miércoles, 12 de mayo de 2010

EL MÁS GRANDE


Una noche de un día cualquiera de 1954, un policía de Louisville (Kentucky) encontró a un niño alto y delgado llorando en una esquina. Le preguntó qué le pasaba, y el crío le contó que le habían robado la bicicleta. Y añadió, en un arrebato de coraje en medio de las lágrimas:
-Cuando encuentre al que lo ha hecho, se va a enterar.

El policía se llamaba Joe Martin y era entrenador en un gimnasio de barrio, en el que disfrutaba enseñando a chicos jóvenes a boxear y asegurándose de que no pasaban demasiado tiempo en la calle. Sintió curiosidad por aquel chico menudo y orgulloso, y le sugirió que si quería prepararse para darle su merecido al ladrón de bicicletas podía pasarse alguna tarde por el gimnasio. Aquel chico se llamaba Casius Marcellus Clay Jr. y su bicicleta nunca apareció.

Pero a cambio surgió una de las mayores leyendas deportivas que ha conocido el mundo (incluso para venir del mundo del boxeo, proclive como pocos al nacimiento de mitos, leyendas e ídolos con pies de barro). Porque Clay empezó a frecuentar el gimnasio de Joe Martin y desde el primer momento dejó claro que había nacido para boxear. No fue una vocación, ni un descubrimiento. Fue una revelación. Aquel chico no era un buen boxeador. No era un gran boxeador: era EL BOXEO.

Y el boxeo vivía su época dorada en aquellos años. Era un deporte popular, y fabricaba ídolos a la misma velocidad que los devoraba. Era un mundo, también, que movía mucho dinero, y en el que algunas fortunas de origen no demasiado claro tenían un modo fácil de hacerse todavía más grandes. Clay tuvo un ascenso fulgurante. Ganó un montón de combates como aficionado, primero a nivel local y más tarde estatal, hasta convertirse en una pequeña celebridad en Kentucky. Su carrera como aficionado (100 victorias, 5 derrotas) tuvo su punto culminante con la medalla de oro en la categoría de semipesados en las olimpiadas de Roma, en 1960, con 18 años. Su popularidad cada vez era mayor, y eso atrajo la atención de un pequeño grupo de inversores, procedentes de la aristocracia del tabaco y el whisky (dos de los productos típicos de la zona) que decidieron apostar por aquel joven talento. Le facilitaron el dinero necesario para la formación, se encargaron de la promoción y dirección de su carrera y le contrataron un entrenador, Angelo Dundee, en lo que se revelaría a posteriori como la decisión más importante de todas. En los 20 años siguientes, Clay cambiaría de nombre, de religión, de esposas, … pero Dundee siempre estuvo en su esquina. Él fue, quizá, la persona que mejor le supo entender. La persona que supo pulir el enorme talento en bruto que Clay tenía en su interior.

Y no fue fácil. Porque aquel chico había pasado de ser un escuálido adolescente a un joven fuerte, alto y orgulloso, pero demasiado lenguaraz, por decirlo de una manera suave. Los periodistas deportivos, menos delicados, le apodaron en sus primeros años Clay el Bocazas: su lengua era todavía más rápida que sus puños.

Porque el mérito de Clay no era sólo ser un gran campeón y ganar casi todas sus peleas. Su logro, su hazaña, fue cambiar el boxeo para siempre, convertirlo en algo multitudinario, en un acontecimiento mundial en el que era frecuente ver, en primera fila de ring, a celebridades como Sinatra o Kissinger. Fue convertir un deporte tradicionalmente tosco, violento y asociado a los bajos fondos y los amaños en algo brillante, bello, estético, casi un arte. Y hacerlo, además, desde un papel muy alejado de la tradicional humildad de los deportistas: fue el único capaz de retar públicamente a sus rivales, antes de los combates, amenazándoles con el asalto en el que iba a tumbarles. Y generalmente acertaba. Era entonces cuando se dirigía a los periodistas y les espetaba, sin ningún asomo de modestia: “Os dije que lo tumbaría en el tercero. Os lo dije. Soy el más grande”.

Aquello enloqueció a la gente. Tenía un campeón hecho a la medida de América. Porque Clay ganó el título del mundo de los pesos pesados (había subido de categoría) cuando estaba en poder de Sonny Liston, un expresidiario de aspecto brutal que se caracterizaba por una fuerza descomunal y un estilo pugilístico en el que destacaba, por encima de todo, la violencia. Y el título de Liston era algo de lo que el mundo del boxeo no se sentía demasiado orgulloso. Así que para cuando Clay llegó a disputar el campeonato, el público se puso automáticamente de su lado. Él era el chico bueno, un poco chulo y atolondrado, pero con coraje para enfrentarse a una bestia parda que, estaban seguros, le iba a dar una paliza tremenda. Clay iba a ser la víctima, y le cayó bien a la gente.

De hecho, en la presentación de la pelea, y durante el pesaje previo, Clay comenzó con sus bravuconadas, con sus frases provocadoras, con su chulería. La gente, los periodistas, todavía no estaban familiarizados con aquel estilo, y escribieron, literalmente, que “no sabía lo que decía, pues estaba absolutamente aterrorizado”. Si los periodistas fueran un gremio con un gramo de vergüenza, alguno hubiera debido devolver su carnet y dejar el oficio después de lo que pasó en aquella pelea.

Porque en aquella pelea Clay empezó a cambiar la historia del boxeo. Hasta entonces, un combate consistía en dos mastodontes parados en mitad del ring, dándose todos los golpes que podían, como podían, hasta que sólo uno quedaba en pie. Pero Clay estaba dispuesto a hacerlo de otra manera, a su propio y particular estilo. Se pasó el combate moviéndose, bailando por el ring, y esquivando los ataques de Liston, provocándole con la guardia baja. El campeón no fue capaz de conectar ni un solo puñetazo. Fue un combate muy breve: después de bailar durante unos instantes, Alí conectó una derecha directa a la cara de Liston, que cayó como un fardo. Se levantó, pero no pudo continuar la pelea. El título era del aspirante.

Aquello supuso una conmoción: por fin un campeón con aspecto de buen chico, un negro sin antecedentes, ingenioso, divertido, siempre dispuesto a darles a los periodistas un gran titular. El boxeo cambió para siempre.

A partir de allí, Clay se convirtió en una celebridad mundial. Su popularidad no paró de crecer hasta que se convirtió al Islam, se unió a un grupo llamado La Nación del Islam y cambió su nombre por Muhammad Alí. Y comenzó una guerra contra el país que hasta entonces lo había adorado, y que paso a repudiarlo por lo que todo el público (blanco) entendió como una traición (Alí incluso declaró haber arrojado a un río la medalla de oro olímpica, después de que en un restaurante se negaran a servirle por ser negro; el COI le devolvió una medalla de oro en Atlanta 96, cuando fue el último relevista de la antorcha olímpica).

La hostilidad alcanzó su punto culminante, posiblemente, en el combate en el que Alí defendió su título contra un aspirante, Floyd Patterson, que había sido campeón antes de Liston. Ante la creciente antipatía que despertaba Alí, Patterson fue casi unánimemente presentado como la gran esperanza del país, y el combate fue precedido de un nivel de crispación nunca visto antes, con declaraciones incendiarias por ambas partes y provocaciones continuas entre los contendientes.

Y en el ring, Alí siguió con aquel encarnizamiento. Fue superior a Patterson desde el comienzo, pero dio la impresión de prolongar voluntariamente la pelea, de no buscar el KO, sino alargar el castigo a Patterson. Antes de la pelea, éste se había negado a usar el nuevo nombre de su adversario, y siempre se había referido a él como Clay. Durante el combate, Alí le preguntaba constantemente “¿Cómo me llamo?”, mientras golpeaba una y otra vez. “¿Cómo me llamo?”. Una y otra vez, durante 12 largos y despiadados asaltos. En la rueda de prensa posterior, con el rostro irreconocible, Patterson utilizó por primera vez aquel nombre que concitaba las iras de todo el pueblo americano, periodistas incluidos: “Perdí ante un gran campeón, Muhammad Alí”.

Luego vino su negativa a ir a la guerra de Vietnam, por objeción de conciencia. Fue arrestado, como desertor, desposeído del título y privado de su licencia, con lo que no pudo boxear durante 4 largos años, los que hubieran sido, probablemente, los mejores de su carrera. Sobrevivió a todo aquello, a veces con apuros económicos, hasta que por fin, cuando la guerra se volvió impopular, su apelación llegó al Tribunal Supremo, que reconoció su derecho a la objeción de conciencia. Su licencia le fue devuelta. Alí podía boxear de nuevo.

Había entonces un nuevo campeón, Joe Frazier. Con él disputaría Alí alguno de los mejores combates de boxeo de todos los tiempos: en Nueva York, en el 71 (victoria para Frazier, fue la primera vez que Alí fue derribado, aunque perdió por puntos); en Manila, en una revancha espectacular, en un combate brutal, agotador, asfixiante, que duró 15 durísimos asaltos y que ganó Alí por KO técnico).

Pero sin duda el combate por el que Alí es recordado es el que le enfrentó a George Foreman en Kinshasa (Zaire), en 1974. Foreman había derrotado a Frazier y era entonces el campeón, un pegador implacable, en la plenitud de su fuerza, y Alí era ya un veterano al que nadie le daba demasiadas opciones. África lo adoptó como su campeón, como el paladín del mundo negro(aunque curiosamente Foreman también lo era). Los expertos auguraban una victoria cómoda del campeón. Pero, una vez más, subestimaron el talento de Alí.

Porque Alí salió decidido, desde el primer asalto, no sólo a ganar aquel combate: quería crear una obra de arte, ganar un lugar en la historia, vencer al destino. Ser inmortal. Y lo consiguió. Peleó con inteligencia, atreviéndose a golpear a Foreman desde el primer asalto (esto era un suicidio ante un pegador tan potente, ya que dejaba la guardia abierta para un contraataque que hubiera podido dejar a Alí fuera de combate, pero Foreman no se lo esperaba: nadie lo había hecho antes), y dejando que su adversario lo arrinconara contra las cuerdas y lo golpeara hasta agotarse. Alí se protegía y dejaba que las cuerdas absorbieran los golpes mientras Foreman se cansaba. Después volvía a lanzar sus golpes.

El público en el estadio de Kinshasa, repleto de una multitud enfervorizada, no podía creer lo que estaba viendo: Alí golpeaba, bailaba, se agarraba a Foreman, lo desesperaba. El campeón estaba desconcertado. La gente gritaba Alí bomayé (Alí, mátalo). Nunca tanta gente había gritado impulsada por un único deseo. Nunca como entonces tanta gente fue consciente de estar siendo parte activa de un hito, de una leyenda.

Porque al final Alí noqueó a Foreman, y recuperó el campeonato del mundo de los pesados, algo que nadie había conseguido antes. Y entonces se dirigió a los periodistas de las primeras filas, agolpados alrededor de ring:

-¿Qué os dije? Os dije que ganaría. Os lo dije: soy el más grande.

Nadie lo dudaría ya. Nunca más.

Pero, como siempre, la historia huye de finales felices, así que la vida de Alí no acabó allí. Siguió peleando, mientras los años pasaban su factura, y perdió su título en 1978 ante un boxeador recién llegado al profesionalismo, Leon Spinks. El genio, el más grande, aún tuvo fuerzas para recuperar (¡por tercera vez!) el título en un combate de revancha ante el mismo Spinks, unos meses más tarde. Y luego anunció su retirada (aunque volvió 2 años más tarde, para disputar y perder un par de combates). A partir de entonces, la música se paró, y ya nadie volvió a bailar sobre un ring.

De Alí quedará para siempre su lema, su grito de guerra (Floto como una mariposa, pico como una abeja); sus legendarios combates contra “Smokey” Frazier, en Nueva York y en Manila (Thrilla-in-Manilla); la gesta de recuperar la corona ante Foreman, con 42 años, en Zaire (Rumble-in-the-Jungle); la valentía de enfrentarse a todo y a todos en defensa de sus ideales; sus escándalos, sus excesos.

Pero, por encima de todo, quedará su manera de transformar el boxeo en un arte, en un baile. Quedará su talento, su arrogancia, su coraje. Quedará su leyenda.

Si no fue el más grande, estuvo muy cerca.

6 comentarios:

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