Lo conocí cuando ambos estudiábamos en la universidad, aunque hicimos carreras distintas. Él era unos años mayor que yo. Era también todo lo que yo nunca he sido: popular, dinámico, interesante y seguro de sí mismo. Uno de esos tipos que al entrar en un sitio hace que todas las cabezas (sobre todo las femeninas) se vuelvan hacia él. Pero, por alguna razón que nunca he acertado a entender, congeniamos. O quizá es que me adoptó como una especie de mascota, el chico tímido y torpe que a todo el mundo le da pena. El caso es que nos hicimos amigos. Y cuando empezamos a hablar, descubrimos una cosa curiosa: nuestras diferencias nos unían mucho más que nuestras semejanzas.
Teníamos cosas en común, desde luego. A ambos nos gustaba mucho el baloncesto, y supongo que por ahí fue por donde empezamos a conocernos. También nos gustaba el cine, y la música. Y ambos teníamos una facilidad para la ironía un poco por encima de la media (aunque él no tenía reparos en manifestarla, y yo me callaba todas las tonterías irónicas que se me ocurrían). Y… punto. A partir de ahí, todo eran diferencias.
Sin embargo, de alguna manera, nuestras diferencias resultaron ser complementarias. A él le gustaba hablar conmigo, y yo adoraba escucharle. Creo que, en aquella época, más que un amigo era para mí un ídolo, una referencia, alguien al que parecerme. Alguien de quien aprender.
Una de sus pasiones, aparte del baloncesto, era (es) la fotografía. Concretamente, la fotografía de insectos (le chiflan los escarabajos; cada uno tiene sus rarezas), aunque tampoco le hace ascos a cualquier otro tema que en un momento dado le brinde una imagen sugerente o espectacular. Y tiene un talento impresionante. Algunas de sus fotos son, sencillamente, indescriptibles. Siempre he pensado que podría haberse dedicado profesionalmente a la fotografía, pero nunca se decidió a dar el paso. Ha hecho algunas exposiciones, con bastante éxito, pero prefiere mantenerlo como una afición, simplemente. En mi opinión, es mucho más que eso: es una pasión, un vicio, su única forma de ver la vida. Porque cuando no tiene una cámara en la mano siempre parece angustiado, temeroso de que se le presente una de esas imágenes que duran sólo un segundo (y que generalmente sólo él puede ver) y no pueda plasmarla para siempre en papel. Pero, en fin, cada uno gestiona sus pasiones como quiere, o como puede, y él ha optado por seguir haciéndolo como siempre: cargando con su cámara en los ratos libres, sobre todo en excursiones al monte (le encanta la montaña) y disparando aquí y allá para luego pasarse horas y horas en el laboratorio, revelando los carretes, comprobando los resultados. Yo le acompañé en algunos de aquellos ratos de laboratorio. Me encantaba el ritual del revelado, el tranquilo proceso de la impresión, el peregrinar del papel de cubeta en cubeta hasta ese instante mágico en el que una imagen aparece de la nada. Y me encantaba ver cómo lo hacía él, porque en esos momentos siempre tuve la impresión de estar viendo a un genio en acción. Aunque luego, por joder, le dijera que más que un fotógrafo era un encantador de escarabajos (un mal chiste, relacionado con una película que vimos juntos y nos gustó a ambos).
Aquellos ratos de laboratorio, mitad a oscuras (y cuando digo a oscuras quiero decir sumergidos en la negrura más absoluta) y mitad bañados por la luz roja que aún hoy tengo asociada a su recuerdo, nos dieron para muchas confidencias. Algunas más profundas que otras (todo lo profundas, en cualquier caso, que pueden ser las confidencias a los 18 o 20 años). Y también nos dieron para conocernos. Teníamos tiempo, teníamos sueños, y disfrutábamos estando juntos. Porque juntos nos reímos mucho, y es el único amigo con el que he llorado sin que me importara que me viera hacerlo (a cambio, creo que soy la única persona a la que permite tocar su tesoro: una cámara Leyka del año la pipa que tiene en el lugar de honor del salón de su casa). No sé si alguna vez llegó a saber cuánto lo admiraba.
Pero si tengo algún pecado que haya de condenarme, ese es la pereza. Y la pereza hizo que perdiéramos el contacto. Él acabó su carrera, yo la mía, y nos fuimos a buscarnos la vida, cada cual por su camino. Esto pasó una época en la que los teléfonos móviles no eran algo tan corriente como ahora, pero no fue esa la causa de que no supiéramos nada uno del otro durante varios años. Por su parte, él tuvo una excusa: extravió la pequeña agenda en la que tenía apuntadas todas las direcciones y números de teléfono. Por mi parte, a falta de excusas, yo tenía mi naturaleza perezosa. Ya saben, esa que hace que vayas dejando pasar los días, las semanas, los meses, sin encontrar nunca el momento para una llamada o una carta. Hasta que llega el momento en el que empiezas a dudar de si tendrá sentido llamar, después de tanta ausencia, después de tanto tiempo.
Afortunadamente, él lo solucionó. En una mudanza, organizando trastos en casa de sus padres, localizó mi número de teléfono (es decir, el número de teléfono de mis padres, porque yo ya no vivía en casa), y no dudó en llamar. Ya les digo que es muy distinto a mí. Mis padres le dieron mi número de móvil, y me llamó. Unos ocho o nueve años después de haber hablado por última vez. Y, aunque sé que suena a tópico, fue como si hubiéramos estado hablando el día anterior. Una sensación extraña, sin duda, pero muy agradable. Era un miércoles por la noche. Mi mujer (que por aquel entonces todavía no lo era) y yo acabábamos de cenar. Recuerdo incluso que ella me acercó el móvil desde el salón, y el lugar exacto del pasillo en el que contesté la llamada de aquel número desconocido. También la primera palabra que escuché de su boca después de ocho o nueve años (repollo; siempre me ha llamado así, porque sabe lo mucho que me jode). No sé muy bien por qué recuerdo todos esos detalles. Quizá porque en aquel momento sentí que algo encajaba de nuevo en mi vida.
Desde entonces, nos vemos de vez en cuando. No muy a menudo, desde luego. Ni siquiera nos llamamos con demasiada frecuencia, pero mantenemos el contacto. Ha estado en mi casa, estuvo en mi boda, conoce a mi mujer y a mis hijos, y se lleva bien con ellos. Cada vez que viene a visitarnos, prefiere comer en casa a salir por ahí, y le encanta contarle a mi mujer alguna de las muchas anécdotas de nuestros años de estudiantes descerebrados que sabe que me avergüenzan (detalles como este son los que hacen que mi mujer le adore, hasta un punto en el que si yo fuera celoso empezaría a preocuparme). Y cada vez que vamos a visitarlo a Pucela nos organiza una sesión de diapositivas con las fotografías que sigue haciendo en sus excursiones. Algunas de sus fotos siguen impresionándome. O quizá es él el que sigue (siempre seguirá) impresionándome. Ahora le toca rendir visita a León, pero se ha echado novia, y su agenda se ha complicado un poco (supongo que habrá que perdonárselo, aunque esa chica me está empezando a caer fatal), así que su visita lleva aplazándose ya mucho tiempo.
Como últimamente lo tenía un poco abandonado, ayer lo llamé. Hacía meses que no hablábamos, pero cuando descolgó (hombre, repollo, qué tal), volvió a ser como si hubiéramos estado hablando cinco minutos antes. Y, como siempre, me puso contento hablar con él de nuevo. Y comprobar que todo va bien. Que es feliz, y que se alegra de que yo lo sea, como yo me alegro por él. Sigue siendo alguien a quien admiro, alguien en quien mirarme en muchos aspectos. Sigue siendo mi amigo.
Cada vez nos vemos menos, y lo lamento. Aunque puede que la nuestra sea una de esas amistades raras, lentas y duraderas, que se alimentan tanto de silencio como de palabras, tanto de gestos como de ausencias. Una de esas relaciones en las que basta pensar en el otro, y saber que existe, para sentir que el mundo es un lugar un poquito menos feo.
En cualquier caso, espero que no tengan que pasar de nuevo varios meses para volver a hablar con él. Claro que también espero que se decida a revelar de una puta vez las fotos que hizo en mi boda (va para seis años), y ya ven.
En cualquier caso, como sé que no leerá nunca este blog, voy a atreverme a poner por escrito lo que creo que nunca le he dicho a la cara: que lo quiero mucho, y que me siento orgulloso de poder considerarme amigo suyo.
Un abrazo, encantador de escarabajos.
8 comentarios:
Que historia tan bonita y que bien contada.
Jo, qué chulo...
¿Y porqué no le dices que lea el blog?
Esas amistades que resisten el tiempo, la distancia y LA PEREZA... esas son las amistades buenas.
Es muy curioso que, mientras que en la literatura está muy explorada la amistad entre mujeres, apenas hay retratos profundos de la amistad entre hombres. Quizá porque a los hombres nos da mucho pudor manifestar nuestro afecto por nuestros amigos.
Eso es una cosa que a las chicas no les pasa tanto.
Seguro que a él le reconforta saber que siempre estás ahí. Seguro que cree que el mejor "añadido" que le pueden poner a ser tu amigo es que le llamen "fotógrafo". Seguro que su novia es un encanto. Seguro que te hará las fotos de boda. Y por supuesto: seguro que Jordan ha sido siempre más espectacular que Magic, pero nunca mejor.
Bonita historia. Espero que siga siempre estando ahí.
Estoy de acuerdo con anónimo en todo.
Seguro que su novia es un encanto.Verás cómo te cae bien cuando la conozcas:¡no puede ser de otra forma!.
Lo de las fotos de la boda seria un detalle...¡6 años!?. A eso le llamo yo PEREZA.
Gonzalo, Doctora, me alegra que os guste.
Pseudosocióloga, me parece muy raro decirle a alguien conocido: "hola, tengo un blog, léeme". Me da cosa. En el fondo, soy muy tímido.
Speedy, no sé si son las buenas, pero parecen ser las únicas que encajan conmigo. Sobre todo las que resisten la pereza.
Paco (bienvenido), no lo había pensado, pero eso puede ser tanto porque nos da pudor (para eso somos hombres) como porque a la que manifiestas esas cosas sale algún freudiano buscando connotaciones raras. En cualquier caso, es duro ser hombre. Y me temo que peor que se va a poner, al paso que vamos.
Anónimo, si eres quien creo que eres... ¡valiente cabrito, no decirme nada antes! Aunque, ahora que lo pienso, es imposible: él nunca reconocería que Magic estaba a la altura de MJ (sin mediar tortura, al menos).
En cualquier caso, un abrazo (porque nunca se sabe, y a lo mejor eres él, después de todo).
112, no me cabe duda de que su novia será un encanto, y además me alegraré un montón de que así sea. Pero considerando que estuvimos 8 o 9 años sin hablar, 6 años de retraso con unas fotos es un poquito de desidia, como mucho.
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