apasionante.
3 comentarios:
De hecho la teoría no llega al instante cero, porque antes de eso las teorías actuales dejan de tener validez.
Y, hombre, a Poe no se le hizo caso porque, bueno, nadie le hizo caso a Eureka. Años después la cosa parece más sencilla de lo que era, que lo del éter no se abandonó hasta el experimento de Michelson y Morley y las teorías de Einstein.
Bueno, no llegan al T-0, pero se aproximan bastante.
A toro pasado hay muchas teorías (casi todas) que parecen estúpidas. Sólo trataba de contarlo de manera más o menos chistosa, pero no es nada personal contra los físicos.
Por cierto, siento lo de tu 5%. Ánimo.
Lo divertido de los números es que permiten hacer tantas subdivisiones entre el segundo cero y el uno como a partir de ahí, es una cuestión de escala.
O sea, que entre el cero y el casi cero hay muchísisisisisísimo. Jiji.
Y ya sé que no es nada personal, está muy bien expuesto.
PS: Voy a sacar mi 5% de los pistachos. Gracias al gobierno el año que viene estaré más bueno.
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