En el siglo XII, Bernardo de Chartres, un filósofo francés, dijo con modestia que era “como un enano a los hombros de un gigante”. Es decir, que el mérito de sus pensamientos no era exclusivamente suyo, y todos aquellos que lo precedieron habían colaborado en sus logros. En la misma línea se pronunció Sir Isaac Newton cinco siglos más tarde, restándose importancia: “Si he visto más lejos ha sido porque estaba sobre los hombros de gigantes”. Hoy, la sentencia “sobre hombros de gigantes” es un lugar común a la hora de referirse al carácter acumulativo de la ciencia, al hecho de que las investigaciones no parten de cero, sino del punto en el que lo dejó el anterior intento.
Sin embargo, la ciencia no sólo es acumulativa. También tiene cierto carácter cooperativo. En ocasiones, los pensadores, científicos y demás gente del gremio trabajan, si no juntos, al menos sí simultáneamente. Y esto crea, de vez en cuando, algunos rebotes inesperados que aceleran desproporcionadamente el ritmo al que la ciencia progresa. Creo que el término exacto es sinergia: una colaboración en la que el resultado final es mayor que la suma de las aportaciones individuales por separado.
Valga esta sesuda reflexión como introducción o proemio a una historieta que, por un comentario casual, me vino ayer a la cabeza. Porque, a pesar de que el tema daría sin duda para enfrascarse en una conversación profunda y productiva, lo que a mí me gusta (y lo único que generalmente soy capaz de recordar) de la Historia son las historietas, las anécdotas. Eso, unido a algunos mecanismos mentales poco ortodoxos, hace que a veces me pasen estas cosas: que empiezo a relacionar anécdotas y se me va un poco la mano. Qué se le va a hacer.
Así que vamos con un ejemplo de sinergias descontroladas y gigantes sin demasiados escrúpulos para dejarse montar. Nuestra historieta comienza a finales del siglo XVIII, cuando un economista inglés llamado Thomas Malthus decidió acojonar al personal con unas tétricas profecías. En 1798, en una obra titulada “Ensayos sobre los principios de la población”, Malthus pronosticaba que el crecimiento de la población era mucho más rápido que el de los recursos disponibles, así que, en poco tiempo, se iba a acabar la función, y el último que apagara la luz. Por suerte o por desgracia, Malthus falló en sus predicciones, pero sus ideas fueron tenidas en cuenta, y se establecieron algunas medidas destinadas a controlar el tema. Por si acaso.
A mediados del siglo siguiente, también en Inglaterra, un joven llamado Charles Robert Darwin era enviado por su padre, tras abandonar los estudios de medicina, a estudiar para clérigo. En la universidad el joven Darwin se aficionó a las ciencias naturales (biología y geología). Al finalizar sus estudios, el chico decidió tomarse cinco años sabáticos (ah, esos victorianos; ellos si que sabían vivir) enrolado en un viaje alrededor del mundo en el HMS Beagle, que le sirvió para disfrutar de sus pasiones las ciencias naturales, hartándose de observar la naturaleza y recoger especímenes de animales exóticos.
Cuando Darwin volvió a Inglaterra, los diarios de viaje del Beagle se publicaron, incluyendo sus observaciones, y se convirtió en una modesta celebridad, siendo elegido como miembro de la Real Sociedad Geográfica. Durante unos años, Darwin se dedicó a cruzar impresiones acerca de las observaciones de sus viajes con algunas celebridades de la época, como Charles Lyell (el padre de la geología moderna) o Richard Owen (el inventor del término dinosaurio). Pero, sobre todo, se dedicó a darle vueltas a sus ideas. Había visto especies muy parecidas, pero distintas, y estaba persuadido de que había algo capaz de transformarlas, de crear nuevas especies a partir de otras, pero no acertaba a definir ese algo.
Durante su estancia en Londres, Darwin tuvo un contacto prácticamente de primera mano con las tesis de Malthus (a través de su hermano Erasmus y la amiga de éste, la escritora Harriet Martineau, fervientes defensores ambos del Malthusianismo aplicado a la política). En cuanto profundizó en la lectura del ensayo sobre la población, Darwin encontró el motor que estaba buscando para la transmutación de las especies: la presión demográfica, la lucha por los recursos disponibles (por la supervivencia, en suma), podía ser lo que favoreciera a aquellos individuos de una especie que presentaban algunos cambios que representaran una ventaja, por ligera que fuera. Al aumentar la reproducción de estos individuos, los cambios tenderían a mantenerse, hasta que su acumulación diera paso a una especie nueva, diferente de la original. Así que, con la sinérgica colaboración de Malthus, Darwin publicó El origen de las especies, montó un revuelo considerable en su época y cambió la biología para siempre (y, de paso, se ganó caricaturas como ésta).
En la misma época, en Alemania vivía un tal Ernst Heinrich Philipp August Haeckel (a veces me pregunto en qué piensan algunos padres a la hora de poner nombre a sus hijos), catedrático de zoología de la universidad de Jena. Haeckel era un tipo peculiar: había estudiado medicina, daba clases de zoología y estaba dotado de un considerable talento para el dibujo, los neologismos y la mentira (o las medias verdades, que vienen a ser lo mismo). Lo que conformaba, desde luego, una combinación interesante.
Haeckel hizo algunas aportaciones de cierta relevancia a la ciencia, sobre todo inventando palabras (¿les suena la palabra ecología? Pues él fue quien la inventó. También es suya la teoría de la gastraea, de importancia en embriología, pero esa no le suena a nadie). Sin embargo, cuando leyó la obra de Darwin sobre la evolución de las especies, Haeckel se convirtió al darwinismo con más fervor incluso que el propio autor de la teoría, y la evolución se convirtió en el leit motiv de su vida. En 1866, siete años después de la publicación de El origen de las especies, Haeckel publicó una obra titulada Morfología general de los organismos. En ella, nuestro amigo el dibujante hacía una interpretación un poco sui generis de las teorías de Darwin, y llegaba a la conclusión de que el desarrollo embrionario de un animal representaba, a grandes rasgos, el desarrollo evolutivo de la especie. Esto lo ilustraba con una enorme cantidad de dibujos y lo resumía en una frase sentenciosa y fácil de recordar: la ontogenia resume la filogenia. El resultado fue que la cosa prosperó, y las ideas de Haeckel se extendieron bastante, y bastante rápido. Lástima que gran parte de los dibujos contuvieran inexactitudes (a veces bastante gruesas) que, casualmente, siempre favorecían sus conclusiones. Por lo que se ve, nuestro amigo no tenía demasiadas manías para retorcer un poquito la realidad: al fin y al cabo, se trataba de hacer avanzar la ciencia, y el fin justifica los medios, ¿no?
La principal diferencia del enfoque que Haeckel tenía hacia la evolución respecto al de Darwin era el hecho de que mientras el inglés consideraba que el azar era un protagonista indiscutible de los cambios, para el alemán todo el proceso evolutivo iba encaminado hacia el fin último de el ser más complejo de la creación: el hombre. Era una evolución más dirigida, con un fin último, y toda la naturaleza se podía clasificar de menor a mayor complejidad. Naturalmente, también la especie humana: no todas las razas estaban igual de desarrolladas. Haeckel fue el que popularizó la frase de que “el hombre viene del mono”, o expresiones como “el eslabón perdido” (no me digan que el tipo no era un derroche de imaginación y originalidad, máxime considerando que era alemán). Hoy, estas ideas (la evolución natural como un proceso dirigido a obtener el hombre perfecto) pueden parecer cuestionables, pero el caso es que en su época, y en su país, le compraron la moto. Eran tiempos revueltos en Alemania. A comienzos del siglo XX, y sobre todo después de la 1ª Guerra Mundial, las ideas de Haeckel acerca del distinto rango de pureza, o evolución de las razas humanas encajó como un guante con el sentimiento del pueblo alemán de que la sociedad necesitaba un proceso depurativo. Se preparaba una sinergia de las gordas.
Pero nos estamos adelantando. Retrocedamos de nuevo a la Inglaterra victoriana, hasta 1865. Ese año, sir Francis Galton, de profesión estadístico (entre otras muchas y variadas como antropólogo, geógrafo, meteorólogo y psicólogo), y primo segundo de Darwin, por más señas, quedó impactado por las teorías evolucionistas. Como era un tío peculiar y de posibles (es decir, tenía dinero suficiente para pasar el tiempo pensando en cosas raras), decidió que la teoría de su primo no estaba completa, y se propuso darle un par de vueltas de tuerca. Sinergia por un tubo, como ven. Galton publicó un libro titulado Personalidad y talento hereditarios, en el que esbozaba la teoría, enlazando con las publicadas por su primo, de que la evolución humana se veía frustrada por la sociedad, ya que ésta, al proteger a los individuos, impedía que se filtrasen las características beneficiosas para la adaptación, y sobrevivían todos por igual (idea que resulta un poco chocante con lo que sabemos de la supervivencia en la Inglaterra de la época, pero Dios me libre de contradecir a un caballero del Imperio Británico).
Lo interesante de la obra en cuestión, sobre todo, fueron dos conceptos mencionados por Galton: uno es el de regresión a la media. Salvo que haya un estadístico de guardia que se preste voluntario, tendré que explicarlo yo, así que dudo de que alguien lo entienda: se trata de que en cada generación, las características beneficiosas de los padres son adquiridas por su descendencia pero en un grado menor, de manera que, con el paso de las generaciones, dichos rasgos se iban diluyendo, acercándose de nuevo a los valores medios. Galton consideraba esto fruto de la sociedad, y lo veía como un claro ejemplo de cómo ésta frenaba la evolución de la raza (como nota curiosa, regresión a la media es el nombre actual que se le da a este concepto en estadística; originalmente, Galton lo llamó reversión a la mediocridad, que es decir lo mismo pero, la verdad, suena un poco peor); el otro aspecto a destacar es la referencia al concepto de eugenesia (aunque sin nombrar la palabra) por primera vez desde los tiempos de Platón.
Sir Francis abundó en esta cuestión en una obra posterior, El genio hereditario. Creía firmemente que la influencia de los caracteres heredados era, con mucho, más importante que el medio o los factores culturales, así que para él era lógico utilizar los medios que la ciencia ponía a su alcance tratando de mejorar la especie humana, lo que sin duda redundaría en beneficio de la sociedad. Es decir, de todos. En su libro de 1883, Investigaciones sobre las facultades humanas y su desarrollo, usó, al fin, la palabra eugenesia.
Así que, recapitulando, vemos que Malthus, en un ejercicio de deducción que hoy parece una perogrullada, pero en su tiempo fue un notable ejemplo de previsión, favoreció el monumental esfuerzo inductivo de Darwin, que a su vez provocó teorías colaterales que se desarrollaron a la par que la suya, apoyándose y reforzándose unas a otras. La sinergia surgida de estos procesos dio como resultado una concepción de la biología totalmente nueva, y, lo que es más importante (a efectos prácticos), abrió la puerta a la intervención humana en la evolución de la raza.
Todo esto se tradujo, en definitiva, en que, como tantas veces a lo largo de la Historia, unos gigantes habían dado un enorme paso hacia delante en el terreno del conocimiento. Pero también trajo consigo, como siempre ha pasado (hay una vieja tradición en la ciencia: si algo se puede hacer, hagámoslo, y ya tendremos tiempo para preocuparnos por las consecuencias), la posibilidad de que ese saber, esos conceptos, esas herramientas, fueran usadas indiscriminadamente, sin saber muy bien dónde nos estábamos metiendo.
Así, el trabajo de esos gigantes puso de moda el concepto de la eugenesia, y la moda encontró a dos países, principalmente, con la coyuntura social y económica adecuada para abrazarse a ella. Uno, ya lo hemos nombrado, fue Alemania. El otro, quizá más sorprendente, fue Estados Unidos.
Los programas eugenésicos proliferaron en estos dos países en la primera mitad del siglo XX. Estados Unidos llevaba mucho tiempo absorbiendo un ingente caudal de inmigrantes, y la preocupación por el deterioro que la mezcla de las razas podía causar en la cultura americana (por aquel entonces con menos de dos siglos de solera, tampoco se crean que estamos hablando de tradiciones ancestrales) facilitó la promulgación en varios estados de leyes impidiendo el matrimonio (y por lo tanto la reproducción) de gente considerada “imbécil, epiléptico o débil mental”, y la apertura de centros de investigación sobre la eugenesia (que investigaban, principalmente, sobre la transmisión de las enfermedades mentales). Algunas de estas leyes estuvieron en vigor hasta 1967. Algunos de estos centros esterilizaron enfermos mentales en un número que se estima superior a los 45.000 hasta la década de 1950. Y es que menudos son los yanquis, cuando se ponen a defender su cultura y a luchar en pos de su destino manifiesto: no reparan en gastos.
En Alemania, en cambio, el auge de las teorías eugenésicas coincidió en el tiempo con la existencia de una crisis brutal y una exaltación del nacionalismo y la raza aria, y también con la subida al poder del partido nazi, que, como después se demostraría, no tuvo demasiados complejos en establecer programas eugenésicos de la facción dura par mejorar la raza. Haeckel había mezclado las teorías evolucionistas en una compleja amalgama filosófica-esotérica-nacionalista-científica, que se podría resumir en que el pueblo alemán no había podido desplegar ante el mundo todo su indiscutible encanto porque se encontraba demasiado mezclado todavía con razas exóticas (los judíos, por ejemplo) e individuos improductivos (homosexuales y enfermos mentales, por ejemplo) que ralentizaban su natural evolución hacia su destino de übermensch. Se imponía una depuración de la raza. Casualmente, un tal Adolf Hitler, cuya frustrada vocación pictórica le había hecho acercarse a la obra de Haeckel (no olviden que Haeckel era un gran dibujante), pasó de interesarse por los grabados y las acuarelas a hacerlo en las teorías de limpieza étnica del, por entonces, difunto profesor de zoología. Hitler encontró particularmente atractiva una sentencia de Haeckel (no olviden, tampoco, que Haeckel era muy bueno inventando frases): la política es la biología aplicada. Y eso provocó…. ¿lo adivinan? Exacto: más sinergia. En este caso, además, la sinergia tuvo un curiosos apelativo: Holocausto.
Después, vino la 2ª Guerra Mundial, los nazis fueron vencidos, y los horrores del genocidio judío provocaron que la eugenesia cayera en el mayor de los descréditos. En Estados Unidos, y en el resto de países que, en menor medida, se habían establecido medidas de este tipo, los programas de mejora de la raza fueron abandonados (al menos oficialmente), y la eugenesia pasó a ser vilipendiada por la comunidad científica.
Y aquí no ha pasado nada.
Perdonen el rollo, pero no puedo evitarlo: estas carambolas, en las que unos hechos aparentemente intrascendentes acaban provocando unos efectos totalmente imprevistos (e indeseados) siempre me han resultado curiosas. Es lo que tienen las sinergias: que las carga el diablo.
Claro que tampoco puedo evitar, a veces, la sensación de que no siempre elegimos demasiado bien a quién dejamos subirse a los hombros de los gigantes.
6 comentarios:
¡Pero si la eugenesia ya se practica de manera legal! Hace poco apareció la noticia de que los ricos son más guapos. Parece una estupidez, pero pensemos: si naces forrado de dinero, tienes más posibilidades a la hora de elegir pareja. ¿A quién escogerías? ¿A el/la más feo/a?
¿En qué pensabas cuando empezaste a escribir?¿Cual fue el desencadenante de este artículo?
Doctora, la eugenesia es la mejora de la raza mediante una intervención humana. Es un proceso artificial. El detalle que mencionas (la pasta como un rasgo favorable a la hora de reproducirse) es pura selección natural. No es eugenesia.
Pero tu comentario me ha sumido en un mar de dudas, que podemos resumir en dos:
1-¿La belleza no estaba en el interior?
2-¿Cómo demonios me he reproducido yo, que no soy guapo ni rico?
Pseudosocióloga, en una de nuestras conversaciones de sobremesa empezamos a hablar de la ingeniería genética. Mis compis me parecieron un poco demasiado ansiosos por empezar a fabricar superhombres, y les pregunté si sabían algo de Haeckel. Me contestaron que no, y que yo era un pedante insoportable.
Entonces, ya que esto último es verdad, me dio por recapitular, y salió el post.
¿Es por curiosidad? ¿Me estás psicoanalizando? ¿Algún estudio pseudosociológico?
También es verdad, no había caído en eso. Por otra parte, no es que sólo los guapos o ricos puedan reproducirse, es que en teoría son los primeros en elegir con quién.
Cazurro ¿pero no habiamos que dado en que te parecias a Russell Crown?.
Si esto no es así, sólo te queda una opción: que seas listo.Porque ya se sabe: "No hay listo feo" o viceversa:"no hay feos listos". Me explico: si eres listo al menos deberias pasar a la categoria de: "tiene un algo", "es atractivo", "una rara belleza".
La ciencia en gente sin escrupulos siempre es peligrosa. Los sloganes sin razonamiento subyacente más, porque es mas facil adherirse a un slogan o dogma que a un razonamiento.
Y ya se sabe a dónde lleva la sinergia de gente adhrida a un dogma.
Doctora, en realidad, las que eligen son las mujeres, dejémonos de historias. Ser rico te pone en cabeza de la lista para el matrimonio. Para el apareamiento ya no estoy tan seguro, pero, vaya, que la pasta ayuda, en cualquier caso.
112, que me parezco a R. Crowe lo dice mi mujer, no yo. ¿Has oído eso de que la belleza está en los ojos del que mira? Pues en mi caso se puede concretar aún más: la belleza está en las dioptrías de los ojos del que mira. Y me temo que muy listo tampoco soy, pero si a ella le valgo...
Los slogans son a las ideas lo que las hamburguesas a la alta cocina (vaya, me ha salido otro slogan...).
La gente aferrada a un dogma suele llegar lejos. Lo cual suele ser una desgracia entre grande e insufrible (dependiendo del dogma).
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