jueves, 7 de octubre de 2010

TODA LA VIDA ES SUEÑO

Es una tarde lluviosa. Salimos del colegio entre una aglomeración de paraguas, pisando charcos y con los abrigos a medio abotonar. Con la alegre inconsciencia de los doce años, cuando todo lo que necesitas para ser feliz es el final de las clases.

Es un día feo. Gris, oscuro y frío. Hoy no toca el habitual e improvisado partido de fútbol en el patio, con las carteras haciendo las veces de porterías. Así que mis hermanos y yo nos vamos a casa sin entretenernos demasiado. En parte porque llueve, y en parte porque sabemos lo que nos espera allí.

Y lo que nos espera es nuestra madre. Como siempre, habrá puesto las zapatillas a calentar, cerca de la vieja cocina de carbón. Pocas cosas pueden compararse a la gloriosa sensación de calzarse unas zapatillas calientes cuando llegas a casa con los pies empapados. Mamá nos frotará la cabeza (inevitablemente mojada, pese a los paraguas) con una toalla y nos ofrecerá el calzado seco y cálido, que es lo más acogedor que he conocido en mi vida. Si hay suerte, habrá puesto unas manzanas en el horno, con mucha azúcar, y las merendaremos mientras le contamos cómo nos ha ido el día. Como siempre, mis hermanos se extenderán mucho más, aunque no tengan gran cosa que contar. En cambio, yo seré parco en palabras, a pesar de que ha sido un buen día: Doña Charo ha dado las notas del examen de naturales, y he sacado un diez. Además, me ha sonreído, y esa sonrisa me ha puesto contento. Todo eso se lo resumiré a mi madre con un escueto “bien” cuando me pregunte, pero ella me conoce, y sabe cuándo mis monosílabos reflejan realmente un buen día, o cuando, por el contrario, esconden algo que preferiría olvidar. Al fin y al cabo, es mi madre.

Después de merendar, hacemos los deberes, los tres, en la cocina. Es la habitación más caliente de la casa, y siempre los hacemos allí, mientras mi madre trastea ya con los preparativos para la cena. Mis hermanos prefieren jugar un rato antes de ponerse con ellos, pero a mí me viene mejor hacerlos en seguida, porque luego quiero ver un rato la tele. No tenemos muchos deberes. En la casa flota un olor agradable, a manzanas asadas, a ropa seca. Yo todavía no lo sé, pero es el olor que toda mi vida identificaré con mi hogar.

Mi padre llega pronto, y cenamos sin novedad. Un rato más de tele (poquito, porque mañana hay que madrugar) y nos vamos a la cama. Mis hermanos se duermen en el acto, como todas las noches. Yo tardo siempre un poco más. Me cuesta conciliar el sueño, pero, una vez que lo cojo, duermo como un tronco.

Sin embargo, esta noche es distinto. Porque siento que alguien me toca en el hombro. Abro los ojos y veo a una señora mayor. Bueno, en realidad puede que no sea mayor que mi madre. Seguramente no llega a los cuarenta años, pero, recuerden, yo tengo sólo doce. A esa edad, cualquiera que pase de veinticinco es casi un anciano. Excepto mamá, claro. El caso es que me intriga esta visita, y me fijo en ella. Es rubia, con el pelo corto, y con unos ojos azules increíbles. Los ojos más azules que he visto nunca. Parece conocerme bien, aunque no dice nada. Sólo me mira.

Y entonces, sin saber muy bien por qué, lo entiendo todo. Estoy viendo a mi mujer. A la mujer que será mi esposa dentro de veinte años. Y todo comienza a dar vueltas a mi alrededor. Mi habitación no es mi habitación. Mi cama ya no es la cama de un niño, sino una mucho más grande, y no tiene colcha, sino una especie de saco de plumas (que nunca antes había visto y, sin embargo, de alguna manera, sé que es un edredón nórdico). Y a mi alrededor no está la ropa que me pondré para ir al colegio al día siguiente, ni los cuatro cuadros que representan las estaciones, ni la estantería en la que se apilan mis libros y los comics. En su lugar, puedo ver una cómoda que me resulta familiar, aunque nunca la haya visto, y unos cuadros absurdos que no representan nada (sólo son manchas de colores), y que no me gustan, a pesar de que yo mismo los elegiré, dentro de mucho tiempo. Mi mujer, la señora extraña, sigue mirándome, en silencio, y yo comprendo que todo era un sueño. Que hace muchos años que mi madre dejó de esperarme a la puerta de casa con unas zapatillas calientes y una toalla, en medio del apacible olor a manzanas asadas. Que hace ya mucho tiempo que Doña Charo no me pone dieces en los exámenes de naturales ni me sonríe. Que ya soy adulto, y que hace mucho que todas esas cosas que pertenecían a mi infancia quedaron atrás.

Mi mujer me acaricia el pelo, y me tranquiliza. Sólo era una pesadilla, me dice. Vuelve a dormir. Quiero explicarle que no era una pesadilla, pero la revelación de haber crecido de golpe me ha dejado sin fuerzas para hablar. Sin fuerzas y sin ganas. Además, ¿cómo podría explicar la sensación de haber recuperado la infancia por unos instantes para perderla de nuevo, justo después de haber vuelto a tocar con la punta de los dedos aquellos años? Así que le hago caso, y vuelvo a dormirme.

Y entonces, de repente, suena el despertador. Pero no es un despertador cualquiera. Ni siquiera es mi despertador. Es mi madre, despertándome como hacía hace veinte años. ¿O me estoy imaginando, dentro de veinte años, soñando con que mi madre me despierta? No puedo estar seguro, y eso se refleja en mi cara. Mi madre lo ve, porque entonces su expresión se vuelve triste. Sombría. Se convierte en la expresión de una madre que sabe que dentro de unos años (que serán siempre demasiado escasos, y demasiado breves; es tan rápido el tiempo, tan ajeno a las penas de las madres…) tendrá que dejar irse lejos a ese hijo al que ahora sacude amorosamente para despertarlo. O se convierte, acaso, en la expresión de una madre que sabe que ya sólo existe en los sueños deslavazados del hijo que hace mucho tiempo que se fue de casa. En cualquier caso, se aleja un poco de mí, retrocediendo hasta la puerta de la habitación. Y todo se vuelve oscuro, una vez más…

…sólo que ahora sé que estoy despierto. Rodeado por la oscuridad absoluta, por un silencio espeso que se compone de ruidos imperceptibles de puro familiares. Sé que estoy despierto, pero no sé quién soy. Ahora mismo, no podría decir si soy un niño de doce años que ha soñado con su futuro (era todo tan real…) o un hombre de casi cuarenta que ha soñado con el niño que una vez fue. Y lo peor de todo es que no quiero saberlo. No puedo.

Porque no soy capaz de decidirme por ninguna de las dos opciones. Porque sé que cualquiera que sea la que escoja, o la que me escoja a mí, me va a doler. Así que me quedo quieto, respirando despacio, a oscuras, sin mover ni un músculo. No sé. No quiero saber.

Al final, la luz sucia del amanecer acaba por solucionarlo todo, filtrándose por las rendijas de las persianas como una visita a la que nadie ha invitado. Y siento algo muy parecido a la tristeza. Aunque tal vez sólo sea nostalgia.

Porque, a pesar de que echaré siempre de menos a ese niño, y esa sensación de tener unas zapatillas esperándome en casa los días de lluvia, sé que, de alguna manera, eso nunca se acabará.

Esas sensaciones siguen aquí, conmigo.

Esas sensaciones me han hecho así. En cierto modo, yo soy esas sensaciones.
Salvo, claro está, que todo haya sido (o esté siendo) un sueño.
Incluido yo.

10 comentarios:

Doctora Anchoa dijo...

¡Cazurro! ¡Novela ya!. En serio, muy bueno.

pseudosocióloga dijo...

Está visto que hoy me toca llorar sí o sí.

112 dijo...

Y esa sensacion se repite de generación en generación:el hogar conocido y el creado; las madres y los hijos.
Ah! la nostalgia o la morriña...
Me ha gustado mucho.

Anniehall dijo...

Me ha encantado. Mira que mis tardes lluviosas no se parecían en nada a la tuya y sin embargo se parecían mucho.

Cazurro dijo...

Doctora, si escribiera una novela, nunca sabrías si es mía (porque no creo que la editorial me deje usar Cazurro como pseudónimo). Y si te dijera mi verdadero nombre tendría que matarte después... (después de que la hubieras comprado, quiero decir; que los royalties son los royalties).


Pseudosocióloga, no llores, por favor. Aparte de que no es para tanto, piensa que cada vez que una mujer llora, un fabricante de klínex se hace un poco más rico. Y no soporto a los fabricantes de klínex...
Además de hacerme sentir culpable, y eso...

112, en el fondo, todos conocemos esa sensación. Lo malo es que cuando llueve se agudiza mucho. A veces, demasiado.


Annie, todas las tardes lluviosas, aunque no sean iguales, dejan una sensación parecida.
Pero menos mal que tú no has llorado.


Gracias a todas. Me alegra que os guste lo que escribo.

Doctora Anchoa dijo...

¡Por lo menos podrías dejármela leer antes! Además no sé por qué, pero no te imagino asesinando jovencitas (¡ejem!) por ahí.

uno de zamora dijo...

muy bueno. Aunque seguro que de niño eras muy majo, me alegro de poder leer al adulto.

Cazurro dijo...

Doctora, lo de las jovencitas (?)todavía no se ha dado, pero teniendo en cuenta que se acercan los 40 (esa época en la que a los hombres nos da por hacer cosas raras) yo no lo descartaría.

Zamorano, gracias. De niño era un poco repelente, me temo. Igual que ahora. Pero he aprendido a disimular, y se me nota menos.

Salamandra dijo...

Precioso
Tu blog me está encantando. Te sigo

Cazurro dijo...

Salamandra, muchas gracias, y bienvenida. Estás en tu casa.