lunes, 17 de mayo de 2010

PADRE SOLTERO

Debido a su trabajo, mi mujer se pasa fuera de casa algunos días, con sus noches incluidas. Eso significa dos cosas, principalmente:


a) Ella no duerme
b) Yo tampoco


Y aunque al lector despistado (léase soltero y/o sin hijos) pueda parecerle lo mismo, no lo es ni de lejos. Porque ella se pasa las noches realizándose profesionalmente y recibiendo el agradecimiento de gente en apuros (es médico de urgencias) y yo me paso la noche lidiando con dos fieras corrupias que, como mucho, me demostrarán su agradecimiento el día de mañana escogiendo una residencia barata y visitándome por mi cumpleaños o cuando necesiten algo.

Ser padre soltero es muy duro. Los hombres no estamos genéticamente preparados para enfrentarnos a la crianza: lo nuestro es cazar mamuts, exterminar tribus rivales, perseguir mujeres, organizar guerras o gastar energías haciendo deporte, pero la puericultura no es una de las actividades para la que la naturaleza nos dotó. Y, claro, cuando te ves enfrentado a ella, te invade el pánico.

Lo malo es que los niños son muy receptivos a las emociones ajenas, y huelen el miedo . Se saben ganadores de antemano, son conscientes de tener todos los triunfos en la mano, y saben explotar la situación como estrategas de primera.

Mi jornada tipo de padre soltero comienza sobre las 7 y pico u 8, cuando llego a casa después de mi jornada laboral. Y comienza con el pie cambiado, porque yo llego hecho polvo y me los encuentro a ellos frescos como lechugas, y con un subidón del calibre 12: “ha llegado papá!!!!”. Así que mi primera tarea es tirarme por el suelo, dejarme pisotear, darles volteretas, ponerles a caballito y hacer carreras por el pasillo, cuando lo que quiero en realidad es tumbarme en el sofá y llorar. Pero pasado este primer momento de crisis, los enanos caen víctimas de su fisiología (tienen un hambre canina) y cuando les digo que tengo que hacer la cena me permiten escapar sin demasiados problemas.

Así que, mientras ellos se pelean en el salón, yo me refugio unos instantes en la cocina, de la que sólo salgo cuando los golpes que se oyen sugieren lesiones de gravedad (me autojustifico pensando que estoy favoreciendo el desarrollo de su carácter, su resistencia al dolor y, por qué no, su coordinación psicomotriz, que el boxeo es un ejercicio estupendo). Pero, cuando la pitanza está más o menos preparada, comienza de nuevo el suplicio.

Porque, a pesar de tener un hambre que les haría comerme por los pies (a veces llego a tener miedo), en cuanto se sientan a la mesa se ponen exquisitos: nada de lo que les he preparado les vale.

De acuerdo, no soy Ferrán Adriá, pero, por Dios, estamos hablando de hacer una tortilla francesa, freir un filete de pescado o darles leche con galletas. ¡Y nada les gusta!¡Ni siquiera las galletas! (“las galletas que nos da mamá saben mejor”). Ahí es cuando comienzas a transmutarte en Herodes, te vuelves un firme defensor del aborto retroactivo y crees ver, entre las sombras del pasillo, el fantasma de un enorme condón descojonándose de ti con estentóreas carcajadas, diciendo: “te lo avisé”.

Total, que acabas perdiendo los nervios, te pones en plan sargento de artillería Hartman y consigues, al menos, que se callen y coman lo suficiente para sobrevivir hasta que su madre llegue a casa, al día siguiente (después ya se apañará ella). Y es entonces cuando puedes ver en sus ojos una sombra maquiavélica que, si no fuera porque se trata de tiernos infantes, criaturitas inocentes y adorables, te harían pensar que están maquinando una venganza terrible.

Pero intentas animarte, desechas esos pensamientos funestos y sigues adelante hasta concluir la cena o hasta agotar tu paciencia, lo que antes llegue a suceder. Y entonces te los llevas al salón e intentas que reposen para que el sueño se vaya apoderando de ellos.

Pues por los cojones. Cuando está su madre en casa, a las 9 ya tienen ganas de irse a la cama (de hecho, hay días que ni siquiera acaban de cenar porque se caen, literalmente, encima del plato), pero cuando estoy yo solo tienen energía como para salir de marcha (y eso que apenas han cenado!). Total, que me toca leerles un cuento, pelearme con ellos para que se vayan a lavar los dientes, pelearme con ellos para que dejen de hacer el payaso con los cepillos y la pasta, pelearme con ellos para que no salpiquen, pelearme con ellos para que no se escupan uno al otro al enjuagarse, pelearme con ellos para que hagan pis de uno en uno y, preferentemente, apuntando dentro del wáter, … en fin, disfrutar de esos ratos tan agradables que tiene la paternidad.

Pero lo peor no ha llegado todavía. Porque entonces los dos quieren tener el privilegio de que me acueste unos minutos con ellos, y como yo el tema de la ubicuidad todavía no lo controlo, comienzan a exponer las razones que, a su juicio, les hacen merecedores de tal gracia. Lo que viene a significar que comienzan a sacudirse de nuevo con renovadas energías (el rato en el sofá y la exigua colación les ha recargado las pilas), como caballeros medievales compitiendo en una justa por los favores de su doncella favorita. Si bien he de reconocer que me halaga el hecho de que desplieguen tanto ardor tratando de lograr mi compañía, la sensación predominante es de hastío, con alguna pincelada de odio visceral y breves pensamientos de suicidio.

Para cuando consigo proponer un plan de paz que medio los convence (“primero un ratito contigo y después me voy a la cama de tu hermano”), y mientras pienso que una negociación de este calibre debería ser mérito suficiente para que me fichara la ONU para mediar en Oriente Próximo, estoy ya al límite de mis fuerzas, de mi paciencia y de mi amor paternal. Así que la cosa acaba con los niños en sus respectivas camas y conmigo en el sofá, sin ganas de cenar y presintiendo la tragedia.

Porque la calma no dura demasiado, y llega el momento de su venganza:
-Papá, quiero agua.
-Papá, quiero pis.
-Papá, me da miedo la oscuridad.
-Papá, con la luz no puedo dormir.
-Papá, tengo mocos.
-Papá, ¿cuándo viene mamá?

Pero al final el cansancio acaba por vencerles y se dejan abrazar por los dulces brazos de Morfeo, y sobre las 11 de la noche la calma llega al hogar, mientras me felicito por haber resistido, un día más, al impulso de suministrarles alguna sustancia tranquilizante (eso me convierte, a mis ojos, en un modelo de padre responsable; como ven, no soy muy exigente conmigo mismo).

Entonces surge la duda: ¿es mejor acostarme pronto e intentar dormir lo que pueda antes de que empiecen a tocar los huevos, o por el contrario merece la pena esperar levantado, para evitar el riesgo de que te llamen mientras estás en mitad de una fase de sueño REM y te levantes tan zombie que acabes metiendo al niño en la lavadora o tirándolo al cubo de la basura? En el fondo da igual, porque hagas lo que hagas nunca aciertas: si te quedas hasta las 2 y media leyendo, ellos dormirán como malvas, para empezar a tener pesadillas a las 4 en punto. Si por el contrario te acuestas inmediatamente, en torno a las 12 y media tendrán un feroz ataque de tos.

Así que, después de una noche que pone a prueba tu resistencia física y psíquica (si les hacen a los chicos de Al Quaeda en el Resort de Guantánamo la mitad de lo que los enanos me hacen a mi, no quiero pensar cómo se pondría Amnistía Internacional: que si tortura, que si derechos humanos… qué sabrán ellos lo que es tortura), consigues dormirte profundamente justo 15 minutos antes de que suene el despertador, con lo que vuelves a levantarte en un estado semicomatoso y comienzas a afeitarte con grave riesgo para tu integridad física. La ducha apenas consigue despertarte, y para cuando llega la canguro, ni siquiera desayunas, y sales pitando. Porque esa mañana, tú no vas al trabajo. No: esa mañana huyes de tu casa. Y la sensación de libertad cuando por fin sales a la calle es inenarrable. La felicidad absoluta tiene que ser muy parecida a eso.

Y el tema está empezando a cambiarme el carácter, me temo, porque mis compañeros de trabajo me han pedido el calendario de guardias de mi mujer, para saber cuando duerme fuera de casa (o lo que es lo mismo, cuando voy a llegar encabronado al curro). Quizá me estoy volviendo un poco paranoico, pero yo diría que esos días me rehuyen.

Lo peor es cuando se lo cuentas a tu mujer, al día siguiente, esperando conseguir su comprensión y su consuelo, y ella te mira con esa expresión taaaan femenina, y te dice: “Desde luego, los hombres no sabéis más que quejaros. Menos mal que no tenéis la regla”.

Pero yo también tengo mis planes de venganza. Porque los niños crecen, inevitablemente, y lo que ahora son noches de tortura, dentro de unos años se convertirán en sesiones maratonianas de fútbol, o pelis porno. Para cenar nos pediremos unas pizzas, o iremos a McDonald’s, o prepararemos en casa alguna guarrada semejante. Y beberemos cerveza hasta que los tres caigamos redondos y durmamos toda la noche de un tirón. Lo de las drogas (blandas, eso si) todavía lo estoy estudiando.

Y después, si su madre quiere llorar, que llore.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Seguro que tu mujer te comprende más de lo que imaginas, pero no te lo dice, porque teme que "en uno de esos dias" hagas de Herodes (por hacerle un favor!)