martes, 18 de mayo de 2010

EL TRIUNFO DE LA ELEGANCIA

Hoy me he despertado con una historieta rondando por mi cabeza, y como la coyuntura se ha revelado propicia (poco trabajo, mucho aburrimiento, un ordenador a mano) qué mejor que aprovecharla para desbarrar un rato, sacar estas historias inútiles de mi memoria y dejar espacio para algo más productivo, como conocimientos bursátiles, recetas culinarias o cotilleos de la prensa rosa.

La historia empieza en Alemania, en una época que en el resto del mundo fue conocida como los felices años 20 pero allí pasaron a la posteridad por una de las crisis más brutales que se han conocido, después de la 1ª Guerra Mundial. En la pequeña ciudad de Metzingen, al sur de Sttutgar, un voluntarioso sastre trataba de salir adelante con su pequeño taller de costura, en el que fabricaba principalmente impermeables y monos de trabajo. Eran tiempos difíciles, sin duda, con inflaciones del tropecientos por cien, un paro galopante y una sociedad que se debatía todavía entre sensaciones intensas y contrapuestas: habían dejado de ser un imperio, habían perdido una guerra (la teoría de la puñalada por la espalda era cultivada cuidadosamente por todo aquel al que le interesaba tener a la gente excitada), los franceses (¡los franceses!) se les habían subido a las barbas, y todos los grupos políticos tenía su fórmula magistral para sacar al país del caos: comunistas, socialistas, nacionalistas, social-demócratas, católicos, monárquicos, federalistas… Todos tenían clarísimo que ellos eran los buenos, el resto eran los malos, y, bueno, digamos que la tendencia en política, por aquellos años, primaba las soluciones rápidas y expeditivas, y dejaba los debates sólo como último recurso.

En ese contexto, llegó la crisis del 29, la primera versión conocida (o la más conocida) del simpático fenómeno que nos está tocando vivir de nuevo estos años (ya saben, financieros que un buen día se sienten creativos y deciden jugar con cosas aparentemente inocentes, como deuda pública, acciones, hipotecas, productos financieros de alto riesgo… ¿qué podría salir mal?). El caso es que aquello no ayudó en nada a la depauperada economía alemana, y nuestro sastre vio como su pequeño negocio, con unos 20 trabajadores, empezó a ir cuesta abajo y sin frenos.

En abril de 1931, nuestro hombre, del que hasta entonces no se conocía ninguna tendencia política, se afilió al partido nacional socialista de los trabajadores alemanes (NSDAP). Y esto le cambió la vida. Se la cambió a mejor, quiero decir, que es lo raro.

En aquella época, el NSDAP era una fuerza política en alza, pero no mayoritaria. Su principal activo eran unos dirigentes con una oratoria incendiaria y un programa político que se basaba, principalmente, en mantener a la gente constantemente cabreada, con todo y con todos. Como es lógico, con semejante credo no podía sino prosperar, a pesar de que sus orígenes habían sido muy humildes.

De hecho, el partido surgió casi sin querer. Resulta que sobre 1919, el Servicio de Inteligencia del Ejército Alemán no contaba con demasiados efectivos (debido a las restricciones impuestas por el Tratado de Versalles) y solía utilizar, de manera un poco irregular, a algunos de sus antiguos miembros para realizar trabajos esporádicos. Así, a un ex cabo del ejército, Adolf Hitler, que por aquel entonces estaba intentando ganarse la vida como pintor con escaso éxito, le encomendaron la realización de unos informes acerca de un grupo de gente un poco bocazas que estaba alborotando al personal por la zona de Baviera y que se denominaba el Partido de los Trabajadores Alemanes. El ex cabo se sintió a gusto entre aquellos tipos que le echaban la culpa de todas las penurias que estaban sufriendo los trabajadores alemanes a una confabulación judeo-masónica internacional para someter a los pobres arios y negarles el lugar de privilegio en el mundo que por su origen e historia les correspondía. De hecho, se sintió tan a gusto que pasó de su misión, se afilió al partido y se convirtió en miembro del comité central. El partido contaba entonces con unos 60 miembros, y no era difícil trepar en el organigrama. Mucho menos si de lo que se trataba era de atraer a las masas descontentas con mensajes incendiarios, porque el amigo Adolf, entre que había perdido la guerra, pasaba más hambre que el perro del afilador y veía que su vocación de pintor no iba por buen camino, tenía bilis suficiente para todos los discursos incendiarios que hicieran falta.

Y así, durante la década de los 20, el partido fue creciendo, puliendo su ideología, definiendo a sus enemigos y sorteando ocasionales problemillas con la justicia (organizó el Putsch de Munich, fracasó y sus dirigentes fueron encarcelados, periodo en el cual Hitler cambió su vocación pictórica por la literaria y legó a la historia la obra en la que sentaba las bases ideológicas de lo que sería el desarrollo de su carrera política, Mein Kampf (Mi lucha).

Para cuando fueron liberados, refundaron el partido de los trabajadores como partido nacional socialista de los trabajadores alemanes (NSDAP en sus siglas en alemán, palabro de renglón y medio de extensión que fue abreviado como partido nazi). Y se dedicaron a seguir participando en la vida pública alemana, obteniendo cada vez mayor respaldo público y presencia en el parlamento. Hasta que en las elecciones de 1932 fueron el partido más votado, con más de 13 millones de votos, aunque eso no le valió a nuestro amigo Hitler, que ya por entonces era el líder del partido, la cancillería del parlamento alemán. Él siguió insistiendo, hasta que consiguió que el Presidente Hindenburg le nombrara Canciller, pero aún así tenía que consultar con el propio Hindenburg y con el resto de partidos prácticamente cada decisión. Detalle este que no le hacía mucha gracia y propició la ocurrencia de incendiar el edificio, echarle la culpa a los comunistas para crear alarma en la población y presentarse después como el único capaz de controlar aquel sindiós que había montado por todo el país. La cosa coló, y el Presidente Hindenburg, que por aquel entonces ya estaba mayor y no debía tener muchas ganas de pelea, le dio plenos poderes.

Nuestros amigos nazis, poco dados a las sutilezas, convocaron inmediatamente unas nuevas elecciones a su medida, en las que arrasaron sin contemplaciones a todas las demás fuerzas políticas, y comenzaron inmediatamente a legislar con criterio. Con su criterio, para ser exactos: lo primero que hicieron fue declarar ilegales el resto de partidos políticos y prohibir la creación de nuevos partidos, con lo que se encontraron de repente con que, caramba, que casualidad, ellos eran la única fuerza política del país. Y a partir de ahí, barra libre.

Pero este proceso no se logró sin, digamos, tener que limar ciertas asperezas. La oratoria incendiaria y los métodos expeditivos de los nazis no acababan de ser bien vistos por sus rivales, que en lugar de dejarse exterminar pacíficamente por el bien de la patria, ejercían su derecho al pataleo de la manera más contundente que podían. Para protegerse de estos berrinches, el partido nazi creó dos organizaciones, las SA (Sturmatbeilung o secciones de asalto) para partirles la cara a los contrarios y las SS (Schutzstaffel o escuadrones de defensa) para impedir que los contrarios les partieran la cara a ellos. Con el tiempo, cuando no quedaron contrarios a los que apalizar ni de los que defenderse, las SA dejaron de ser útiles y, ociosas como estaban, se convirtieron en un problema (cosa poco extraña, ya que estaban formadas por gente con una concepción, digamos, peculiar de la dialéctica y las relaciones humanas). El problema fue resuelto el 30 de junio de 1932 de una manera bastante expeditiva. Y, a partir de entonces, las SS, mucho más organizadas, se convirtieron oficialmente en el brazo ejecutor del partido nazi, y por extensión, del gobierno alemán: estaban presentes en el ejército (Waffen SS), en la policía (Gestapo) y en el servicio de inteligencia (Sicherheitsdienst o SD).

El uniforme original de las SA eran unas camisas pardas, con lo que fueron conocidos de manera cariños como escoria parda, debido a su amabilidad y a las pintas que gastaban. Esas camisas fueron elegidas por austeridad: habían formado parte del ejército colonial en África, y había muchos excedentes después de la guerra. Las SS, en cambio, vestían originalmente pantalón negro y camisa blanca, pero por idéntico motivo: las camisas blancas y los pantalones negros eran prendas comunes, y todo el mundo tenía un par en casa.

Pero después de toda esta llamémosle reestructuración del partido, nuestro amigo Adolf Hitler decidió que había que lavarle la cara a la organización. Como las SA habían pasado a un papel extremadamente marginal, su aspecto no se cambió. Sin embargo, las SS no tenían el aspecto elegante, aristocrático y riguroso que el líder estimaba que debían transmitir al mundo, así que se volvió en busca de una solución. Y la solución la encontró dentro de su propio partido: el miembro nº 508.889 ¿Adivinan? Exacto: nuestro viejo amigo el sastre.

Este se vio, de la noche a la mañana, con la concesión en exclusiva del diseño y fabricación de una nueva uniformidad para las SS. Lo que cambió radicalmente por una parte el aspecto de dicho cuerpo, que llevó los que probablemente fueran los uniformes más elegantes de todos los contendientes en la 2ª Guerra Mundial, y por otra el destino del pequeño taller de confección, que pasó de verse al borde de la quiebra a navegar viento en popa (como otras muchas empresas no tan pequeñas, como Thyssen, BMW, VW, Mercedes Benz, Porsche, Allianz, etc).

Porque durante la década de los 30 aquel pequeño taller se convirtió en una empresa increíblemente próspera y reputada, que contaba con la aprobación y la confianza personal del Führer, y su antes humilde propietario pasó a codearse con los más altos jerarcas del régimen nazi.

Así, la empresa fue sorteando aquellos años en medio de una cómoda y ventajosa situación, diseñando unos elegantes uniformes para las SS y las HJ (Juventudes Hitlerianas, en sus siglas en alemán). Pero dio la casualidad de que los nazis tuvieron la ocurrencia de perder la guerra, y los ganadores no se mostraron demasiado impresionados por la primorosa labor estilística de nuestro amigo el sastre: la empresa fue duramente multada por colaboración con los nazis, e incluso su propietario perdió el derecho a voto en Alemania (castigo impuesto a todos los relacionados de alguna manera con el partido nazi).

Sin embargo, los tratos de favor del gobierno (mano de obra barata, procedente de campos de concentración, privilegios a la hora de adquirir materias primas o contratos con el ejército a un precio exageradamente alto) habían dejado a la empresa en una posición que les bastó para soportar el golpe: se pudo pagar la fuerte multa, y los hijos del propietario, ya anciano, se hicieron cargo de la dirección. Se contrató nueva mano de obra y se reorientó la empresa a la fabricación de trajes de caballero. Con notable éxito, cabe decir.

De hecho, el éxito fue suficiente para que la empresa haya llegado a nuestros días, convertida en una multinacional que no sólo manufactura ropa (bastante cara, por cierto) para caballero, sino perfumes, complementos y se atreve además con ropa para mujer.

Ya ven: los partidos vienen y van, las guerras se ganan y se pierden, pero la elegancia perdura.

Por cierto, el sastre se llamaba Hugo Ferndinad Boss. Les suena, ¿verdad?

5 comentarios:

112 dijo...

Es una pena que la elegencia (como tantas otras cosas) no triunfe per se, lo tenga que hacer de la mano de circunstancias tan poco recomendables.

En BCN hace sol... dijo...

No entiendo como se puede ser tan hijo de puta.

Anónimo dijo...

Creo que esta historia me suena..

Cazurro dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Cazurro dijo...

112, vivimos en un valle de lágrimas.

BCN, creía que lo te alteraba era el frío. Ahora que hace sol, me sorprenden esos exabruptos.

Anónimo, la historia está llena de historietas como esta. ¿Conocías también la de Poe? ¿A que molan?