jueves, 17 de junio de 2010

EL FANTASMA

Como ya he dicho en otras ocasiones, algunos días hay clientes que comen con nosotros en la empresa cuando vienen de visita. Los hay majetes, y convierten la comida en un rato agradable, pero, por lo general, no es una experiencia demasiado gratificante, la verdad. Algo que hay que soportar, sin más. La comida se convierte en una especie de competición para ver quién es capaz de soltar más trivialidades (el tiempo, la política, la economía, el deporte…). Afortunadamente, tenemos en la pandilla al campeón de las charlas intrascendentes, un tipo capaz de hablar de cualquier cosa durante el tiempo que haga falta. Un gran conversador, en el sentido cuantitativo del término. Entre eso y que el camarero conspira para mantenernos la boca llena constantemente, el resto del grupo podemos pasar por estos trances sin demasiado esfuerzo ni malgasto de saliva. Algo que yo, que no me desenvuelvo muy bien en ese tipo de situaciones sociales, agradezco muchísimo.

Pero, como digo, algunas veces hay excepciones. Algunos de los invitados consiguen subirnos el ánimo. Porque son inteligentes, o divertidos, o tienen cosas interesantes que contar (y además las cuentan bien) y nos hacen creer de nuevo que el ser humano merece otra oportunidad.
O, como sucedió ayer, justo por lo contrario. Porque ayer nos visitó un personaje que tuvo la rara virtud de conseguir poner a todo el grupo de acuerdo por una vez y sin que sirva de precedente: era insoportable. Un tipo relamido hasta la nausea, bocazas, machista en grado superlativo, con opiniones bastante peculiares acerca de todo, en posesión de la verdad absoluta acerca de todo, … Uno de esos tipos que también consiguen subirte el ánimo, por comparación: después de hablar con él, sales convencido de que tú eres una persona ejemplar, intachable. Un serio candidato a la canonización. Aunque también asusta un poco pensar que esa gente anda suelta por el mundo. Con derecho a voto y todo.

El tipo empezó su repertorio cantando sus excelencias deportivas. Fue un poco surrealista, porque siempre da un poco de vergüenza ajena ver a alguien que se toma demasiado en serio a sí mismo. Pero si encima hablamos de un señor de cincuentaypico tacos, bajito y barrigón, y la conversación gira en torno a su talento tenístico, la cosa ya alcanza extremos delirantes. Cuando el tío se lanzó a una pormenorizada descripción de lo bien que juega al tenis, de su gran golpe de derecha, de su perfecto revés, de la potencia de su servicio, y de su talento a la hora de plantear los partidos, comenzamos a cruzarnos miradas furtivas. Miradas que decían, más o menos, que si, que vale, que de acuerdo, que aceptábamos pulpo como animal de compañía. En algunos casos, las miradas eran demasiado evidentes, aunque el tipo no pareció darse cuenta. Sin embargo, como somos gente educada, no dijimos nada, que está muy feo cuestionar las hazañas deportivas de la gente. Y si son clientes, más.

La conversación pasó después, no sé muy bien como, a girar en torno a la gastronomía, y fue ahí donde descubrimos que no sólo estábamos en presencia de un consumado tenista, sino también ante un exquisito gourmet. De andar por casa, pero gourmet. Y muy competitivo, además. Porque, fuera lo que fuera lo que tú hubieras comido, él lo había comido mejor. Aunque, si se trataba de platos demasiado elaborados, o demasiado elegantes para su gusto, resolvía la comparación con alguna frase lapidaria a favor de sus experiencias gastronómicas: “Qué fua ni que magré ni que na. Donde esté la tortilla de papa que me como yo en Málaga que se quite tó. Lo mehó der mundo”.

Porque nuestro amigo, por si no lo han adivinado, era malagueño. Con esa gracia y ese salero que-no-se-pue-aguantá. Además, cuando nos contó su currículum vimos que algunas de aquellas cosas tenían su explicación: había vivido en Bilbao, y ahora está establecido en Valladolid. Y está claro que, si por separado esas ciudades pueden ser inofensivas (aunque eso es discutible), la combinación de las tres produce un carácter indiscutiblemente peligroso. Imagínense: bilbainadas, cante jondo y señoritismo castellano. Tela. Le falta haber vivido en Madrid para pronunciar también con la j y ser directamente adorable.

El caso es que después de clausurar el curso de gastronomía, nuestro invitado dio por inauguradas, sin transición aparente, las conferencias enológicas. Para dejar bien sentadas las bases, comenzó por aclarar que él había bebido más y mejor vino que todos los demás juntos (a mí eso me casaba mal con su práctica semiprofesional del tenis, pero no dije nada, porque hay gente con una capacidad etílica sorprendente, y todo puede ser). Y, a partir de ahí, se lanzó a ponderar las virtudes de los vinos que le gustaban, o de los procedentes de las bodegas de sus amigos (porque esa es otra: el tío conoce a los mejores bodegueros de España y alrededores; y no sólo los conoce: son íntimos, vamos, le piden opinión cada vez que tienen que sacar un vino nuevo; yo creo que la Rioja y la Ribera de Duero es hoy lo que es gracias a sus sabios consejos). Y de repente la conferencia enológica se transformó en una demostración de tupperware: el tío pasó de lo general a lo concreto y de las notas de cata a la compra venta, y comenzó a ofrecernos unas botellitas que, casualmente, llevaba en el coche, y estaban muy bien de precio. Calidad superior. Perdiendo dinero, ya saben. Porque éramos nosotros, etc…

Cuando todavía teníamos los ojos como platos, el tío vio que con el vino no iba a hacer mucho negocio y cambió de tercio. Siguiente parada, el jamón. Ibérico, naturalmente. Bellota pura, por supuesto. Pata negra, cómo no. Y, sorpréndanse: él era un gran experto, había comido más jamón que nadie y era íntimo amigo de los más insignes magnates de la industria jamonera española. Naturalmente, también nos podía hacer un arreglo, si estábamos interesados (aquí empezamos a mirarnos unos a otros, con cara de asombro; creo que todos estábamos pensando: no me jodas que también lleva jamones de bellota en el maletero). Precio de amigo, naturalmente. Se ve que le caíamos bien (es lo que tenemos, que le caemos bien a la gente).

Para acabar, en la sobremesa (que fue notablemente más breve que en otras ocasiones, por razones obvias) el tío se lanzó, con ese gracejo andaluz, con esos raciales tintes euskárikos, con esa noble sobriedad castellana, a una descripción detallada de las prestaciones de su coche, un Mercedes ostentoso como pocos, de un color verde cantoso. Tiene triptronic, tiene ABS, tiene navegador, me avisa de los radares, tiene sensor de lluvia, sensor de iluminación, tiene esto, tiene lo otro,…. Lo mejor de lo mejor. Porque, naturalmente, él era un conductor de primera. Y, naturalmente, necesitaba el mejor material. Faltaría más.

En resumen, acabamos la comida con cierta pesadez de estómago. Por decirlo de manera suave, ya saben.

Es lo que tienen los fantasmas: que además de dar mucho miedo, son un poco indigestos.

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